20

El paseo de seis kilómetros y medio con Deborah me había hecho entrar en calor, pero cuando dejé de moverme y mi temperatura corporal descendió, sentí que el frío me calaba los huesos. Volví al coche y me puse los calcetines y las zapatillas de deporte. Aún tenía los pies mojados y tan llenos de arena que el algodón me raspaba la piel como una escofina. Ya que estaba en la calle, hice una breve parada en la papelería y me aprovisioné de fichas blancas.

A las cinco abrí la puerta de mi estudio y entré. Mi primer cometido consistió en quitarme la ropa mojada y darme una ducha caliente, después me puse el chándal y bajé al salón. Para cenar me hice un sándwich de mantequilla de cacahuete con pepinillos. Últimamente había estado esforzándome por mejorar mi dieta, lo que significaba reducir la cantidad de patatas fritas y hamburguesas de cuarto de libra con queso que constituían mi menú habitual. Un sándwich de mantequilla de cacahuete con pepinillos nunca alcanzará el pináculo de la pirámide alimenticia, pero menos da una piedra.

Puse el plato y la servilleta sobre la mesa que está junto al sofá, abrí una botella de Chardonnay y me serví una copa. Después volví al salón, un recorrido de ida y vuelta de unos seis metros. Encontré un bolígrafo y me acurruqué en el sofá con las piernas tapadas por un edredón. Abrí el primer paquete de fichas y empecé a tomar notas.

Tenía mucho terreno por cubrir. Fui apuntando en las fichas todo lo que sabía; un asunto por ficha, lo cual reducía los hechos al máximo. Condensar y recopilar forma parte de nuestra naturaleza: solemos agrupar los elementos relacionados para almacenarlos fácilmente en el fondo del cerebro. Al no ser capaces de captar todos los detalles, sacrificamos lo superfluo eliminando las partes que no nos gustan y conservando aquellas que coinciden con nuestra idea de lo que está sucediendo. Pese a su eficacia, este método nos hace vulnerables a los puntos ciegos. En situaciones de estrés, la memoria se vuelve aún menos fiable. Con el tiempo clasificamos y descartamos lo que nos parece irrelevante para hacer sitio a los datos adicionales que van llegando. Al final, es un milagro que recordemos algo. Lo que conseguimos preservar siempre se presta a malas interpretaciones. Podría parecer que un suceso se deriva del suceso que lo antecede, cuando a veces el orden es pura coincidencia. Dos acontecimientos pueden estar relacionados aunque estén muy separados en el tiempo y en el espacio.

Mi estrategia de anotar los hechos en fichas me permitía ordenarlos y reordenarlos para buscar la estructura general de cada caso. Estaba convencida de que dicha estructura acabaría apareciendo, pero me recordé a mí misma que sólo porque deseara que una historia fuese cierta no significaba que lo fuese. Como solía decir mi tía Gin: «Es como lo que el reparador de máquinas de coser Singer le dijo al ama de casa, Kinsey. “Con desear que funcione no basta”». Dada mi experiencia, este otro dicho de mi tía era más pertinente: «Pon deseos en una mano y mierda en la otra y verás cuál se llena antes». A veces una chapa de perro no es más que una chapa de perro, y dos tipos que cavan un hoyo están buscando gusanos como parte de los preparativos para un día de pesca. El jueves lo dediqué casi por entero a otros asuntos. Pese a mi fascinación por Mary Claire Fitzhugh, tenía otras responsabilidades laborales. Me habían pedido que rastreara los registros públicos en busca de activos ocultos en un caso de divorcio muy desagradable. Se sospechaba que el marido estaba haciendo chanchullos con ciertos bienes inmuebles que afirmaba que nunca le habían pertenecido. También tenía que encontrar al testigo de un atropello tras el cual el conductor se había dado a la fuga. Eso me exigía llamar a muchas puertas, así que no estuve en el despacho en casi todo el día. Volví un momento a las cuatro y durante los cuarenta y cinco minutos siguientes me dediqué a redactar informes en borrador con los datos procedentes de mis notas de campo. Estaba tan absorta en mi trabajo que no me había fijado en la luz que parpadeaba en el contestador.

Pulsé la tecla de play.

—Hola, Kinsey —dijo Tasha—. He venido a Santa Teresa para encontrarme con un cliente y me preguntaba si estarías libre esta tarde. Tengo algo que creo que te interesará. Ahora son las doce del mediodía aproximadamente, así que espero que me digas algo. Me quedaré en el hotel Beachcomber de Cabana hasta mañana por la mañana. —Tasha recitó el número del hotel, que no apunté.

Volví a mecanografiar mis notas, pero había perdido el hilo. Pulse play, escuché de nuevo el mensaje y esta vez apunté el número. Tasha debía de conocerme mejor de lo que pensaba, porque no hay nada más irresistible que las referencias veladas a un tema que nos interesa. No se me ocurrió a qué podía referirse, pero estaba dispuesta a concederle el beneficio de la duda.

Marqué el número y la centralita del hotel me pasó con su habitación. Tasha había salido, pero una voz automática femenina muy agradable me comunicó que la persona a la que llamaba no estaba disponible en aquellos momentos. Me invitó a dejar un mensaje al oír la señal, y eso es exactamente lo que hice: «Hola, Tasha, soy Kinsey. Acabo de oír tu mensaje y esperaba encontrarte. Voy camino de casa, pero, si te parece, podríamos encontrarnos para tomar algo. ¿Por qué no te reúnes conmigo en el restaurante Rosie’s de Albanil, donde nos encontramos la otra vez? El recepcionista puede indicarte el camino si has olvidado dónde está. Sigue pareciendo un antro, espero que no te importe. A mí me va bien a las cinco y media, si es que a ti también te va bien. Espero verte pronto».

Salí del despacho a las cinco y al llegar a casa a las cinco y diez empecé a desvestirme mientras subía a toda prisa por las escaleras. Para ser alguien a quien sus semejantes le resultan indiferentes, es sorprendente lo mucho que me esfuerzo en que me vean arreglada. Dado que sólo veo a una tía o a una prima en cada encuentro, no quiero que después vayan al resto de la familia con chismes de que llevo las botas rozadas, o de que voy muy despeinada, como suele ocurrir. Así que me duché, me lavé el pelo e incluso me afeité las piernas y las axilas, por si me desmayaba y unas u otras quedaban a la vista. ¿Cómo iba a saber lo que podía pasar?

Me planté frente al armario envuelta en una toalla y contemplé mi ropa durante todo un minuto, lo que era mucho tiempo si tenemos en cuenta que en otros diez esperaban que me presentara vestida. Rechacé el vestido multiusos. Aunque es muy cómodo, empieza a verse un poco sobado, lo que no quiere decir que no vaya a seguir poniéndomelo durante años. Contemplé la posibilidad de llevar la americana de tweed, pero, si no recordaba mal, me puse esa misma americana la última vez que vi a Tasha. No quería que creyera que sólo tenía una chaqueta, aunque no iría muy desencaminada. Pensé en Diana Sutton Álvarez. Por mal que me cayera, hay que reconocer que tenía clase vistiendo. ¿Qué me había llamado la atención de ella? Las medias negras, pensé, y rápidamente rebusqué en el cajón de los calcetines hasta que encontré un par. Me puse unas bragas limpias, me calcé las medias negras y añadí una falda. Era de lana y de un color oscuro, por lo que supuse que no podía equivocarme. Encontré mis mocasines con borlas y después busqué, no sin dificultad, una blusa o una camiseta. Decidí ponerme una blusa blanca y descubrí que le faltaba un botón. Me metí el faldón de la blusa bajo la cintura de la falda y luego me puse encima un jersey de escote redondo de color verde botella. El «conjunto» (lo que significa: «montón de prendas que se llevan a la vez») no estaba nada mal, pero le faltaba otro toque. Busqué por el dormitorio. Ajá. Había estado usando una bufanda de lana tejida a mano para impedir que entrara corriente por la rendija de la puerta del baño. Cogí la bufanda, le quité algunos hilachos y me la anudé al cuello. Contemplé mi reflejo en el espejo de cuerpo entero. Como suele decirse, daba gusto verme.

Cogí la chaqueta, el bolso y las llaves y salí de casa.

A las cinco y veintisiete minutos ya estaba cómodamente instalada en mi rincón favorito de Rosie’s, con la vista clavada en la puerta pese a fingir indiferencia. Nada más verme, Rosie supo que me pasaba algo. Yo no estaba segura de si era mi pelo, aún alisado y húmedo, o el colorete y la máscara de pestañas que me había puesto con tanto esmero. Rosie me dio tal repaso que no sabía dónde meterme de la vergüenza.

Mientras me pasaba la carta levantó las cejas pintadas a lápiz.

—¿Tienes una cita?

—Voy a encontrarme con mi prima Tasha —respondí con tono remilgado.

—¿Una prima? Vaya, pues qué bien. ¿Es esa a la que no soportas?

—Rosie, si le dices algo así, te parto la boca.

—¡Ayyy! Me encanta cuando te pones dura.

Levanté la vista a tiempo de ver entrar a Tasha. Hizo una pausa en la puerta para inspeccionar la sala. La saludé con la mano y me devolvió el saludo. Tardó un momento en quitarse el abrigo y colgarlo en uno de los ganchos que había cerca de la entrada. Se dejó puesta la larga bufanda que llevaba bajo el abrigo y se la colocó bien sobre el jersey y la falda. Tasha calzaba zapatos de tacón y yo iba con zapato plano. Aparte de eso, las similitudes de nuestros atuendos eran inquietantes, como lo era también nuestro parecido físico.

Me levanté cuando llegó a la mesa y nos besamos en plan falso, como un par de periquitos que estuvieran a punto de matarse a picotazos.

Rosie parecía petrificada, la misma reacción que había tenido en las otras ocasiones en que me había visto con Tasha. Primero me miró a mí y después a mi prima.

Me volví hacia ella.

—Rosie, esta es mi prima Tasha. Creo que ya os conocéis.

—Una prima…, y yo que creía que eras huérfana.

—No del todo. Mis padres murieron, pero mi madre tenía cuatro hermanas, así que todavía tengo tías y primos en Lompoc.

—Y una abuela —añadió Tasha.

—¿Tienes una abuela? —preguntó Rosie, fingiendo sorpresa—. ¿Por qué no viene a visitarte?

—Eso mismo le he preguntado yo —dijo Tasha, no queriendo desaprovechar la oportunidad de tocarme las narices. Me negué a contestar. Si ofrecía resistencia, las dos se confabularían y me atacarían como chow-chows.

Rosie se dirigió a Tasha.

—Le voy a traer un buen vino, no como el que bebe su prima.

—Estupendo, se lo agradezco. ¿El chef es húngaro?

Rosie casi ronronea de placer al oír la palabra «chef», que tomó como un cumplido.

—¿Conoce el plato húngaro a base de carpa con crema agria? Es la especialidad del día. Le gustará. —Rosie se volvió hacia mí—. A ti también te lo serviré en honor a tu prima. Menuda suerte tener parientes tan cercanos. Mi hermana Clotilde está muerta.

—Lo siento mucho —dijo Tasha.

—No es para tanto. Fue gruñona hasta el final. Voy a buscar el vino. Siéntese y se lo traigo enseguida.

—Parece que has hecho una conquista —comenté mientras Rosie se iba. Volví a sentarme en mi asiento y Tasha se deslizó al otro lado de la mesa.

—Es adorable —dijo Tasha.

—Por decirlo de alguna manera.

—Habla bien el inglés. ¿Cuánto tiempo lleva en este país?

—Sesenta años, más o menos.

Nos pusimos a charlar de tonterías hasta que volvió Rosie con una botella de vino polvorienta que incluso tenía un tapón de corcho. A mí me suele traer una jarra con tapón de rosca, y un vino tan parecido al vinagre que podría usarse para limpiar ventanas. El vino que le sirvió a Tasha era como un elixir delicioso: suave, sutil, con fragancia a manzanas, peras y miel.

Dejamos que Rosie escogiera por nosotras, cosa que habría hecho de todos modos. Era mejor darle permiso para mangonear y así poder retener un mínimo control. En caso contrario, Rosie se convertía en una dominatriz alimentaria. La carpa con crema agria resultó estar buenísima. Quizá tendría que venir aquí a cenar con Tasha más a menudo.

Como suele suceder cada vez que nos encontramos, no pude evitar estudiarla en secreto. No tiene el mismo aspecto que yo, sino el aspecto que creo ofrecer en mis mejores días. Tenemos los mismos dientes cuadrados y la misma nariz, aunque la mía ha sufrido algunas humillaciones mientras que la suya conserva su estado original. Yo tengo los ojos de color avellana y los suyos son castaños, pero la forma es la misma. Me fijé en que se depilaba las cejas, y le envidié tanto la habilidad como el valor. A veces lo intento, por lo general cerrando los ojos con la esperanza de que no me dolerá. Inevitablemente acabo arrancándome el pelo equivocado, lo que da a mis cejas un aspecto disparejo e incompleto. Entonces tengo que usar perfilador de cejas para rellenar los huecos, lo que me proporciona la expresión fiera de un kabuki.

Cuando acabamos de cenar y Rosie se hubo llevado los platos, Tasha alcanzó su bolso y sacó un abultado sobre marrón. Supuse que me lo pasaría, pero se lo acercó al pecho.

—He estado clasificando y catalogando los documentos del abuelo Kinsey para el grupo de conservación histórica que recaudó el dinero para trasladar la casa. La abuela me pidió que me encargara yo, porque los archivos del abuelo son voluminosos y están muy desordenados. Ella nunca ha tenido la paciencia de revisarlos. Quiere que elabore un relato cronológico de la casa: fecha de construcción, arquitecto, planos y cosas así. El abuelo Kinsey lo guardaba todo, y cuando digo todo es todo, así que investigando un poco he podido encontrar resúmenes de sus reuniones con el constructor, varias propuestas de construcción, facturas y recibos que documentaban el proyecto de principio a fin. Entre tanto papel descubrí algunas cartas que en justicia le pertenecen a la abuela. No le he dicho que las he encontrado, porque es imposible prever lo que hará con ellas. Destruirlas, probablemente. Pensé que deberías verlas primero.

—Bueno, me tienes intrigada.

—Eso espero —dijo.

Alargué el brazo y agarré el sobre. Mientras Tasha me miraba, abrí el cierre y miré en el interior del paquete. Había tres o cuatro folios con membrete y una serie de cartas sujetas con dos gomas gruesas y al parecer viejas, porque las dos se rompieron cuando intenté quitarlas. Revisé rápidamente los sobres, algunos dirigidos a mí y otros a Virginia Kinsey, mi tía Gin. Los matasellos abarcaban dos años a partir de junio de 1955, el mes en que murieron mis padres. Uno de los sobres estaba abierto, pero el resto seguía cerrado. En el anverso de cada sobre ponía: «DESTINATARIO DESCONOCIDO. DEVOLVER AL REMITENTE», escrito con la letra mayúscula inequívoca de la tía Gin, o mensajes igual de contundentes transmitidos mediante sellos de goma de Correos, en forma de dedo estampado en tinta morada que señalaba acusadoramente al remite. Parecía que alguien hubiera cometido un delito federal dada la virulencia de estas respuestas.

Ya sabía de la existencia de estas cartas. En una de mis últimas conversaciones con Tasha habíamos hablado de ellas. Su madre, mi tía Susanna, explicó que, el mismo día en que murieron, mis padres viajaban hacia Lompoc con la esperanza de reconciliarse con mis abuelos. Susanna me contó que, después de la muerte de mis padres, la abuela intentó establecer contacto conmigo durante años, hasta que al final se dio por vencida. Supuse que no eran más que trolas, un intento por parte de la tía Susanna de suavizar la historia de mi abandono. Como no había hablado nunca con mi abuela, mi animadversión hacia ella se debía a que hubiera permitido que me pudriera, privada de consuelo y apoyo familiar, durante los veintinueve años que siguieron a la muerte de mis padres. Los cuidados de la tía Gin, si bien adecuados, estuvieron curiosamente desprovistos de ternura y afecto. Puede que su carácter distante se hubiera forjado a la falda de su madre, pero cualquiera que fuera su origen, yo tuve que sufrirlo. Me enseñó muchas lecciones valiosas sobre la vida, la mayoría de las cuales aún me resultan útiles, pero apenas me ofreció cariño y consuelo. Aquellas cartas eran la prueba de que la tía Gin había rechazado el intento de acercamiento de Grand.

No supe qué decir. Podría haber esbozado una débil protesta, pero ¿de qué habría servido? Mis suposiciones estaban equivocadas. Grand no era culpable de negligencia. La tía Gin había rechazado sus cartas y cortado así la comunicación. Me aclaré la garganta.

—Te lo agradezco.

—Anda, ábrelas si quieres.

—Preferiría estar sola si no te importa. A menos que las cartas resulten ser demasiado personales, o demasiado dolorosas, con mucho gusto haré copias y te las devolveré.

—Tómate todo el tiempo que quieras.

—¿Le dirás a Grand que las has encontrado?

—Aún no lo sé. Si devuelves las cartas, no tendré más remedio que decírselo. Cuando vea que los sobres están abiertos, Grand sabrá que se ha desvelado el secreto, sea cual sea.

—¿Y si no las devuelvo?

—Digámoslo así: nunca va a preguntar por ellas. Puede que ni siquiera sepa que estaban en los archivos. De hecho, hay otra cosa que podría ser más importante.

Me la quedé mirando incapaz de adivinar cómo iba a superar la baza que había puesto sobre la mesa hacía un momento.

Me quitó el sobre de la mano y sacó unas cuantas cartas con membrete. A continuación me entregó las páginas, que leí rápidamente. Eran facturas enviadas a Grand por un investigador privado llamado Hale Brandenberg, con despacho en Lompoc. La información parecía incompleta —Brandenberg no había incluido ningún informe—, pero un rápido vistazo a sus honorarios me indicó que había trabajado para ella durante más de un año. Le había pasado una factura por más de cuatro mil dólares, lo que no era una cantidad trivial dados sus honorarios, bajos en comparación a los actuales.

—El abuelo Kinsey aún vivía cuando pasó todo esto, así que o bien Grand lo obligó a pagar o ella pagó sin su autorización. Sea como fuere, la investigación se llevó a cabo.

—No veo ninguna referencia al trabajo para el que fue contratado.

—Es posible que las facturas acabaran separadas de los informes, o quizás alguien rompió esos informes. Grand no soporta perder y tampoco soporta que la frustren, así que a nosotros no nos contó nada de esto. Aunque creí a mamá cuando me dijo que Grand intentó ponerse en contacto contigo, me sorprendió ver las pruebas. Me cuesta creer que llegara a contratar a un investigador, pero así fue. Supongo que cuando le devolvieron todas las cartas, el paso siguiente fue contratar a Hale Brandenberg.

—Bien… —empecé a decir.

Creí que Tasha estaba a punto de cogerme la mano, pero no se movió. Me lanzó una mirada compasiva que preferí ignorar.

—Oye, ya sé que esto es muy difícil para ti —dijo—. Después de leer las cartas puede que sigas teniendo la misma sensación de rechazo, pero al menos sabrás más de lo que sabes ahora. Si eres como yo, preferirás enfrentarte a hechos reales que a especulaciones y a fantasías.

—Eso es lo que pretendo —respondí sonriendo con dificultad.

—Te dejo para que puedas leerlas.

Tasha se volvió y se puso a buscar el monedero en el bolso que había dejado sobre la silla que tenía a su lado.

—Corre de mi cuenta —dije.

—¿Estás segura? —preguntó con tono vacilante.

—Desde luego. Me has traído un regalo.

—Esperemos que lo sea.

—Si no, me debes una cena.