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Jueves por la noche, 14 de abril de 1988
Entré en mi estudio a las siete de la tarde con el sobre marrón lleno de cartas bajo el brazo. Eché el paquete sobre el escritorio y me serví una copa de vino. Confieso que esperaba que el alcohol me infundiera valor. Este podría haber sido mi primer paso hacia el alcoholismo, aunque lo dudaba. Dos veces agarré el sobre y le di la vuelta. Recordé aquella vieja pregunta que te hacen de vez en cuando en las fiestas: si supieras que en el cajón superior de tu cómoda hay un trozo de papel con la fecha y la hora de tu muerte, ¿le echarías un vistazo?
Nunca he sabido cuál es la respuesta correcta. Probablemente no la haya, pero el dilema estriba en si es mejor optar por la ignorancia total o por conocer una información que podría afectar el resto de tu vida (por corta que esta llegara a ser). Dado que la tía Gin devolvió todas las cartas, estaba claro que había rechazado el ofrecimiento de paz de Grand. Si es que de eso se trataba. Quizás en sus misivas Grand reprendiera a la tía Gin por toda una serie de fallos reales e imaginarios. Imposible saberlo a menos que me sentara y las leyera. Vacilé por las razones siguientes:
1. Tenía que irme a dormir y no quería pasarme las seis horas siguientes reconcomiéndome por asuntos pertenecientes al pasado. Una vez me subía a mi tiovivo emocional, especialmente en plena noche, daba vueltas y vueltas durante horas, arriba y abajo, una y otra vez, a menudo a una velocidad que amenazaba con hacerme vomitar.
2. Cuando conociera el contenido de las cartas, ya no habría escapatoria posible. En mi actual estado de inocencia, cualquier cosa era posible. Podía aferrarme a mis ideas preconcebidas sobre la indiferencia de Grand sin la molesta contradicción de la verdad. ¿Qué pasaría si las cartas estaban llenas de corazones, flores y sentimentalismo a raudales? ¿Entonces qué? Todavía no me sentía preparada para bajar la espada, ni, el escudo. Mi actitud defensiva me proporcionaba cierto poder. Sería una locura rendirme sin haber calibrado antes la naturaleza y la fuerza del enemigo.
Me fui a la cama y dormí como un lirón.
A la mañana siguiente seguí con mi rutina habitual: correr, ducharme, vestirme y tomarme un café con un cuenco de cereales. Eché mano del bolso y el paquete de cartas y conduje hasta el despacho, donde me hice otra cafetera y me senté frente al escritorio. Era un ambiente en el que me sentía a salvo, un entorno en el que sabía cómo desenvolverme. ¿Qué mejor lugar donde arriesgar la paz personal?
Antes de adentrarme de lleno en territorio desconocido adopté una última táctica evasiva. Llamé a Deborah y le pregunté si Rain estaría dispuesta a reunirse conmigo. Deborah le pasó el teléfono, y, después de una breve conversación, acordamos encontrarnos el sábado por la mañana en una cafetería de Cabana Boulevard, a la que podía ir andando desde mi despacho. Era uno de sus sitios favoritos y tenía muchas ganas de desayunar allí durante su estancia en la ciudad.
Lo anoté en mi calendario y después me metí en faena. Dividí las cartas en dos montones: en el primero puse las que iban dirigidas a Virginia Kinsey; y en el segundo, las dirigidas a mí. Empecé con las de la tía Gin. La primera estaba fechada el 2 de junio de 1955, tres días después del accidente en el que murieron mis padres. Tras echarle un vistazo rápido pude constatar que esta era la única carta que mi tía había abierto antes de volverla a cerrar y devolvérsela a la abuela.
«Mi muy querida Virginia:
»Te escribimos llenos de pesar, y tan desconsolados como sin duda lo estarás tú. La pérdida de Rita Cynthia es más de lo que cualquiera de nosotros debería soportar, pero sé que tenemos que seguir adelante por el bien de la pequeña Kinsey. Nos animó saber que los médicos que la examinaron la encontraron bien. Hablé con su pediatra, el doctor Grill, y me sugirió que, dada la magnitud del trauma sufrido, tendríamos que volver a evaluarla dentro de un mes, en espera de su respuesta tras el accidente. Los niños se reponen mucho más rápidamente de lo que lo hacen los adultos en idénticas circunstancias. El doctor Grill nos advirtió que su recuperación física y su bienestar psicológico podrían no corresponderse. Aunque la niña pudiera parecer equilibrada, es posible que sufra una depresión subyacente cuando empiece a darse cuenta de que el fallecimiento de sus padres es irrevocable. El doctor nos instó a mantenernos alertas ante tal posibilidad.
»Nos decepcionó que no se nos permitiera verla durante la noche que pasó en el hospital. Nos hacemos cargo de que se encontraba en observación, y no me cabe duda de que los médicos estaban muy ocupados tratándola. No la habríamos molestado por nada del mundo, y creo que lo dejé muy claro. Sólo queríamos asomar la cabeza en su habitación para poder ver con nuestros propios ojos que permanecía estable. Contábamos con que pudiera pasar algún tiempo con nosotros, pero entendemos perfectamente tu deseo de llevártela de inmediato a tu casa, donde todo le resultará conocido y familiar. Por otra parte, Burton y yo queremos visitar a la niña lo antes posible para poder ofrecerle personalmente el consuelo y el apoyo que tanto necesita. Si te podemos ofrecer cualquier clase de ayuda, ya sea emocional o económica, te rogamos que nos lo hagas saber. Os esperamos a las dos con los brazos abiertos.
»Pasando a otro tema, nos encantaría reunimos contigo para hablar del futuro de Kinsey. Creemos que sería beneficioso para la niña instalarse aquí con nosotros. Burton y yo estamos redactando una propuesta que debería cubrir de forma satisfactoria tanto tus necesidades como las nuestras. Esperamos recibir noticias sobre los progresos de Kinsey.
»Tu madre, que te quiere,
»Grand».
Cerré los ojos estupefacta por lo que acababa de leer. ¿No sabía nada Cornelia Straith LaGrand acerca de sus dos hijas mayores? No podía asegurarlo, pero sospeché que mi madre habría reaccionado mal de haber recibido una carta así. Virginia, un año más joven, sin duda se enfureció. La tía Gin que conocí mientras crecía era imprevisible y dogmática, y no le tenía miedo a la autoridad. Habría reaccionado con furia ante el intento mal disimulado de Grand de llevar la voz cantante. La omisión deliberada del nombre de mi padre debió de enfurecerla aún más. La referencia de Grand a «una propuesta» habría sido especialmente ofensiva, como si mi futuro dependiera de un plan de negocios elaborado con sumo cuidado que la tía Gin aceptaría cuando comprendiera sus muchas virtudes y ventajas.
Volví a meter la carta en el sobre y saqué la siguiente en orden cronológico, con matasellos del 13 de junio de 1955.
«Mi muy querida Virginia:
»Me han devuelto por error la carta que te envié el 2 de junio de 1955. Quizá la dirección que tengo es incorrecta. De ser así, espero que la oficina de Correos me haga llegar tu nueva dirección. Entre tanto, no dudo que estás haciendo todo lo posible para cuidar de la pequeña Kinsey mientras se recupera de la reciente tragedia. Dado tu profundo pesar por el fallecimiento de tu hermana, tú también debes de estar sometida a una enorme tensión. Espero que tanto tú como Kinsey estéis sobrellevando vuestro dolor como mejor podáis. Burton y yo nos vemos en serios apuros para iniciar el proceso de recomponer nuestras vidas. ¡Nos haría tanto bien si permitieras que Kinsey pasara unos días con nosotros!
»Te llamé al trabajo y me dijeron que no estabas disponible, por lo que es posible que te hayas tomado unos días de permiso. Si puede servirte para cubrir gastos, acepta, por favor, la pequeña cantidad que te envío en un cheque. Estamos dispuestos a proporcionarte toda la ayuda que necesites durante este periodo de transición tan desgarrador. Sólo queremos lo mejor para ti y para la niña.
«Esperamos que hayas reflexionado sobre nuestra anterior sugerencia de que Kinsey viva con nosotros. Podemos proporcionar la estabilidad que precisa una niña en su situación, conmocionada por la repentina pérdida de aquellos a los que tanto quería…»
Grand había adjuntado un cheque por veinticinco dólares. No encontré la propuesta que mencionaba, por lo que quizás hubiera recapacitado sobre la conveniencia de presentar su plan.
Las dos cartas siguientes eran variaciones sobre el mismo tema: ofrecimientos de consuelo, solaz y dinero en ese orden aproximadamente, con la continua sugerencia de que «la pequeña Kinsey» se beneficiaría de su generosidad y larga experiencia con niños pequeños. Empecé a saltarme partes enteras, leyendo un párrafo aquí y otro allá para comprobar si el tono o el contenido cambiaban con el transcurso del tiempo.
En una carta fechada el 8 de agosto de 1955, Grand empezaba a criticar el modo de vida de la tía Gin. El curso escolar estaba cada día más cerca, y Grand probablemente quería que me instalara con ella en Lompoc para poder matricularme en un buen colegio. Dado que le devolvían los sobres cerrados tan pronto llegaban a su destino, Grand sabía que la tía Gin estaba haciendo oídos sordos a sus buenos consejos. El hecho de no tener respuesta obligaba a mi abuela a conducirse a tientas, y estimulaba nuevos intentos por su parte de vencer la férrea resistencia de Virginia.
«Dados tus limitados recursos y tu falta de experiencia criando niños pensamos que nosotros tenemos más que ofrecerle a Kinsey. Quizás ahora ya empieces a percatarte de la imposibilidad de criar a una niña tú sola. Creemos que nuestra postura es válida, y, aunque en un principio te parezca imposible contemplar esta posibilidad, te rogamos que la consideres con amplitud de miras. Cualesquiera que sean nuestras diferencias, estoy segura de que coincidimos en nuestro deseo de hacer lo mejor para Kinsey. Creemos que podemos proporcionarle una familia que la querrá, un buen colegio y las mejores perspectivas en su camino hacia la edad adulta. Burton y yo, qué duda cabe, querríamos que continuaras siendo una constante en la vida de Kinsey, y te aseguramos que haremos todo lo posible para fomentar y proteger el vínculo que te une a ella.
»Es cierto que ha habido algunos problemas entre nosotras estos últimos años. No creo que ninguna de las dos recuerde cómo empezó la breve y triste historia de nuestras desavenencias. Baste con decir, a la luz del fallecimiento de Rita Cynthia, que deberíamos dejar de lado todos estos conflictos para poder actuar de común acuerdo. Esperemos que Kinsey no tenga la impresión de ser el objeto de nuestras disputas. No deberíamos involucrarla en esta discusión: con ello sólo conseguiremos desconcertarla y obligarla a tomar partido. Te agradeceríamos que nos dieras la oportunidad de ofrecerle varias opciones sin prejuicios ni influencias indebidas. Dado que tú formas parte de su vida, puede que Kinsey quiera aferrarse a lo que le resulta familiar, pero si colaboramos, podremos mostrarle las muchas ventajas que le esperan».
No se me escapó la ironía de la situación. Durante todos estos años me había molestado la apatía de Grand cuando, en realidad, ella había hecho todo lo posible para atraerme a su órbita. Apenas mencionaba mis necesidades o mis deseos, salvo para sugerir que podría colmarlos mejor que la tía Gin. Dos cartas más tarde, Grand afirmaba lo siguiente:
«Siempre has valorado tus objetivos laborales y tu independencia, aspectos que se verían seriamente limitados por las dificultades que entraña la crianza de un niño. Debido a tu empleo a tiempo completo no te quedará más remedio que enviar a Kinsey a una guardería, y no podemos evitar pensar que dicha experiencia sería desastrosa para una niña que ha perdido a sus padres».
Puse el resto de los sobres a un lado y cogí el pequeño paquete de cartas que iban dirigidas a mí.
«Querida mía:
»¿Cómo estás hoy? Apuesto a que ni te imaginas quién te ha enviado esta carta. No creo que sepas leer ya, por lo que espero que tu tía Virginia me haga el increíble honor de transmitirte mis pensamientos.
»Espero que no te hayas olvidado de tu abuelo Kinsey ni de mí. ¡Te queremos tanto! Puede que no te acuerdes, pero la última vez que te vi tenías tres años y te llevamos al circo. Te lo pasaste de maravilla viendo a los payasos y a los animales amaestrados. Te prometí llevarte otra vez, y ahora espero que tu tía Virginia nos permita hacerlo.
»Puede que te preguntes qué podrías hacer en una casa tan grande como la nuestra. Te hemos preparado un dormitorio especial, lleno de libros y de juguetes. Podemos pintarlo del color que más te guste. Rosa, azul o amarillo. ¿Cuál prefieres? Tenemos un huerto con algunos árboles en los que crecen unas manzanas rojas enormes, y otros árboles en los que crecen naranjas. Delante de la casa hay un gran roble con una rueda que sirve de columpio, y praderas donde podrías correr hasta cansarte. ¿Y sabes qué más? Tenemos dos ponis de Shetland y una cabra llamada Joan, que puede que tenga hijitos pronto. Las cabras pequeñas se llaman cabritillas. ¿Has visto una alguna vez? Tus primas te ruegan que vengas para que podáis hacer galletas en nuestra cocina, que también es muy grande. Si nos dices cuáles son tus galletas preferidas, ¡puedes comer doce más una! Iba a guardar esto en secreto, pero no puedo resistirme… ¡Tenemos otro cachorrito! Se llama Skippy y dice «guau, guau», lo que significa: «por favor, ven a vernos».
Todas las cartas que Grand me había enviado contenían las mismas parrafadas ingenuas y empalagosas dirigidas a una niña imaginaria, porque no sabía nada sobre mí. No puedo culparla por ello: llevaba muchos años sin cuidar a un niño. Quizás en su momento hubiera hecho un trabajo estupendo criando a cinco hijas. Y ahí estaba, esforzándose por entrar en mi vida mientras la tía Gin le barraba el paso continuamente.
Me vi obligada a admitir que la pregunta de Grand sobre la guardería me pareció pertinente. No había pensado en el hecho de que la tía Gin, que trabajaba a tiempo completo, hubiera tenido que buscar a alguien para que me cuidara durante el día. Estaba casi segura de que no llegó a contratar a nadie. Mis recuerdos de aquellos primeros años son muy vagos, pero me habría horrorizado si me hubieran dejado en manos de otra persona. La tía Gin era mi áncora de salvación. La muerte de mis padres fue probablemente el desencadenante de la abrumadora timidez que me acompañó durante toda la etapa escolar. Si la tía Gin hubiera intentado dejarme al cuidado de otra persona, me habría puesto a chillar de tal forma que no lo habría vuelto a intentar. Sabía que no había pedido permiso en su trabajo, como sugiriera Grand. De principios de junio hasta septiembre me llevó consigo al trabajo. Virginia Kinsey era pura energía, una trabajadora incansable que no soportaba a los haraganes. Llevaba trabajando en la aseguradora La Fidelidad de California desde los diecinueve años, probablemente sin haberse tomado nunca ni un día libre por enfermedad o para irse de vacaciones, caprichos superfluos a su modo de ver.
Cuando empecé a ir al colegio aquel otoño, la tía Gin me dejaba allí por la mañana y pasaba a recogerme a las doce y media para llevarme a su oficina. Yo tenía una mesita y una silla al lado de su escritorio y me entretenía con libros ilustrados, cuadernos para colorear y otras actividades igualmente tranquilas. Me pregunté qué debían de pensar en La Fidelidad de California acerca de la presencia de aquella niña. Años más tarde, cuando trabajé para la misma empresa investigando reclamaciones por incendio provocado y por homicidio culposo, en la planta baja del edificio había una guardería donde los empleados podían dejar a sus hijos de camino a sus puestos de trabajo.
Entonces caí en la cuenta: la guardería era cosa de Virginia Kinsey. Cuando asumió el rol de madre sustituta, estábamos en la década de los cincuenta, y con toda seguridad La Fidelidad de California ni tenía ninguna guardería ni le interesaba tenerla. La idea de cuidar a los hijos de los empleados en el lugar de trabajo no surgiría hasta muchos años después, pero por entonces se encontraron con la insistencia de la tía Gin. Habría sido muy propio de ella obligar a la empresa a doblegarse a sus deseos para que me permitieran pasar la mitad del día a su lado. Seguro que los directivos de La Fidelidad de California saltaron de alegría ante la menor oportunidad de hacer lo que Gin les exigía. A menos que capitularan, nunca los dejaría tranquilos. Supongo que una vez estableció el precedente, otros empleados con hijos a su cargo no dejaron escapar la ocasión de tener cerca a sus pequeños. La empresa debió de negarse a contratar a maestros o a puericultores —no había ninguno durante el tiempo que trabajé allí—, pero accedió a proporcionar auxiliares de guardería cuyos sueldos pagaban los padres. Tener a sus hijos bajo el mismo techo, sin duda les compensaba con creces el gasto.
Aún sonreía para mis adentros cuando sonó el teléfono.
—¿De qué va toda esta monserga de que has destapado un montón de mierda en el caso de Mary Claire Fitzhugh? No me puedo creer que hayas tenido las narices de entrometerte en un asunto de la policía…
El tipo gritaba tanto que tardé un minuto en reconocerlo.
—¿Inspector jefe Dolan?
Mi relación con el inspector jefe Dolan se remontaba a varios años atrás. Dolan se había visto obligado a jubilarse por problemas de salud, pero mantenía contactos en el Departamento. Tras varios choques iniciales, habíamos llegado a un acuerdo basado en la admiración y el respeto mutuos. Tendría que haberme habituado a su forma de hablar, cortante en ocasiones, pero siempre me pillaba desprevenida.
—¿Y quién coño voy a ser?
—¿De qué montón de mierda me habla?
—Lo sabes de sobra. Estás removiendo las cosas y ahora se vuelve a hablar del caso.
—Eso es bueno, ¿no?
—No desde la perspectiva de la señora Fitzhugh. Durante todos estos años ya ha tenido que soportar a demasiados chiflados que aseguraban saber algo sobre la niña.
—¿Podría decirme lo que ha oído y quién se lo ha contado?
—Cheney Phillips. Dice que habló con un chico que cree haber visto cómo enterraban el cuerpo de Mary Claire. Phillips te envía al chico y los polis se ponen de los nervios creyendo que van a descubrir algo importante. Al final resulta que no eran más que gilipolleces, y tú eres la responsable.
—¿Quiere oír mi versión?
—¡No, no quiero oírla! ¿Por qué te llamo yo a ti cuando eres tú la que debería llamarme a mí? Tendrías que habérmelo contado el primer día.
—¿Y por qué tendría que contárselo?
—Porque era mi caso —repuso Dolan bruscamente. Y luego añadió a regañadientes—: Al menos hasta que se metió el FBI.
—¿Y cómo iba yo a saberlo?
—Porque todo el mundo lo sabía.
—Yo estaba en Secundaria. No nos conocimos hasta bastantes años más tarde.
—¿No mencionó Cheney mi nombre cuando te envió a Sutton?
—No. Si hubiera sabido que usted estaba involucrado, habría ido hasta su puerta para implorarle que me diera información. He estado investigando más sola que la una y me habría venido de perlas la ayuda.
—¿No sabías que yo estuve al frente del caso?
—Cheney no me dijo nada de nada. Es la primera noticia que tengo.
—¿Estás ciega? Mi nombre aparece en el expediente.
—El expediente es confidencial. Y aunque no lo fuera, la policía no va a invitarme para tener una charla relajada sobre el caso.
—Bueno.
—Sí, bueno —dije.
—Quizás he hablado demasiado deprisa.
—No le quepa duda. Me debe una disculpa.
—Eso está hecho.
—Quiero oírle disculparse.
Oí cómo le daba una calada a su cigarrillo.
—Vale, de acuerdo. Lo siento. ¿Te parece bien?
—No del todo, pero le daré la oportunidad de redimirse.
—¿Cómo?
—Invíteme a tomar algo. Usted, Stacey y yo podemos sentarnos hablar de los viejos tiempos mientras le sonsaco alguna cosilla.
Dolan hizo una pausa mientras daba otra calada.
—¿Qué has descubierto hasta ahora?
—No se lo pienso decir si no me invita.
Silencio total.
—Ven a las tres —dijo Dolan, y colgó.