17
Después de comer fui a Horton Ravine por Via Juliana y llegué hasta la «Y» de la que salía Alita Lane. Aparqué frente a la casa de Félix Holderman, cerré el coche con llave y subí tranquilamente por el camino de acceso. A mi derecha, al otro extremo de la casa, las puertas basculantes de su garaje para tres coches estaban abiertas. Vi un sedán último modelo en el primer espacio para aparcar, mientras que los otros dos espacios habían sido convertidos en taller. Félix me daba la espalda, pero intuyó mi presencia. Miró hacia arriba, levantó una mano para indicarme que me atendería en un momento y después retomó su tarea. Llevaba un pantalón de peto de tela vaquera color azul oscuro, camisa de manga larga, guantes y gafas protectoras. En un armario sin puertas vi láminas de vidrio coloreado almacenadas verticalmente.
Al acercarme comprobé que Félix estaba componiendo un vitral. Había desplegado un diseño en el banco de trabajo, un estilizado dibujo de árboles, hojas y ramas sobre un fondo blanco. Había recortado plantillas de papel para cada sección del diseño, y las había pegado a diversos trozos de cristal. Mientras lo observaba, Holderman cortó el borde de una plantilla con un cortavidrios circular. Ya había hecho lo mismo con varias secciones, así que esperé a que completara la línea recta que estaba trazando. Cuando acabó, dio un golpecito en el cristal y este se partió limpiamente.
Félix alzó las gafas protectoras y se las colocó en la frente.
—Hola, señor Holderman —saludé—. Siento interrumpir su trabajo.
Se quitó los guantes, los puso sobre el banco de trabajo e hizo ademán de negar con la cabeza.
—No se preocupe, estaba a punto de parar un momento. Suelo quedarme ensimismado cuando trabajo y me va bien salir a respirar a la superficie de vez en cuando. Usted fue la que llamó a mi puerta y me pidió si podía subir por la colina. Debería haberme dicho qué quería.
—Siento haberlo omitido, pero no creí que fuera a encontrar nada. De todos modos, tendría que habérselo explicado.
—No recuerdo su nombre.
—Kinsey Millhone —respondí—. ¿Lo han puesto al día los policías?
—Después de los hechos. Daba la impresión de que creían que usted había descubierto algo.
—Yo también lo creí, pero me he equivocado otras veces, así es la vida. —Observé la sección del vitral en la que estaba trabajando—. ¿Usted ha hecho los paneles de la puerta de entrada?
—Sí. Este es un poco más complejo, pero disfruto con ello.
—¿Esto es el plomo?
Asintió con la cabeza.
—Es plomo adhesivo. Estas son secciones transversales en forma de U para la circunferencia, y en forma de H para la parte central del diseño. El plomo adhesivo se emplea en los cristales de dos dimensiones. Si los quieres de tres dimensiones, hay que emplear cinta de cobre.
—¿Qué hará con el vitral cuando esté acabado?
—Regalarlo. A casi todos los miembros de mi familia les he endilgado algún vitral. La casa de mi hija parece una iglesia. —Holderman sonrió y le aparecieron dos hoyuelos en las mejillas que no había visto antes—. ¿Qué la trae de nuevo por este barrio?
—Tengo curiosidad por saber qué fue de los propietarios del terreno en el que enterraron al perro. Usted mencionó que la casa se vendió dos veces. ¿Llegó a conocer a los propietarios anteriores?
—Claro, Patrick y Deborah Unruh. Buena gente. El perro no era suyo, si es lo que se está preguntando.
—Ya lo sé. He hablado con su dueño y no tiene ni idea de cómo acabó en el jardín trasero de alguien. Es posible que exista una explicación muy sencilla.
—Toda esa parte de la colina estaba llena de maleza en aquella época. Quizá los que enterraron el perro no se dieron cuenta de que era propiedad privada.
—Podría ser —dije—. ¿Cuándo vendieron la casa los Unruh?
—Ahí me ha pillado. Hace al menos quince años. Diría que casi veinte.
—¿Compraron otra casa en esta zona?
—No. Se mudaron a una urbanización privada en Los Ángeles. El marido tenía una fábrica de uniformes, ropa deportiva y prendas de abrigo. Trabajaba allí los días laborables y volvía a casa los fines de semana.
—¿Cree que se marchó para vivir más cerca de su negocio?
—Eso es lo que supuse. Se marcharon de la noche a la mañana, lo cual me pareció muy raro. Un día estaban aquí, y al siguiente ya se habían ido. Recuerdo haber charlado con ellos en una barbacoa unos días antes, y que ninguno de los dos me dijera nada sobre sus planes de mudarse. Y luego, así por las buenas, apareció un camión de mudanzas en el camino de entrada y unos tipos se pusieron a cargarlo.
—¿Recuerda cuándo pasó todo eso?
—Ni idea. Puede que otro vecino se acuerde. Mi vecina de al lado, Avis Jent, se mantuvo en contacto con ellos durante algún tiempo. Ella podría contarle más cosas.
—¿Y usted? ¿No intercambiaban tarjetas de Navidad?
—No éramos amigos íntimos, sólo conocidos que se veían de vez en cuando. Patrick murió en un accidente de avión hará un par de años. Después de aquello, me dijeron que Deborah volvió al barrio, pero nadie me lo ha confirmado. En una ciudad de este tamaño te imaginas que te vas a encontrar con la gente constantemente, pero no es así.
—¿Cree que Deborah volvió a casarse? Se lo digo porque me pregunto si seguirá usando el apellido Unruh.
—Es probable. Aunque siempre me dio la impresión de que eran una de esas parejas perfectas que se aparean de por vida. Incluso se parecían. Los dos eran altos y delgados, con el cabello claro.
—¿Tenían hijos?
—Sólo uno, un chico llamado Greg. Deborah y Patrick acabaron criando a Rain, la hija de Greg, por lo que podría decirse que tuvieron dos hijos.
—¿Qué pasó con Greg?
—Algo muy típico de la época. A principios de los años sesenta, cuando salió de casa para ir a la universidad, era un chico pulcro y modosito, pero volvió con pinta de vagabundo. Creo que fue el verano después de su segundo curso. Greg llegó en un autobús escolar amarillo junto a una chica esmirriada. Había estado viajando por todo el país, creyéndose un espíritu libre pero sin dejar de pedirles dinero a sus padres. Resultó que su novia estaba embarazada, y que no tenían ni un centavo. Deborah y Patrick les ofrecieron un sitio donde quedarse. Nada permanente, sólo hasta que naciera el bebé. La chica ya tenía otro hijo, un niño de cinco o seis años. Greg aparcó el autobús a un lado de la caseta de la piscina, y ahí es donde vivían. Solía ver al niñito corriendo por el jardín delantero completamente desnudo. Deborah y Patrick se subían por las paredes. Para acabar de arreglarlo, después del parto, Greg y aquella chica se marcharon con el niño y les dejaron a Rain. Tras dos años sin dar señales de vida ni ofrecer ayuda económica, un juez los privó de sus derechos como padres y los Unruh adoptaron a su nieta.
—Suena como un culebrón.
—Lo fue. Creyeron que ya no verían nunca más a la pareja, pero volvieron a aparecer al cabo de un tiempo en el mismo autobús escolar amarillo, aunque ahora estaba cubierto de signos de la paz con colores psicodélicos. En el barrio no se hablaba de otra cosa. Greg se cambió el nombre a Creed, por todo eso de los credos y las doctrinas, y ella se hacía llamar Destiny. He olvidado cómo se llamaba antes. Su hijo tendría unos diez u once años entonces. Lo llamaban Sky Dancer, Sky para abreviar.
—¡Santo cielo! —exclamé—. ¿Y la hija se llamaba Rain?
—Patricia Lorraine. La abreviatura se les ocurrió antes de cambiarse ellos de nombre.
—¿Por qué volvieron?
—Ni idea. Al cabo de unas semanas se fueron otra vez de repente. Para aquel entonces a Deborah le preocupaba que llegara el día en que la madre biológica quisiera recuperar a su hija, así que esa pudo ser otra razón por la que Patrick y ella hicieran las maletas y se fueran. Así estarían ilocalizables si los buscaban esos hippies.
—¿Podría haber hecho eso la madre biológica, reclamar a la niña?
—No sabría decirle. Los tribunales pueden ser impredecibles cuando se trata del bienestar de un niño. Los jueces a veces le dan demasiada importancia a los lazos de sangre, y no tanta a la crianza. Deborah y Patrick eran unos padres estupendos, pero ¿para qué correr riesgos?
—¿Quién se marchó primero, Greg o sus padres?
—Se marchó él, de eso estoy seguro. Era la segunda vez que se esfumaba con su compañera. Deborah no tenía la más mínima intención de aguantar algo así de nuevo.
—¿Qué fue de Greg?
—Por lo que sé, él y Destiny se metieron a fondo en todo ese rollo del amor libre y de las drogas. Típicos ejemplos del flower-power. Así se hacían llamar, niños de las flores. ¿Lo recuerda? Metían margaritas en los cañones de los rifles de los guardias nacionales, como si eso hubiera servido de algo.
—Es cierto, 1967 fue el Verano del Amor —dije soltando una carcajada—. ¿En qué estarían pensando?
Holderman sonrió y sacudió la cabeza con resignación.
—Así es como sabes que te estás haciendo viejo, cuando empiezas a recordar con benevolencia las cosas que te parecían ridículas en su momento.
—Al menos creían en algo. Los jóvenes de hoy en día no parecen apasionarse por nada.
—Esa es la otra forma de saber que estás envejeciendo, cuando sueltas gilipolleces como esa —dijo riéndose—. Bueno, no quería salirme del tema. ¿Cree que el hecho de que enterraran al perro es importante?
—No lo sé, pero le diré lo que para mí no acaba de cuadrar. El cuerpo de aquel perro se lo robaron al veterinario que lo sacrificó. ¿Le parece que tiene sentido?
—No mucho. —Holderman señaló con la cabeza la casa de al lado—. Antes de tirar la toalla, le convendría hablar con Avis.
—No he dicho que fuera a tirar la toalla. Creo que todas las piezas están ahí, pero no sé cómo encajarlas.
Me despedí y pasé por delante de mi coche de camino a la casa de al lado, donde vivía Avis Jent. A decir verdad, estaba cansada de haberme pasado el día hablando y hubiera preferido irme a casa. Había mucho por asimilar y quería tomar unas cuantas notas mientras tuviera fresca la información. Por otra parte, Avis vivía a unos cincuenta metros de allí, y supuse que valdría la pena hablar con ella, ya que estaba tan cerca. Desconocía su nombre hasta que Félix lo mencionó, pero la había incluido en mi lista mental, junto a los vecinos de las casas de enfrente. Hacía bastante tiempo que no peinaba una calle, yendo de puerta en puerta y presentándome a los vecinos. Cuando era aprendiz de detective, bajo la tutela de Ben Byrd y de Morley Shine, así es como se hacía. Seguías un reguero de migas a través del bosque y las picoteabas una a una. De momento continuaba perdida, pero mi apetito aún no se había saciado, así que seguí adelante.
La señora Jent vivía en una sencilla casa de una planta, una construcción típica de los años cincuenta que probablemente se vendría abajo cuando se produjera el próximo terremoto importante. Esperaba que tuviera las primas del seguro al día. Si bien se trataba de un barrio rico, había alguna que otra casa como la suya entre las propiedades más suntuosas. Si llegaba a producirse una catástrofe, seguro que vendría alguien y le ofrecería una jugosa cantidad sólo para hacerse con la parcela.
Entre tanto, no había mucho que decir sobre la fachada de la casa: estuco rugoso pintado de color melón, con un tejado de poca pendiente cubierto con piedras del tamaño de palomitas de maíz incrustadas en alquitrán. En comparación, el césped era de un verde exuberante y el jardín estaba bien diseñado, lo cual confería a la casa cierta elegancia.
Cuando llamé al timbre, me fijé en que tenía delante uno de los paneles de vidrio coloreado de Félix. Debía de ser uno de sus primeros diseños: un sencillo racimo de uvas junto a una copa de vino. La copa parecía una U colocada sobre un palo y estaba medio llena de vino tinto. Resultó ser un presagio, ya que la mujer que me abrió la puerta llevaba una copa muy similar en la mano, aunque el cristal estaba lleno de huellas. En la otra mano sostenía un cigarrillo. Tenía los ojos castaños y el pelo de color zanahoria, cortado en mechones cortos que formaban como un halo alrededor de la cabeza igual que si fueran llamas. Le eché unos cincuenta y pico, aunque quizás era más joven y había sufrido los efectos envejecedores de la bebida y el tabaco. Iba descalza y llevaba un quimono de seda de color verde chillón.
—¿La señora Jent?
—La misma.
—Félix me ha sugerido que hablara con usted…
Avis Jent se inclinó hacia mí, tambaleándose con movimientos fluidos.
—Claro, por qué no. ¿Cómo se llama?
—Kinsey Millhone.
—Me ha pillado en la hora del cóctel. ¿Le apetece acompañarme?
Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y el kimono se desplegó a su alrededor como la capa de un torero. Afortunadamente, Avis me daba la espalda en aquel momento, por lo que no tuve que ver nada indecoroso. ¿Llevaría bragas? Se fue andando sin hacer ruido por el pasillo, hablándome por encima del hombro mientras yo la seguía detrás de una nube de humo y de vapores etílicos.
Eché una mirada furtiva al reloj: eran las dos y media.
—No se preocupe tanto por todo.
Al parecer, me había visto mirar el reloj con el rabillo del ojo.
—Lo siento. Me apetece mucho el vino.
—¿Blanco o tinto?
—Blanco.
—¿Chardonnay o Sauvignon Blanc?
—Chardonnay.
Levantó un dedo.
—¡Premio! Ha acertado.
El interior de la casa era sorprendentemente moderno. Las paredes del salón estaban pintadas de color azul cobalto, y el pasillo de un marrón rojizo. El suelo era de madera noble pulimentada y los muebles tenían un diseño austero y poco acogedor. De las paredes colgaban cuadros abstractos de gran tamaño, con salpicaduras de rojos, blancos y amarillos muy vivos.
—Soy Avis, por cierto. Eso de «señora Jent» es una chorrada. Archie Jent era mi tercer marido. Fue mi matrimonio más largo, pero ahora ya no estoy casada. Era ingeniero, seguro que conoce ese tipo de personas. Parecía que estuviera intentando cagar una pelota. Dejé de beber durante un tiempo, pero me di cuenta de que Archie me gustaba más cuando estaba borracha. Decidí conservar su apellido mientras me pagara el alquiler. ¿Está casada?
—Ahora no.
—¿Cuántas veces?
—Dos.
—Estupendo, podremos comparar maridos. Yo me casé con un par de canallas. ¿Y usted?
—Me gustaría poder decir que fueron ellos los que se portaron mal, pero la mitad de la culpa fue mía.
—Venga ya, no finja ser imparcial, es impropio de usted.
Habíamos llegado a la cocina, que era completamente blanca y contrastaba con las encimeras de mármol verde oscuro. Los electrodomésticos eran de acero inoxidable. De un estante colgaban diversas ollas y cazos de cobre. Avis abrió la puerta de un refrigerador para vinos con puertas de cristal encajado debajo de la encimera y sacó primero el botellero de arriba, y luego el siguiente de más abajo. Tomó una botella y leyó la etiqueta: «Talbott, Diamond T».
Alzó la botella para que yo también pudiera ver la etiqueta.
—¿Conoce este vino?
—No.
Me fijé en el año, 1985, y me pregunté si sería de los buenos.
—Ya verá qué maravilla. Me acabo una caja de Diamond T cada dos semanas. Además de cócteles varios. Mierda. —Avis le dio un golpe a la brasa de su cigarrillo, que se posó en el suelo cerca de su pie descalzo como si fuera un bichito rojo—. ¿Lo puede recoger, por favor? Hay papel de cocina bajo el fregadero.
Pisé la brasa y luego cogí el rollo de papel de cocina. Rasgué un trozo, lo humedecí, recogí la ceniza y la tiré a la basura.
Mientras Avis forcejeaba para descorchar el vino, pregunté:
—¿Le importa si fisgoneo un poco por aquí?
—Adelante.
Recorrí la cocina, echando un vistazo a las tres estancias contiguas: un porche trasero acristalado que rodeaba la casa, un comedor para invitados y una sala de estar. Cuando acabé mi breve recorrido, Avis había sacado una copa enorme y me había servido el suficiente Chardonnay como para acoger a un pequeño banco de peces.
—Podemos sentarnos en el porche, a menos que tenga una idea mejor.
—Por mí estupendo —respondí.
La seguí mientras cruzaba la cocina, con el quimono ondeando a su alrededor como una ola de seda. Las paredes del porche, con ventanas sobre paneles de madera, cerraban lo que probablemente fuera, tiempo atrás, un patio de cemento. Una alfombra de sisal cubría buena parte del suelo, y las ventanas podían cubrirse con estores si el sol resultaba demasiado intenso en determinados momentos del día. Los muebles eran de mimbre blanco, anticuados en comparación con el resto de la casa. Al mirar hacia el exterior caí en la cuenta de que a mi derecha estaba la casa en la que habían vivido los Unruh. No pude ver el lugar donde se pusieron a trabajar los técnicos, pero me sentí rara al saber que estaba casi al lado del terreno en el que tanto había pensado últimamente.
Avis se sentó en uno de los dos confidentes colocados a ambos lados de una mesita de mimbre, se inclinó hacia delante y alcanzó un cenicero, acercándoselo para poder encender otro cigarrillo. La cerilla usada hizo un ruidito agudo cuando la echó al cenicero metálico. Avis le dio una profunda calada al cigarrillo y exhaló una nube de humo, levantando la cabeza ligeramente para evitar echármelo a la cara.
—Bueno, ¿por qué la ha enviado Félix? Aparte de hacer gala de su encanto natural, estoy segura de que tiene algún propósito más definido en mente.
—Me interesaría hablar con Deborah Unruh, y Félix pensó que usted podría ponerme en contacto con ella.
—¿Ah, sí? ¿Y a qué se debe su interés?
—Soy una IP.
—¿Cómo dice?
—Soy investigadora privada. Mi cliente fue el que convenció a los polis para que cavaran en el jardín trasero de los Unruh.
—¿Cómo los convenció su «cliente»? No debió de ser nada fácil.
—Recordó algo que había pasado cuando tenía seis años y pensó que guardaba relación con un delito.
—¿Y de qué delito se trata?
—Preferiría no decirlo.
—Entiendo. Así que quiere que yo le dé información, pero usted no piensa soltar prenda.
—Tiene razón. Se trata del rapto de Mary Claire Fitzhugh.
—¿Y eso qué tiene que ver con Deborah? Desenterraron a un chucho. No veo qué relación puede haber entre las dos cosas.
—El perro fue enterrado en 1967, cuando Deborah y Patrick aún vivían en la casa.
—Le respondería «¿y qué?», pero no quiero parecerle grosera.
—Eso pasó por las mismas fechas en que Mary Claire Fitzhugh desapareció.
Avis me observó durante un breve instante.
—No se está bebiendo el vino.
—Es un poco pronto para mí.
—Suelo empezar a beber al mediodía, o sea, que para mí es tarde. Tendría que relajarse un poco. Un sorbito no le hará ningún daño.
Bebí un sorbo de vino y debo confesar que le daba cien vueltas a la bazofia que suelo beber yo.
—¡Caramba! Está buenísimo.
—Se lo dije. —Avis se quedó callada un momento, mientras se alisaba una arruga en el regazo de su kimono de seda—. Es curioso que haya mencionado a Mary Claire.
—¿Por qué?
Avis examinó la punta de su cigarrillo.
—No crea que me lo estoy inventando, pero Deborah tuvo una experiencia similar. Alguien se llevó a su nieta Rain quizá diez días antes del rapto de Mary Claire. Por suerte devolvieron a Rain sana y salva, pero, según dijo Deborah, su nieta debió de ser «la niña del ensayo». Un ensayo general antes del rapto auténtico.