21
Deborah Unruh
Mayo de 1967
Deborah recogió a Rain en la guardería y la dejó en casa de una amiga. Disponía de un par de horas libres, así que decidió fregar a conciencia la cocina y los baños. Estaban a mediados de semana y quería planificar las comidas de los días siguientes para no tener que pensar en ello cuando Patrick volviera a casa. Su marido se reservaba los fines de semana para la familia, y los tres solían hacer salidas a distintos sitios. A Deborah le gustaba tener todo el trabajo hecho para poder disfrutar del tiempo libre.
Deborah y Patrick hablaban tres o cuatro veces al día, tanto de los negocios de él como de las decisiones domésticas de ella, intercambiando perspectivas y consejos. A Patrick le encantaba escuchar cualquier anécdota relacionada con Rain, y Deborah intentaba transmitirle todos los momentos adorables nada más producirse. Sólo otros padres tan embobados como él sabían apreciar las monerías de un niño. Rain era una niña guapa y precoz, de carácter dulce y risueño. No sólo ellos la encontraban perfecta: todo el mundo estaba de acuerdo en que era una niña excepcional, especialmente después de que Deborah y Patrick los obligaran a reconocerlo.
Cuando torcía por Via Juliana para meterse en Alita Lane, Deborah vio un vehículo aparcado en el camino de entrada de su casa. Era el autobús escolar amarillo de Greg, decorado con símbolos de la paz en color rojo, azul y verde, y con eslóganes antibélicos. Deborah aparcó la ranchera junto a la calle y permaneció sentada unos minutos con el motor en marcha, musitando «¡Mierda!» para sí.
Apoyó la frente contra el volante preguntándose si aún estaba a tiempo de huir. Mientras no la hubieran visto, podría dar la vuelta, recoger a Rain, registrarse en un motel y decirle a Patrick dónde estaban. Annabelle y ella habían considerado muchas veces la posibilidad de que los tres volvieran a aparecer algún día. Deborah había sido demasiado blanda con Shelly. Al pensarlo ahora, no entendía por qué había permitido que Shelly la tratara tan mal. ¿Cómo había conseguido intimidarla? Shelly era una mequetrefe, una auténtica gilipollas. Deborah le doblaba la edad, y sabía mucho más sobre el mundo de lo que Shelly podía imaginar. Si Deborah no se enfrentaba a ella ahora, sólo estaría posponiendo lo inevitable.
Respiró hondo. Tenía que hacerlo o no se lo perdonaría nunca. No sería capaz de mirar a la cara a Annabelle, la cual le había dado instrucciones estrictas de cómo actuar. Deborah apretó el acelerador y se apartó del bordillo; después condujo los sesenta o setenta metros que faltaban hasta la casa y se metió en el garaje. Entró en la casa a través de la puerta que daba a la cocina. Por supuesto, ellos ya estaban dentro. Greg sabía dónde tenían escondida la llave, y aunque ella y Patrick hubieran sido lo suficientemente listos como para cambiarla de sitio, su hijo habría sabido cómo encontrarla.
La casa estaba impecable cuando Deborah se marchó hacía menos de una hora, pero Greg y Shelly se habían puesto cómodos y ahora había mochilas, bolsas de lona y sacos de dormir desparramados junto a la puerta del comedor. Era su manera de marcar el territorio, como un perro que orina en todos los rincones del jardín. Deborah no estaba segura de por qué no habían dejado sus cosas en el autobús…, a menos que esperaran que los invitaran a vivir en la casa. «Cielo santo», pensó.
—¿Greg?
—¡Hola!
Deborah cruzó la cocina y miró en el salón, donde los tres estaban despatarrados con un aspecto casi irreconocible. Parecían vagabundos. Greg llevaba una barba rala y un bigote raquítico. A Patrick nunca le había crecido el vello facial de forma convincente, y cuando no se afeitaba acababa pareciendo un forajido en un cartel de: SE BUSCA. Greg había heredado la misma y escasa pelusa. Tenía el pelo oscuro y rizado, y lo llevaba largo y descuidado. Deborah se preguntó si su hijo era consciente de lo poco atractivo que resultaba. O quizás era eso lo que pretendía.
Shelly fumaba un cigarrillo sentada en el suelo, recostada contra el sofá con las piernas extendidas y los pies descalzos. Había cogido uno de los platitos de porcelana de Limoges de Deborah y lo usaba como cenicero. Llevaba el mismo jersey negro de cuello alto, medias negras rotas y una falda larga. De una patada se había quitado las sandalias Birkenstock, que ahora se encontraban en medio de la habitación. Sus pendientes eran grandes aros de plata. En el amasijo de greñas oscuras se había hecho unas cuantas trencitas con cuentas en las puntas. Ya no era menuda y delgada: ahora tenía aspecto de matrona. No había perdido el peso que ganó durante sus dos embarazos.
Quien más alarmó a Deborah fue el niño, Shawn, que ahora tendría diez años según sus cálculos. El pelo, oscuro y enmarañado, le llegaba hasta los hombros. Tenía las mejillas tan hundidas que parecía un joven Abraham Lincoln. Unas profundas y oscuras ojeras, que conferían a su rostro la solemnidad de un lémur, enmarcaban los enormes ojos de color avellana igual a los de Shelly. Era alto para su edad y estaba muy delgado. Su camisa de franela estaba descolorida de tanto llevarla, o de haberla lavado con excesiva frecuencia en la lavadora. Los puños le quedaban muy por encima de las muñecas. Tenía las manos delgadas, de dedos largos y delicados. Los pantalones le quedaban grandes.
Se había sentado en un rincón de la habitación y estaba enfrascado leyendo un ejemplar de Dune, de Frank Herbert. Deborah lo había leído dos años atrás, cuando se publicó, y le sorprendió que Shawn pudiera leer con tanta soltura. Quizá las clases de Shelly no estaban tan mal después de todo. Por otra parte, era posible que Shawn se ocultara detrás de las páginas, fingiendo leer para poder observar lo que sucedía a su alrededor sin tener que participar. El niño la miró y luego volvió a su libro. Deborah se preguntó si Shawn aún recordaba la hostilidad que había sentido hacia él cuando era un niño de seis años. Con el tiempo acabaría viéndolo con otros ojos, pero su desaprobación inicial había sido virulenta, y sin duda debió de herirlo. Ahora se avergonzaba de haberlo culpado a él de su comportamiento cuando era Shelly la responsable.
Greg cruzó la habitación y la abrazó con fuerza.
—Me alegro de verte —dijo—, íbamos hacia el sur y pensamos que os podríamos hacer una visita. Espero que no te importe. —Hablaba de su llegada como si pasaran por allí cada semana.
Al devolverle el abrazo sin excesiva convicción, Deborah notó las costillas de Greg a través de la tela de su camisa. Poco acostumbrada a las exhibiciones de afecto por parte de su hijo, no pudo evitar ponerse rígida. No sentía lo mismo que él, o lo que él fingía sentir.
—¡Caray! ¿Qué te pasa? —preguntó Greg dando un paso atrás—. ¿Estás enfadada por algo?
—Me habéis pillado desprevenida. Me podríais haber llamado antes —explicó. Se hubiera dado de bofetadas por lo estúpido de su comentario. Era como toparte cara a cara con unos intrusos y mostrarte agradable con ellos con la esperanza de que no te mataran allí mismo.
—Sí, lo sentimos —dijo Shelly con un resoplido de impaciencia—. Como si tuviéramos un teléfono en el autobús. —No había dicho «un puto teléfono», pero el improperio se adivinaba en su tono.
Deborah la ignoró y dirigió su atención a Greg.
—¿Cuándo habéis llegado?
—Hace quince o veinte minutos. El tiempo suficiente para ir al baño y echar un vistazo a lo que habéis hecho. Papel pintado y pintura nuevos. La casa ha quedado muy bien.
—Gracias. Siento no haber estado aquí cuando llegasteis.
—Ya supusimos que estarías fuera haciendo recados. La cuestión es que necesitábamos descansar un poco después de tantas horas de carretera.
—¿Puedo prepararos algo para comer?
—No te molestes —dijo Shelly—. Ya hemos mirado en la nevera. Menudas porquerías.
—Estoy segura de que encontraré algo. Ayer fui al súper y compré para todo el fin de semana. ¿Qué os apetece?
—Nada que suponga crueldad hacia los animales —replicó Shelly.
—Somos vegetarianos estrictos —explicó Greg—. No comemos carne, lácteos, huevos, ni productos animales de ninguna clase.
—En ese caso, supongo que tendréis que comer en otra parte. No tengo ni idea sobre cocina vegetariana estricta.
Shelly parecía contrariada.
—No tenemos dinero para comer fuera. Nos lo hemos gastado todo en este viaje.
—Salimos de San Francisco esta mañana y hemos conducido hasta aquí sin parar —explicó Greg.
—Ah. ¿Vivíais allí? No teníamos ni idea de que estuvierais tan cerca.
—Hay algo más, ahora que tocamos este tema —interrumpió Shelly. Señaló a Greg y a Shawn, y luego se señaló a sí misma—. Ahora Greg se llama Creed, Shawn es Sky Dancer, y yo soy Destiny.
Deborah bajó la mirada, intentando mantenerse impasible. Se moría de ganas de contárselo a Annabelle, seguro que se partiría de risa.
—Entiendo. ¿Desde cuándo?
—Desde que nos dimos cuenta de que nuestros nombres de pila no significaban nada en absoluto. Los tres escogimos nombres que representan el futuro. Nuestro destino espiritual, por así decirlo. Así es como nos vemos a nosotros mismos.
—Destiny. Me esforzaré en recordarlo.
—No te preocupes si se te olvida —dijo Greg—. Todo el mundo mete la pata al principio.
—Ya me lo imagino —respondió Deborah—. Veré si os encuentro algunas toallas. Supongo que pensáis dormir en el autobús.
—Claro, si eso es lo que quieres —respondió Greg.
Por la forma en que lo dijo, Deborah adivinó que su hijo esperaba que les ofreciera los dormitorios para invitados, y que les asegurara que podían quedarse todo el tiempo que quisieran. Su vida de vagabundos ya no les debía de parecer tan atractiva. Nada como sábanas limpias y retretes con cisterna, especialmente cuando es otro el que hace todo el trabajo. Shelly le dirigió la misma mirada de desprecio que le había dirigido tantas veces en el pasado. Deborah sintió que se apoderaba de ella cierta obstinación. No pensaba permitirle a Shelly que se aprovechara de su hospitalidad.
—No queremos causarte ninguna molestia —añadió Greg—. Me refiero a que ahora quizás uses los dormitorios de invitados para otras cosas.
—No, la verdad es que no. Probablemente ya os habréis dado cuenta si habéis echado un vistazo por la casa.
—Sí, es verdad. Es que de la forma en que has dicho eso de que durmamos en el autobús…
—Creed —lo interrumpió Shelly—. Es obvio que no le apetece hacer de anfitriona, y está en su derecho.
—¿Es cierto eso? —preguntó Greg mirando a su madre—. ¿Ni siquiera quieres que nos quedemos en la casa?
—Depende totalmente de vosotros —respondió Deborah. Sabía de sobra que no se lo pedirían. Tanto Shelly como ella estaban haciendo una demostración de fuerza. Shelly era incapaz de pedir nada abiertamente: sólo conseguiría ganar si podía manipular a Deborah, quien se suponía que debía invitarlos motu proprio y colmarlos de atenciones para ahorrarles la molestia de tener que expresar sus deseos.
Ahora era Greg el que parecía contrariado.
—Jo, qué mal rollo. No queríamos molestar. Creímos que estarías contenta de vernos. Supongo que no es así, ¿verdad?
—Creed, querido —dijo Deborah con cuidado, casi trabucándose al pronunciar su nombre—. Tú y Destiny os fuisteis hace cuatro años sin siquiera despediros. No teníamos ni idea de adónde habíais ido, o de cuáles eran vuestras intenciones. No creo que podáis esperar que os recibamos con los brazos abiertos. Las cosas no funcionan así.
—Perdón por no haberos mantenido informados de nuestras ajetreadas vidas —dijo Shelly.
Deborah la cortó de inmediato.
—No pienso aguantar tus gilipolleces, así que cállate ahora mismo.
Shelly se calló pero hizo una mueca cómica, abriendo mucho los ojos y estirando las comisuras de la boca hacia abajo con fingida sorpresa, como si pensara: «¡Santo cielo, qué mala educación! ¿Habéis oído lo que acaba de decir?».
Greg le hizo un gesto para indicarle que él se encargaría del asunto.
Al menos estaba empezando a enfrentarse a ella, pensó Deborah. Al mirarlos, le pareció tener rayos X en los ojos. Podía ver los pequeños matices en su forma de comunicarse, las artimañas, los trucos, el uso que hacían de las emociones para desconcertarla. Era como el juego infantil de la patata caliente, consistente en cargarle el muerto a otro.
—¿Y dónde está Rain? —preguntó Greg—. Shawn tiene muchas ganas de verla.
—Voy a recogerla a las tres. ¿Cuánto tiempo pensáis quedaros?
—Un par de días. Depende. Aún no lo hemos decidido.
Shelly se llevó una mano a la boca, como si hiciera un aparte que nadie más pudiera oír.
—Fíjate en cómo evita el tema de Rain —le dijo a Greg.
Deborah se dirigió a ella con voz cantarina, como si estuviera hablándole a un niño.
—Bueno, Shelly… ¡Ay, perdona! Quería decir Destiny. ¿Qué quieres que te diga? No creíamos que os interesara Rain. No hemos recibido ni una carta, ni una llamada ni un solo centavo para mantenerla. Ahora la niña es nuestra.
—¿Cómo dices? Ahora me entero de que tú la has parido.
Deborah no creía que fuera posible odiar a otro ser humano más de lo que había odiado a Shelly en el pasado, pero, al parecer, aún tenía las suficientes reservas de hostilidad de las que abastecerse.
—La adoptamos legalmente. Ya no tenéis derechos parentales. Es lo que suele pasarles a los padres que abandonan a un bebé de cinco días.
—¡Jódete, hija de puta! —rugió Shelly—. ¡Yo tampoco pienso aguantar ninguna de tus gilipolleces! —Se levantó, muy agitada, y cogió su chal—. Vamos, Sky Dancer. —Y a Greg—: Estaremos en el autobús cuando hayas acabado de besarle el culo. ¡Joder, menudo niño de su mamá!
Greg se excusó y se fue al autobús al cabo de unos segundos. Parecía imposible poner fin a la conversación de forma digna. Deborah subió al dormitorio principal y llamó a Patrick, quien le dijo que iría a Santa Teresa a pasar la noche pero que tendría que volver a Los Ángeles a primera hora de la mañana siguiente.
—Evítalos si puedes —sugirió Patrick—. Yo me encargaré de ellos cuando llegue a casa.
—Puede que no sea necesario. Ahora que Shelly, ay, perdóname, Destiny, se las da de víctima ofendida, quizá se vayan por voluntad propia.
Pero eso no es lo que sucedió. Deborah fue a recoger a Rain a casa de su amiga con la esperanza de que, a su regreso, el autobús escolar amarillo hubiera desaparecido. Por desgracia seguía aparcado en el mismo sitio, lo cual le pareció curioso. Irse haciendo aspavientos era algo típico de Shelly, la forma en que solía manifestar su desagrado. Así expresaba su pretendida superioridad moral.
Shawn llamó a la puerta trasera poco después de que Deborah y Rain llegaran a casa.
—¿Está aquí Rain? —preguntó.
—Claro.
Deborah lo hizo entrar a la cocina. El niño se quedó junto a la puerta, sin saber muy bien qué hacer. Parecía como si tuviera un sombrero en las manos y le fuera dando vueltas mientras esperaba.
—¿Te ha enviado tu papá? —preguntó Deborah.
—Greg no es mi papá.
—Perdón.
—Greg y mi mamá están durmiendo.
—Entiendo. Bueno, ¿por qué no te sientas? Rain se ha ido a su habitación, le diré que estás aquí. Le gustará tener compañía.
Shawn se encaramó en el borde de una silla de la cocina. Las zapatillas de deporte le iban grandes y no llevaba calcetines. A Deborah casi se le saltaron las lágrimas al ver los tobillos del niño, tan frágiles como los de un cervatillo.
—Me alegro de verte, Shawn. Lo digo en serio.
Deborah no esperó una respuesta. Subió a la habitación de Rain y le dijo que tenían un invitado.
—Se llama Shawn. Su madre le llama Sky Dancer, y es de buena educación que tú también lo llames así.
Cogió a Rain de la mano y las dos bajaron a la cocina. En realidad Shawn era el medio hermano de Rain, pero Deborah pensó que el concepto podría confundir a una niña de cuatro años.
Shawn se levantó de la silla cuando Rain entró en la habitación. La niña se quedó allí mirándolo, y él le devolvió la mirada. El parecido entre ambos era inconfundible. Los dos tenían el mismo cabello oscuro y los grandes ojos de color avellana de Shelly. Rain llevaba el pelo suelto con tirabuzones naturales y su tez era rosada y saludable, mientras que Shawn parecía un prisionero de guerra.
—¿Quieres que leamos cuentos? —le preguntó Shawn.
—Aún no sé leer.
—Yo tampoco sabía cuando tenía tu edad. ¿Y la canción del alfabeto? ¿La conoces?
Rain asintió con la cabeza.
—¿Te gustaría cantarla?
—Vale.
Rain cantó la canción del alfabeto sin rastro de timidez. Confundió el orden de las letras, pero le puso muchas ganas.
—¡Ostras! Lo has hecho muy bien —dijo Shawn cuando la niña acabó de cantar—. Si aún no sabes leer, yo te puedo leer lo que quieras.
—Sus libros están en el baúl que hay debajo de la ventana en la sala de estar —dijo Deborah—. Es muy amable de tu parte, Shawn. Le encanta que alguien le lea.
Los dos niños desaparecieron, y al cabo de un instante Deborah pudo oír a Shawn leyendo en voz alta. Los observó a través de la rendija de la puerta, intentando que no la vieran. Rain se había sentado en el regazo de Shawn y apoyaba la cabeza en su pecho, tal y como hacía con Patrick. Más tarde los encontró tumbados en el suelo. Shawn miraba a la niña mientras esta escribía letras con un grueso lápiz rojo.
—La B se escribe al revés —le estaba diciendo—. Deja que te lo enseñe.
—¡Puedo hacerlo sola!
—Está bien. Entonces déjame mirar cómo lo haces.
Cuando Patrick llegó a casa, Deborah le contó lo que había sucedido desde que hablara con él por teléfono. «Creed» y «Destiny» (cuyos nombres siempre pronunciaba como si estuvieran entrecomillados) habían pasado la tarde en el autobús. Rain había convencido a Shawn para que jugara con ella a serpientes y escaleras. El niño parecía tener una paciencia infinita. Entre tanto, Deborah no sabía qué hacer. Se acercaba la hora de la cena, y ni Creed ni Destiny habían dado señales de vida. Había estado tentada de cocinarle algo a Shawn, pero ¿qué podía hacer que no llevara carne, lácteos o huevos?
—¿Qué crees que están tramando? —preguntó Patrick.
—Estoy segura de que lo descubriremos. Quizá se han hartado de vivir en la carretera y tienen ganas de instalarse con nosotros.
Rain entró en la cocina seguida de cerca por Shawn.
—Tenemos hambre.
—Pues habrá que solucionarlo —dijo Deborah—. Shawn, este es Patrick. ¿Te acuerdas de él?
Patrick se acercó y le dio la mano a Shawn.
—Hola, Shawn. ¡Cuánto tiempo! Me alegra verte de nuevo. Me han dicho que ahora prefieres que te llamen Sky Dancer.
—A veces.
—Nos encantaría que cenaras con nosotros, pero Deborah no sabe qué os puede preparar.
—Podría hacer pasta con aceite de oliva. O con salsa de tomate —respondió Shawn—. Y ensalada. Como mucha verdura y mucha fruta.
—Bueno, seguro que podremos improvisar algo. Gracias por las sugerencias.
Deborah cocinó también para Creed y Destiny. Sabía que estaba siendo excesivamente hospitalaria, pero no podía evitarlo. La gente tenía que comer. No estaban en un país del Tercer Mundo en el que lo normal era pasar hambre. Le pidió a Shawn que les dijera a sus padres que había comida en la mesa, si es que les apetecía comer. Creed y Destiny aparecieron en el comedor con aspecto de haberse duchado. Nadie mencionó nada sobre el encontronazo anterior. Los seis se sentaron a la mesa y mantuvieron una conversación superficial, para alivio de Deborah. A excepción de unas cuantas opiniones dogmáticas, Creed y Destiny sabían poco sobre el mundo y parecía interesarles menos aún.
Deborah se fijó en que Greg estudiaba disimuladamente a su hija, y en una ocasión vio cómo le sonreía con timidez. Shelly se comportó con frialdad durante toda la comida. No mostraba ningún interés en Rain, y le lanzó a Greg una mirada de advertencia cuando lo pilló haciendo payasadas con la niña. Después de eso, Greg evitó cualquier muestra de afecto. Por suerte, Rain estaba tan entusiasmada con Shawn que no les prestó atención a ninguno de los dos.
Después de la cena, cuando Rain ya estaba en la cama y Shawn en el autobús, Creed y Destiny no se anduvieron con rodeos. Una vez revelados sus planes, no fue difícil entender por qué habían sido tan pacientes hasta entonces. Creed explicó el proyecto que tenían en mente.
—Hemos ahorrado mil dólares para pagar la entrada de una granja. Llevábamos pensándolo mucho tiempo antes de que nos hablaran de ese sitio. El problema es que necesitamos pagar el resto antes de fin de mes.
—Una granja. Bueno, supongo que es una forma de ganarse la vida. No sabía que os interesara la agricultura. ¿Sabéis mucho del tema?
—Aún no, pero puedo aprender. De eso se trata, ¿sabes? De trabajar la tierra.
—¿Y dónde está?
—En la costa, algo más arriba. Cerca de Salinas —respondió Greg.
Deborah se preguntó si habría algo de verdad en lo que su hijo acababa de decir.
—De hecho, vamos a montar una comuna —explicó Shelly—. Todos los que se nos unan entregarán el dinero que tengan, y nos dividiremos las tareas. Lo compartiremos todo, incluso el cuidado de los niños.
Patrick asintió con la cabeza.
—¿Cuántas hectáreas pensáis comprar?
—¿Quizás cincuenta? —contestó Greg.
—¿Os importa si le echo una ojeada al contrato? —Patrick parecía tomarse en serio lo que le decían, pero Deborah sabía que era su manera de poner en evidencia lo mal preparados y lo poco informados que estaban.
—No hay contrato. Es una especie de pacto entre caballeros. Lo sellamos con un apretón de manos. Conocemos al dueño, y nos da todo su apoyo.
—Estupendo, suena muy bien. ¿Qué pensáis cultivar?
—Verduras, principalmente. Plantaremos la cantidad suficiente para alimentarnos, y las que sobren las almacenaremos. También pensamos hacer conservas y vender o intercambiar todo lo que no consumamos. Podríamos plantar trigo, maíz o algo por el estilo si queremos tener beneficios. Es decir, no es que queramos tener beneficios en sí, pero queremos ser autosuficientes. Hemos visitado un par de comunas en Big Sur y la gente parecía interesada. Incluso han dicho que nos ayudarían.
—Bueno —dijo Patrick—. Es una idea fenomenal. Tenéis mi aprobación, si eso es lo que me estáis pidiendo. Ojalá pudiera ofreceros algún consejo, pero la agricultura no es mi fuerte.
Greg se retorcía las puntas de su barba rala, lo que le daba aspecto de malo de película.
—Estábamos pensando en el dinero que el abuelo me dejó. ¿No habíais mencionado el tema alguna vez?
—Claro. Cuarenta mil dólares, pero está todo en fideicomiso. No podrás disponer del dinero hasta que cumplas los treinta. Creí que había quedado claro.
Greg frunció el ceño, desconcertado al oír lo que le decía su padre.
—¿Por qué? Aún faltan cinco años.
Deborah tuvo la impresión de que se acercaban al meollo del asunto. Greg parecía dispuesto a defender su punto de vista si conseguía darles la vuelta a los argumentos de Patrick.
—Esas son las condiciones del testamento —explicó Patrick pacientemente—. Como recordarás, el abuelo te dio diez mil dólares cuando cumpliste los dieciocho.
—¿Y eran parte de los cuarenta mil?
—No, no. Le intrigaba saber qué harías con el dinero. Si te sirve de consuelo, a mí me hizo lo mismo y yo me los gasté tan deprisa como tú.
—Entonces, ¿era una especie de prueba o algo así?
—Exacto. A tu abuelo le gustaba fastidiar. Era su método de enseñar a la gente a administrar el dinero.
—Eso no es lo que me dijo a mí. Me dijo que el dinero era mío, y que podía hacer lo que quisiera con él.
—No te quiso influir. Tanto si cometías un error como si resultabas ser un genio de las finanzas, quería que fuera decisión tuya. ¿Recuerdas lo que hiciste con el dinero?
—Con parte del dinero sí. Fui a Oregón a ver a mi amigo Rick, y acabé prestándole unos doscientos o trescientos dólares porque se le estropeó la transmisión del camión.
—¿Te los devolvió?
—Aún no, pero dijo que lo haría. Y confío en él, ¿sabes? Es un buen tipo.
—También te compraste una Harley, si no recuerdo mal.
—Bueno, sí, una Harley de segunda mano. Y pagué la deuda de algunas tarjetas de crédito.
—Buena decisión. Recuerdo que las empresas de las tarjetas no te dejaban en paz en aquella época.
—No sé qué mosca les había picado. Si pensaban ser tan cabrones, ¿por qué me ofrecieron una tarjeta?
—Creed, ¿no te das cuenta? Tu padre es un cerdo. No tiene la más mínima intención de darte los cuarenta mil dólares. ¿Es que no lo captas?
—No le estoy pidiendo que me los dé. Sería una especie de adelanto.
—Sí, bueno, pues tampoco te va a dar ningún adelanto. Joder, ¡qué corto eres a veces! Nos está tomando el pelo. Se está partiendo el culo a costa tuya. Cree que no tienes ni idea de asuntos de dinero. No te dará ni un centavo.
—No ha dicho nada de eso. De todos modos, se trata de algo entre él y yo, ¿vale?
Destiny se levantó, ignorando a Patrick y a Deborah.
—Eres patético, ¿lo sabías?
La muchacha se fue dando un portazo.
—Menudo encanto de mujer te has buscado —dijo Patrick.
—Nos vendría muy bien algo de ayuda —dijo Greg, sin mirar a su padre.
—No lo dudo, pero tendrás que pensar en algo mejor que este asunto de la granja, Greg. Estoy dispuesto a escuchar, pero me conoces lo suficientemente bien como para saber que no me vas a convencer. Ni siquiera tenéis un plan de negocios.
—¿Cómo? ¿Se supone que debo hacer una solicitud para que mi propio padre me eche una mano?
—¿Tienes idea de lo que cuesta la maquinaria agrícola? —preguntó Patrick—. Si quieres cultivar la tierra, deberías saber de cuánta agua dispones, y cuáles son las condiciones del terreno…
—¿Quieres dejar de dar la paliza? Sólo os estoy pidiendo lo que me pertenece. El abuelo me dejó cuarenta de los grandes y tú lo sabes perfectamente, ¿a qué viene todo esto? No va a salir de tu bolsillo.
—Recibirás el dinero cuando cumplas treinta años, y entonces te lo puedes fundir como te dé la gana.
—Sigues con lo mismo, ¿no? Todo son normas, reglamentos y mierdas por el estilo que no le preocupan a nadie.
—Puedes decir lo que quieras, hijo. El dinero está en fideicomiso. Yo no puedo hacer nada.
Greg se levantó.
—Ahórrate el rollo. Siento haber sacado el tema.
Patrick se marchó el jueves por la mañana después de desayunar y le dijo a Deborah que volvería el viernes por la tarde. Greg asomó la cabeza después de que se fuera su padre y preguntó:
—¿Te importa si cogemos el Buick? Vamos a dar una vuelta para que Destiny pueda ver la ciudad, y luego puede que subamos a toda pastilla por la costa hasta Calida. Destiny no ha estado nunca allí, pero le he hablado de lo genial que es.
Deborah no dejó escapar la oportunidad de perderlos de vista, aunque fuera por un rato.
—Está bien. Acabo de llenar el depósito. Las llaves están en el gancho, junto a la puerta trasera —indicó—. ¿Y qué hay de Sky Dancer?
—Como no quiere venir con nosotros, pensábamos dejarlo aquí.
—¿Te importaría que viniera con Rain y conmigo? Rain tiene clase de natación esta mañana.
—No le hace falta una canguro, ya se las apaña él solo.
—Pensé que le podría gustar salir de casa.
—Vale, lo que sea. Dudo que quiera ir, pero ¿por qué no? Si volvemos tarde, no te preocupes. No le gusta que lo mimen. Se sabe cuidar.
—¿A qué hora se va a la cama?
—Es una lechuza. No se está nunca quieto, y no suele dormirse antes de la una.
—Entiendo —dijo Deborah, y entonces vaciló—. No te vas a morir por pasar algo más de tiempo con tu hija. Es una niña adorable. Me recuerda a ti en muchas cosas.
—Sí, bueno. A Shelly no le gusta que saquemos el tema.
Deborah reprimió lo que pensaba responder. Estaba más que harta de que a su hijo le preocupara tanto la opinión de Shelly.
—Muy bien. Pensé que valía la pena mencionártelo.
Deborah esperó hasta ver cómo se iban Greg y Shelly en el coche, y entonces se dirigió al autobús. Era un día nublado y en el interior del vehículo apenas había luz. Llamó a la puerta plegable delantera y Shawn la abrió. Llevaba una camiseta y shorts vaqueros raídos. Había estado tumbado en su futón, con la cabeza apoyada sobre una almohada enrollada. Alrededor de su cama había montones de ropa sucia.
—¿Te gustaría venir a la casa? Tendrías más luz.
—¿Ha dicho mamá si puedo ir?
—Greg dice que sí.
—Quieres decir Creed.
—Es verdad, Creed. Siempre me olvido. Podrías coger una chaqueta antes de salir.
Shawn pasó como pudo entre la ropa desparramada, levantando varias prendas en busca de su chaqueta mientras se dirigía a la parte trasera del autobús. Deborah sacó la funda de la almohada y la llenó a reventar de ropa sucia. Shawn volvió a aparecer y se puso una sudadera de Greg que le llegaba hasta las rodillas.
—He pensado que podríamos darle un lavado rápido a todo esto —dijo Deborah señalando la funda de almohada llena de ropa sucia—. Te puedo enseñar a usar la lavadora y la secadora.
—Mi mamá me enseñó una vez en la lavandería.
—Puede que la nuestra sea distinta. No pasará nada si vienes a echarle un vistazo.
Shawn se puso las zapatillas de deporte y la siguió.
Deborah metió la ropa de Shawn en la lavadora y le enseñó cómo ponerla en marcha. Cuando empezó a funcionar, le dijo:
—Esta mañana voy a llevar a Rain a su clase de natación en el club. ¿Te gustaría venir con nosotras? Tú y yo podemos chapotear en la piscina.
—No tengo bañador.
—Podemos parar un momento en una tienda y comprarte uno. Probablemente necesites también otro cepillo de dientes. ¿Sabes nadar?
—No muy bien.
—Bueno, podemos practicar.
Mientras Rain recibía su clase junto a otros seis niños en un extremo de la piscina, Deborah y Shawn se sentaron en el borde con las piernas colgando en el agua. En bañador, Shawn parecía tener menos de diez años; en realidad aparentaba unos siete, con esos hombros tan huesudos y esas clavículas tan marcadas. Le tenía miedo al agua, aunque fingía desinterés. Cuando Rain se les unió al cabo de media hora, lo persuadieron para que se metiera con ellas en la parte poco profunda. Deborah fue echando al agua el juego de flotadores con pesos de Rain, uno a uno. Rain levantaba el trasero como si fuera un pato y nadaba hasta el fondo para recogerlos. Shawn no quería mojarse la cara, pero Rain parecía divertirse tanto que, al cabo de una hora, el niño accedió a sumergirse brevemente tapándose la nariz. Rain y Shawn se miraban bajo el agua y echaban el aire por la boca antes de subir de nuevo a la superficie.
Tras ducharse y vestirse de nuevo, Deborah los metió en la ranchera.
—Los días en que Rain tiene natación solemos comer tarde en un McDonald’s y luego nos saltamos la cena, a menos que decidamos comer palomitas —dijo Deborah.
—Pero es una hamburguesería —repuso Shawn.
—Sí, aunque también tienen otras cosas. Puedo pedirte un panecillo con lechuga y tomate, no habrá ningún problema.
Cuando llegaron al McDonald’s, Deborah les dijo a Rain y a Shawn que buscaran sitio mientras ella encargaba la comida. Volvió a la mesa con el número del pedido y los envió a buscar servilletas de papel, sal y sobres de mostaza y de ketchup. Cuando cantaron su número, Deborah volvió al mostrador y le dieron la comida en una bandeja de plástico. Había pedido un vaso de agua con hielo para Shawn y un batido grande de chocolate que se partiría con Rain. Les dio un bocadillo envuelto en papel a cada uno y puso una ración grande de patatas fritas en medio de la mesa, para compartirlas entre todos.
Shawn abrió su bocadillo. Además de lechuga y tomate había una hamburguesa con queso fundido. Se puso las manos en el regazo y miró a Deborah.
—¿Has visto la lechuga y el tomate? —preguntó ella.
—Sí.
—¿Quieres algún condimento? ¿Te permiten comer mostaza y ketchup, no?
—Claro.
Rain masticaba la hamburguesa y mojaba las patatas en un montoncito de ketchup antes de metérselas en la boca. Deborah empezó a comerse su hamburguesa con queso, y al cabo de un momento Shawn cogió la suya y la mordió con aire vacilante. Nadie dijo ni una palabra, y Deborah centró su atención en otra parte. Cuando volvió a mirarlo, Shawn había devorado su almuerzo.
—¡Qué rápido! ¿Quieres otra?
El niño asintió con la cabeza.
Le pidió otra hamburguesa con queso, y cuando se la dieron, la llevó hasta la mesa. Luego le pasó otra pajita a Shawn y le dijo que ellas no iban a poder acabarse el batido de chocolate solas, por lo que necesitaban su ayuda.
Cuando llegaron a casa, Deborah metió la ropa de Shawn en la secadora. Más tarde los dos doblaron la ropa limpia y la apilaron con cuidado. Luego Shawn y Rain leyeron cuentos y la niña siguió practicando su escritura. Para cenar comieron un cuenco enorme de palomitas, ya que —como señaló Deborah— el maíz es un vegetal. Se aseguró de que no se acercaran al televisor y los entretuvo con varios juegos de mesa hasta las ocho, hora de acostar a Rain. Deborah le preguntó a Shawn si quería dormir en el sofá. Ella estaría tejiendo su labor en la habitación contigua.
La sugerencia puso nervioso al niño.
—Mejor que no. Mamá y Creed podrían volver y preguntarse dónde estoy.
—Podemos dejarles una nota —propuso Deborah—. Así no te despertarán cuando vuelvan. Ahora que Patrick no está, me gusta tener compañía. No sé si a ti también te pasa, pero a veces me entra miedo si estoy sola.
—Vale.
Shawn escribió dos notas y se fue a lavar los dientes mientras Deborah pegaba una con celo a la ventanilla trasera del autobús y deslizaba la segunda bajo la puerta plegable delantera. Luego acostó al niño en el sofá, lo tapó con un voluminoso edredón y le dio una almohada que le dijo que podía quedarse. A continuación se sentó en la sala de estar y se puso a tejer, dejando la puerta abierta entre las dos habitaciones para que entrara un poco de luz.
A las nueve, Shawn la llamó.
—¿Deborah?
—Estoy aquí.
—¿Crees que mi mamá se enfadará por lo que he comido?
—No sé por qué tendría que enfadarse. Has comido un panecillo con lechuga y tomate, y has bebido un vaso de agua con hielo. No mencionaremos nada más, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Al cabo de unos minutos volvió a llamarla.
—¿Deborah?
—¿Sí?
—¿Sabes qué?
—¿Qué, Shawn?
—Este ha sido el mejor día de mi vida.
—Y también de la mía, cariño —respondió ella. Se le llenaron los ojos de lágrimas, y la labor de punto que reposaba sobre su regazo se volvió borrosa. Tuvo que llevarse un dedo a los labios para guardar silencio mientras trataba de reprimir el llanto.