25
Lunes, 18 de abril de 1988
El lunes por la tarde llamé al servicio de información telefónica y apunté el número de la Carpintería a Medida Dancer, en Belicia. Deborah no me había dado el nombre del taller, pero cuando lo busqué en las páginas amarillas, vi que la mayoría de ebanistas usaban su apellido para designar a su negocio. Estaba dispuesta a buscar Muebles Dancer, Ebanistería Dancer, y todas las combinaciones posibles. Por suerte, acerté a la primera. Marqué el número y sonó dos veces antes de que un hombre contestara.
—Carpintería a Medida Dancer.
—¿Es usted Shawn Dancer?
—Sí. ¿Quién es usted?
—Me llamo Kinsey Millhone. Soy una investigadora privada de Santa Teresa. Deborah Unruh me sugirió que hablara con usted acerca de Greg y de Shelly. ¿Estaría dispuesto a encontrarse conmigo?
—Puedo ahorrarle el viaje. Todo lo que sé se lo puedo decir por teléfono. Es muy poca cosa.
—Preferiría hablar cara a cara, si no le importa. No le robaré más tiempo del que esté dispuesto a dedicarme.
—Es cosa suya —respondió.
Me dio la dirección de su taller y añadió que lo encontraría allí todo el martes y todo el miércoles. El jueves tenía que hacer una instalación, por lo que no estaría disponible ni jueves ni viernes. Le respondí que el martes por la tarde me iba bien. Stacey había llamado aquella mañana para decirme que el investigador privado de Grand seguía en activo y aún ocupaba el mismo despacho. Mi plan consistía en pasar primero por Lompoc y hablar con Hale Brandenberg, y luego conducir los ochenta kilómetros adicionales hasta Belicia, para cubrir ambas visitas en un día.
El martes por la mañana llené el depósito y me dirigí hacia la autopista 101 en dirección norte. Llevaba el sobre marrón con las cartas en el asiento del copiloto, junto con las facturas entregadas por Brandenberg. Supuse que, tiempo atrás, las facturas llevarían informes adjuntos, pero Brandenberg podría haber aceptado transmitir sus averiguaciones de palabra para no dejar constancia escrita de sus pesquisas. Yo suelo hacer lo mismo cuando se trata de asuntos confidenciales y no parece sensato dejar rastro de documentos. Mientras el cliente esté satisfecho, puedo trabajar de las dos maneras. Guardo una copia en mis ficheros para salvar el culo si una investigación acaba torciéndose, pero el cliente no tiene por qué saberlo.
Fue un viaje muy tranquilo. Hacía un día precioso, con temperaturas que rondaban los 20 grados centígrados y una brisa suave procedente del océano. Había llevado el Mustang al taller la semana anterior y ahora funcionaba de maravilla. En febrero y en marzo había llovido de forma intermitente y las colinas que se alzaban a ambos lados de la carretera eran ahora de un verde exuberante. Cincuenta y cinco kilómetros después tomé la salida 132 y me dirigí a la Base de las Fuerzas Aéreas de Vandenberg, en dirección oeste.
La ciudad de Lompoc tiene una población aproximada de treinta y seis mil habitantes. Las viviendas unifamiliares cuestan entre 225.000 y 250.000 dólares. Hay un pequeño aeropuerto, una cárcel, una agradable biblioteca pública, zonas verdes, buenos colegios y un tres por ciento más de hombres solteros que de mujeres solteras, por si estáis buscando marido. Los terrenos circundantes producen la mitad de las semillas de flores que se cultivan en el mundo, lo que significa que en mayo se ven miles de hectáreas floridas desde la carretera. Estábamos a principios de temporada, pero en un par de meses los campos exhibirían más colores que una alfombra persa.
La zona comercial era discreta, con calles anchas y pocas estructuras de más de dos plantas. El despacho de Hale Brandenberg estaba en el segundo piso de un edificio de oficinas de aspecto sólido. En la planta baja, a la derecha, había una inmobiliaria, con los escaparates cubiertos de fotografías de casas en venta; a la izquierda, una gestoría. Entre los dos locales vi una puerta con paneles de cristal que daba a una ancha escalera alfombrada. En el directorio colgado en la pared leí que el número de su despacho era el 204.
Subí por las escaleras maravillándome de las proporciones del edificio. Las ventanas en el vestíbulo de la planta superior eran enormes, y los techos tenían seis metros de altura como mínimo. Podría haberse instalado allí una familia de gigantes y aún les sobraría espacio. En el pasillo no se oía ni un susurro. Conté ocho despachos. Todos tenían un montante sobre la puerta de entrada, el equivalente del aire acondicionado en otras épocas. Me arriesgaba a que Brandenberg hubiera salido, pero cuando llamé a su puerta y luego la abrí para asomar la cabeza, lo vi sentado en el suelo, en medio de su despacho, frotando con jabón de glicerina una silla tapizada en cuero curtido.
El despacho ocupaba una sola habitación y en él había muy pocos muebles: un escritorio con superficie de cuero, dos sillas de cuero y una hilera de archivadores. Las ventanas, al igual que las del pasillo, eran muy grandes y no tenían cortinas. Estaban limpísimas, y permitían ver un tramo ininterrumpido de cielo azul. Al otro lado de la calle vislumbré una mancha verde: eran los árboles, que empezaban a echar hojas.
—Tareas domésticas —dijo Brandenberg para explicar la sesión de limpieza.
—Ya veo. ¿Le importa si entro?
Brandenberg era un hombre larguirucho de unos sesenta y pico, de cara delgada y barbilla partida. Tenía el cabello entrecano y muy corto. Llevaba vaqueros desteñidos y botas camperas, camisa al estilo de las del Oeste y corbata de cordón. Me dio la impresión de que sería más feliz al aire libre, preferiblemente a lomos de un caballo. Había acabado de acondicionar una de las sillas de cuero y ahora estaba tratando la segunda. Las partes que ya había limpiado parecían más oscuras y suaves.
—Si busca a Ned, está al otro lado del pasillo.
—Lo busco a usted, si es que es usted Hale Brandenberg.
—¿Quiere vender algo?
—No.
—¿Tiene que entregar una citación?
—Busco información.
—Entre y siéntese. Puede hacerlo en la silla de mi escritorio, ya que es la única disponible. ¿Le importa si sigo trabajando mientras hablamos?
—En absoluto —respondí. Aprovechando su ofrecimiento, bordeé el escritorio y me senté. Su silla giratoria estaba tapizada y la mía no, pero me sentí como en casa de todos modos, porque los chirridos eran similares. Al observarlo más de cerca pensé que su cara me resultaba familiar—. Lo conozco de algo, ¿verdad?
—Mucha gente me pregunta lo mismo. Me dicen que me parezco al hombre del anuncio de Marlboro.
Me eché a reír.
—Pues tienen razón.
Metió el trapo en la lata de jabón de glicerina y luego frotó el brazo de la silla con un movimiento circular.
—¿Cómo se llama?
—Ay, perdone. Kinsey Millhone. Soy una investigadora privada de Santa Teresa. ¿Está seguro de que no nos conocemos? Juraría que lo he visto en alguna parte. ¿En una reunión profesional, quizá?
—No acudo a ese tipo de reuniones. ¿Hace vida social por estas latitudes?
—No hago vida social en ninguna parte.
—Yo tampoco. ¿Y en qué puedo ayudarla?
—¿No le suena mi nombre?
Brandenberg se tomó su tiempo antes de responder.
—Posiblemente, aunque no recuerdo el contexto. Refrésqueme la memoria.
—Usted trabajó para mi abuela hace mucho tiempo. Cornelia Kinsey.
Después de limpiar un lado de la silla, Brandenberg comenzó a restregar el respaldo. El cuero casi parecía mojado mientras lo frotaba con el jabón de glicerina.
—¿Qué le hace pensar que trabajé para ella?
—Tengo las facturas.
—¿La señora Kinsey aún vive?
—Sí.
—No puedo hablar de sus asuntos sin su consentimiento.
—Me parece admirable.
—Ha dicho que es investigadora privada. Seguro que se encuentra en la misma situación de vez en cuando.
—A decir verdad, me ha pasado algo parecido en las dos últimas semanas.
—Entonces no tengo que explicarle las posibles repercusiones éticas. La señora Kinsey pagó por la información, le pertenece a ella.
—¿No le parece que la ley ha prescrito en lo que a mí respecta?
—Depende de lo que quiera saber.
Abrí el sobre marrón y esparcí las cartas sobre su escritorio.
—¿Sabe qué son estas cartas?
—No desde aquí abajo. ¿Me acerca alguna para que pueda verla?
Agarré un montón de cartas, las abrí en abanico y se las puse cerca de los ojos.
—Algunas iban dirigidas a mi tía Gin y otras a mí. Las devolvieron todas sin abrir. Bueno, salvo la primera. Parece como si la tía Gin la hubiera leído antes de devolvérsela por correo a Grand.
—¿Las ha robado?
—No, pero lo habría hecho si se me hubiera presentado la oportunidad. Una prima las encontró cuando revisaba los papeles de mi abuelo. Supongo que las cartas me pertenecen, ya que van dirigidas a mí.
—Tendría que consultárselo a un abogado. No estoy muy versado en leyes sobre propiedad intelectual —afirmó Brandenberg—. ¿Qué le pasó a Virginia Kinsey?
—Murió hace quince años.
—Vaya, lo siento mucho.
—Soy su única heredera, lo que significa que sus cartas también me pertenecen.
—No pienso discutírselo.
—¿La conoció?
—La conocí mientras estaba de servicio, por decirlo de alguna manera.
—¿Quiere oír mi teoría?
—No puedo impedirle que exprese su opinión.
—Durante los dos o tres años que transcurrieron tras la muerte de mis padres, mi abuela se empeñó en obtener mi custodia. Lo pone en las cartas. Supongo que a usted lo contrató para que investigara a mi tía Gin, con la esperanza de poner en duda su capacidad para criarme.
Hale Brandenberg no dijo nada. Frotó la silla con el trapo una y otra vez mientras entornaba los ojos como el que acostumbra a trabajar con un cigarrillo en la comisura de los labios. Había conocido a otros hombres como él anteriormente: tipos curtidos a los que les gusta estar al aire libre. Tenía un humor ácido y socarrón, y una personalidad serena que resultaba reconfortante.
—¿Sin comentarios? —pregunté.
—La verdad es que no. Comprendo su interés, pero ya se lo he dicho antes. Si quiere información, hable con su abuelita.
—Por lo que me han contado, tiene más de noventa años y está perdiendo la cabeza. Dudo que recuerde el trabajo que le encargó.
—Esto no significa que yo pueda contárselo a usted.
—Señor Brandenberg, en menos de un mes cumpliré treinta y ocho años. No me van a adoptar, por lo que no veo qué problema puede haber en que me confirme lo que le he contado.
Brandenberg esbozó una sonrisa.
—Me llamo Hale, y tiene razón. A su edad, estoy seguro de que el juez tendría en cuenta su opinión antes de concederle su custodia a alguien.
—No ha respondido a mi pregunta. ¿Qué le parece si, en lugar de preguntarle sobre el contenido de los informes, le pregunto sobre sus métodos de trabajo?
—Puede intentarlo.
—¿Qué pasó con los informes escritos? Tengo las facturas, pero nada más.
—No escribí ninguno.
—¿Por qué no?
—Debo escudarme de nuevo en la confidencialidad —sonrió.
—¿Le pidieron que me raptara y que luego saliera por piernas?
—Dios mío, no. No habría aceptado el trabajo si me hubieran pedido algo así.
Revisé las facturas.
—Le pagó casi cuatro mil dólares.
—Trabajé muchas horas.
—¿Haciendo qué?
Brandenberg se quedó callado y vi cómo rumiaba.
—Mire —dije—, todo esto ya ha pasado a la historia. Ahora no hay nada en juego. Fueran cuales fueran las intenciones de Grand, no se salió con la suya porque ahora estoy aquí sentada.
Brandenberg permaneció callado un rato más.
—¿Puedo invitarla a un café?
—Claro —respondí sorprendida—. Me apetecería mucho.
Pensé que iríamos a una cafetería, pero Hale tenía otra idea en mente. Salimos de su despacho y nos dirigimos al vestíbulo de un edificio de oficinas, tres puertas más allá. En un rincón había un carrito para el café, con envases minúsculos de crema de leche, sobres de azúcar, palitos para remover y bollos de canela recién hechos. Brandenberg me miró.
—¿Ha comido?
—Son las diez de la mañana.
—¿Le apetece un bollo con canela? —preguntó esbozando una sonrisa.
—Claro, ¿por qué no? Esta mañana me he saltado el desayuno, y también los cinco kilómetros que suelo hacer corriendo.
Brandenberg señaló tres grandes bollos de canela que la mujer de detrás del carrito cogió con una hoja de papel de cera y metió en una bolsa de papel. También pidió dos cafés grandes para llevar. La mujer sirvió los cafés y después los colocó en una bandeja de cartón plegable. Brandenberg echó mano de un puñado de envases de crema de leche con forma de bombón, y luego añadió unos cuantos sobrecitos de azúcar.
Después de que pagara, lo seguí hasta la puerta del vestíbulo y desde allí hasta el parque cubierto de hierba que había al otro lado de la calle. Me dio la impresión de que este era su ritual matutino. Escogió un banco medio a la sombra y, cuando se sentó, tras colocar la bandeja de cartón entre los dos, apareció toda una colección de pájaros y ardillas de aspecto disneyniano a la espera del tercer bollo, que por lo visto había comprado para ellos. La conversación prosiguió con muchas interrupciones mientras sorbíamos café y masticábamos los bollos de canela, echándoles trocitos a las pequeñas criaturas que se habían congregado a sus pies.
—Entenderá que podrían retirarme la licencia si su abuela se enterara de esto.
—¿Cómo iba a enterarse? No le diré ni una palabra. Honor de boy scout.
Brandenberg reflexionó sobre lo que le acababa de decir.
—Qué diantres. Estoy a punto de jubilarme. Confío en su palabra.
—Se lo agradezco.
—Tiene razón con respecto al trabajo. La señora Kinsey me contrató para que investigara el pasado de Virginia.
—Quería pruebas de que la tía Gin no estaba capacitada para ser mi tutora legal, ¿verdad?
—Algo así. Su abuela tenía dinero suficiente como para pagar a los mejores abogados. Aún lo tiene, por cierto. También podía permitirse pagar mis servicios, que no eran baratos…, como usted misma ha señalado tan amablemente. Creía que podría influir en los trabajadores sociales y en el juez, y no andaba muy desencaminada. Virginia Kinsey era un bicho raro.
—Excéntrica es la palabra —dije—. ¿Y qué pasó?
Brandenberg sonrió, como para darme la razón.
—Sus padres no dejaron instrucciones sobre la tutela en el supuesto de que les pasara algo. Su tía carecía de experiencia con niños. Usted misma debió de percatarse si era mínimamente lista. Virginia era una mujer muy poco corriente. Bebiendo whisky no tenía rival y maldecía como un carretero. No me hubiera resultado demasiado difícil demostrar que su abuela estaba más preparada para cuidar a una niña de cinco años.
—¿Y eso es lo que hizo?
—No.
—¿Qué pasó?
—Ya llegaremos a eso. Hay dos cosas que quisiera decirle antes. Por entonces no me gustaba su abuela, y sigue sin gustarme ahora. Puede que me recuerde demasiado a mi propia abuela, una mujer tacaña y malhumorada, realmente odiosa. La señora Kinsey es igual, egocéntrica y autocrática, y eso no lo soporto. He trabajado para ella una o dos veces desde entonces, pero hace bastantes años ya; por eso le he preguntado si aún vivía.
—Lo entiendo.
—Y esta es la otra cosa. Aquel fue el único trabajo que hice sólo por dinero. Me estaba abriendo camino en este negocio y había pedido un préstamo al banco para instalar el despacho, pero no puede decirse que me llovieran los clientes. El tipo del banco, un hombre con muy mala uva, esperaba el pago y yo no tenía un centavo. Le di largas mientras pude, pero se me estaban acabando las excusas. No sé qué habrían hecho los del banco si yo no hubiera pagado. Supuse que lo último que querrían era un despacho vacío con mis muebles usados. Sabía que la ubicación era buena y estaba seguro de que acabaría teniendo los suficientes clientes como para vivir de mi trabajo, al menos de forma modesta, al cabo de poco tiempo. Pero no tenía dinero en efectivo.
»Entonces vino la señora Kinsey y me dijo cuáles eran sus planes. Pese a encontrarme en una situación desesperada, yo no quería trabajar para ella, así que le pedí una cantidad exorbitante. Aceptó pagarla y me vi atrapado. Vigilé a Virginia de vez en cuando durante varias semanas, primero en 1955 y después de nuevo en 1956 y a principios de 1957. La verdad es que su tía nunca me pareció muy maternal. Le proporcionó a usted todo lo básico, pero no vi que la tratara con demasiado afecto».
—Y yo puedo corroborarlo.
Brandenberg sonrió.
—Usted era pequeñísima entonces y se aferraba a ella como un mono. Tanto, que tuve mis dudas sobre su estabilidad emocional. Había quedado muy tocada. La pérdida de sus padres supuso un golpe del que no estaba seguro que pudiera recuperarse. Virginia no era una mujer cariñosa, pero era fuerte y constante. Además, sacaba las uñas para protegerla. En mi opinión, con eso bastaba.
—¿Usted decidió todo eso sentado en un coche aparcado en nuestra calle?
—No exactamente. Llevaba allí menos de una semana cuando Virginia me vio. Creía que había sido discreto, pero ella era muy avispada. Debía de saber que su madre estaba tramando algo. Un día vino hasta mi coche, me indicó con un gesto que bajara la ventanilla y me invitó a entrar en su casa. Me dijo que si pensaba espiarla sería mejor que lo hiciera de cerca y que, ya puestos, me invitaría a un café. Después de aquello, Virginia fue consciente de que la seguía, pero no se permitió una sola concesión. Siguió comportándose como había hecho siempre. Lo que pudiera pensar de ella y lo que escribiera en mi informe no le importaba en absoluto.
—Hay algo que se me escapa —dije—. Mi abuela era muy vieja incluso entonces. ¿Cómo pudo pensar que tenía la más mínima posibilidad de que le concedieran la custodia?
—Ella lo enfocó al revés. Creía que poseía los medios para apartar a su tía Gin de la competición. Si lo conseguía, ¿quién iba a ocuparse de usted?
—Mi madre era la mayor de cinco hermanas. La tía Gin era la siguiente, y después de ella venían Sarah, Maura y Susanna. Es lógico pensar que cualquiera de ellas habría sido preferible a mi abuela.
—Sí, pero dependían económicamente de sus padres. Todas las hermanas se casaron bien, pero sus maridos no tenían tanto dinero como sus abuelos, señorita Millhone. Por lo que me contaron, a Sarah y a Maura les pareció mal el comportamiento de su hermana, y ninguna de las dos estaba dispuesta a enfrentarse a la señora Kinsey cuando se enteraron de que quería cuidarla a usted.
—¿Qué as se guardaba Grand en la manga además de lo que me acaba de contar? Sigo sin entenderlo.
—Probablemente ya he dicho bastante.
—Venga, cuéntemelo.
—¿No se rinde nunca?
—No pierdo nada preguntando. Supongo que me dirá lo que quiera decirme, sea poco o mucho.
Brandenberg le dio un mordisco al bollo y masticó durante un rato. Después bebió un sorbo de café.
—Su abuela creía que Virginia era lesbiana.
Lo miré estupefacta.
—No hablará en serio.
—Me ha preguntado sobre el as que se guardaba en la manga. Era eso. En aquella época, una acusación así podía hacer mucho daño, aunque no existiera ninguna prueba. Por eso me negué a darle informes escritos. No quería que la señora Kinsey tuviera algo con lo que chantajear a Virginia.
—¿La tía Gin era lesbiana?
—Yo no he dicho eso. He dicho que, de un modo u otro, no puse nada por escrito.
—¿Y cómo se le ocurrió a Grand esa posibilidad?
—No tengo ni idea. Cuando vino a mi despacho, me dijo que quería conseguir pruebas contra su hija. Esa es la frase que usó. Dijo que ningún juez le permitiría tener la custodia a alguien que fuera «de la acera de enfrente». Le dije que no pensaba manipular ningún dato para que ella pudiera salirse con la suya. Me respondió que no tendría inconveniente en contratar a alguien que le proporcionara lo que estaba pidiendo. Le dije que me importaba una mierda a quién contratara. Si pensaba tergiversar la verdad, yo no trabajaría para ella.
—¿Le permitió hablarle de ese modo?
—Se ofendió, pero creo que en el fondo le gustó. Casi nadie se enfrentaba a ella en aquella época.
—Y siguen sin hacerlo. Continúe con su historia.
—Se enfadó bastante, pero al final accedió. Aunque era una egomaníaca, tengo que admitir que había ciertos límites que le costaba traspasar. Virginia seguía siendo una Kinsey. Si su abuela tenía razón, desvelar la identidad sexual de Virginia sería embarazoso para ella, así como para el resto de la familia.
—¿Está diciendo que, de haber tenido razón, Grand no habría usado esa información?
—No públicamente. Me preocupaba que hiciera algo a mis espaldas. Era muy taimada, y yo no quería darle argumentos.
—¿Así que le dijo que la tía Gin era heterosexual?
—Lo era.
Lo miré de reojo.
—¿Me está diciendo la verdad?
—¿Y por qué no habría de decírsela? La sospecha me parecía ridícula. Nunca hubo ni la más mínima prueba de que Virginia Kinsey no fuera abiertamente heterosexual. Prefería permanecer soltera, pero eso no es un comportamiento aberrante. Mucha gente es así. Yo mismo, para empezar.
—Yo también —dije—. No entiendo por qué Grand pudo albergar la más mínima duda al respecto.
—Debió de ser lo peor que se le ocurrió, así que, naturalmente, quería que fuera verdad.
—Con lo anticuada y recatada que parece me cuesta creer que supiera algo sobre un asunto como ese.
—No se engañe. Incluso las mujeres victorianas tenían amigas «especiales». Cuando dos mujeres solteras se iban a vivir juntas, la gente se ponía a murmurar. Estas relaciones eran conocidas como «matrimonios de Boston».
—¿Sabía la tía Gin lo que tramaba Grand?
—Creo que sí.
—No sé qué pensar de todo esto. Durante muchos años me he compadecido de mí misma porque creía que le importaba una mierda a mi abuela. Ahora parece que le importaba tanto que incluso le habría hecho chantaje a su propia hija para lograr sus objetivos.
—Así son las cosas. La parte buena es que su abuela no logró su propósito.
—Sí, y la parte mala es todo lo que le hizo a mi pobre tía Gin. No tenía ni idea de que lo hubiera pasado tan mal. Se aseguró de que yo no me enterara absolutamente de nada. Siempre creí que ella era mi única familia, y no me enteré de que tenía otros parientes hasta después de su muerte.
—Una mujer llena de contradicciones. Tan directa como reservada.
Me lo quedé mirando, preguntándome si se me estaría escapando algo.
—No quiero que distorsione la verdad. Aceptaré lo que me diga sin problemas, sea lo que sea.
—¿Por qué es tan suspicaz? Debe de tener «problemas de confianza», como se suele decir ahora.
Me eché a reír.
—Puede ser. ¿Y usted?
—Habría de ser tonto para confiar en la mayoría de la gente. Me considero más inteligente.
Miré el reloj.
—¡Vaya! Tengo una reunión en Belicia, así que debería irme. Le agradezco sus confidencias. No diré ni una palabra.
Hice el gesto de cerrarme la boca con una cremallera.
Hale arrugó la bolsa de papel y la tiró a la papelera.
—Si se le ocurren más preguntas, no dude en llamarme.
Hasta que estuve de nuevo en la carretera no caí en la cuenta de que, después de todo, Brandenberg no había respondido a mi pregunta. ¿Me había dicho la verdad sobre mi tía?