26
La dirección comercial en Belicia que Shawn Dancer me había dado resultó ser también su domicilio particular. Belicia era una ciudad pequeña que se extendía como una red entre la autopista y la playa. El turismo era la principal fuente de ingresos de sus habitantes: los visitantes se sentían atraídos por la situación de la ciudad, así como por las tiendas de los artesanos locales, que elaboraban desde quesos y pan hasta vinos de autor. Conté siete galerías de arte en la calle principal, donde también había tiendas que vendían joyas, muebles hechos a mano, tejidos y otros productos artesanales. Las estrechas calles estaban flanqueadas por innumerables hotelitos y pensiones, así como por restaurantes, cafés y caros bistrots, en número suficiente como para atender a los habitantes de la ciudad y a los numerosos viajeros que habían acudido a explorar la zona. En esa época del año los precios eran razonables y vi bastantes letreros de «Completo».
Shawn Dancer vivía en una casa de madera de una planta pintada de gris, a la que sus puntiagudos gabletes, su tejado de tejas superpuestas como escamas de pescado y su ribete de galleta de jengibre conferían cierto aire Victoriano. Me detuve frente a la casa y aparqué. Llamé con los nudillos a la puerta de entrada y esperé los minutos de rigor, preguntándome si habría alguien en casa. Me abrió una chica que debía de tener como mucho veinte años. Era muy menuda, con grandes ojos de color avellana y un halo de rizos negros. Iba descalza y vestía shorts vaqueros y una camiseta anudada a la altura de la cintura. En el brazo derecho llevaba varias pulseras de plata.
—Hola —saludé—. Espero no haberme equivocado de casa. Estoy buscando a Shawn.
—Se encuentra en su taller, en la parte de atrás.
La chica no dijo nada más, así que le di las gracias, bajé los escalones del porche, torcí a la derecha y seguí el camino que llevaba al garaje. El taller era como la casa pero en miniatura, y estaba conectado a esta por un pasaje techado. La puerta estaba abierta, y el olor a cola y a madera sin tratar impregnaba el aire. Se oía el chirrido agudo de un torno. Shawn llevaba un mono y gafas protectoras. Parecía absorto en su trabajo, lo que me dio un momento para estudiarlo sin que él se percatara.
Era bastante alto y tenía una buena mata de pelo oscuro y rizado. Las costuras de su mono blanco estaban cubiertas de serrín. Pese a desconocer las herramientas de su oficio, pude identificar pulidoras y taladradoras, rebajadoras, garlopas, lijadoras de disco y sierras de inglete y de cinta. Shawn encolaba los extremos de las junturas de dos paneles anchos y planos, y luego los colocaba en una gran abrazadera en forma de C. Había tablas de madera tosca apiladas verticalmente contra una pared, y cientos de brocas, herramientas pequeñas y plantillas de madera colgadas por orden en paneles perforados.
Shawn se volvió y al verme detuvo el torno.
—Hola.
—¿Eres Shawn?
—El mismo. Tú debes de ser la investigadora de S. T.
—Kinsey Millhone —dije—. Encantada de conocerte. Te he pillado en plena faena.
—Siempre estoy trabajando. Me alegro de que se te haya ocurrido dónde encontrarme.
—La chica que me ha abierto la puerta me ha dicho que estabas aquí detrás.
—¿Has conocido a Memory?
—Supongo que sí, aunque no se presentó.
Shawn me miró con expresión irónica.
—Lo siento, a veces le fallan los modales. No pretende ser maleducada.
—No hace falta que te disculpes. Es a ti a quien he venido a ver.
—Espero serte de ayuda. ¿Cómo se encuentra Deborah?
—Muy bien. Dimos un paseo por la playa el miércoles pasado y está más en forma que yo.
—Siéntate, si es que puedes encontrar una silla —dijo Shawn.
—No te preocupes, estoy bien así.
Se sentó en el banco de trabajo y yo me apoyé contra la mesa de forma que pudiéramos mirarnos a los ojos. Charlamos durante un rato antes de centrarnos en el tema que me había llevado hasta allí.
—¿Por qué no me dices qué pasa? —preguntó finalmente.
—Intentaré ir al grano —respondí. Le conté toda la historia, destacando los puntos importantes—. Un rapto de hace años ha vuelto a salir a la luz por razones demasiado complicadas como para explicártelas ahora. Una niña pequeña llamada Mary Claire Fitzhugh desapareció en julio de 1967, y no se ha sabido nada de ella desde entonces.
—Mal asunto.
—Muy malo, pero al menos existe la esperanza de que descubramos lo que le pasó. Por lo que sé, tú, tu madre y tu padre estuvisteis en Santa Teresa ese mismo verano…
—Greg no era mi padre —repuso Shawn—. Me gustaría dejar esto claro.
—Lo siento. No estoy muy segura acerca de los detalles, por eso recurro a ti.
—No importa. Continúa.
—Sé que los tres estabais viviendo en casa de los Unruh. Deborah me ha contado que Greg los presionó para que le dieran el dinero que su abuelo le había dejado en herencia, con el que él y Shelly pensaban comprar una granja…
Shawn sacudió la cabeza con fastidio.
—Oí cómo tramaban la historia, pero era falsa de principio a fin. ¡Imbéciles! No sé en qué estarían pensando. Patrick no iba a financiar un plan tan disparatado aunque no se lo hubieran inventado. El dinero estaba en fideicomiso y no había forma de echarle mano. Bueno, quizá si se metían en líos legales, pero Greg no podía quedarse por allí demasiado tiempo.
—¿Qué planes tenía entonces? ¿Puedes ponerme al corriente?
—Claro. Greg colgó los estudios en Berkeley durante el segundo curso, así que perdió la prórroga 2-S que concedían a los estudiantes y lo volvieron a clasificar como 1-A, lo cual significaba que podían reclutarlo en cualquier momento. Quemó la notificación nada más recibirla. Tanto él como mi madre estaban obsesionados con la autoridad, ella más que él. Fue entonces cuando Greg decidió irse a Canadá. A mi madre no le gustaba la idea, pero él tenía amigos escondidos allí y supuso que podría aprovechar sus contactos. Si conseguía echarle mano a su herencia, dispondrían del dinero suficiente para vivir mientras solicitaban la nacionalidad canadiense.
—Ya veo que estaba sometido a mucha tensión.
—Bueno, sí, desde su punto de vista. Te diré lo que me parece tonto. No caí en ello hasta bastante más tarde, pero en julio del sesenta y siete Greg tenía veinticinco años. Al cumplir los veintiséis se habría librado, así que sólo era cuestión de esperar. Dudo que reclutaran a hombres casados, por lo que si Greg y mamá hubieran estado dispuestos a casarse, él habría quedado libre. Pero nunca habrían hecho algo tan pedestre. Eran hippies, espíritus libres opuestos a algo tan rutinario como una ceremonia civil. Bueno, la cuestión es que cuando tuvieron claro que los Unruh no iban a cooperar, nos largamos, que era su manera de solucionar cualquier problema.
—¿Por qué os fuisteis tan de repente?
—Lo hacían todo por impulso, aunque puede que pasara algo más. Oí muchos cuchicheos acalorados desde la parte de atrás del autobús. Greg estaba aterrorizado.
—¿Sabes cuándo pasó todo eso?
—Ni idea. Yo era un niño. ¿Qué iba a saber? Recuerdo que mamá se empeñó en que fuéramos a San Francisco. Todo el mundo hablaba del Verano del Amor y le cabreaba mucho perdérselo. Dijo que nadie les estaba pisando los talones. Miles de tipos se libraban del reclutamiento, así que lo único que tenían que hacer era seguir viajando y no les pasaría nada. Greg no le hizo ni caso. Estaba impaciente por darse el piro. En opinión de mi madre, era problema de Greg y no suyo. Al final acabó claudicando, pero después de muchas trifulcas. Si quieres saber mi opinión, creo que alguien llamó a la junta de reclutamiento y lo delató.
—Si se fueron con las manos vacías, ¿qué hicieron para conseguir dinero?
—Lo de siempre: mendigar, vender droga, robar… Es lo que solían hacer cuando estaban sin blanca, lo cual podría decirse que era su estado habitual. El viaje duró semanas porque paramos infinidad de veces para conseguir dinero con el que pagar la gasolina y la comida. Incluso hoy, apuesto a que podría ganarme la vida esperando de pie en un cruce con un letrero de cartulina que llamara la atención.
—¿No dieron la vuelta y volvieron a Santa Teresa por alguna razón?
—Para nada. Greg estaba acojonado. Se alegraron de irse.
—Patrick creía que se les había ocurrido un plan para conseguir dinero. Estaba convencido de que no llegaron a salir de la ciudad.
Shawn negó con la cabeza.
—Soy el único que volvió, y eso fue hace tres años, cuando leí que Patrick había muerto. Quise presentarle mis respetos.
—¿Sabías que raptaron a Rain hacia la misma época en que Greg y Shelly se marcharon?
—¿La raptaron?
—Menos de una semana después de que Greg y Shelly se fueran. Los raptores pidieron quince de los grandes, y Patrick pagó el rescate. La devolvieron sana y salva, y diez días después raptaron a la otra niña. Los Unruh creían que Greg y Shelly tuvieron algo que ver.
—No puede ser. Cuando salimos de Estados Unidos, ya no volvimos. ¿Por qué los culpaba Patrick?
—Porque tenía sentido. Al menos en su opinión. Greg y Shelly necesitaban conseguir dinero urgentemente. Los Unruh se negaron a dárselo, pero poco después alguien raptó a Rain y se vieron obligados a pagar. El plan no tenía ni pies ni cabeza, pero, según Deborah, estaban atontados por toda la maría que fumaban.
—Bueno, de eso no cabe duda. Yo también estaba colocado casi todo el tiempo.
—¿A los diez años?
—Así era mi vida en aquella época. No me malinterpretes: mamá tenía sus principios. No me dejó probar el peyote, la cocaína o la heroína hasta que cumplí los dieciséis. También se negó a que tomara LSD. Era una mujer muy estricta. Acabó metiéndose droga dura, pero eso no sería hasta más tarde.
—¿Te daba clases en casa?
—Es lo que ella decía, pero era una patraña. Mamá dejó de estudiar a los quince años, cuando se quedó embarazada de mí. Eso fue un año antes de acabar el bachillerato, por lo que carecía de los conocimientos suficientes para poder enseñarme algo. Me las arreglé para sobrevivir por mi cuenta. Si yo hubiera sido un coñazo, se habría deshecho de mí como hizo con Rain.
—¿Cuándo viste a tu madre por última vez?
—Murió de sida en el ochenta y seis. Un mal asunto, ojalá no hubiera tenido que presenciarlo.
—¿Y qué pasó con Greg?
—Murió de sobredosis cuando yo tenía catorce años. Fue entonces cuando mamá y yo volvimos a Estados Unidos. Mamá pensó inmediatamente en San Francisco, y fuimos hacia allí quemando rueda. El rollo hippie en el Haight ya era historia, claro, pero ella no perdió la esperanza. Vivimos en Berkeley durante un tiempo y luego fuimos a Santa Cruz. Ocho meses en México, y ya no recuerdo dónde más. No nos quedábamos demasiado tiempo en el mismo sitio. Fue una infancia de mierda.
—¿Cómo viniste a parar a Belicia?
—Fue una de nuestras muchas paradas durante el viaje. Aquí conocí a un tipo que hacía muebles artesanales y me dijo que me enseñaría el oficio si es que me interesaba aprenderlo. A los veinte ya estaba harto de tanta mudanza, así que me instalé aquí. Me enseñó todo lo que sé.
—Parece que te va bien.
—Es cierto —dijo con fingida modestia.
—¿Cuánto tiempo llevas con Memory?
Shawn sonrió.
—No es mi novia.
—Lo siento, lo di por sentado.
—Es mi hermana.
—¿Ah, sí? No estoy segura de que Deborah lo sepa.
—No tiene por qué saberlo. Nos fuimos de Santa Teresa en julio, y Memory nació en Canadá en abril del año siguiente. Greg se cabreó mucho por todo el asunto. Dijo que lo último que necesitaban era otra boca que alimentar. Quería que mamá la diera en adopción, pero ella se negó en redondo. Discutieron a lo bestia por ese asunto. Greg dijo que ya que mamá se había quitado de encima a Rain, podía hacer lo mismo con Memory. Pero mamá no cedió. Personalmente, no creo que fuera hija de Greg.
—Jopé. ¿De quién, entonces?
—Yete a saber. Bueno, si ya no tienes más preguntas, me pondré a trabajar otra vez.
—Muy bien. Puede que te llame más tarde si surge algo nuevo, pero por el momento te agradezco que me hayas dedicado algo de tiempo. ¿Te importa si le hablo a Rain de Memory? Estoy segura de que ha oído hablar de ti, pero me imagino que le gustaría saber algo sobre su hermana. Y también a Deborah.
—Puedes decirles lo que quieras. Me encantaría ver a Rain si alguna vez le apetece venir hasta aquí. O quizá Memory y yo vayamos a Santa Teresa.
—Si hablo con ella, le contaré lo que me has dicho.
—Dales recuerdos a las dos de mi parte.
Mientras conducía de nuevo hacia el sur seguí dándole vueltas a lo que Hale Brandenberg me había contado acerca de Grand. En cuanto a Greg y Shelly, confieso que me alegró no haberme equivocado: no volvieron a Santa Teresa, y, desde luego, no raptaron a Rain, ni tampoco a Mary Claire. Entendía los razonamientos de Deborah, pero los datos que mencionó eran puramente circunstanciales y se basaban en una endeble relación de causa y efecto que no resistiría un análisis riguroso. Dicho esto, el problema seguía sin resolver: si Greg y Shelly no eran los culpables, ¿entonces quién había sido?
Al llegar a mi despacho aparqué, cogí el bolso, salí del coche y lo cerré con llave. Me fijé en el coche que estaba estacionado justo enfrente del mío, un elegante Corvette blanco. Había una mujer sentada en el asiento del conductor y un hombre en el del copiloto. El sol que se reflejaba en el parabrisas me impedía ver claramente a la conductora, así que me encogí de hombros y seguí andando por el camino de entrada del edificio. Cuando estaba a punto de entrar en mi despacho oí dos portazos en rápida sucesión.
Miré con el rabillo del ojo y vi que Diana Álvarez se dirigía hacia mí. Su acompañante me era totalmente desconocido. «¡Menuda suerte!», pensé. Parecía tan peripuesta como siempre: mocasines, medias negras y una chaqueta de pana negra sobre un jersey de cuello alto blanco. Me percaté de que cualquier conjunto parecía más chic con medias negras, y me juré que añadiría unos cuantos pares más a mi guardarropa. Dado que ya era la orgullosa propietaria de dos faldas, no me faltaría detalle.
Diana llevaba un bolso grande de cuero del que sobresalía un libro enorme.
—Me alegro de que te hayamos encontrado —dijo Diana—. Estábamos a punto de irnos. Este es mi hermano, Ryan.
Aunque con cierto retraso, acabé por darme cuenta del parecido. Estaba claro que los ojos oscuros y solemnes eran un rasgo de familia.
—Encantada de conocerle —dije.
Ryan y yo nos dimos la mano. Llevaba pantalones grises y una americana de color gris marengo sobre una camisa de raya diplomática. La corbata roja aportaba la única nota de color. Así de pronto, pensé que sería un vendedor de ropa, quizá de los almacenes Sears. No tenía ni idea de por qué habría vuelto Diana.
—¿Te importa si entramos? —preguntó.
—¿Por qué no?
Di un paso atrás y dejé que entraran en el despacho delante de mí. Tras sentarse en las sillas para invitados, Diana se alisó la falda antes de dejar el bolso en el suelo, apoyado contra el panel frontal de mi escritorio. Se comportaba con cierto aire de autosuficiencia, una característica que ya había exhibido antes y que me irritaba bastante.
Me senté en la silla giratoria.
—¿En qué puedo ayudaros?
Antes de que Diana abriera la boca supe que había ensayado todo lo que iba a decir, en su afán por mostrarse como una persona organizada que controlaba la situación.
—Le conté a Ryan la conversación que tuvimos…
La interrumpí, esperando pillarla desprevenida.
—De hecho hemos hablado dos veces, una durante la excavación, y luego al día siguiente.
—Me refiero al encuentro que tuvimos aquí. Algo no acababa de cuadrarme cuando mencionaste que Michael había visto a los dos hombres en Horton Ravine. Si recuerdas, te pregunté cómo podía estar tan seguro de la fecha, y me respondiste que se acordaba porque aquello sucedió el día en que cumplió seis años.
—Así es.
—Incluso entonces me pareció raro, y recuerdo habértelo dicho.
—No tienes por qué repetírmelo todo de nuevo.
—Sólo menciono los puntos principales —replicó—. Espero que no te importe.
—En absoluto. Te ruego que continúes, tengo trabajo que hacer.
Diana ignoró mi comentario y siguió hablando. Casi esperaba que sacara su cuadernito de espiral, pero soltó su perorata de memoria.
—Me dijiste que raptaron a Mary Claire Fitzhugh el miércoles 19 de julio de 1967, y Michael afirma que vio a los dos hombres dos días después, el viernes 21.
Agité la mano para desestimar todos estos detalles, que, en mi opinión, no merecía la pena repetir. Por lo que yo sabía, nadie los había contradicho.
Diana me dirigió una mirada furibunda y continuó hablando.
—Según la versión de Michael, mamá lo dejó en casa de los Kirkendall. Billie estaba enfermo, así que su madre le dio permiso a Michael para recorrer los terrenos que rodeaban la casa, y entonces es cuando se topó con los dos hombres. Lo repito para que lo oiga Ryan, ya que fue él quien señaló el error de Michael.
—¿El error?
—Una trola enorme.
—¿Qué trola?
Diana metió la mano en el bolso y sacó un álbum repleto de recortes de periódico, programas y recordatorios de fiestas de cumpleaños, algunos de los cuales sobresalían de entre las páginas del álbum. Era una colección propia de alguien que sufriera un desorden obsesivo-compulsivo y que no soportara tirar nada. Diana abrió el álbum por una página que había marcado previamente y le dio la vuelta para que yo pudiera ver su contenido sin tener que estirar el cuello.
Mirándome desde arriba, dijo:
—Lo empecé a los ocho años. Por si no recuerdas la edad de todos los hermanos, cuando Michael cumplió seis años, David tenía diez, Ryan doce y yo catorce.
—Sí que las recordaba —respondí. Era evidente que Diana estaba alargando la historia, y tuve que contenerme para no poner los ojos en blanco como muestra de fastidio.
—Te puedo asegurar que esto no lo sabías —dijo—. Aquel año, para celebrar el cumpleaños de Michael, mis padres nos llevaron a todos a Disneylandia. Lo puedes comprobar tú misma.
Señaló una fotografía en la que se veía un Mickey y una Cenicienta al fondo. Los cuatro niños estaban sentados a la mesa de una terraza, apiñándose hacia el centro para que el fotógrafo pudiera sacarlos a todos en la foto. Michael y sus hermanos llevaban sombreros de papel, y todos sonreían a la cámara. El mantel, las servilletas y los vasos de papel estaban decorados con la frase «Feliz Cumpleaños» en distintos tipos de letra. Frente a Michael había una tarta de cumpleaños con seis velas encendidas.
Estuve a punto de decir «¿Y qué?». Pensé: «Qué carajo, un cumpleaños no tiene por qué celebrarse en el día señalado. Los padres pueden organizar la fiesta cuando les convenga».
Diana adivinó lo que estaba a punto de responderle y deslizó el dedo hasta la fecha que aparecía en la parte inferior de la fotografía: 21 de julio, 1967.
—Puedes mirarte el resto también, si no estás convencida.
Pasaba las páginas como si fuera una maestra leyendo un cuento puesto del revés, para que yo pudiera verlo todo en perspectiva. Diana había pegado programas, resguardos de entradas, facturas y más fotos en las que salían los cuatro niños montados en distintas atracciones. Cada artículo fechado confirmaba su afirmación.
Ryan intervino en el momento justo.
—Hay algo más.
—Me muero de impaciencia.
—Es sobre los Kirkendall.
Ryan esperaba mi pregunta, pero me estaba cansando del jueguecito que se traían entre los dos y preferí no decir nada, obligándolo así a seguir adelante sin mi ayuda. Se aclaró la garganta y tosió una vez.
—Lo siento. Keith Kirkendall era un contable que malversó un millón y medio de dólares de la empresa para la que trabajaba. Las discrepancias salieron a la luz durante una auditoría independiente, y la policía ya estaba empezando a estrechar el cerco. Keith cogió a su familia y desaparecieron de la noche a la mañana.
—Eso me han contado.
—Bien. Entonces iré directo al grano. El diecisiete de julio, cuando la noticia del delito apareció en el periódico local, la familia Kirkendall ya se había ido. El viernes veintiuno la casa estaba vacía y ya no quedaba ni un mueble. Aunque Michael no hubiera ido a Disneylandia, no podría haber estado en aquella casa.
Me quedé en silencio un momento, haciendo un rápido cálculo mental.
—Quizá fue la semana anterior. El catorce de julio en lugar del veintiuno.
Hablaba sin pararme a pensar, ansiosa por defender la historia que Michael me había contado con tanta convicción.
Diana agitó el dedo índice.
—No, no, no —dijo, como si corrigiera a un niño travieso—. A Mary Claire la raptaron el diecinueve. Si Michael vio a los hombres la semana anterior, incluso de ser cierto que estuvieran cavando, el bulto no podía ser ella. Entonces aún estaba viva.
Cerré la boca y me los quedé mirando fijamente.
Los ojos de Diana Álvarez brillaban en señal de triunfo, y yo noté que se me subían los colores. Así de repente, exceptuando un incidente que tuvo lugar durante el primer año que fui al colegio, no conseguí recordar cuándo me había sentido tan humillada. Había creído a Sutton y convencí a otras personas de que decía la verdad. Y ahora estaba ahí sentada, sintiéndome como una idiota. No me importaba que mi ego hubiera salido malparado, pero me fastidiaba tener que volver al punto de partida en la investigación. La conexión con el rapto de Mary Claire, por tenue que fuera, había desaparecido.
Diana volvió a meter la mano en el bolso. Esta vez sacó una carpeta y me la pasó sobre el escritorio.
—He hecho copias de las fotografías de Disneylandia y también de los recortes de periódico sobre Keith Kirkendall, para que puedas leerlos cuando te venga bien. Sabía que no te bastaría con nuestra palabra.
Le devolví la carpeta.
—Te agradezco el ofrecimiento, pero seguro que los querrás para tu último álbum de recortes.
Diana dejó la carpeta donde estaba.
—He hecho duplicados. Te lo puedes quedar todo. Ya le hemos dado una copia al inspector jefe Phillips.
Ryan me dirigió una mirada de lástima fingida con esos ojazos marrones suyos. Se me pasó por la cabeza saltar sobre el escritorio y morderlo hasta hacerlo sangrar.
—Siento que hayas tenido que pasar por todo esto —dijo—. Aunque sea típico de Michael, es igualmente exasperante.
—¿Se lo habéis dicho a él?
—No —respondió Diana—. Como sabes, no mantenemos muy buena relación. Hemos pensado que el golpe sería más suave si se lo dices tú.
—En otras palabras, queréis que la bofetada se la dé yo, no vosotros.
—No es nada personal —apuntó Ryan—. Sólo deseamos poner las cosas en su sitio. Si quieres que le enviemos más copias a él por correo, dínoslo y lo haremos.
—Ya me encargaré yo de todo —respondí.
Ryan metió la mano en el bolsillo interior de su americana y sacó un talonario de cheques y un bolígrafo.
—Suponemos que Michael no disponía de dinero para pagarte por tus servicios.
—Es otra razón por la que estamos aquí —explicó Diana—. No tengo ni idea de cuánto tiempo y cuánta energía le has dedicado a esta tontería, pero estamos dispuestos a pagarte lo que te debe.
Ryan se inclinó hacia delante y me extendió el cheque sobre el escritorio.
—Michael me lo ha pagado todo.
Diana esbozó una sonrisa titubeante.
—¿De verdad? Me cuesta creerlo.
—La vida está llena de sorpresas, Diana. ¿Alguna cosa más?
Ryan se guardó el talonario y los dos intercambiaron una mirada de desconcierto. Al parecer, no sabían qué hacer a continuación. Probablemente habían esperado oírme despotricar sobre Michael y su vacilante relación con la verdad, pero me habría cortado el cuello antes que darles esa satisfacción. Su marcha fue incómoda, apurados como estaban por irse con un mínimo decoro. Los seguí con cierta desgana, pero no me ofrecí a acompañarlos hasta la puerta ni intercambié con ellos las cortesías de rigor.
Después de que se fueran, cerré la puerta con llave y volví a mi silla, donde me senté y le di vueltas al asunto durante casi una hora.