24

Walker McNally

Lunes, 18 de abril de 1988

Walker se sentó al fondo de la pequeña sala de reuniones del centro cívico municipal. En la fachada lateral del edificio había otra puerta, cuyo propósito era fomentar la privacidad de los asistentes a las reuniones. La decoración era muy sencilla: sillas plegables dispuestas en filas ordenadas y un atril sacado de su base y colocado en el suelo. Había varias mesas de madera amontonadas en un rincón para que no estorbaran. Serían quizás unas veinte personas, la mayoría sentadas entre sillas vacías. Era la tercera reunión de Alcohólicos Anónimos en la que Walker participaba. El aire olía a cartulina y a cola blanca. Como proyecto extraescolar, los niños habían recortado unas cuantas siluetas de árbol y las habían clavado en el tablón de anuncios. Bajo cada silueta habían escrito ÉSTE ES MI ÁRBOL GENEALÓGICO. Las ramas estaban cubiertas de hojas en colores primarios, y cada hoja llevaba un nombre escrito en mayúsculas: MATTHEW, JESSICA, CHRISTOPHER, ASHLEY, JOSHUA, HEATHER. Walker también vio hojas con nombres de hermanos, y una o dos hojas para Mamá y Papá, según el estado civil de los padres. Sobre las hojas con los nombres de sus familiares más cercanos, los niños habían colocado a los abuelos, mientras que los bisabuelos ocupaban la parte superior del árbol. Walker dudaba que los alumnos de primaria pudieran remontarse mucho más atrás.

Su padrino era un tipo llamado Leonard, al que había conocido a través de la iglesia episcopaliana a la que acudían Carolyn y él de forma esporádica. Walker se había percatado de que Leonard no bebía alcohol. Tenían pocos conocidos en común, aunque solían encontrarse en alguna cena. La esposa de Leonard, Shannon, era una mujer animada, inteligente y divertida, y Carolyn había comentado varias veces que le apetecería salir con ellos, pero Walker se resistía. Estar en compañía de Leonard era como estar en presencia de un evangelista recalcitrante, y Walker prefería no tener demasiado trato con él. Sin embargo, cuando Herschel le exigió que se enmendara, a Walker no le quedó más remedio que llamar a Leonard y pedirle ayuda. Leonard aceptó apadrinarlo y los dos solían hablar con frecuencia por teléfono. Ahora empezaba a caerle mejor. Walker quería recuperar su vida y Leonard entendía exactamente sus deseos, e incluso su ambivalencia ante la desesperación.

Tuvo que admitir que el alcoholismo era muy democrático: afectaba a personas de cualquier edad, raza, clase social y posición económica. Por ahora no se había encontrado a ningún conocido, pero estaba preparado para esa posibilidad. Después de salir del hospital fue a la comisaría con su abogado y se entregó a las autoridades. El agente que lo fichó permaneció impasible en todo momento, para inmenso alivio de Walker. Se había mostrado muy dispuesto a cooperar, con la esperanza de que los policías vieran que no era como la mayoría de los que pasaban por sus manos. El que diera tanta importancia a lo que pudieran pensar de él constituía otra señal inequívoca de su desánimo. Más tarde, en su comparecencia ante el juez, se había declarado inocente y ahora esperaba a que le asignaran una fecha para el juicio. Cuando los polis lo capturaron después del accidente, lo obligaron a entregarles su permiso de conducir, por lo que había tenido que alquilar un coche y contratar a un conductor para que lo llevara por la ciudad.

Betty Sherrard, vicepresidenta y gerente de cartera del banco, le sugirió una solución para su problema de transporte. El hijo de Betty, Brent, estaba viviendo en el domicilio familiar hasta el inicio del nuevo curso en otoño. Brent tenía veinte años y trabajaba a tiempo parcial como reponedor en el supermercado Von’s. Necesitaba el dinero extra y podía adaptar su horario a las necesidades de Walker, quien le pagaba quince dólares la hora, más la gasolina del segundo coche de su madre, un Toyota de 1986. Todo esto le parecía una auténtica lata, pero Walker no tenía más remedio que aceptarlo.

La mujer que estaba de pie frente al grupo iba desgranando toda una retahíla de desdichas relacionadas con el alcohol, una espiral tan implacable como el desagüe de un retrete, según su relato: primero, la intervención de sus familiares, quienes la amedrentaron lo suficiente como para obligarla a dejar la bebida. Se mantuvo sobria un año, pero su madre murió y ella empezó a beber de nuevo el mismo día del entierro. Tres meses más tarde volvió a jurar que dejaría la bebida, pero sufrió innumerables recaídas, cada una más degradante que la anterior. Su marido le pidió el divorcio y perdió la custodia de sus hijos. Se convirtió en una borracha agresiva y sus amigos comenzaron a evitarla. Una mañana se despertó en su coche y descubrió que estaba aparcado en un centro comercial, a 160 kilómetros de su casa. No tenía ni idea de cómo había ido a parar allí. Le habían robado el bolso y tuvo que hacer autoestop hasta la gasolinera más próxima, donde mendigó el dinero necesario para llamar a su excuñada e implorarle que fuera a buscarla. Mientras esperaba, finalmente aceptó que no lograría dejar el alcohol por su cuenta. Ahora llevaba cincuenta y un días sobria, revelación que fue recibida con una salva de aplausos.

Walker pensó que, en comparación, sus circunstancias eran llevaderas. Si bien Carolyn lo había obligado a irse de casa, Walker confiaba en que su esposa acabara cediendo. Todavía veía a sus hijos cuando se le presentaba la oportunidad y aún tenía un trabajo, gracias a Dios. Había metido la pata hasta el fondo, pero sus problemas no eran tan graves como algunas de las cosas que había oído aquí. Lo suyo no era más que un obstáculo en el camino, una llamada de atención. Había dado un traspié, pero ahora volvía a enderezarse. Entendía todas esas historias de gente que lo perdía todo y acababa viviendo en la calle, pero su situación era completamente distinta. Un tipo llevaba cinco años, dos meses y cinco días sin beber. Walker sólo llevaba siete días, ni siquiera merecería un triste aplauso solitario. Se habría sentido como un imbécil si se hubiera levantado para confesar algo así. Al cabo de un buen rato cayó en la cuenta de que mientras estaba ocupado dándose palmaditas en la espalda, ni siquiera se le había ocurrido pensar en la chica a la que había matado.

Mientras estaba allí sentado sintió cómo se desataban sus demonios internos. No es que quisiera una copa por la copa en sí. Era la opción de beber a lo que le costaba renunciar. Quería creer que en algún momento del futuro —tras cinco o diez años, no sabía exactamente cuándo— podría disfrutar de un cóctel o de una copa de vino. ¿En cuántas ocasiones especiales se vería obligado a beber agua mineral o una Coca-Cola Light, aislado de los demás? Dejar de beber el resto de su vida era un castigo demasiado severo. Estaba seguro de que recuperaría ese privilegio cuando hubiera aprendido a moderarse.

Carolyn le habría dicho que se engañaba, pero no era cierto. Se estaba enfrentando a su supuesto problema con la bebida, y estaba haciéndolo lo mejor posible. ¿Qué más esperaba de él? Tuvo que admitir que necesitaba una copa, en especial ahora que ese otro asunto había pasado a un primer plano. Era como un diente roto que no dejaba de rozar con la lengua para comprobar si la fisura había aumentado.

Miró el reloj. Aún quedaba media hora. No podía dejar de pensar en las muchas cargas que soportaba. A lo largo de los años la culpabilidad lo había ido atenazando, y ahora sólo hallaba alivio durante el momento mágico en que apuraba una copa y el calor se diseminaba por su pecho, deshaciendo los nudos y aflojando la soga que le oprimía el cuello. Estaba perdiendo la capacidad de apaciguar la ansiedad que lo agobiaba día tras día. ¿Cómo iba a poder envejecer con semejante cáncer en su alma?

Al cabo de una eternidad, la reunión llegó a su fin y los asistentes comenzaron a doblar las sillas y a apilarlas contra la pared. Walker notó que alguien le tocaba el brazo y pegó un respingo.

—¡Qué casualidad encontrarte aquí!

Walker se volvió. Tenía al lado a Avis Jent, con sus greñas pelirrojas en forma de llamas, emanando olor a whisky por cada poro. «Joder», pensó. «¿Ha venido borracha a la reunión?» Aún llevaba el brazo derecho en cabestrillo, así que no le ofreció la mano.

Avis abrió mucho los ojos al verle la cara.

—Me encanta esta mezcla de púrpuras y amarillos. Con los ojos morados tienes pinta de mapache. Te has dado un buen golpe.

—Supongo que te has enterado del accidente.

—Yo y el resto del mundo. Horton Ravine es un hervidero.

—Gracias. Me siento mucho mejor después de haber hablado contigo.

Walker no había visto a Avis desde su encuentro casual en Via Juliana, entre coches patrulla, agentes de policía y rumores acerca de una niña muerta. No había leído ni una palabra en el periódico sobre el incidente, a menos que hubiera aparecido algún artículo mientras él estaba en el hospital fuera de la circulación.

Avis no tenía buen aspecto. Tiempo atrás le había parecido atractiva, pero la luz fluorescente no le hacía ningún favor. En su actual estado de ebriedad tenía la mirada extraviada y se balanceaba de tal modo que Walker tuvo que sostenerla.

—¡Eh! —exclamó Avis.

—Espero que no hayas conducido hasta aquí en este estado.

—He venido en taxi. Me quitaron el permiso de forma permanente. ¡Menudo coñazo! ¿Y tú?

—He contratado a un chico para que me escolte por toda la ciudad.

—Pues qué suerte. ¿Cuántas reuniones llevas? ¿Es la primera?

—La tercera.

Avis sonrió.

—Muy hábil de tu parte. Te arrepientes de boquilla para quedar bien cuando tu caso vaya a juicio. Yo he hecho lo mismo otras veces.

El tono jocoso de Avis escondía cierta petulancia, y Walker estaba empezando a cabrearse.

—¿Cómo lo lleva Carolyn? —preguntó Avis, abriendo mucho los ojos con fingida compasión.

—Muy bien. Es muy fuerte, me ha apoyado mucho.

Avis hizo una mueca.

—Vaya, pues me sorprende. Nunca me ha parecido demasiado comprensiva. ¿Te deja vivir en casa?

—De momento no. Me hospedo en el Pelican de Montebello, a dos manzanas del banco, lo que simplifica bastante las cosas. Y sigo viendo a los niños.

Avis recorrió la sala con la mirada. Estaba vacía, a excepción de ellos dos.

—¿No podrías llevarme a casa? Estoy mal de fondos y el taxi que me ha traído hasta aquí me ha costado veinte pavos. Podemos tomarnos una copita.

—Joder, Avis. Cambia el disco de una vez.

Avis se rio.

—Era un chiste.

—Pues no tiene gracia.

—Vamos, relájate un poco. No es el fin del mundo.

—Gracias por los ánimos. Me alegro de verte. Que te vaya muy bien.

—Lo mismo digo. Si cambias de opinión ya sabes dónde estoy. La segunda casa a la derecha al torcer por Alita Lane.

Walker pasó por delante de ella y se dirigió hacia la puerta, consciente de que Avis lo estuvo siguiendo con la mirada hasta que salió de la sala. Cuatro hombres de mediana edad fumaban de pie en el patio, sosteniendo grandes tazones de café en las manos. Esta era la vida que le esperaba: una taza de café tras otra y una nube de humo de cigarrillos. Avis, incapaz de dejar la bebida, representaba el otro extremo del espectro, no más atractivo que el que ahora tenía delante. ¿Cómo había ido a parar a semejante infierno?

Brent había aparcado al otro lado de la calle. Cuando Walker le hizo un gesto con la mano, el muchacho arrancó y dio la vuelta a la manzana para recogerlo. Walker se sentó en el asiento trasero. No quería que Brent se tomara demasiadas confianzas si él se sentaba a su lado. Afortunadamente, Brent era discreto y sabía guardar las distancias. Walker y él sólo intercambiaban comentarios banales. Walker no quería congraciarse con Brent, y estaba seguro de que al chico tampoco le interesaba ser su amigo. El suyo era un acuerdo económico, y Brent parecía entender que Walker no quería oír sus observaciones ni sus opiniones. Brent se comportaba como si fuera invisible, escoltando a Walker de un sitio a otro sin hacer comentarios.

Walker miraba por la ventanilla mientras Brent conducía por el centro de la ciudad. Subió hasta lo alto de la colina por Capillo y, una vez arriba, torció por Palisade. La calle bajaba hasta Harley’s Beach y volvía a subir por la colina en el otro extremo. El recorrido los llevó a través de la entrada trasera de Horton Ravine, cuyos límites estaban señalizados con pilares de piedra. Unas horas antes, Walker había llamado a Carolyn y le había preguntado si podía pasar por casa después de su reunión de Alcohólicos Anónimos para recoger unas cuantas prendas de ropa. Mencionó Alcohólicos Anónimos de pasada, pero sabía que su mujer captaría el comentario, y puede que lo mirara después con mejores ojos.

Siempre que era posible, evitaba el motel al que se había mudado. Hubiera preferido un establecimiento con más clase —el hotel Edgewater habría sido su primera opción—, pero no quería que Carolyn tuviera la impresión de que malgastaba el dinero. Ya estaba bastante cabreada por la cantidad que le pagaba a Brent, pero ¿qué iba a hacer él, viajar en transporte público? No podía imaginarse a sí mismo cogiendo el autobús. El motel Pelican estaba encaramado en lo alto de una cuesta desde la que se divisaba la calle principal que atravesaba la zona conocida como «el lower Village» de Montebello. Era un edificio anodino, el lugar ideal para un penitente. Sólo le faltaban el cilicio y el azote de cuerdas.

Brent aparcó delante de la casa de Walker, que salió de la parte trasera del coche, preguntándose qué impresión le causaría la casa al chico. Era una vivienda muy bonita. Nunca le había gustado la palabra «pintoresca», pero así era como la vio en ese momento. Esa casa encantadora sería territorio prohibido para él hasta que se hubiera enmendado. Carolyn era la guardiana de la puerta. Tendría que besarle el culo durante el resto de su vida para conseguir que lo perdonara. Sólo de pensar en ello ya se cansaba: haber de fingir, el comedimiento, la fachada virtuosa cuando lo único que ansiaba era volver a su vida anterior. Y beberse una copa.

Brent lo acompañó hasta la puerta. Educadamente, Walker llamó al timbre, sintiéndose como un vendedor ambulante con una maleta llena de mercancía y un joven aprendiz a su lado.

Cuando Carolyn abrió la puerta, apenas lo miró. Dijo «Ah, eres tú», como si esperara a otra persona y se sintiera decepcionada de verlo a él. Walker pensó que un saludo cordial no habría estado de más, al menos como muestra de buena voluntad de cara a los niños, pero en aquel momento estaban en el colegio y Carolyn no pensaba transigir. Brent no mereció ningún saludo, por lo que Walker debería sentirse agradecido de que su esposa se hubiera dignado dirigirle la palabra.

Carolyn dio media vuelta y se fue por el pasillo, hablándole de espaldas.

—Estaré en la cocina. Cuando acabes, avísame. He dejado el correo encima de la mesa. Recuérdame que te hable de una llamada que debería haberte mencionado antes.

Walker se preguntó si su esposa merecía el esfuerzo que supondría ganársela de nuevo. Seguro que lo trataría con prepotencia a partir de ahora: ella tenía todo el poder, mientras que él no era más que un suplicante que le imploraba ver a los niños, le pedía audiencia como si fuera una reina y reclamaba su atención; una atención de la que, según ella, no era merecedor. A cambio de algunas migajas, tendría que ingresar todo su sueldo en la cuenta corriente de su mujer. Carolyn le daría unos cuantos pavos cada semana, no lo bastante como para irse de juerga, sino una cantidad modesta con la que, diría, podría hacer lo que le viniera en gana. Quizás apelara al párroco de su iglesia para que la hiciera entrar en vereda sermoneándola sobre la tolerancia cristiana. ¡Ja! Como si eso fuera a servir de algo.

Subió al piso de arriba con Brent a la zaga. Aún le dolían las costillas y los médicos no le permitían levantar ningún peso, razón por la que Brent estaba obligado a seguirlo a todas partes como un perro. Walker entró en el vestidor e hizo a un lado todas sus perchas. Con la mano izquierda sacó varias chaquetas deportivas, cuatro trajes, un impermeable y su cazadora de cuero y se lo pasó todo a Brent, quien fue colocando las prendas sobre la cama mientras Walker hurgaba en los cajones de la cómoda y cogía calzoncillos, calcetines y camisetas. Tendría que pedir prestada una maleta, o bajar a la cocina y encontrar una bolsa de papel en la que cupieran todas sus cosas. Salió al pasillo y buscó en el trastero que había bajo el alero. Entre varios objetos mugrientos encontró un petate, y allí metió sus pertenencias.

No pudo evitar preguntarse qué sucedería si se desentendía de todo. Metería sus cosas en el coche, cancelaría las tarjetas de crédito, vaciaría las cuentas corrientes y se iría del estado. Para cuando Carolyn se diera cuenta de lo que había hecho, él ya se hallaría fuera de su alcance. Se la imaginó en los almacenes Saks, con un montón de prendas caras apiladas sobre el mostrador mientras la vendedora le devolvía la tarjeta con expresión perpleja.

—Lo siento, señora McNally, pero han rechazado la tarjeta.

—¿La han rechazado? Tiene que haber un error. Mi marido paga todas las facturas el primer día del mes.

—¿Quiere probarlo con otra tarjeta?

Carolyn sacaría entonces su Visa o su MasterCard, cada vez más avergonzada al ver que las iban rechazando todas una tras otra.

Si él dejara de trabajar como un negro, la vida de Carolyn se detendría en seco. Su mujer no tenía ni un centavo a su nombre, dependía de él para todo. Sin embargo, si la castigaba a ella, también estaría castigando a sus hijos. No quería que Fletcher y Linnie sufrieran, y eso significaba que continuaría atado a Carolyn hasta la eternidad.

Brent hizo un par de viajes al coche para llevar la ropa de Walker. Entre tanto, este entró en la cocina y encontró a Carolyn vaciando el lavavajillas, una tarea que siempre quiso que su marido compartiera. Walker se quedó allí de pie observándola, sin mostrar disposición alguna a ayudar. Su mujer se percató de su actitud, pero se abstuvo de hacer un solo comentario. Al mirarla sin el filtro del afecto, Walker cayó en la cuenta de que ya no era guapa, y de que estaba engordando. Había perdido cintura y se le subían los pantalones. Quizás el divorcio no sería tan malo después de todo. Tenía varias clientas ricas interesadas en él. Las insinuaciones de aquellas mujeres lo habían desconcertado, pero podría mostrarse más receptivo ahora que estaba solo. ¿Dónde encontraría Carolyn a otro tipo dispuesto a atarse a una mujer fondona y premenopáusica con dos niños pequeños?

Se apoyó en la encimera.

—¿Dijiste algo acerca del correo?

—Está en la mesa del recibidor, en un sobre marrón. Seguro que has pasado por delante.

—Vale ¿Y qué hay del mensaje telefónico?

—¡Ah; sí! Llamaron la semana pasada. Disculpa, se me fue totalmente de la cabeza. Era una mujer y preguntaba por ti. Alguien con quien fuiste al instituto. Dijo que era investigadora privada y que estaba buscando a tu padre.

—¿A mi padre?

—Eso es lo que dijo. Quería ponerse en contacto con él.

—¿Para qué?

—No lo sé. Me lo contó, pero me entró por un oído y me salió por el otro. No parecía tan urgente.

—¿Qué le dijiste?

—No le dije nada. Le colgué el teléfono.

Walker pensó en lo que Carolyn acababa de contarle, intentando adivinar a qué se debería la llamada.

—¿Por qué querría ver a papá una investigadora privada?

—¿Y por qué me lo preguntas a mí? No tengo ni idea.

Walker la miró fijamente, preguntándose qué se le habría escapado.

—¿Te dijo cómo se llamaba?

—Millhone. He olvidado el nombre. Algo raro.

—¿Kinsey?

—¿La recuerdas? Creí que me estaba colando una trola.

—Fuimos a una clase juntos en el último año de instituto —respondió Walker, distraído—. ¿Qué quería?

—Walker, acabo de decírtelo. No tengo ni idea. Algo sobre un perro. No dijo nada más.

Walker comenzó a tambalearse, y por un momento creyó que se había producido un temblor de tierra. Se agarró a la encimera con la mano izquierda mientras Carolyn lo miraba como si se estuviera volviendo loco.

Musitó una excusa y salió de la casa. Después ni siquiera supo cómo llegó hasta el coche. Se sentía como si se hubiera dado de bruces contra una puerta por estar mirando hacia otro lado. La sangre no le llegaba al cerebro y comenzó a bajarle la tensión. Acabó bañado en sudor frío y después sintió náuseas. El aire de la calle le vino bien. Se apoyó en el coche, conmocionado.

Brent cerró el maletero de golpe.

—¿Se encuentra bien, señor McNally?

—Sí. Vámonos ya, si no te importa.

—Claro.

Walker se sentó en el asiento trasero. Brent arrancó, y cuando estaba a punto de salir de allí, Carolyn llamó a su marido desde la puerta y después corrió hasta el coche. Walker bajó la ventanilla trasera.

—Te has olvidado el correo —dijo Carolyn, y se inclinó para mirarlo—. ¿Estás bien? Has salido tan disparado que creí que habías visto a un fantasma.

Le hubiera gustado responder de forma mordaz, pero Brent lo habría oído y no quería hacer una escena. Cogió las cartas y las dejó en el asiento de al lado.

—Que te den por culo —masculló. Después subió la ventanilla del coche para que Carolyn se viera obligada a gritar a través del cristal.

—Está bien. Siento habértelo preguntado.

Brent condujo por Ocean Way hacia los pilares de piedra situados en la parte trasera de Horton Ravine.

—De regreso al hotel Pelican quisiera ir a ver a mi padre —dijo Walker—. Vive en Valley Oaks. Ya te diré cómo se va cuando lleguemos a esa zona.

—Muy bien.

Walker miró por la ventanilla y cayó en la cuenta de que estaban pasando por delante de la casa de Jon Corso. Jon aún vivía en la monstruosidad de dos plantas revestida de tejas de madera gris que su padre y su madrastra habían comprado cuando Jon tenía dieciséis años. Walker no conoció a Jon hasta el último curso que estudió en el instituto de Santa Teresa, pero a menudo le había oído hablar acerca de Mona la Increíble y sus tres hijas perfectas. Jon le confesó que se las folló a las tres antes de que, una tras otra, se fueran yendo a la universidad. Ahora las hermanas estaban casadas y vivían en el Este con sus respectivos hijos. Dos años atrás, cuando Lionel murió de un infarto, Mona hizo las maletas y se mudó a Nueva York para estar más cerca de sus hijas y de todos sus nietos. Había heredado la casa, así como la mayor parte del patrimonio de Lionel. Jon heredó diez mil dólares y el usufructo del estudio construido sobre el garaje. Desde el asunto de Mary Claire, Jon insistió en que Walker no se acercara a la casa, así que nunca llegaron a hablar del tema. Sin embargo, Walker estaba seguro de que Jon seguía enfadado por la mísera cantidad que le había dejado su padre. Ganaba una fortuna con la venta de sus libros, por lo que no era un problema de dinero, pero la herencia constituía un insulto, la última bofetada de su padre; juego, set y partido para Mona. A su madrastra no le importaba en absoluto que Jon viviera en la casa: así continuaba ligado a ella. Walker estaba convencido de que aún se metía con él a la menor oportunidad. Con el tiempo acabaría poniendo la casa en venta, pero por el momento era un buen lugar donde pasar las vacaciones cada vez que ella o alguna de sus hijas tenían ganas de hacer una escapadita a la Costa Oeste.

El viaje continuó en silencio. Ocasionalmente, Brent dirigía alguna mirada al retrovisor. Walker apoyó la cabeza en el respaldo. Era consciente del escrutinio de Brent, pero no hizo ningún comentario al respecto. No tenía por qué darle explicaciones acerca de su complicada vida familiar. ¿Cómo había podido suceder algo así? Todo iba bien. Todo parecía marchar y, entonces, de repente se dio cuenta de que se estaba hundiendo. Una fuerza invisible, sutil e implacable lo había pillado desprevenido y ahora lo arrastraba hasta el mar abierto sin que hubiera posibilidad de volver.

Intentó razonar consigo mismo para aplacar sus temores. No había ningún motivo para pensar que Kinsey Millhone hubiera hablado con su padre. ¿Cómo iba a hacerlo? Carolyn le dijo que no le había dado ninguna información. Era imposible que Kinsey hubiera podido localizarlo. E incluso si lo hubiera localizado, y si le hubiera preguntado por el perro, ¿qué esperaba que pudiera recordar su padre? Era viejo y llevaba años jubilado. En el curso de su profesión llegó a tratar a cientos de animales. ¿Qué clase de amenaza podía suponer la investigadora?

Walker se inclinó hacia delante cuando Brent entraba en Valley Oaks.

—Es el camino de la derecha. El número diecisiete. Puedes dejar el coche en el aparcamiento y esperarme allí. Tardaré una media hora.

Brent apagó el motor y Walker salió del coche. No había visto a su padre desde el accidente, y aunque le aterraba la conversación que iban a tener, esta era la única forma de descubrir si Kinsey Millhone había conseguido dar con él. Mientras se dirigía hacia la casa, Walker vio que su padre lo miraba desde la ventana. La puerta se abrió y allí estaba Walter McNally, con el porte erguido y la expresión cauta. Parecía evitar mirar las contusiones en el rostro de Walker, que este solía olvidar.

—No sabía que ibas a venir.

—Lo siento, papá. Tendría que haber llamado antes, pero pasaba por esta zona y pensé en hacerte una visita. Hay algo que me gustaría preguntarte.

—Entra, entra —dijo Walter dando un paso atrás—. ¿Dispones de tiempo para tomarte un café?

—Supongo que sí —respondió Walker—. Espero que no te suponga ninguna molestia…

—En absoluto. Vayamos a la sala grande, donde puedas ponerte cómodo. ¿Cómo están Carolyn y los niños?

—Muy bien, gracias. De hecho, ahora vengo de casa. ¿Cómo estás tú?

—Algo mejor. Casi no me duele la cadera y ahora doy más paseos. Ya puedo andar más de tres kilómetros.

Walker se sentó en el borde del sofá y observó a su padre preparar una cafetera. Walter llenó cuidadosamente una jarra de agua y la vertió en el depósito. Añadió seis cucharaditas de café molido y lo comprobó todo dos veces antes de poner la cafetera en marcha. Luego volvió al sofá.

—El café tardará un minuto —comentó.

A Walker no se le ocurrió ninguna respuesta. Estaba intentando encontrar la manera de sacar el tema del accidente, así como sus trágicas repercusiones.

Su padre carraspeó.

—Supongo que no hace falta que te diga lo preocupado que estoy por este lío en el que andas metido. Carolyn vino a verme y me lo contó. Hizo el esfuerzo de venir ella misma porque no quería que me enterara a través de terceros.

—Le agradezco su consideración. Te lo habría dicho yo mismo, pero ya sabes que he estado fuera de combate.

—Sí.

La respuesta monosilábica de su padre no invitaba a seguir hablando del tema. Walker había esperado algo de ayuda para poder iniciar tan incómoda conversación.

—Estoy horrorizado, como puedes imaginar.

—Y con razón. Si tu madre viviera, esto le habría roto el corazón.

—Bueno, supongo que los dos podemos dar gracias de que no haya tenido que enterarse —respondió Walker. «No debería haber empleado este tono», pensó. Volvió a intentarlo—. Entiendo lo disgustado que debes de estar, pero yo también me he llevado un palo tremendo. ¿Cómo crees que me siento sabiendo que esa pobre chica está muerta por mi culpa?

—Carolyn me dijo que no recordabas nada de lo sucedido.

—Tuve una conmoción cerebral y perdí el conocimiento. El médico dice que la amnesia es bastante frecuente en estas circunstancias.

—Carolyn cree que sufriste una laguna alcohólica, lo cual es muy distinto.

—Eso es ridículo. No me desmayé a causa del alcohol.

—Puede que no, pero me pareció que lo que decía tenía bastante sentido.

—Bueno, me alegro de que los dos disfrutarais tanto hablando de mí.

—Está en su derecho de dar su opinión.

—No es que sea una experta en el tema…

—Hijo, no te pongas sarcástico. Carolyn es una mujer maravillosa y tienes mucha suerte de que esté de tu lado.

—No sé de dónde has sacado eso. Apenas me dirige la palabra.

—No me cabe duda de que acabará cediendo. Debéis pensar en los niños. Sería una lástima que esta tragedia les destrozara la vida a ellos, además de a Carolyn.

Cuando el café estuvo listo, su padre volvió a la cocina. Puso las tazas y los platitos en una bandeja junto con el azucarero, una jarrita con crema de leche y dos cucharillas.

Mientras su padre preparaba el café, Walker se preguntó cómo sacar el tema de Kinsey Millhone. El nombre acababa de pasársele por la cabeza cuando bajó la vista y vio su tarjeta sobre la mesita de centro, apoyada contra una maceta. La cogió y leyó la dirección de su despacho y su número de teléfono. No ponía nada acerca de la clase de casos que investigaba. Walker jugueteó con la tarjeta.

Su padre volvió con una bandeja. Las tazas tintineaban al chocar contra los platitos. Dejó la bandeja sobre la mesita y le pasó una taza a Walker.

—He olvidado cómo tomas el café. Yo lo tomo con crema de leche.

—El mío solo, gracias —respondió—. ¿Qué es esto?

—¿Qué es qué?

—Hay algo que quisiera preguntarte. Carolyn me ha dicho que una investigadora privada llamó a casa preguntando por ti. Según mi abogado, hablar con esta mujer podría ser perjudicial.

—Ya he hablado con ella, y no tienes por qué alarmarte. Sus razones para verme no guardan relación contigo. Pasó por aquí hace unos días y me preguntó algo sobre un perro al que traté hace mucho tiempo.

—¿Un perro?

—Me preguntó acerca del protocolo que se seguía cuando se sacrificaba a un perro. Le conté lo que pude, y me dejó su tarjeta por si se me ocurría algo más. Era una joven muy agradable. Charlamos un rato de todo un poco y luego se fue. No se quedó ni treinta minutos, como mucho.

—¿Mencionó que fuimos al mismo instituto?

—No. Vino por un asunto completamente distinto.

—¿Qué le contaste?

Su padre levantó la taza, pero no llegó a llevársela a los labios.

—Soy muy capaz de hablar con alguien sin tu supervisión.

—Lo siento. No pretendía entrometerme. No quiero que se aproveche del hecho de que ella y yo nos conociéramos.

—No mencionó tu nombre. Me buscó por su cuenta, aunque no es asunto tuyo. Te sugiero que soluciones tus problemas, que yo ya me ocuparé de los míos.

Walker cambió de tema, ofendido por la reprimenda. La conversación fue decayendo, hasta que Walker creyó que ya era hora de despedirse y volver al coche. Su padre no lo acompañó hasta la puerta.

Apenas fue consciente del viaje hasta el hotel. Bajó la ventanilla y una ráfaga de aire irrumpió en el interior del coche refrescándole la cara y alborotándole el pelo. Se aflojó el nudo de la corbata y se desabrochó el cuello de la camisa. Brent le lanzó una mirada desde el retrovisor, pero Walker no creyó que tuviera que explicarle nada. Hacía calor. ¿Acaso era asunto de Brent? No podía dejar de darle vueltas a lo mismo. Kinsey sabía lo del perro. Walker era incapaz de imaginarse cómo habría llegado hasta la puerta de su padre. ¿Qué lógica tortuosa la habría llevado a relacionar a su padre con los restos del perro? Walker la había visto el día de la excavación; una semana después, ya le pisaba los talones.

Para cuando Brent lo dejó en el Pelican, la combinación de cafeína y ansiedad desencadenó en él algo parecido a un ataque de pánico. Walker cerró la puerta tras de sí y se dirigió tambaleándose hasta la cama. El corazón le latía con tanta fuerza que pensó que se le saldría del pecho. Comenzó a resollar y a sudar. Era como una sobredosis de anfetaminas, algo que había experimentado dos veces a lo largo de toda su vida: una vida de excesos con el alcohol y las drogas. Se sentó al borde de la cama apretándose el pecho, incapaz de volver a levantarse por miedo a desmayarse. Se estaba muriendo. El terror aumentaría hasta aplastarlo bajo su peso.

Siete días sobrio. Se preguntó si sería posible resistir incluso una hora más. Había una coctelería a dos manzanas. Pensó en el rápido paseo, en las hileras de brillantes botellas detrás de la barra. La iluminación sería tenue, y no creyó que fuera a encontrarse con ningún conocido. Un trago lo calmaría. Un trago le permitiría sobrevivir hasta el día siguiente. Las mañanas solían ser más fáciles, aunque el resto del día se alargaba como la eternidad. Lo único que tenía que hacer era levantarse, cruzar la habitación y recorrer las dos manzanas que lo separaban del bar. Empezaron a temblarle las manos.

Descolgó el teléfono y llamó a Leonard.