28
Miércoles por la tarde, 20 de abril de 1988
El miércoles por la tarde subí por Cabana Boulevard hasta Seashore Park, una extensión de terreno con césped y palmeras de propiedad municipal que bordea el acantilado abierto al Pacífico. Aquella mañana había llamado a Michael y le había pedido que nos encontráramos allí. En el bolso llevaba la carpeta con los recortes de periódico sobre Keith Kirkendall, así como las copias de las fotografías que su hermana me había dado el día anterior. Me angustiaba tener que enseñárselo todo, pero no había forma de evitar la conversación. No me quedaba otra escapatoria.
Era un día soleado y de ambiente suave, sin apenas brisa. Mientras esperaba, recorrí la alambrada que habían levantado para evitar que la gente se precipitara por el acantilado. La distancia hasta el océano era de casi veinte metros. Cuando subía la marea, las olas rompientes ocultaban las rocas. Cuando bajaba, las rocas quedaban a la vista. En ambos casos, la caída sería mortal. Al mirar hacia abajo vi la reveladora nube de fango sobre el lugar en que se había formado un banco de arena. Allí las olas rompían de forma distinta a como lo hacían a unos cien metros a cada lado. La mayoría de la gente cree que este flujo de agua se denomina corriente turbulenta, pero el término correcto es «corriente de resaca». Las mareas se producen por la atracción gravitatoria de la luna. Una corriente de resaca es un flujo traicionero que discurre en una estrecha línea perpendicular a la playa, y que puede llegar a adentrarse más de 700 metros. El término «resaca», usado para describir el mismo fenómeno, también es inexacto. Las corrientes de resaca se mueven sobre la superficie del agua siguiendo el contorno oculto de la orilla. Esta, al igual que la corriente de resaca que mató a la madre de Michael Sutton, se debía al mismo intento de los ingenieros municipales de crear un puerto seguro donde no lo había. Como suele ocurrir, las buenas intenciones a menudo tienen consecuencias inesperadas.
Oí aproximarse el MG de Sutton mucho antes de verlo llegar al pequeño aparcamiento. Tenía la capota bajada y el viento le había alborotado el pelo, que se alisó mientras salía del coche. Llevaba una sudadera y pantalones cortos, y al ver sus rodillas huesudas se me partió el corazón. De nuevo me sorprendió lo joven que parecía. Cuando tuviera cincuenta años en lugar de veintiséis, seguiría teniendo el mismo aspecto. No podía imaginármelo gordo y calvo, con los carrillos fofos o con papada. A medida que fuera envejeciendo se le arrugaría la cara, pero seguiría conservando sus rasgos juveniles.
Cuando hablamos por teléfono, no le expliqué la razón de nuestro encuentro. Ahora me sentía mal porque Michael no sospechaba nada, cosa que lo volvía aún más vulnerable. Aunque no entendía la dinámica psicológica, presentí que después de todo el daño que había causado a su familia, Sutton había pasado de villano a víctima. En realidad, sus hermanos tenían derecho a reivindicar todo el sufrimiento, pero ahora era Michael el que soportaba la carga.
Vi un banco situado a medio camino entre los dos. Mientras se acercaba desde el estrecho aparcamiento, crucé el césped y me senté tras dejar la carpeta a un lado.
—Hola, Michael —saludé—. Te agradezco que hayas venido.
Michael se sentó en el banco.
—Iba al centro de todos modos, me ha sido fácil desviarme hasta aquí. ¿Cómo estás?
—Voy tirando —respondí—. ¿Cómo está Madaline?
—Bien. De hecho, después voy a recogerla.
—¿Bien? Me han dicho que la detuvieron por embriaguez y alteración del orden público.
—Así es, pero el juez dijo que la dejaría en libertad condicional si prometía enmendarse.
—Ya veo. ¿Y qué tiene que hacer?
—Asistir a reuniones de Alcohólicos Anónimos dos veces a la semana. Como no tiene coche, yo la llevo hasta allí y después voy a recogerla.
—¿No se te ha ocurrido pensar que se aprovecha de ti?
—Sólo la llevaré hasta que se recupere. Está intentando encontrar un empleo, pero no hay mucho trabajo en su campo.
—¿Cuál es su campo?
—Es modelo.
—Y, mientras tanto, tú le proporcionas comida, casa, transporte, dinero para pagar la fianza y pienso para su perra Goldie, ¿no?
—Ella haría lo mismo por mí.
—Yo no estoy muy convencida de ello, pero esperemos que así sea.
Michael me miró y se le borró la sonrisa.
—Pareces enfadada conmigo. ¿Qué pasa?
—Ni siquiera sé por dónde empezar —admití. Suspiré profundamente mientras ponía en orden mis ideas. Por muchas vueltas que le diera, no encontraba una forma agradable de decirlo—. Ayer Ryan y Diana vinieron a mi despacho. Diana trajo un álbum de recortes en el que había varios recuerdos de tu sexto cumpleaños.
—¿Recuerdos?
—Sí. Ya sabes, fotos, resguardos de entradas, cosas así.
—Resguardos de entradas. ¿De qué estás hablando?
—El veintiuno de julio estuvisteis todos en Disneylandia. Tu madre, tu padre, Ryan, David, Diana y tú.
Vi cómo se le ensombrecía el rostro.
—No puede ser verdad.
—Esa fue mi primera reacción.
—Se lo está inventando para causarme problemas.
Le señalé la carpeta que reposaba sobre el banco.
—Ha hecho copias de las fotografías. Puedes comprobarlo tú mismo.
—Seguro que se equivoca.
—No lo creo. Es periodista. Puede que sea una pesada, pero sabe escribir un reportaje, y también sabe a lo que se arriesga si pone datos equivocados. Échale un vistazo a esto.
—No me hace falta ver nada. Estuve en casa de Billie, mi madre me dejó allí.
—Los Kirkendall ya se habían ido de la ciudad por aquellas fechas. El padre de Billie robó una porrada de dinero, tú mismo lo dijiste. Sabía que la policía estaba a punto de detenerlo, así que cogió a su familia y huyó. El veintiuno de julio ya no había nadie en la casa.
—¿Crees que te mentí?
—Creo que cometiste un error.
—Vi a los piratas aquel día. Los dos estaban cavando un hoyo. Puede que hubiera pasado antes de que nos fuéramos a Disneylandia.
—Las fechas no coinciden. Vieras lo que vieras, debió de ser la semana anterior. Y, como Diana se apresuró en señalar, si viste a aquellos tipos el 14 de julio en lugar del 21, el bulto que iban a enterrar no podía haber sido el cuerpo de Mary Claire. No la raptaron hasta cinco días después.
Michael se quedó mirando al cielo mientras se balanceaba adelante y atrás sentado en el banco: el típico ritual de autoconsuelo de un niño cuya madre viene a recogerlo a la guardería una hora tarde. Parecía desesperado.
—Oye, Michael, nadie te está echando la culpa.
Cuando te diriges a alguien que se encuentra muy angustiado, lo mejor que puedes hacer es minimizar la magnitud del desastre. Eso no cambia las cosas, pero las hace más llevaderas. Al menos para el que ofrece consuelo…
—¿Me tomas el pelo? Seguro que se ha carcajeado a mi costa, y Ryan también. Siempre estuvieron compinchados.
Mierda. Ahora lo había convertido en una conspiración. No dije ni media palabra. Tampoco sabía qué más podía añadir para consolarlo.
—¿Y qué hay del inspector jefe Phillips? ¿Lo sabe?
Aparté la mirada, confirmando así lo que Michael ya sospechaba.
—¿Diana también se lo dijo a él?
—Michael, no te lo tomes así. Sí, también se lo dijo. Tenía que decírselo. El inspector Phillips se involucró en este caso desde el principio. Diana le entregó la misma carpeta que me ha dado a mí. ¿Y qué?
Michael parpadeó, se llevó la mano derecha a los ojos y luego la fue bajando hasta taparse la boca.
—Vi a los piratas. Sabían que los había sorprendido infraganti.
—Vale, muy bien, los viste, pero no cuando creíste verlos. El veintiuno de julio de 1967, tú y tu familia estabais a ciento cincuenta kilómetros de distancia.
—Enterraban un bulto…
—Estoy segura de que viste algo, pero no se trataba de Mary Claire.
Michael negó con la cabeza.
—No. Se llevaron el cadáver a otra parte y metieron un perro muerto en el hoyo. Era el sitio que te enseñé el otro día, exactamente allí.
—Dejemos de discutir y centrémonos en los hechos, no en lo que imaginaste.
Michael levantó una mano.
—No importa, tienes razón. Te he hecho perder el tiempo y he suministrado una pista falsa a la policía. Ahora lo saben todos los que están metidos en este asunto. ¿Quién va a creerse lo que pueda decir?
—Joder, ¿quieres callarte de una vez? No puedo tenerte ninguna lástima si no dejas de autocompadecerte. Entiendo que estés avergonzado, pero es cuestión de aguantar el golpe y seguir adelante.
Michael se levantó de repente y se fue.
Mientras lo observaba, intuí cómo esperaba que se desarrollara la escena siguiente. Mi papel consistiría en salir corriendo tras él para tranquilizarlo: se suponía que tenía que involucrarme en el conflicto para ayudarlo a salir airoso. No pude hacerlo. Se acabó lo que se daba. La búsqueda de Mary Claire había llegado a su fin y Michael lo sabía tan bien como yo. Puede que estuviera enterrada en otro lugar, pero eso no tenía nada que ver con él. Pese a que comprendía su humillación, su comportamiento parecía calculado para provocar una respuesta. Él era el vacío, y se suponía que yo era el aire que entraba de golpe para llenar el espacio. Tercamente, me quedé donde estaba.
Michael cerró la puerta del coche de un portazo y el motor rugió. Miré en dirección hacia donde se encontraba y vi cómo daba marcha atrás formando un amplio arco antes de meter la primera y salir con un chirrido de neumáticos.
—Lo siento. Ojalá pudiera ayudarte, pero no puedo —dije a nadie en particular.
Recogí la carpeta y volví a mi coche. Me instalé ante el volante y permanecí allí sentada un momento, observando cómo picoteaban las palomas entre la hierba. Sólo estaba a cinco manzanas de mi casa y mi instinto me dijo que corriera a guarecerme. La sensación que me invadía no era nueva: otras investigaciones se me habían desmoronado entre las manos, pero nunca había sentido la necesidad de hacerme el haraquiri. Soy optimista. Me baso en el supuesto de que si una pregunta es legítima la respuesta estará en alguna parte, lo que no garantiza que sea yo quien la encuentre. Pese a no ser la culpable de ese fracaso, no podía dejar de pensar que había metido la pata en algo.
Ya era media tarde. Quizá podría haberme convencido a mí misma para acabar de trabajar un poco antes, pero si haces algo así, a menudo acaba convirtiéndose en una costumbre y corres el riesgo de ser poco profesional. Hacer novillos no era el mejor antídoto contra la decepción, pero el trabajo sí lo era. Tenía un negocio que gestionar y necesitaba volver a tomar las riendas. Aunque, del dicho al hecho…
Al llegar al despacho me preparé una cafetera, me senté frente a mi escritorio y me quedé de brazos cruzados. Había reprendido a Sutton por compadecerse de sí mismo, pero no era tan mala idea después de todo. Cuando has recibido un golpe, la autocompasión, al igual que la racionalización, no es más que otra forma de enfrentarte al dolor.
Un sonido penetró mi conciencia, y me di cuenta de que alguien golpeaba con los nudillos en la puerta de mi antedespacho. Le eché un vistazo al calendario: no esperaba a nadie y no tenía ninguna cita apuntada. Durante un momento me dio la extraña sensación de estar retrocediendo en el tiempo. Me vi a mí misma levantándome para echar un vistazo. A través del cristal había visto por primera vez a Michael Sutton. Volveríamos a estar a 6 de abril, y me vería obligada a revivir la misma serie de acontecimientos.
Me levanté del escritorio y me dirigí a la puerta de mi despacho, donde asomé la cabeza para inspeccionar la recepción. Había una mujer en la puerta, señalando el pomo. Por segunda vez en dos semanas había bloqueado el pestillo sin darme cuenta después de entrar. Desbloqueé el pestillo y abrí la puerta.
—Lo siento. ¿Qué se le ofrece?
—Me preguntaba si podría hablar con usted.
—Claro. Soy Kinsey Millhone. ¿Nos conocemos?
—La verdad es que no. Soy Joanne Fitzhugh, la madre de Mary Claire. ¿Puedo pasar?
—Por supuesto.
Me hice a un lado, como si dejara entrar a una aparición. La señora Fitzhugh rondaría los cincuenta y pico y tenía uno de esos rostros angelicales que suelen asignarles a las santas en los calendarios católicos. Era media cabeza más baja que yo, y llevaba una melena rubia con las puntas hacia arriba por la que yo habría suspirado en mis años de instituto. Vestía una falda oscura y una chaqueta corta a juego, sobre una blusa de seda verde. Pese a haber pensado en ella tantas veces, no estaba preparada para un encuentro cara a cara. ¿Qué iba a decirle? Me había topado con un muro. ¿Cómo podía explicarle dónde había empezado la investigación y dónde había acabado?
—¿Le apetece un café?
—No, gracias. No se preocupe.
Se sentó en una de las sillas que tengo para los clientes y se acercó la otra, dándole una rápida palmadita al asiento para animarme a sentarme a su lado. Era evidente que controlaba la situación. Una vez me hube acomodado en la silla, pude comprobar que nuestras rodillas casi se rozaban.
Joanne Fitzhugh tenía unos rasgos muy bien perfilados: ojos azules pequeños, cejas y pestañas claras, nariz recta y labios que se habían vuelto más finos con la edad. Normalmente, las mujeres que me parecen guapas suelen tener rasgos exagerados: pómulos salientes, ojos grandes, labios gruesos. La belleza de la señora Fitzhugh era de otro tipo, suave y delicada. Su colonia olía a jabón, y si llevaba maquillaje, era tan discreto que ni se notaba. No puedo ponerme a hablar de naderías con alguien a quien le han raptado y asesinado a su única hija, así que esperé a que iniciara ella la conversación.
—He hablado con el inspector jefe Dolan esta mañana. Es un hombre muy amable, ha seguido en contacto conmigo desde que se jubiló. Me ha telefoneado para decirme que usted estaba investigando la desaparición de Mary Claire, y que un joven llamado Michael Sutton había proporcionado cierta información que parece prometedora.
—No sé qué decir. ¿Puedo tutearla?
—Desde luego.
—Michael se equivocó en la fecha. No lo descubrí hasta ayer y aún no me he repuesto de la decepción. Entonces era un niño de seis años y el incidente que recordaba tuvo lugar una semana antes, si es que llegó a suceder.
—No lo entiendo. El inspector jefe Dolan me ha contado que Michael encontró a dos hombres cavando lo que parecía ser una tumba dos días después del rapto de Mary Claire. ¿Dices que esta información es falsa?
—Michael cometió un error, no hubo mala intención por su parte. Leyó un artículo en el periódico y el nombre de Mary Claire le trajo a la memoria un recuerdo muy vivido. Su historia parecía razonable. El inspector Phillips creyó que merecía la pena investigarla, y eso mismo pensé yo.
»Ayer, la hermana de Michael vino a traerme ciertas pruebas que demostraban que Michael se encontraba lejos de Santa Teresa aquel día en concreto, por lo que parece que se lo imaginó todo. Viera lo que viera, no guardaba relación alguna con Mary Claire. Ojalá tuviéramos más pistas, pero por desgracia no es el caso».
—Vaya por Dios.
Joanne Fitzhugh bajó la vista y se miró las manos.
—Sé que todo esto te resulta muy difícil y lo siento de verdad.
—No es culpa tuya. Ya debería estar acostumbrada. Tendría que haberlo dejado hace años, pero no consigo hacerlo. Cuando pasa algo así…, cuando aparece la más mínima información…, vuelvo a concebir esperanzas aunque no debiera. No sabes cuánta gente ha aparecido con supuestas pistas durante los últimos veinte años. Escriben, llaman por teléfono, me paran por la calle… Todos afirman conocer el paradero de Mary Claire. Aparece cualquier referencia en el periódico y llegan «pistas» a montones. Algunos piden dinero y otros sólo buscan sentirse importantes, supongo.
—Créeme, Michael no lo hizo para sacar provecho. Vaciló antes de ir a la policía, y se sintió muy incómodo cuando el inspector jefe Phillips le dijo que se pusiera en contacto conmigo. Por extraña que fuera su historia, parecía haber algo de verdad en ella. Al final, las piezas no encajaron.
—No culpo a nadie, pero esta pesadilla parece no tener fin.
—Oye, ya sé que no es asunto mío, pero ¿podrías contarme qué pasó después? No quiero ni imaginarme cómo debió de afectar el rapto a tu vida personal.
—Es muy sencillo. Mi marido y yo nos divorciamos. Puede que fuera injusto culpar a Barry por la forma en que manejó la situación, pero al observarlo durante esos tres días me di cuenta de cosas que no había captado del todo hasta entonces. Barry tomó las riendas y empezó a darme órdenes. Tuve que mantenerme al margen mientras él hablaba con la policía y con el FBI. Mis opiniones y mis reacciones no significaban nada para él. Por primera vez vi la clase de hombre con el que estaba casada.
—¿Qué habrías hecho tú en su lugar?
—Exactamente lo que nos pedían. Habría guardado silencio en lugar de denunciar el rapto a la policía. Y habría pagado el rescate sin pensármelo dos veces. Es lo que hicieron los Unruh, y su hija aún sigue viva. Estoy segura de que el FBI lo habría considerado la peor táctica posible, pero, al fin y al cabo, ¿que tenían ellos que perder? Veinticinco mil dólares no era nada para nosotros. Más tarde descubrí que Barry tenía el doble en una cuenta secreta, y con ese dinero emprendió una nueva vida después de que nos separáramos. Por lo que sé, esa fue siempre su intención, ahorrar para poder largarse. Las cosas llegaron a un punto en el que ya no me importaba nada. Supongo que si Mary Claire se hubiera salvado…, si nos la hubieran devuelto viva…, quizás hubiéramos limado asperezas y hubiéramos continuado como antes.
—¿Aún vive en la ciudad?
—Se mudó a Maine. Creo que quería vivir en el lugar más distinto a California que pudiera encontrar. Se volvió a casar y empezó otra familia. Y así acabó la nuestra.
—¿Se te ocurre por qué os eligieron a vosotros?
—Barry tiene una empresa de gestión patrimonial. La abrió hace bastantes años y siempre le ha ido bien. Él pensaba que eso fue lo que nos puso en el punto de mira de los raptores. Eso, y el hecho de que Mary Claire fuera hija única.
—¿Cuánto tiempo estuvisteis casados?
—Ocho años y medio —Joanne vaciló—. Debo admitir que cuando me dejó me vengué, soy una mala víbora. Según nuestro acuerdo prematrimonial, si nos divorciábamos, me habría pagado una miseria como pensión durante los diez años siguientes al divorcio. Era mayor que yo y ya había estado casado dos veces antes. Yo sabía el riesgo que corría, así que hice todo lo posible para protegerme, aunque no sirviera de mucho. Cuando nuestra relación se rompió, Barry quería un divorcio rápido para librarse de mí, pero mi abogado argumentó que el acuerdo prematrimonial no era válido porque yo lo había firmado bajo coacción. Cuando llegó por fin la sentencia de divorcio, Barry se vio obligado a pagarme seis millones, más un millón en costas legales. Ya lo ves, ha de cargar conmigo de por vida, en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad.
—¿Trabajas?
—No tengo ningún empleo, si te refieres a eso. Soy guía a tiempo parcial en el museo de arte, y trabajo como voluntaria dos mañanas a la semana en la unidad neonatal del Hospital de Santa Teresa.
—¿Existe la posibilidad de que tu hija tuviera problemas médicos? ¿Alergias, asma, algo de ese tipo? Estoy intentando comprender qué pudo haberle pasado.
—Había tenido algunos ataques epilépticos desde que era muy pequeña, y el pediatra le recetó Dilantin. Supongo que me lo preguntas porque piensas que algo pudo haber ido mal.
—Exactamente. No creo que esos tipos fueran delincuentes habituales. Rain me ha contado que a ella la trataron bien. Cree que le echaban somníferos en la limonada, pero en vez de caer redonda se excitaba y cada vez dormía menos. Supongamos que aumentaran la dosis para conseguir que Mary Claire se durmiera. Si ya estaba tomando un anticonvulsivo, la mezcla de medicamentos podría haber resultado fatal.
—Entiendo lo que dices, y tiene sentido. ¡Pobrecita mía! —Joanne se tapó los ojos por un momento, como si quisiera borrar de su mente la idea. Hizo un esfuerzo por recobrar la compostura y al final suspiró—. ¿Y ahora qué? ¿Se acaba aquí la investigación?
—No sé qué decirte. Ya no se me ocurren más posibilidades. Por otra parte, tampoco puedo dejarlo así. No me gusta pensar que no he hecho bien mi trabajo.
Joanne se inclinó hacia delante y me agarró la mano.
—Por favor, no te rindas. Una de las razones por las que he venido hasta aquí es para decirte lo mucho que te agradezco tus esfuerzos. Aunque tengas delante una pared no te des por vencida, te lo suplico.
—Haré cuanto esté en mis manos. No puedo prometerte nada más.