29

Walker McNally

Miércoles por la tarde, 20 de abril de 1988

Walker se subió discretamente el puño de la camisa y se miró el reloj. Ya no llevaba el brazo en cabestrillo y se alegraba de poder usar la mano derecha. Faltaban siete minutos para que acabara otra reunión interminable de Alcohólicos Anónimos, esta vez muy poco concurrida, lo que ponía aún más en evidencia su negativa a hablar de sí mismo. Allí se encontraban algunos de los asistentes habituales: un viejales llamado Fritz al que le faltaban casi todos los dientes y una mujer que dijo llamarse Phoebe, aunque Walker hubiera jurado que se la habían presentado en el club con otro nombre. La única persona menor de cuarenta años en aquella sala era una chica joven de cabello oscuro y delgada como una serpiente, que tenía los ojos perfilados con kohl. Llevaba las uñas muy cortas, pintadas de granate. Fumaba sin decir nada, lo que Walker aplaudió porque él pensaba hacer lo mismo. Ni siquiera parecía haber alcanzado la edad legal para beber, y Walker se preguntó qué la habría traído a un lugar tan deprimente como ese. No vio a Avis Jent por ninguna parte, lo cual suponía un alivio. Llevaba nueve días sobrio, un auténtico milagro. Años atrás, cuando afirmaba que había dejado de beber, en realidad no había aguantado más de dos días sin consumir algún tipo de bebida alcohólica.

Una vez finalizada la reunión, Walker rehusó el café malo y se dirigió hacia la puerta lateral intentando no parecer demasiado ansioso por escapar. La chica estaba a unos pasos de él, y Walker sopesó la posibilidad de hacer algún comentario sarcástico que le permitiera entablar conversación con ella. Sería agradable intercambiar experiencias con alguien que se hallara en el mismo barco. Empezaba a entender por qué los abstemios solían salir juntos: a los amargados les encanta tener compañía.

En la calle, el sol de la tarde brillaba más intensamente de lo que esperaba, y tuvo que levantar una mano para protegerse los ojos. Eran casi las tres: se acercaban las cinco horas terribles que enlazaban la happy hour y el momento de acostarse. Era el periodo en el que sus ansias de beber se intensificaban, mientras que su voluntad disminuía. Podía vivir sin cócteles Mimosa y Bloody Mary, aunque aún recordaba con nostalgia todas aquellas mañanas en las que estaba de vacaciones, o invitado a una comida, o en el barco de alguien. En dichas ocasiones beber antes del mediodía no sólo era aceptable, sino que tus anfitriones te animaban a hacerlo. No le importaba pasar sin cerveza o sin vino a la hora de comer: sacrificaría esos placeres sin pensárselo dos veces si pudiera tomarse uno o dos cócteles a última hora de la tarde. Cada día jugaba al mismo juego. A decir verdad…, en el fondo era libre de beber si quería. No había firmado ningún juramento. No tenía que seguir las indicaciones de ningún médico, ni le habían prohibido beber debido a alguna enfermedad terrible. No lo habían amonestado legalmente, aunque sabía que si lo detenían por cualquier razón estando borracho, las cosas podían acabar muy mal. Con todo, la decisión era suya. Podía elegir. Podía beber si quería, sobre todo si nadie se enteraba. Había sobrevivido sin alcohol durante nueve días seguidos, y eso lo hacía sentirse bien. Ahora que se acercaba la siguiente hora del cóctel, Walker comenzó a preguntarse si debería ceder a la tentación o no.

Buscó a Brent con la mirada en el aparcamiento. Al chico no le gustaba recogerlo en la calle y prefería encontrarse con él allí. Solía hacer recados mientras Walker asistía a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, y cronometraba su regreso para estar disponible cuando Walker saliera del edificio. La muchacha se había detenido: al parecer esperaba a que la vinieran a recoger en coche. Llegó un MG de color turquesa y la chica entró por el lado del copiloto, ocupado por un golden retriever enorme. Walker la observó forcejear con el perro, el cual parecía poco dispuesto a abandonar su asiento. El perro acabó tumbándose en el regazo de la chica como si fuera de su propiedad.

Walker lo observaba todo despreocupadamente, sonriendo para sí. El coche no se movió y Walker se dio cuenta de que el conductor, un chico muy joven, lo miraba fijamente a través del parabrisas. Sólo alcanzó a verlo unos segundos, pero le bastaron para saber quién era: Michael Sutton, cuyo rostro había quedado grabado en su memoria de forma indeleble. Le pareció increíble que al cabo de tantos años algo tan efímero como la inclinación de su mejilla, o la forma de la barbilla, pudieran evocar un recuerdo tan claro. La última vez que vio a Michael, durante muy poco tiempo, el chico tenía seis años. Walker siempre pensó que acabaría topándose con él, pero al verlo ahora no pudo evitar sobresaltarse.

Dirigió la vista hacia otro lado y recorrió el aparcamiento fingiendo desinterés. Sabía que tenía que mantenerse alejado de ese chico. Al mirar hacia atrás, vio que Michael había vuelto la cabeza y no le quitaba ojo. La chica también lo observó, preguntándose probablemente qué le parecía tan fascinante a Michael. Walker miró a su izquierda y vio que Brent llegaba al aparcamiento. Aliviado, siguió andando mientras el coche reducía la velocidad. Abrió la puerta trasera del lado izquierdo y se deslizó en el asiento.

—Hola, ¿cómo va todo? —le preguntó a Brent mientras cerraba la puerta.

Brent lo miró a través del retrovisor.

—Bien. ¿Cómo le va a usted?

—También bien.

Cuando Brent se metió en el siguiente carril y pasó frente al MG de Michael, Walker ocultó la cara. Se imaginó la cabeza de Michael oscilando lentamente mientras el Toyota de Brent torcía a la derecha para meterse en Santa Teresa Street. Walker se dio media vuelta en su asiento y observó la salida del aparcamiento. El MG turquesa se acercó despacio y se situó detrás de ellos. Mierda.

Walker apoyó una mano sobre el respaldo del asiento que tenía delante.

—Llego tarde a una reunión, démonos prisa. Tuerce a la derecha por Court y sal por detrás.

—Se va más rápido por la autovía.

—Prefiero que vayas por detrás. Hagámoslo así, ¿vale?

Walker detectó el cambio en la expresión de Brent, el cual le dirigió una de esas miradas que decían «Usted es el jefe». El chico torció por donde Walker le había indicado. Dos manzanas más adelante, Walker echó otro vistazo rápido para saber si el MG aún los seguía, pero no lo vio por ninguna parte y se preguntó si se habría equivocado. Puede que, después de todo, el chico no lo hubiera reconocido. Quizá fuera la típica situación en la que alguien te resulta familiar pero no consigues adivinar por qué. Por eso lo miraba tan fijamente. Cuando Brent redujo velocidad al llegar a un stop en un cruce de cuatro vías, Walker vio que el MG se acercaba por la derecha.

—¿Qué pasa? ¿Conoce a ese tipo? —preguntó Brent.

—Me amenazó una vez.

—¿Por qué?

—Demasiado complicado para explicártelo ahora. Es un chiflado.

—¿Quiere que lo perdamos de vista?

—Si puedes, sí, pero hazlo sin que se note. No quiero que piense que me importa un carajo.

Brent apretó el acelerador y fue aumentando de forma gradual la velocidad: seis kilómetros por hora, luego ocho. Desafortunadamente, en aquellas calles había un sinfín de semáforos y de señales de stop, cosa que permitía al MG mantenerse pegado a ellos.

—Este tipo se me va a echar encima. Si veo un coche de la pasma, ¿quiere que lo pare?

—No. Vayamos al banco, pásalo de largo y déjame a la vuelta de la esquina, en Center Road. Iré andando desde allí, y así quizá me deshaga de él.

—¿Sabe dónde trabaja usted?

—Lo dudo, pero prefiero que no se entere.

Brent condujo hasta Montebello y torció por la calle principal. El MG tuvo que detenerse algunos minutos: el tráfico del cruce estaba regulado por una señal de stop de cuatro direcciones, y los coches se veían obligados a esperar. Brent aceleró mientras recorría las tres manzanas siguientes y después giró a la izquierda para entrar en Center. A continuación se metió en el camino de acceso de un pequeño gimnasio. Walker salió del coche apresuradamente y le hizo señas a su chófer para que siguiera adelante. El motel Pelican estaba en aquella misma esquina, pasado otro camino de acceso. Walker empezó a cruzar el aparcamiento del motel con la intención de rodear la parte trasera del edificio, que al menos lo protegía de miradas curiosas. Sin embargo, en el último momento cambió de opinión y se metió en Redbird Road, una calle secundaria que discurría paralela a Oid Coast a lo largo de una manzana.

Walker se metió las manos en los bolsillos y siguió andando tan aprisa como pudo. El chico no podía acusarlo de nada. Un encuentro casual hacía veintiún años. ¿Eso qué demostraba? Walker no se explicaba por qué había estado cavando la policía en el bosque. De alguna forma, Kinsey Millhone había llegado hasta su padre basándose en quién sabe qué razonamientos, pero no existía ninguna relación directa entre Walker y el perro muerto. Quizá Kinsey había hablado con varios veterinarios que ejercían en aquella época, y su padre era uno de ellos.

Giró a la izquierda por Monarch Lane, la bocacalle que cruzaba Oíd Coast Road. El banco estaba en la esquina, y su despacho se encontraba al fondo del edificio. Atravesó el aparcamiento recorriendo disimuladamente toda la zona con la mirada mientras empujaba la puerta de cristal que daba al vestíbulo de recepción. Cuando se detuvo para mirar a su espalda, vio que el MG pasaba por delante del banco. La chica se fijó en él y Walker la vio tirar del brazo de Michael Sutton para llamar su atención. El MG aminoró la marcha y Michael dirigió la mirada hacia la fachada del banco. Walker se apartó de la puerta de cristal, giró sobre sus talones y se metió por el pasillo lateral hasta llegar a su despacho, donde cerró la puerta.

A las seis salió del banco y recorrió las dos manzanas que lo separaban de su motel. Había pensado cenar en el bar que estaba frente al aparcamiento del Pelican, pero no se atrevió a entrar. Se detuvo en la puerta, atraído por el olor a whisky y a cerveza. El humo de tabaco no lo molestaba tanto como el estrépito de los cubiertos producido por los comensales que se inclinaban sobre sus chuletas de cerdo y sus filetes. Nueve días sobrio y ya le latía el corazón al pensar que no tardaría en beberse una copa. Pero no aquella noche. En lugar de pedir algo de comer, evitó la antigua asociación entre carne roja y vino tinto, dio media vuelta y regresó a su habitación. Se distrajo viendo la tele un rato, sin dejar de cambiar de canal.

A las nueve y cuarto volvió a salir de su habitación, cruzó la calle para ir a la gasolinera que abría veinticuatro horas y se encerró en una cabina telefónica con puerta plegable. Introdujo un par de monedas en la ranura y marcó el número de Jon Corso. En la calle, un coche redujo la velocidad, entró en la gasolinera y se detuvo frente a los surtidores. Walker bajó la cabeza para ocultar su rostro. Se estaba comportando como un fugitivo.

Al cabo de cuatro timbrazos Jon contestó con brusquedad. Probablemente estaría escribiendo un nuevo libro y le irritaba que lo interrumpieran.

—Diga.

—Tenemos que hablar.

Jon hizo una pausa de cuatro segundos.

—¿De qué?

—Preferiría no decírtelo por teléfono.

—¿Y eso por qué?

—Joder, Jon. Tú eres el paranoico. Ahora sigo tu ejemplo.

—¿Dónde estás?

—En la gasolinera que hay frente al banco. Te llamo desde una cabina.

—Te recogeré en media hora —dijo Jon, y colgó.

Walker miró el reloj, sin saber qué hacer hasta que llegara Jon. Se metió en el pequeño supermercado situado junto a las zonas de estacionamiento, que a aquellas horas estaban a oscuras. En el supermercado no había nadie a excepción de un cajero sentado frente a la caja leyendo un cómic. Walker recorrió lentamente los pasillos, observando la selección de patatas fritas, Cheetos, nachos y galletas saladas, además de tarros de salsa de aspecto horrible y un sucedáneo de queso tan viscoso como el pegamento. Galletas, chocolatinas, Twinkies, bolsas de magdalenas recubiertas de coco rallado. Los refrigeradores estaban llenos de cerveza barata, refrescos en lata y en botella y garrafas de vino peleón. Walker llegó hasta una hilera de sándwiches y leyó las etiquetas: ensalada de atún, jamón y queso, mortadela con mayonesa. Escogió un bocadillo de mortadela, un embutido que no había comido en años. En la caja añadió cuatro chocolatinas y pagó la compra. El cajero lo metió todo en una bolsa que Walker sujetó bajo el brazo. Salió de nuevo a la calle y se dirigió al muro bajo que se hallaba al fondo de la zona pavimentada. Nada más sentarse deseó haber comprado un refresco, pero le dio demasiada pereza volver a la tienda.

Desenvolvió el bocadillo y le pegó un mordisco. Masticó despacio, saboreando la mortadela y el toque dulce de la mayonesa. La sucursal del Montebello Bank & Trust estaba justo enfrente. Alguien había dejado una luz encendida, una forma barata de disuadir a los ladrones. El tráfico era escaso, pero seguro que una manzana más allá, donde se agrupaban numerosos bares y restaurantes, los aparcacoches no darían abasto.

Por fin apareció Jon en su Jaguar negro, conduciendo a poca velocidad. Walker supuso que habría ido por la playa a fin de evitar la autovía. Tardar más de la cuenta era muy típico de él: Walker se había visto obligado a esperar en la esquina como un vagabundo. Cuando Jon se detuvo, Walker abrió la puerta y se sentó en el asiento del copiloto.

—Joder, parece como si tú y yo tuviéramos un lío —dijo Walker.

—No creía que hicieras cosas así.

—Una vez, durante dos meses. Una experiencia horrible, me juré no volver a repetirlo.

—¿Te pilló Carolyn?

—Se olía algo, pero nunca lo descubrió.

—Mejor para ti. Bueno, ¿adónde vamos?

—Decídelo tú. Me he hartado de estar encerrado.

Jon cambió de sentido sin prisa y se dirigió a la entrada de la autopista 101 en dirección norte. Conducía un coche silencioso y el viaje fue tranquilo. Ninguno de los dos dijo nada. Walker se repantingó en su asiento y cerró los ojos, tan relajado que casi se durmió. En el Pelican no conseguía dormir por las noches: ruido de cañerías, faros de coches que entraban en el aparcamiento a cualquier hora… Walker se despertaba al oír los pasos de la gente que pasaba por el pasillo frente a su puerta. Debido a su ubicación en el centro de Montebello, el Pelican no era un hotel barato, pero resultaba evidente que el constructor había querido reducir costes. El cubículo de la ducha era de fibra de vidrio, y el mueble del lavabo parecía comprado en un catálogo de artículos de ocasión. La cocina consistía en una placa, un pequeño horno eléctrico y, debajo de la encimera, una nevera minúscula, en la que ni siquiera cabía la caja de una pizza.

Jon se desvió por el carril de salida y Walker abrió un ojo el tiempo suficiente como para ver que estaban en Little Pony Road. Al cabo de pocos minutos Walker notó que el coche reducía la velocidad, giraba a la izquierda y se detenía. Jon se apeó del coche, dejando el motor en marcha. Walker se despertó de su ensueño y miró por la ventanilla. Conocía bien aquel lugar, un pequeño parque apodado años atrás la Cumbre de la Pasión. Jon quitó la cadena sujeta entre dos postes que impedía el paso a los vehículos. A continuación, volvió a meterse en el coche y condujo calle arriba. Tomó dos amplias curvas hasta llegar al aparcamiento, donde aparcó con el morro del coche contra el muro de contención y luego apagó el motor. Los dos salieron del coche y comenzaron a subir por la colina. Se encontraban a una altura considerable y, cuando llegaran a la cima, la ciudad se extendería a sus pies como un manto refulgente. Walker sujetaba su bolsa de papel mientras subían desde el aparcamiento hasta el pequeño parque con césped situado en lo alto, en el que habían instalado seis mesas de picnic.

Jon se sentó en un banco y Walker en una mesa, con las piernas colgando. La neblina planeaba sobre el suelo como si fuera una nube. Los árboles resguardaban el parque por tres lados, mientras que el cuarto permitía disfrutar de la vista. Los restos ennegrecidos del quiosco de música se agazapaban en la oscuridad a sus espaldas. Cuando iban al instituto, este era el lugar al que ambos solían traer a las chicas, más veces de las que Walker podía recordar. Él solía acabar con la más guapa, mientras que a Jon siempre le tocaba la amiga feúcha. Walker abrió la bolsa y sacó las cuatro chocolatinas. Le ofreció a Jon una tableta Tres Mosqueteros y se guardó las otras tres.

—No sabía que fueras tan goloso —dijo Jon.

—Es bastante raro. Ahora que no bebo alcohol, me muero por todo lo dulce.

Jon le quitó el envoltorio a su chocolatina y le dio un mordisco.

—¿A qué viene tanta urgencia?

—Esta tarde he visto a Michael Sutton y él me ha visto a mí. Acababa de salir de una reunión de Alcohólicos Anónimos y él estaba en el aparcamiento, recogiendo a una chica. Cuando Brent me llevó al despacho, Sutton nos siguió.

—¿Y?

—¿Por qué me sigue? ¿Y si se pone en contacto con la policía?

—¿Y qué puede decir? Hace dos décadas cavamos un hoyo, ¿y qué?

—No me gusta.

—Por el amor de Dios, Walker. ¿Me haces salir de casa en plena noche para esto? Podrías habérmelo dicho por teléfono. Sutton es un niñato, nadie va a tomárselo en serio. Además, puedo encargarme de él cuando quiera. No supone ningún problema.

—¿Encargarte de él? ¿Y eso qué quiere decir?

—Sé dónde vive. Llevo años vigilándolo y he seguido su ilustre trayectoria. No representa ninguna amenaza. Es un perdedor y un pelele. Es lo que podríamos llamar «maleable». Se le puede convencer de cualquier cosa, todo el mundo lo sabe.

—Hay algo más —dijo Walker, y luego permaneció en silencio durante unos segundos—. A lo mejor me entrego.

La frase se interpuso entre los dos como un muro.

Walker no podía creer lo que acababa de decir, pero cuando las palabras salieron de su boca, comprendió que llevaba semanas dándole vueltas a la idea, consciente o inconscientemente.

Jon no pareció alterarse.

—¿Y a qué se debe esta decisión?

Walker bajó la cabeza.

—Hace tiempo que sufro ataques de pánico y estoy agotado. Me he cansado de sentirme cansado. Esta maldita ansiedad me está destrozando. Cuando aún bebía, no me preocupaba demasiado, pero ahora…

—Pues pídele un sedante al médico. La química te ayudará a vivir mejor.

—No serviría de nada. Mírame. Mi vida es una mierda. Carolyn me ha dado la patada y apenas veo a mis hijos. He matado a una chica, por el amor de Dios. No puedo seguir viviendo así.

—¿Qué paso es este? —preguntó Jon, perplejo.

—¿Cómo dices?

—Los famosos doce pasos de Alcohólicos Anónimos. ¿En qué paso estás? ¿En tu «valiente inventario moral», no?

—¿Sabes qué, Jon? Tus maliciosos comentarios no me hacen ninguna falta. Lo digo en serio, joder.

—No lo dudo. ¿Entonces qué propones?

—Aún no lo sé. Tendrías que haberme visto hoy, escondiéndome en una callejuela para evitar que Michael Sutton me viera y adivinara dónde trabajo. Este asunto nos está estallando en la cara. Fíjate en la paradoja: durante todos estos años he estado bebiendo para borrar la culpabilidad, y al final he acabado matando a alguien más.

Jon hizo un gesto de impaciencia con la cabeza.

—Joder, Walker, no te engañes. No es que bebieras porque te sentías culpable: bebías porque eres un borracho. A ver si te enteras de una vez. Confesar no va a cambiar nada.

—Te equivocas. Sé que soy un borracho y es cosa mía solucionarlo, pero esto es distinto. Quiero descargarme la conciencia y reparar el daño que he causado. Tú has encontrado la manera de olvidar lo que hicimos, pero yo no lo consigo. Necesito confesarlo todo.

—Me alegro mucho por ti. Perfecto. Pero por culpa de esta supuesta reparación de daños a mí van a meterme un paquete de la hostia.

—No tiene por qué ser así —repuso Walker.

—¡Y una mierda! ¿Cómo puedes confesar lo que hiciste sin implicarme a mí?

—Ya me las arreglaré. Esto no tiene nada que ver contigo.

Jon esbozó una sonrisa sarcástica.

—¿Qué te imaginas? Vas a la pasma y te entregas. Les cuentas lo que hiciste y dices que ahora estás arrepentidísimo. ¿Crees que con pedir perdón todo se solucionará? —Jon hizo una pausa y estudió a Walker a la espera de una respuesta—. Nunca lo vas a arreglar, eso es imposible. La jodimos a lo grande. Aquella niña está muerta.

—Al menos podrías haber leído el prospecto.

—¿Quieres dejar de dar el coñazo con eso? Ya lo hice. Te lo he dicho mil veces. Todo el mundo toma Valium. Las pastillas de diez miligramos no pueden hacerte nada.

—¿Ah, no?

—Vale. Puedes incluirlo en tu discursito.

—Lo haré.

—Así pues, ¿qué esperas conseguir exactamente descargando tu conciencia?

—Necesito encontrar la manera de poder vivir tranquilo. Nada más que eso. Quiero ver si puedo enmendar nuestro error.

—¿Vivir tranquilo? No es que vayas a vivir mucho. Estamos hablando de un delito de asesinato por el que te condenarán a muerte. ¿Es eso lo que quieres?

—Claro que no. Si hubiera otra salida, ¿te parece que la habría dejado escapar?

—Joder, ¿cómo piensas enfrentarte a la policía? Te interrogarán sin descanso hasta que les cuentes lo que pasó. No hace falta ser un genio para adivinar que no actuaste solo. Querrán que les des nombres y el mío es el único de la lista.

—Ya te he dicho que esto no tiene nada que ver contigo.

—Claro que tiene que ver conmigo, gilipollas. Tendrá que ver conmigo desde el momento en que abras esa bocaza, que es lo que te estoy pidiendo que no hagas.

—Puede que lleguemos a un acuerdo. Les diré lo que sé siempre que no me obliguen a delatar a nadie más. Sólo les contaré mi parte.

—Fantástico. Me parece estupendo. Ya me lo puedo imaginar: «Cielos, señor agente del FBI, estoy dispuesto a incriminarme, pero quiero ser justo con el otro secuestrador». Las cosas no funcionan así, no con esos tipos. Soy lo único que puedes ofrecerles para intentar negociar. Después de entregarte tú, acabarás entregándome a mí también.

—Te olvidas de que fue idea tuya —dijo Walker, cambiando de tono.

—¿Idea mía? Y una mierda. Era el plan de pacotilla de Destiny.

—Pero no lo puso en práctica, y Creed tampoco. Tú fuiste el que pensó en todos los detalles.

—¿Y qué hacías tú mientras tanto?

—Hice lo que me dijiste. Tú llevaste siempre la voz cantante. Te apropiaste de las riendas desde el principio y ahora lo pagaremos muy caro. Esto no me resulta nada fácil, ¿sabes? Tengo esposa e hijos. ¿Qué crees que les pasará si me entrego?

—Te rectifico: tenías esposa e hijos. Ahora no tienes nada de nada. Estás viviendo en un motel de mala muerte y cenas chocolatinas. Carolyn te ha dado una patada en el culo. —Jon hizo un gesto de impaciencia—. Dejémoslo. ¿A mí qué coño me importa? ¿Qué sabe ella, si es que puedo preguntártelo?

—Nada. Nunca le he contado ni una palabra de todo esto.

—Bueno, es un consuelo saberlo. Walker, escúchame. Te suplico que pienses bien en lo que te voy a decir. Te las das de moralista porque quieres aliviar tus remordimientos, pero cuando abras la boca, quedarás sepultado por un montón de mierda del que nunca vas a poder salir. No puedes ponerme a mí en el punto de mira para descargar tu conciencia.

—Será mejor que confiese mi participación antes de que Michael Sutton nos delate. Tengo a esa investigadora privada pisándome los talones y ya ha encajado algunas de las piezas, como toda esa mierda del perro muerto. No creía que estableciera la conexión, pero ahora es más que obvio que lo ha relacionado conmigo.

—¿Así que te relaciona con un perro muerto? ¿Y por eso tienes que ir corriendo a la policía? Esto me recuerda las gilipolleces que nos soltaban nuestros padres cuando éramos pequeños. «Hijo, lo único que debes hacer es decir la verdad. Mientras seas sincero, no te vamos a castigar».

Walker sacudió la cabeza con gesto abatido.

—Presiento que todo este asunto acabará estallando. Es cuestión de tiempo.

—Si dejas de preocuparte y mantienes la boca cerrada, no nos pasará nada.

—No creo que pueda.

—A lo mejor no me he explicado bien. Me encanta la vida que llevo, y me tengo un gran aprecio a mí mismo. No quiero morir. Soy un miembro respetable de la comunidad y no pienso caer sin presentar batalla.

—Entonces será mejor que se te ocurra una alternativa. Te lo he advertido con tiempo. Yo ya no puedo hacer más.