18

Jon Corso

Verano de 1967

Mona la Increíble había organizado un viaje de ocho semanas a Francia e Italia para cuando acabara el curso escolar en junio. Madre e hijas fueron a Europa mientras Mona estaba casada con su anterior marido, y ahora quería revivir junto a Lionel los placeres de viajar al extranjero. Lionel vio el viaje como una oportunidad para documentarse de cara al libro que pensaba escribir sobre los autores estadounidenses menos conocidos que vivían en el París de posguerra. En mayo del último año que estudió Jon en el instituto de Santa Teresa su rendimiento escolar era aún tan bajo que ya resultaba evidente que no iba a aprobar el curso, razón por la que lo excluyeron de las vacaciones familiares.

Le faltaban tres créditos para obtener el título y había conseguido exasperar a todo el mundo, incluido su profesor de inglés, el señor Snow, quien lo interceptó una tarde después de clase. El señor Snow tenía treinta y cinco años y era un hombre enérgico y entregado a su trabajo. Había llegado aquel curso al instituto de Santa Teresa, donde impartía clases de inglés y de escritura creativa. Le habían publicado dos novelas y estaba escribiendo la tercera. El profesor se sentó en el borde de su escritorio, con la libreta de calificaciones en la mano. Recorrió con el dedo la columna de las notas de clase de Jon, en muchas de las cuales ponía «incompleto», y sacudió la cabeza en señal de desaprobación mientras Jon permanecía sentado en la primera fila, fingiendo contrición por los pecados cometidos.

—No sé qué hacer contigo, Jon —dijo el señor Snow—. Esta clase es optativa. Sólo te falta esta asignatura para aprobar el curso, y la has pifiado. Eres un chico inteligente y cuando escribes lo haces bien. Incluso podrías tener cierto talento oculto en esa mollera tan dura. Bastaba con que hubieras hecho la mitad de los deberes para aprobar sin problemas. ¿Por qué actúas así?

—Los temas son aburridos —respondió Jon encogiéndose de hombros—. No me identifico con ellos.

—No te identificas con ellos. ¿Me estás tomando el pelo?

—¿Qué quiere que le responda?

—¿A qué se debe tanta gilipollez? Eso es lo que no entiendo. Te iba bien en Climp hasta el curso pasado. Lo sé porque llamé al colegio y me lo confirmaron. Ahora tu expediente académico se ha ido al carajo, y no creo que tu coeficiente intelectual haya bajado. ¿Qué te pasa?

Jon se encogió de hombros. No apartó la mirada de los ojos del señor Snow, pero su expresión permaneció impasible.

El señor Snow lo miró fijamente.

—¿Tienes problemas en casa?

—No demasiados.

—¿Quieres hablar de ello?

—No hay nada de que hablar.

El señor Snow cerró los ojos un instante y después cambió de táctica.

—¿Piensas ir a la universidad?

—Quizás a City College. Aún no lo he decidido.

—Pues a ver si te espabilas. Si no te matriculas en alguna universidad, te arriesgas a que te recluten.

—Creía que reclutaban principalmente a tipos mayores que yo.

—¿Y quieres arriesgarte? Durante los dos últimos años han aumentado el reclutamiento a treinta y cinco mil al mes. Eso es un montón de chicos.

—Sí, señor, me doy cuenta —dijo Jon con educación, pero sin ceder ni un ápice.

El señor Snow dejó a un lado el cuaderno de calificaciones.

—¿Te gusta escribir? Te lo pregunto porque, cuando te molestas en hacerlo, no eres nada malo.

—Escribir está bien. Me gusta bastante. Bueno, no todo el tiempo, a veces.

El señor Snow se lo quedó mirando.

—Te diré lo que estoy dispuesto a hacer. Te prepararé un programa de estudio independiente, que sólo conoceremos tú y yo. Si entregas el trabajo aprobarás, te lo garantizo. Quizás el señor Albertson incluso te permita asistir a la ceremonia de graduación. Puede dejar tu diploma en blanco y ya nos encargaremos de eso al final de las clases de repaso, siempre que no me hayas fallado.

—¿Y qué tendría que hacer?

—Jon, es una clase de escritura. Tendrías que escribir, por descabellado que parezca. Si te aburren los temas que propongo, puedes elegir los que tú prefieras.

—¿Como qué?

—Eso es cosa tuya. No te lo puedo dar todo hecho. O escribes sobre los temas que yo te diga, o los eliges tú. Al final de cada semana me tendrás que entregar todo lo que hayas escrito, y quiero decir todo: páginas iniciales que no te gusten, frases tachadas, párrafos malos, ideas que no vayan a ninguna parte… Si no me entregas nada, aunque sólo me falles una vez, estarás suspendido. ¿Trato hecho?

—Lo pensaré —respondió Jon.

—Como diría un vendedor, la oferta sólo durará diez minutos.

El señor Snow lanzó una mirada elocuente a su reloj.

—Vale, está bien. Trato hecho. —Jon pensó que sería pan comido. Le gustaba el señor Snow. Era directo y agresivo, y se podía confiar en él—. ¿Cuándo tengo que empezar?

—El último día del curso —respondió el señor Snow—. Después tendrás que venir a verme todos los viernes a las nueve de la mañana.

Jon se levantó y se dirigió tranquilamente hacia la puerta. Cuando ya salía del aula, el señor Snow dijo «De nada».

Jon cerró la puerta tras de sí, pero estaba sonriendo.

La mañana del viernes en que Lionel, Mona y las niñas se fueron en limusina al aeropuerto de Los Ángeles, Jon aparentó estar triste y contrito. Lo habían excluido de la diversión familiar, pero había aceptado el castigo como un hombre. Mona sabía que estaba fingiendo, pero esa era su intención. Lionel lo abrazó con fuerza, como si la suya fuera una relación muy afectuosa. Luego su padre le dio una palmadita en el hombro.

—Cuídate —le dijo—. ¿Tienes todo lo que necesitas?

—Algo de agua caliente no me vendría mal.

—Pensé que te habíamos comprado un calentador nuevo —dijo Lionel frunciendo el ceño—. Se lo mencioné a Mona después de nuestra última charla, pero de eso hace meses.

—Supongo que lo olvidó —dijo Jon con tono neutro, mirando a su padre sin malicia.

Lionel le dirigió una mirada de irritación a su esposa y luego dijo:

—Llama al fontanero. Mona tiene el número en su Rolodex. Dile que necesitamos un calentador de trescientos litros, y que me envíe a mí la factura. Podéis concertar el día de la instalación entre los dos, pero hazlo pronto.

—Gracias.

Nada más irse la limusina lo invadió una oleada de alivio. Era como salir de la cárcel. Le encantaba tener toda la casa para sí, aunque pasara casi todo el tiempo en las habitaciones de encima del garaje. La gran casa era un reflejo de Mona: de sus gustos, de su estilo caro y abigarrado. Jon hurgó en todos los cajones de su madrastra pero no descubrió casi nada, salvo que usaba un lubricante íntimo.

Lionel le había dejado el dinero suficiente para comprar comida y gasolina para su escúter mientras el resto de la familia estuviera de viaje. En marzo, Jon destrozó el coche de segunda mano que le había dado su padre, y Mona se negó en redondo a que Lionel le comprara otro. No le importó. Volvió a usar la Vespa que su padre le había comprado cuando empezó la secundaria. Como se acercaba el final de curso, Jon preguntó si podía usar la vieja Olivetti de su padre para las clases de repaso, pero Mona respondió que la necesitaba para una de las niñas. Jon tuvo que reprimir una sonrisa. No se podía negar: Mona la Increíble era previsible como ella sola.

Aquel fin de semana, Jon recorrió varios mercadillos hasta que encontró una máquina de escribir portátil de la marca Smith-Corona con carro manual. Pagó quince pavos por ella, y luego pasó por la ferretería y compró quince kilos de pintura. Durante los dos años que llevaba viviendo en su nido de águila encima del garaje, no le había importado dejarlo en su estado original, vacío y destartalado. Ahora había cambiado de opinión. Desde tres de las claraboyas se veía el océano, y los aleros de pronunciada pendiente conferían a las habitaciones el aspecto de una buhardilla, la residencia perfecta para un escritor en ciernes.

Jon pintó las paredes de un gris marengo oscuro, casi negro, en parte para fastidiar a Mona, pero sobre todo porque el color lo calmaba y acallaba las voces que no dejaba de oír en su cabeza. Recorrió la casa hurgando en cómodas y en armarios roperos. Como ropa de cama había estado usando un saco de dormir extendido directamente sobre el colchón, pero ahora se hizo la cama con un juego de las sábanas de algodón más caras de Mona y con dos edredones acolchados que había hecho su madre. Del desván bajó una cómoda de segunda mano y un perchero, y clavó toda una serie de colgadores de madera en la pared para colgar su ropa. Luego limpió su pequeño baño hasta dejarlo reluciente.

Para la habitación más grande de las dos encontró una butaca mullida rellena de plumón —otra adquisición del mercadillo por la que pagó veinticinco dólares—, además de una lámpara de lectura. Corrió su escritorio junto a la ventana de en medio, colocó la máquina de escribir en el centro y dispuso junto a la máquina papel, papel carbón, cintas y líquido corrector. Cuando todo estuvo ordenado se sentó allí durante cuatro días, bebiendo café y contemplando las vistas. Durante los preparativos no cesaban de ocurrírsele ideas, pero ahora que estaba listo para ponerse a escribir se había quedado en blanco.

Escribió algún que otro párrafo, pero se pasó casi todo el tiempo pensando en Walker. No entendía por qué Walker tenía tanto éxito con las mujeres, mientras que a él no le hacían ni caso. Walker había salido con un montón de chicas durante el último curso en el instituto. Dos de ellas le parecían atractivas, pero ninguna le prestó la más mínima atención. Siempre estaban con que «Walker esto, Walker lo otro». Sólo querían hablar con Jon para preguntarle lo que Walker pensaba de ellas. Después de haber oído a su amigo ponerlas verde en privado, Jon se preguntaba si habrían perdido el poco juicio que tenían. Walker trataba mal a las chicas. Las ignoraba, las desairaba o las insultaba. Salía con ellas, se las tiraba y luego las dejaba. Si uno se atenía a las lágrimas, los disgustos, las llamadas telefónicas y las escenas en público, era evidente que estaban totalmente coladas por él. Jon se distanció de todo aquello, desconcertado por las normas no escritas del amor, el flirteo, la pasión y el sexo.

Para tener la sensación de estar haciendo algo, Jon fue al despacho de su padre y cogió un ejemplar de Fiesta. Se lo llevó a su escritorio y mecanografió los dos primeros capítulos. Apreciaba aquella prosa tan sencilla y abrupta, pero transcribir el trabajo de otro no despertó su inspiración. Si bien le gustaba el lenguaje, el contenido le era ajeno. Las palabras pertenecían a Hemingway, así como las imágenes. En opinión de Jon, el tema carecía de energía emocional. Si tuviera que escribir sobre algo, ¿de qué podría escribir? No se le ocurría nada en absoluto.

Se rio de sí mismo. No había escrito ni una sola palabra y ya sufría el típico bloqueo mental de los escritores. Para relajarse un poco, dejó de intentarlo y decidió entrar en una casa que se hallaba cuatro puertas más allá de la suya. El propietario era un productor de Hollywood que pasaba algún que otro fin de semana en Horton Ravine. Jon conocía sus hábitos porque el productor y su esposa habían acudido a algunas de las cenas organizadas por Mona y no dejaban de hablar de sí mismos. El tipo tenía un hijo de la edad de Jon que a este no le caía nada bien. A Mona le gustaba el chico, claro está, porque hacía gala de buenos modales, llevaba chaqueta y corbata y decía «señor» y «señora» al dirigirse a un adulto. Por consiguiente, Jon disfrutó el doble al descubrir las drogas y las revistas pornográficas que escondía el chico. ¿Animales de granja? ¡Venga ya!

En el dormitorio principal, al fondo de un armario, Jon vio una caja de madera. No tenía cerradura, y al abrirla encontró una pistola. Era una Mauser HSc del calibre 9mm corto. La sacó de la caja y la sopesó. Pegado a la tapa de la caja había un folleto de instrucciones en alemán y en inglés, que Jon leyó con atención. La pistola era una automática de armazón pequeño con sistema de doble acción, toda de acero y con cachas de nogal a cuadros. Muy chula. Según el folleto, la pistola tenía miras fijas abiertas, seguro de empuñadura, seguro de cargador y un martillo externo para más seguridad. Jon se metió la pistola en la cintura y cogió una caja de municiones. Puede que escribiera acerca de un criminal que llevaba una pistola como esa. Volvió a poner la caja de madera vacía al fondo del estante en el que la había encontrado. Era muy poco probable que el propietario de la casa sacara la caja para comprobar si la pistola seguía allí. Daría por sentado que estaba donde la había dejado.

Al volver a su apartamento, Jon tardó unos minutos en decidir dónde esconder la Mauser. Al final se dirigió al baño y desatornilló el panel de acceso a las tuberías. Envolvió la pistola y las municiones en una toalla vieja y lo metió todo en el hueco que quedaba bajo la parte inferior de la bañera. Cuando volvió a su escritorio se sentía descansado y lleno de energía. A continuación fue al despacho de su padre y esta vez cogió Luz de agosto, de William Faulkner. Mecanografiar las diez primeras páginas supuso toda una lección sobre el poder de las palabras en manos de alguien que tenía un dominio absoluto del lenguaje. Faulkner tendía al exceso, mientras que Hemingway era muy sobrio. Las diferencias estilísticas se adecuaban perfectamente a la historia que cada uno de ellos pretendía relatar: Hemingway eliminaba palabras, mientras que Faulkner pintaba capa sobre capa mediante frases largas y exuberantes. Ninguna de esas dos voces narrativas le resultaba fácil de imitar, pero al menos estaba empezando a entender en qué consistían el registro y el tono.

Jon tenía un montón de revistas Playboy, que llevaba comprando desde principios de año. Todas las chicas exhibían cuerpos perfectos, pero a Jon le parecían estúpidas. ¿De qué les servía tener las tetas grandes si eran superficiales, egoístas y egocéntricas? Sí, claro. Como si fuera a rechazar a alguna por creerla indigna de él. Ya que no tenía la más mínima posibilidad de conocer a ninguna de ellas en la vida real, al menos podría disfrutar pensando en sus cuerpos voluptuosos, sensuales y disponibles. Mientras hojeaba el número de enero le llamó la atención un relato corto de Ray Bradbury titulado «La ciudad perdida de Marte», y, varias hojas después, la segunda parte de una nueva novela de espías de Len Deighton titulada An Expensive Place to Die [Un lugar caro donde morir]. Acababa de leer a otros dos escritores con recursos literarios totalmente distintos.

Sus primeros intentos fueron bastante mediocres: prosa pedestre e ideas que se agotaban en media página. El problema, en opinión de Jon, estribaba en que carecía de conocimientos en los que basarse. Había leído mucho, pero no tenía experiencia de primera mano de casi nada. Su único empleo hasta la fecha había consistido en hacer canguros gratis para Mona la Increíble. Los fines de semana trabajaba de caddie en el club, pero salvo recoger información, su trabajo consistía principalmente en hacer de mandado: limpiar las cabezas de los palos y cargar con bolsas de golf arriba y abajo. No había corrido aventuras en ningún viaje y carecía de triunfos atléticos o de retos físicos que superar. Bueno, esto último no era del todo cierto: de niño había sido gordo, y aún recordaba lo jodido que era eso. Pensó que sería mejor evitar las historias sobre merodeadores por si parecía demasiado bien informado.

Escribió parte de un relato corto basado en una idea que había tenido sobre un niño contaminado por la radiación, el cual se convertía en un zombi e infectaba a toda su familia antes de que su padre lo matara de un tiro. A medio relato perdió fuelle porque no se le ocurría cómo acabarlo. También escribió una redacción sensiblera sobre la soledad, la cual le pareció divertida cuando la leyó al día siguiente. Provocar hilaridad no estaba precisamente entre sus objetivos. Quería escribir sobre un chico al que seducía su monitora de tenis, pero tampoco era un tema que conociera de primera mano. En cierta ocasión, la monitora de su club de tenis le agarró de la mano para enseñarle cómo golpear la pelota, pero eso fue lo más cerca que estuvo en su vida de hacérselo con una mujer.

Lo mejor de escribir, o, al menos, lo mejor de intentar escribir, era que le permitía pasar ratos a solas, concentrado en las interferencias que se producían en su cerebro. De vez en cuando se le ocurría alguna frase, como si fuera un mensaje inesperado procedente de las zonas más alejadas del universo. Jon apuntó todas esas imágenes y frases aisladas, preguntándose si en el futuro se le ocurriría alguna más. Al final de la semana seguía sin tener demasiado material, pero juntó todo lo que había escrito, metió el fajo de papeles en una carpeta y se la entregó a su profesor.

—Siéntate —le dijo el señor Snow.

Jon se sentó en la primera fila, mirando con cierta aprensión al señor Snow mientras este leía sus textos.

—¿Esto qué es? ¿Has plagiado a Hemingway?

—Escribí a máquina un par de capítulos como calentamiento. También lo probé con Faulkner. Me dijo que se lo trajera todo, y eso es lo que he hecho.

El señor Snow puso los ojos en blanco y continuó leyendo.

Jon observó la expresión de su profesor, pero no tenía ni idea de lo que pensaba sobre su trabajo. Cuando acabó de leer, el señor Snow ordenó las páginas, alineó los bordes, las metió en la carpeta y se la devolvió.

Su profesor no hizo ningún comentario, por lo que al final Jon se vio obligado a aclararse la garganta y preguntar:

—Bueno, ¿qué le parece?

—Como norma general, estaría bien que hubiese un principio, una parte central y un final, pero al menos lo has intentado. Vuelve a casa y escribe algo más.

—¿Como qué? Me está costando mucho pensar en temas nuevos.

—Vaya por Dios.

Jon volvió a intentarlo. Escribía de noche, normalmente hasta las tres, hora a la que caía rendido en la cama. Por la mañana dormía hasta tarde. A la hora de comer se duchaba, se vestía y se dirigía a la casa de Walker en lo alto de Bergstrom Hill, a un kilómetro de su casa. Si iba por las calles que serpenteaban colina arriba, tardaba cinco minutos con el escúter, pero Jon prefería bordear el barranco por la parte más oriental y conducir despacio por los caminos de herradura, que formaban un laberinto de senderos tortuosos. Tenía que cruzar una calle de dos carriles, pero casi nunca había tráfico. Por la tarde pasaba cuarenta minutos levantando pesas en el gimnasio doméstico de Mona, y luego corría unos nueve o diez kilómetros. Después se duchaba, se ponía las zapatillas y el chándal y se sentaba frente a su escritorio. Solía comer cereales fríos o fideos instantáneos de la marca Top Ramen, que era todo lo que podía permitirse después del dinero que había gastado decorando su pequeño apartamento.

Entre tanto, Walker se pasaba las vacaciones de verano vendiendo droga. Sus padres no tenían ni idea y no parecían sospechar de sus frecuentes ausencias ni de las visitas imprevistas de toda una colección de amigos que Walker nunca les presentaba. En otoño, Walker empezaría el primer curso en la Universidad de California en Santa Teresa. No le interesaba vivir en casa, pero no disponía de dinero para irse de alquiler. Le resultaría imposible pagarlo aunque compartiera piso con cinco estudiantes más, pese a sus ingresos procedentes de la venta de drogas. Jon estaba en el mismo barco. Cuando volviera su familia, Mona sólo le permitiría seguir viviendo con ellos si pagaba alquiler. Lionel le explicaría que Mona lo hacía por su bien a fin de imprimirle carácter, por lo que no tenía que verlo como otra forma de abuso por parte de su madrastra. Jon se dio cuenta de que debería encontrar un empleo y compaginar el trabajo y las clases en el City College. El señor Snow tenía razón sobre la posibilidad de que lo llamaran a filas.