19
Miércoles por la tarde, 13 de abril de 1988
Deborah Unruh accedió a encontrarse conmigo en la playa, delante del hotel Edgewater. El lugar que sugirió estaba frente a la entrada del hotel, al pie de las escaleras de cemento que bajaban desde la calzada lateral. Era un punto por el que pasaba durante su paseo diario, un circuito que se extendía desde su piso de Montebello hasta el embarcadero situado en el centro de la ciudad. Avis Jent la había llamado en mi nombre y, después de la charla preliminar, le había resumido mi misión tan sucintamente como hubiera hecho yo de hallarme en su lugar. No me pareció que persuadir a Deborah fuera demasiado difícil.
Llegué quince minutos antes de la hora prevista y aparqué en la calle estrecha que discurría detrás del hotel Edgewater. Metí el bolso en el maletero del coche y tomé un atajo a través del patio del hotel. Crucé la calzada lateral y bajé brincando por las escaleras. La densa bruma marina desdibujaba las islas costeras, situadas a cuarenta kilómetros de la orilla. El aire de abril, que a primera hora era suave, estaba empezando a cambiar. Vientos imprevisibles rizaban las olas, levantando cabrillas en el mar agitado. Eran casi las tres, y yo ya empezaba a sufrir de sobrecarga sensorial. Necesitaba tiempo para respirar y esperaba que el vigorizante aire del océano me ayudara a despejarme. Mi habitual carrera matutina nunca me traía tan lejos. Mi circuito empezaba y acababa en el embarcadero, con su complicada historia de buenas intenciones fallidas.
La Santa Teresa costera, pese a sus muchos atractivos, no contaba con un puerto natural. El comercio inicial se vio restringido porque las navieras, temerosas de los agitados mares, no estaban dispuestas a perder sus cargamentos frente a la costa rocosa. En 1872 se construyó finalmente un embarcadero de cuatrocientos cincuenta metros, que permitía a los cargueros y a los barcos de vapor descargar mercancías y pasajeros. Durante los quince años siguientes, terremotos, tormentas invernales y pirómanos asolaron el embarcadero. Pese a ser reconstruido una y otra vez, nunca permitió atracar con seguridad al creciente número de yates y barcos de recreo de los ciudadanos ricos, y de los veraneantes, a veces más ricos aún.
A principios de la década de 1920, un informal estudio de ingeniería (consistente en dejar botes vacíos y sacos de serrín flotando en la playa de Horton Ravine y observar en qué dirección los arrastraba la corriente) reveló que ubicar un puerto artificial al oeste de la ciudad sería una locura, porque las corrientes despojarían a las playas de arena y la depositarían directamente en la dársena propuesta, lo cual impediría tanto el acceso al puerto como la salida de este. Sin embargo, el ayuntamiento lanzó una emisión de bonos de 200 mil dólares para apoyar ese descabellado plan y los votantes aprobaron la medida el 4 de mayo de 1927. Toneladas de piedras fueron transportadas en barcazas desde las islas y descargadas frente a la costa, a fin de construir un rompeolas de trescientos metros. A partir de entonces, tal y como había predicho el estudio, se desplazaron 600 metros cúbicos de arena al día hasta la cara interior de la barrera, formando un banco de arena lo bastante elevado como para obstruir la entrada al puerto. Poco después, los contribuyentes se vieron obligados a comprar una draga por 250 mil dólares y una barcaza por 127 mil, en un constante intento de mantener abierto el puerto, con un gasto anual de 100 mil dólares. La cantidad ha aumentado de forma exponencial desde entonces, sin que se vislumbre una posible solución. Y a esto le llaman progreso.
Hice unos cuantos estiramientos preliminares sin apartar la vista de la playa. Al cabo de diez minutos vi que Deborah Unruh venía hacia mí por la izquierda. La descripción de Avis Jent no le hacía justicia. Deborah era una mujer esbelta que rondaría los setenta. Iba descalza, y el viento había alborotado su cabello plateado hasta formar un halo desigual. Llevaba pantalones de velvetón negro, chaqueta a juego sin abrochar y una camiseta de algodón rojo debajo. Tenía los ojos castaños y un rostro juvenil, pese a las numerosas arrugas poco pronunciadas que no aprecié hasta que la tuve a mi lado.
—¿Kinsey?
—Hola, Deborah. —Alargué el brazo y nos dimos la mano—. Gracias por venir, y perdone que la haya citado con tan poca antelación.
—No se preocupe. Al menos no me ha pedido que me salte mi paseo de la tarde. Suelo ir hasta el embarcadero y luego volver, a menos que le parezca demasiado largo.
—Perfecto. ¿Qué serán, unos seis kilómetros y medio en total?
—Por ahí andará la cosa.
Tardé un minuto en quitarme las zapatillas de deporte y los calcetines, que me embutí en los bolsillos de la chaqueta. Até los cordones juntos y me colgué las zapatillas al cuello, dejando que oscilaran por mi espalda. El persistente golpeteo entre los omóplatos mientras avanzábamos por la blanda arena no puede decirse que me volviera loca, pero era mejor que ir calzada.
Deborah se dirigía hacia la orilla a un paso que me hubiera intimidado de no haber salido yo a correr a diario. En el océano las olas rompían a unos doce metros de la orilla, y cuando llegamos a la arena dura, una avalancha de agua gélida arremetió con fuerza hacia delante y nos cubrió los pies de espuma antes de replegarse. El Pacífico es frío e implacable. A veces es posible ver a algunos osados nadando en sus profundidades, pero aquel día nadie se había atrevido. Dos barcos de vela viraban hacia las islas y una lancha motora se desplazaba a toda velocidad paralela a la costa, manteniendo a un paravelista en el aire sujeto por una cuerda apenas visible contra el pálido azul del cielo. El vuelo en ala delta y el paravelismo ocupan el segundo y el tercer lugar respectivamente en la lista de las mil cosas que nunca pienso hacer en la vida. La primera es permitir que me pongan otra inyección contra el tétanos.
—Por lo que sé, la reapertura del caso se debe a Michael Sutton. ¿Qué relación tiene con él? —preguntó Deborah.
—Yo no lo llamaría una relación —respondí—. Lo conocí hace una semana, cuando me contrató para un trabajo de un día.
Le resumí la situación empezando por la aparición de Michael en mi despacho para hablarme de los dos piratas a los que había visto en el bosque.
—Dijeron que estaban cavando en busca de un tesoro escondido, pero Michael se fijó en que había un bulto en el suelo. Hace algunas semanas encontró por casualidad una referencia al rapto de Mary Claire Fitzhugh y entonces se acordó. Ahora está convencido de que el bulto que vio era el cadáver de Mary Claire, que habían envuelto antes de enterrarlo. Lo malo es que, cuando la policía excavó en aquel punto, sólo encontró un perro muerto. Según la chapa de identificación, el perro se llamaba Ulf.
—Qué raro —dijo Deborah, desconcertada—. Le aseguro que el perro no era nuestro.
—Ya lo sé. Fui hasta Puerto y hablé con su dueño. Me contó que había llevado a Ulf al doctor McNally porque tenía displasia de cadera, pero las radiografías revelaron un tumor maligno y el veterinario recomendó sacrificarlo. Alguien sacó el cuerpo del perro de un cobertizo que hay en la parte trasera del consultorio y lo transportó hasta su propiedad, donde lo enterraron.
Deborah me miró con perplejidad.
—Disculpe mi escepticismo, pero parece como si todo esto se basara en la idea de que lo que Michael vio era el cuerpo de Mary Claire. ¿Por qué está tan segura? Parece una locura ponerse a investigar cuando sólo cuenta con la palabra de Michael.
—Le doy la razón. Ni siquiera estoy segura de que me haya dado su palabra. Digamos que es una corazonada.
—Lo llame como lo llame, sigue pareciéndome raro. Si algo fue mal durante el rapto y tuvieron que deshacerse del cadáver de la niña, ¿por qué lo enterrarían en nuestro jardín cuando en Horton Ravine hay tantas hectáreas de bosque?
—Yo también me hago la misma pregunta. Si tenemos suerte encontraremos la respuesta. Por otra parte, puede que nunca lleguemos a averiguarlo.
—Lo más curioso de este asunto es que hace muchos años que no oía el nombre de Michael. Sus padres, Kip y Annabelle, eran nuestros mejores amigos.
La miré con interés.
—¿En serio? ¿Los padres de Michael? ¿De cuándo me está hablando?
—De esa época. Nos conocimos en el club de campo cuando Annabelle estaba de seis meses, embarazada de Michael. Eran la pareja más encantadora del mundo. Perdí a Annabelle, a Kip y a Patrick en un periodo de dos años.
—Avis me contó que su marido murió en un accidente aéreo —dije. Me resistía a sacar el tema, pero me pareció que la conversación que estábamos iniciando debería basarse en la realidad. El hecho de caminar al aire libre nos permitía mantener un diálogo mucho más íntimo que si hubiéramos estado charlando frente a frente mientras nos tomábamos un té.
—Hay días en los que creo que lo he superado. Pienso que me he sobrepuesto al dolor y que ya es hora de pasar página. Otras veces la pena es tan reciente como el día en que me enteré.
—¿Cuáles fueron las circunstancias?
—Rain iba a hacer un máster en trabajo social en la Universidad de Wisconsin, en Milwaukee. Esto ocurrió en otoño de 1985. Rain y Patrick fueron en el coche de ella, después de haber metido todas sus cosas en un remolque. El plan de Patrick consistía en ayudarla a instalarse y luego volar a Atlanta para una reunión de negocios. Yo habría ido con él, pero me pareció mejor quedarme en casa y dejar que pasaran esos días juntos. El vuelo de Midwest Express a Atlanta cayó nada más despegar. Primero se estropeó el motor derecho y luego hubo toda una serie de fallos en cadena. Yo estaba aquí, en California, sin intuir en absoluto lo que había pasado. Cuesta mucho darse cuenta de que la vida de uno puede cambiar tan radicalmente sin previo aviso. Cuando me llamó, Rain no podía ni hablar. Creí que era alguien que me gastaba una broma y casi le colgué el teléfono.
—No sé cómo se puede superar algo así.
—Lo superas porque tienes que superarlo. Porque no te queda otra opción. Debía pensar en Rain. Dejé a un lado mi dolor y me centré en ayudarla a ella.
—Establezcamos la cronología de los hechos. Ya sé que Michael lanzó varias acusaciones contra sus padres.
—Llegaron a un acuerdo extrajudicial en 1981. Para aquel entonces Kip y Annabelle estaban agotados de tanta tensión. Entre el escándalo público y el desgaste emocional quedaron deshechos. Por no hablar de los miles de dólares que tuvieron que pagar en costas legales. Annabelle murió en el verano de 1983, y Kip seis meses después.
—Debieron de quedar muy tocados después de todo lo que Michael les hizo pasar.
—Ni se lo imagina. Los cuatro hablamos de ese asunto durante horas y horas, y no parecía tener solución. Demandar a la terapeuta era su única esperanza de ponerle fin a aquella pesadilla. Incluso cuando todo hubo pasado, siguió habiendo resentimiento entre ellos. Algunos estaban convencidos de que Michael fue sometido a abusos, incluso después de que Marty Osborne poco menos que admitiera que todo fue culpa suya. Según la opinión generalizada, si acusaron a Kip y a Annabelle sería por algo. Los dos empezaron a beber. No digo que fueran alcohólicos, pero a veces se excedían. Patrick y yo estábamos en el mismo barco. Bebíamos cuando nos reuníamos con los amigos, pero la verdad es que aprovechábamos cualquier ocasión para beber. Cuando pasó todo aquello empezaron a beber un Martini tras otro, cosa que despertó aún más habladurías. En el club el ambiente se volvió tan hostil que los cuatro nos dimos de baja. Fue horrible. Todavía me encuentro con gente que evita mirarme a la cara. Saben que Patrick y yo les fuimos leales, así que nos metieron en el mismo saco de mierda que a los Sutton, como si fuéramos culpables por asociación.
—Diana me contó que Michael se retractó.
—Eso ya fue el colmo —dijo Deborah con expresión de fastidio—. Hubiera matado a ese cabrón. Patrick y yo estábamos indignados, nos subíamos por las paredes. Además, lo que dijo no sirvió de nada. Kip y Annabelle ya habían muerto para aquel entonces y el daño ya estaba hecho.
—Diana dice que su madre se ahogó.
Deborah señaló el oleaje.
—Estaba nadando a unos cientos de metros de la costa cuando la resaca la arrastró mar adentro. Debió de quedarse sin fuerzas intentando volver. Al final, el océano se la llevó. —Deborah se quedó callada y durante unos instantes sólo pude oír el crujido de la arena bajo nuestros pies mientras caminábamos—. No me importaría que Michael se llevara su merecido; me gustaría que tuviera que pagar por lo que hizo. Pienso en todas las vidas que destrozó y me parece injusto que pueda disfrutar del mismo sol que nos alumbra a los demás. Puede que lo que digo suene monstruoso, pero no me importa.
—Entiendo cómo se siente —dije—. No se trata de venganza, se trata de recuperar cierto equilibrio entre el bien y el mal. Por otra parte, tengo que admitir que el chico me cae bien. Creo que debería responsabilizarse por el daño que hizo, pero también ha pagado un precio muy alto, como todos los demás.
—No lo bastante alto. —Deborah se interrumpió con tono impaciente—. Cambiemos de tema. No sirve de nada volver a recordarlo —dijo, y entonces me miró—. Quería información sobre el rapto de Rain. ¿Qué le ha contado Avis?
—Nada. Dijo que era usted la que debía contármelo, por eso organizó este encuentro. Sé que usted tuvo un hijo, y que acabó criando a su nieta.
—Rain es la parte buena de todo esto. Es el amor de mi vida. Cuando nos concedieron la custodia, yo había cumplido los cuarenta y cuatro y ya no tenía edad para cuidar a una recién nacida, pero qué otra cosa iba a hacer. El parto fue difícil y acabaron haciéndole una cesárea a Shelly. No mostró el mínimo interés por la niña. Rain era un bebé difícil y no mamaba bien. Sospecho que Shelly tuvo una depresión posparto. En cierto modo la entendía, pero me preocupaba mucho que pudiera hacerle daño a la niña. Mis preocupaciones carecían de sentido, como luego se vio. Shelly, Greg y el niño desaparecieron como si se los hubiera tragado la tierra y nos dejaron a Rain.
—¿Qué edad tenía la niña cuando se fueron?
—Cinco días. Después del shock inicial, nos dimos cuenta de la suerte tan enorme que habíamos tenido. Aún me río al recordar todas aquellas reuniones de la asociación de padres del colegio. De la que fui presidenta, por cierto. El resto de madres no llegaban a los treinta. Yo llevaba años presidiendo comités y no pude resistirme. No sabían por dónde tirar, así que me ofrecí a ayudarlas. Fue otra de las razones por las que estábamos tan unidos a Kip y a Annabelle. Ellos tenían cuatro hijos pequeños, y de pronto nosotros también tuvimos una. —Deborah sonrió—. Siento haberme enrollado de esta manera.
—No se preocupe —respondí—. ¿Cuánto tiempo pasó hasta que volvió a ver a Greg y a Shelly?
—Cuatro años. Junio de 1967. Creí que los había perdido de vista para siempre, pero debería haberme imaginado que no iba a ser así.
—¿Por qué volvieron?
—Bueno, desde luego no fue por amor a Rain ni a nosotros. El padre de Patrick le había dejado a Greg cuarenta mil dólares en fideicomiso. No podía cobrarlos hasta que cumpliera los treinta, pero nos pidió que se los diéramos entonces. Patrick y yo nos negamos a plegarnos a sus exigencias. Greg y Shelly se enfurecieron, y a mí me aterrorizaba que intentaran vengarse llevándose a Rain.
—¿Por qué insistió tanto Greg para recibir entonces el dinero?
—Yo tampoco entendía a qué venían tantas prisas. Nos dijeron que querían comprar una finca para establecer allí una comuna. Según ellos, habían dado una paga y señal de mil dólares y necesitaban abonar el resto antes de fin de mes. Patrick pidió que le enseñaran el contrato, pero Greg contestó que no existía; fue un pacto entre caballeros. Patrick creía que eso era una sandez, y yo también.
—¿Habían vivido antes en una comuna?
—No que yo supiera, aunque para entonces ya eran hippies en toda la extensión de la palabra. Greg se hacía llamar Creed, y ella Destiny. Shawn era Sky Dancer. El plan consistía en ser autosuficientes y cultivar la tierra. Otros se les unirían después, al menos en su febril imaginación. Compartirían el trabajo y juntarían el dinero de todos, supongo que para ingresarlo en una cuenta común. Creían que Patrick tenía que adelantarles el dinero, pero él no cedió. Ni a mi marido ni a mí nos gustaba Shelly. Era ordinaria, arrogante y malhablada. Shawn era ilegítimo, igual que Rain.
—¿Cuándo raptaron a Rain?
—El martes once de julio. Habíamos tenido varios encontronazos, con muchos gritos y reacciones histéricas por su parte. Finalmente las cosas se calmaron y creímos que se habrían echado atrás. Entonces, de repente, el seis de julio desaparecieron. Igual que la primera vez: sin dejar ninguna nota, sin decir adiós o «estaremos en tal sitio». Cinco días después de que se hubieran ido «raptaron» a Rain. Digo que la «raptaron», entre comillas, porque sabíamos que lo habían hecho ellos.
—¿Está diciendo que se llevaron a Rain para presionarlos?
—Más bien para vengarse, para hacernos sufrir porque no accedimos a sus exigencias —explicó—. No era un plan sofisticado, pero estaban drogados casi todo el tiempo y la cabeza no les funcionaba demasiado bien. La cuestión es que no pidieron los cuarenta mil dólares, sino quince mil. Supongo que se creían muy listos. Siento todos los comentarios, probablemente tendría que ceñirme a los hechos.
—La verdad es que me resulta útil saber qué pensaba entonces. ¿Cómo consiguieron llevársela?
—Por pura chiripa. Rain estaba en el jardín, jugando en su caja de arena. Le había dado unos moldes para cortar galletas y un rodillo. Tenía un cubo y una pala y echaba agua en la arena, la aplanaba y luego cortaba formas de galletas. Entonces sonó el teléfono: era un hombre que hacía una encuesta. Me hizo diez o quince preguntas y se las respondí. No es que me interesara demasiado lo que me preguntaba, pero me pareció inofensivo. Cuando miré por la puerta trasera para ver qué hacía la niña, Rain ya no estaba. Más tarde me contó que vino un hombre con un gatito amarillo y le dijo que podría jugar con él si lo acompañaba a su casa. No me pida que le cuente esa parte con pelos y señales. Fue horroroso cuando pasó, y sigue pareciéndome horroroso cada vez que lo recuerdo. Durante las primeras horas creí que me iba a morir. No puedo revivir el trauma, incluso ahora me dan palpitaciones. Fíjese, me están empezando a sudar las manos.
—No se preocupe, lo entiendo —dije—. Supongo que el hombre del teléfono no era Greg, o le habría reconocido la voz.
—No estoy tan segura. Ya se había ido y, por lo que yo sabía, ya no iba a volver. No esperaba tener noticias suyas, así que no contaba con oír su voz.
—Si el del teléfono no era Greg, alguien más debía de estar involucrado. Otro hombre.
—Eso parecía. Desde luego, Greg podría habérsela llevado sin que Rain protestara.
—¿Cuándo se dio cuenta de que la habían raptado?
—Recibí otra llamada.
—¿El mismo hombre u otra persona?
—Me pareció que era el mismo. Llamé a Patrick a Los Ángeles y llegó a casa noventa minutos después, saltándose todos los límites de velocidad. Yo estaba medio loca. No me importaba saber quién se la había llevado o cuánto podía costarnos mientras nos la devolvieran viva.
—¿Llamó a la policía?
—Más tarde, pero no en aquel momento.
—¿Por qué?
—Porque el hombre del teléfono dijo que la matarían si lo hacíamos.
—«¿La matarían?» ¿En plural?
—Podría haber sido una forma de hablar. Quizá querían que nos imagináramos que eran una banda de maleantes. ¿Quién sabe?
—Pero usted estaba convencida de que la vida de Rain corría peligro.
—Digámoslo así: no nos encontrábamos en situación de discutir con ellos. Yo no iba a correr ese riesgo, y Patrick tampoco. Creía firmemente que Shelly y Greg se hallaban detrás del plan, pero eso no significaba que Rain estuviera a salvo. No teníamos ni idea de hasta dónde podrían llegar. Patrick sacó dinero de cuatro bancos distintos. Consiguió retrasar la entrega mientras hacía un viaje rápido a la fábrica para fotocopiar los billetes. Le llevó mucho tiempo y tuvo que hacerlo por la noche, cuando la oficina estaba vacía. A medida que los fotocopiaba iba marcando el reverso de cada billete con el rotulador fluorescente que solía usar cuando hacía inventario. Los billetes parecían normales, pero los secuestradores podrían haber sospechado algo.
—¿Eran visibles las marcas?
—Sí, pero sólo bajo una luz ultravioleta. En aquella época todos los niños tenían una. Si no me equivoco, les habría preocupado poner en circulación tantos billetes marcados, lo cual no es tan fácil como parece.
—¿No podrían haber pasado los billetes en fajos pequeños? Quizá no en esta zona, pero en alguna otra parte. Parece como si Los Ángeles hubiera sido la opción más lógica.
—Sí, pero ¿qué podrían hacer con quince mil dólares si tuvieran que dividirlos así? Cuando raptaron a Mary Claire, Patrick informó a todos los bancos de la ciudad acerca de los billetes marcados. Por lo que sabemos, el dinero no apareció en ninguna parte.
—Avis se refirió a Rain como «la niña del ensayo».
—Desde luego. Con ella ensayaron lo que hicieron después con Mary Claire. Si conoce los detalles de su desaparición, reconocerá el…, ¿cómo lo llaman?, el modus operandi. No creíamos que le hicieran daño a Rain, pero nos aterrorizaba que se negaran a devolvérnosla. Era nuestra. La habíamos adoptado legalmente, pero si huían con ella, no habría forma de recuperarla. Carecían de dirección fija, teléfono o empleo. —Deborah se encogió de hombros—. Hicimos lo que nos pidieron. Recibimos otra llamada y nos dijeron dónde dejar el dinero del rescate.
—¿Y dónde lo dejaron?
—Cerca de la entrada posterior de Horton Ravine. Uno de ellos me entretuvo al teléfono mientras Patrick iba hasta allí en coche con la bolsa de gimnasia. La echó al arcén por la ventanilla y luego volvió a casa. El otro secuestrador debió de recoger el dinero y contarlo, para asegurarse de que estaba todo. Nos dijeron que esperáramos una hora, y que la encontraríamos en el parque que estaba junto a Little Pony Road. Rain dormía sobre una mesa de picnic cubierta con una manta, por lo que no eran tan desalmados como creíamos. Aunque no sé qué habría pasado si se hubieran dado cuenta de que Patrick había marcado los billetes antes de que Rain volviera a estar con nosotros.
—¿La habían drogado?
—Desde luego. No estaba inconsciente del todo, pero sí bastante aturdida. Se puso bien cuando se le pasó el efecto del sedante, fuera lo que fuera. Habían cuidado de ella. Como mínimo, la habían alimentado bien, y estaba limpia. El médico la examinó y no encontró indicios de abusos sexuales, gracias a Dios.
—¿Qué les contó Rain acerca de lo que pasó?
—Nada demasiado coherente, cosas sueltas. Tenía cuatro años, no era lo que podríamos llamar un testigo fiable. Lo único que la disgustó fue no poder quedarse el gatito. Aparte de eso, no estaba traumatizada. Después no tuvo pesadillas, ni problemas psicológicos. Por suerte, no sufrió ningún daño. En opinión de Patrick, esto reforzaba aún más su convencimiento de que Greg y Shelly estaban metidos en el asunto.
—Si se la hubieran llevado ellos, ¿no se lo habría dicho Rain?
Deborah negó con la cabeza.
—Uno de los raptores llevaba gafas falsas, de esas que tienen una nariz grande de plástico, y el otro iba vestido de Papá Noel. La habíamos llevado a ver a Papá Noel en dos ocasiones, así que estaba acostumbrada a verlo. Le hizo prometer que sería una niña buena, y lo era.
—Hay algo que no entiendo. Si ya tenían los quince mil dólares, ¿por qué raptaron a otra niña?
—Le puedo decir la teoría de Patrick. Cuando raptaron a Mary Claire, pidieron un rescate de veinticinco mil dólares. Si añadimos veinticinco a los quince que pagamos para que nos devolvieran a Rain, suman cuarenta mil dólares, que es la cantidad que necesitaban Greg y Shelly. No es que esto pruebe nada, pero me cuesta creer que la cantidad total fuera una coincidencia.
—Sí que parece una cantidad rara. Es una lástima que no tuvieran bastante con lo que sacaron la primera vez —dije. Hice una breve pausa mientras pensaba en lo que Deborah me había contado—. ¿Cuánto tiempo pasó entre el rapto de Rain y el de Mary Claire?
—Aproximadamente una semana. Para entonces ya habíamos puesto la casa en venta y estábamos mirando viviendas más al sur, en urbanizaciones privadas con vigilancia. Nada más enterarnos de lo de Mary Claire fuimos a la policía y les contamos todo lo que sabíamos. Al parecer ya habían llamado al FBI. Les dimos los nombres y las descripciones de Greg y de Shelly, además de una descripción del autobús escolar y el número de la matrícula. Nada de esto apareció en los periódicos. La policía difundió un aviso, pero Greg y Shelly nunca aparecieron.
—¿Ha tenido noticias suyas desde entonces?
—Ni pío —dijo Deborah—. Volví a ver a Shawn cuando murió Patrick. Vio el obituario en el periódico y vino al funeral.
—¿Desde dónde vino?
—Desde Belicia —respondió, refiriéndose a una pequeña ciudad a hora y media de Santa Teresa—. Vuelve a llamarse Shawn y usa Dancer como apellido. Estaba muy alto y muy guapo, con un aspecto magnífico. Tiene un taller en Belicia, donde hace muebles. Me enseñó algunas fotos y son preciosos. También monta armarios a medida.
—¿Le parece que estaría dispuesto a hablar conmigo?
—No veo por qué no. Puede decir que va de mi parte, o puedo llamarlo yo, si lo prefiere.
—Cuando lo vio en el funeral, ¿le preguntó por Greg y por Shelly?
—Brevemente. Me dijo que los dos habían muerto. Para serle sincera, no me importó demasiado. En lo que a mí respecta, Greg lleva muerto desde el verano del sesenta y siete. Acabamos muy mal, y lo que les pudiera pasar después era irrelevante. Salvo el asunto de Rain, claro.
Comenzó a preocuparme que buena parte de lo que Deborah me estaba contando no corroborara mis intuiciones.
—Siento insistir sobre lo de Mary Claire, pero me cuesta creer que la raptaran. Se trataba de algo demasiado arriesgado para unos jóvenes que no eran delincuentes curtidos.
—Mire, sé adónde quiere ir a parar, y estoy de acuerdo. No me puedo imaginar a Greg haciendo nada así, ni siquiera bajo la influencia de Shelly, pero Patrick creía que si estaban lo suficientemente desesperados como para llevarse a Rain, no tendrían demasiados escrúpulos a la hora de volver a intentarlo. Nosotros pagamos sin rechistar. Si el plan funcionó una vez, ¿por qué no dos?
—Me pregunto por qué escogieron a Mary Claire. ¿Usted conocía a los Fitzhugh?
—Por encima. No alternábamos con ellos, pero todos éramos miembros del Club de Campo de Horton Ravine.
—Pero los Fitzhugh dijeron que pagarían, ¿no? Me refiero a que aceptaron pagar el rescate, igual que ustedes.
—También lo notificaron a la policía, pese a que les habían dicho que no lo hicieran. Los raptores debieron de imaginarse que lo harían.
—¿Pero cómo?
—No tengo ni idea. Quizás intuyeron que había cambiado su suerte. Por alguna razón, pensaron que si recogían el dinero los capturarían, así que lo dejaron donde estaba.
—Si decidieron perder el dinero del rescate, ¿por qué no se esfumaron? ¿Por qué mataron a la niña?
—Me cuesta creer que quisieran hacerle daño. Puede que Greg fuera estúpido y codicioso, pero nunca le haría daño a un niño. Ni siquiera Shelly podía haberlo convencido para cometer algo así. En honor a la verdad, incluso ella me parece incapaz de algo tan atroz. Por otra parte, Patrick pensaba que sería muy propio de Shelly. En cuanto al hecho de que cavaran el hoyo en nuestra propiedad, fueran cuales fueran sus intenciones… Greg y Shelly podían haber elegido ese terreno creyendo que nadie los descubriría. A mi modo de ver, las similitudes entre el rapto de Rain y el de Mary Claire son demasiado obvias como para no tenerlas en cuenta.
—Pero la diferencia más obvia fue el envío de una nota de rescate con un ultimátum en el segundo rapto —apunté—. Si lo he entendido bien, cuando se llevaron a Rain, sólo contactaron con ustedes por teléfono.
Deborah aflojó el paso y me sorprendió ver que casi habíamos llegado al embarcadero. Me había quedado tan absorta con la conversación que no le presté atención al paseo en sí. Ahora la niebla nos había envuelto por completo, y el aire estaba tan saturado de condensación que llevaba la sudadera mojada. Vi gotas de humedad en el cabello de Deborah, como si fuera un velo de diamantes.
Permanecí en silencio mientras le daba vueltas a todo lo que me había contado Deborah, y no pude evitar sentir cierta aprensión.
—Hay algo que no encaja. Ustedes y los Sutton eran buenos amigos. Si Greg era uno de los dos tipos que cavaban en el bosque, Michael lo habría reconocido.
—Eso es cierto. Por otra parte, Greg y Shelly tenían amigos que les suministraban drogas. Se sentaban en el autobús y fumaban tanta hierba que hasta yo podría haberme colocado. Ahora me doy cuenta de que debería haberlos denunciado a la policía, pero entonces confiaba en que el problema desaparecería por sí solo.
—¿Conocía a sus amigos?
—Nunca llegué a verlos. Solían aparcar a la vuelta de la esquina y luego venían a pie, eso les permitía evitar la casa e ir directamente a la caseta junto a la que estaba aparcado el autobús. Uno de ellos tenía un escúter. Lo recuerdo porque cada vez que se iba, lo oía petardear calle abajo.
—Ojalá consiguiera entenderlo.
—Y yo también —dijo Deborah—. ¡Ah! Antes de que se me olvide. Rain vendrá de Los Ángeles para pasar unos días conmigo. Se puso al frente del negocio familiar a la muerte de Patrick. Estoy segura de que no le importará contarle lo que recuerda. No es mucho, pero puede que usted descubra algún dato útil.
—Estupendo. La llamaré para que podamos organizar el encuentro.