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Miércoles, 13 de abril de 1988
El miércoles por la mañana me topé con un obstáculo. Como de costumbre, me levanté de la cama, me puse el chándal y las zapatillas de deporte, me lavé los dientes y salí de casa. El paseo desde mi estudio hasta Cabana Boulevard me sirvió de calentamiento. Caminé a paso rápido para fortalecer el corazón y ablandar los músculos largos que mantenían las piernas en movimiento. Cuando llegara al embarcadero que estaba al otro extremo de State Street comenzaría a trotar, aumentando la velocidad a medida que corría. A veces corría por el carril bici y otras veces por la acera, dependiendo del número de corredores, paseantes y ciclistas con los que pudiera encontrarme en una mañana determinada.
Delante de mí un grupo de ancianos habían ocupado una buena parte del carril bici, caminando en filas de a cuatro de lado a lado y de ocho a diez de fondo, en dos grupos separados. Opté por la acera para evitar a los rezagados. A mi izquierda pasé junto a una hilera de máquinas expendedoras de periódicos y les eché una ojeada rápida. Un nombre me llamó la atención y me detuve para leer los titulares, la mayoría pertenecientes al día anterior. Las últimas ediciones del L. A. Times, el Perdido County Record y el San Francisco Chronicle reemplazarían a los ejemplares antiguos tan pronto como el camión de reparto hiciera su ronda matutina. Lo que me llamó la atención fue un artículo publicado en el Santa Teresa Dispatch, en la parte izquierda de la portada, justo por encima de donde estaba doblado el periódico. El titular rezaba así:
ALUMNA DE LA UNIVERSIDAD DE SANTA TERESA MUERTA
EN ACCIDENTE CAUSADO POR CONDUCTOR BORRACHO
En la línea siguiente, vi el nombre de Walker McNally.
Intenté leer las frases tapadas por la estructura metálica de la máquina expendedora, pero el resto del artículo no estaba a la vista. Nunca llevo dinero encima cuando salgo a correr, por lo que me vi obligada a sortear el pequeño problema del candado. Le di un par de sacudidas rápidas y por suerte se abrió. Saqué un ejemplar del Dispatch y dejé que la portezuela volviera a cerrarse de golpe. Busqué la primera sección y leí el artículo mientras caminaba. Cuando llegué a la parada del autobús, me senté en un banco y volví a leerlo entero.
El lunes al mediodía, una estudiante de segundo curso de la Universidad de California en Santa Teresa llamada Julie Riordan murió a resultas de una colisión entre dos vehículos en la autopista 154 mientras volvía a su casa desde San Francisco. Walker McNally era el conductor del otro vehículo. Según la declaración de varios testigos, McNally perdió el control de su Mercedes, atravesó la mediana de la autopista y chocó de frente contra el coche de Julie. A continuación salió a gatas del coche siniestrado y se fue a pie. Cuando la policía lo localizó, se había desplomado junto a la carretera. Lo ingresaron en St. Terry con una tasa de alcohol en la sangre muy superior al límite legal. Sus heridas no eran graves, y calificaron su situación como estable. Julie Riordan, de diecinueve años de edad, fue declarada muerta en el lugar del accidente.
No era de extrañar que Carolyn McNally me hubiera colgado. Walker estaría probablemente en el hospital cuando lo llamé a su casa, y su mujer debió de suponer que me habían contratado para investigar el accidente. Si Walker volvía a su trabajo —suponiendo que no lo hubieran metido en chirona en el ínterin—, no iba a mostrarse mucho más simpático que su esposa. Sus colegas en el banco también mantendrían la boca cerrada, tras recibir órdenes de no revelar ni siquiera la información más inocua. Yo sólo quería la dirección actual de su padre y unos minutos de su tiempo. Si el doctor McNally se había olvidado del perro, me enfrentaría a otro callejón sin salida, pero me desesperaba pensar que podría estar en la ciudad sin que yo pudiera localizarlo.
Le di vueltas a la idea de ponerme en contacto con Diana Álvarez. Probablemente sería capaz de emplear múltiples artimañas para obtener la información que yo necesitaba saber, pero no quería que conociera mi interés en el perro lobo enterrado en aquella colina. Flannagan Sánchez ya me había contado todo lo que sabía al respecto, por lo que otra charla con él no aportaría ningún dato nuevo. Dejé de correr y volví a casa.
Tiré el periódico sobre la encimera de la cocina y encendí la tele. Sintonicé uno de los canales locales con la esperanza de que mencionaran el suceso en algún noticiario, pero sólo pillé una sarta inacabable de anuncios. Probé con dos canales más, pero obtuve idénticos resultados. Dejé el televisor puesto y subí a ducharme. Después de vestirme hice café, y luego me comí una tostada mientras volvía a leer el artículo. No cabía duda, Walker McNally estaba de mierda hasta el cuello. ¿Y ahora qué?
De camino a mi despacho pasé por el mercado: necesitaba reemplazar la comida infestada de bichos que había tirado a la basura el lunes. Era muy poco probable que fuera a ponerme a cocinar o a hacer pasteles, pero las estanterías vacías tenían un aspecto deplorable. Me aprovisioné de harina de trigo y de maíz, de cereales y de galletas. Tanto dulces como saladas, por si a alguien le interesa saberlo. También compré bicarbonato y un bote de levadura en polvo. Me había fijado, al echar el viejo a la basura, que la fecha de caducidad que venía en el culo del bote era marzo de 1985. Ya que estaba lanzada, compré lazos de pasta seca y arroz largo, además de varias latas de salsa de tomate, tomate concentrado y tomate troceado con cebolla y laurel. Sólo compraba para que mi atribulado cerebro pudiera descansar. Necesitaba trazar una nueva estrategia, y no se me ocurriría mientras intentara resolver el problema directamente.
Me dirigí al pasillo de al lado y lo recorrí echando cajas de pañuelos de papel y rollos de papel de cocina y de váter en el carrito. Cuando estaba a punto de coger un frasco de detergente líquido, se me ocurrió una posible solución. Acabé de comprar, pagué y lo metí todo en el maletero del coche. Entonces me deslicé tras el volante, saqué el cuaderno del bolso y lo hojeé hasta encontrar la dirección del Hospital de Mascotas McNally en Dave Levine Street que Sánchez me había dado. Casi de forma inconsciente había estado dándole vueltas al típico juego de «supón que…» y «qué pasaría si…», mientras trataba de encontrar al padre de Walker. Pensé en lo que podría haber pasado si, tras jubilarse, el doctor McNally hubiera vendido su consulta a otro veterinario: puede que el nuevo veterinario supiera dónde vivía ahora su predecesor.
Puse en marcha el Mustang y salí del aparcamiento. Torcí a la derecha por Chapel y seguí adelante hasta llegar al callejón sin salida en Miracle, donde giré a la izquierda y recorrí media manzana. Llegué por fin a Dave Levine Street, a seis manzanas del punto en que se separaba de State. La dirección que buscaba tenía que hallarse a mi izquierda en alguna parte. Torcí a la izquierda y continué a una velocidad muy reducida hasta que llegué a Solitario Street. En el otro extremo del cruce, en un pequeño centro comercial con siete locales, vi la Clínica para Gatos Mid-City, cuyo número coincidía con el que Sánchez me había dado. Me hice con el único aparcamiento disponible y permanecí sentada en el coche un momento, esperando que los dioses me fueran propicios. Una figura de madera del Gato con Botas señalaba hacia la entrada de la clínica, donde pude leer serigrafiados en el cristal los nombres de dos veterinarios: Stephanie Forbes y Vespa Chin.
Salí del coche, lo cerré con llave y entré en la clínica. La sala de espera, pequeña y pulcra, tenía un mostrador a la derecha que servía de separación entre el escritorio de la recepcionista y la sala de espera. Detrás del escritorio había un archivador abierto lleno de carpetas con etiquetas de colores. Un gráfico colgado en la pared ilustraba las diferencias entre un gato saludable y un gato gordo. También había un tablón de anuncios empapelado con fotos de gatos que, supuse, habrían sido tratados por los venerables doctores Forbes y Chin. A través de una puerta pude ver diversas jaulas de alambre en las que había felinos de todo tipo: algunos que quizá fueran huéspedes de la clínica, y otros a los que estarían tratando de diversas enfermedades gatunas.
La recepcionista, una mujer de sesenta y tantos, levantó la vista cuando entré. Tenía el pelo lacio y muy canoso, cortado en una melena recta que le llegaba hasta los hombros. Llevaba gafas bifocales con lentes biseladas y una fina montura de alambre. La parte superior de las lentes estaba tintada de azul, y la parte inferior de rosa. Me pregunté qué aspecto tendría el mundo visto desde su perspectiva.
—¿Qué desea?
—Espero que pueda darme cierta información.
—Lo intentaré —respondió. Llevaba una bata con gatos estampados en todas las combinaciones de colores concebibles, con auténtico pelo de gato apelmazado aquí y allá. Parecía el tipo de mujer que llevaría un gato en brazos mientras el despacho estuviera cerrado al mediodía. Algo más tarde me fijé en el gatito gris que dormía en su escritorio, aovillado como un pisapapeles peludo.
—Estoy buscando al anterior propietario de esta clínica. Según tengo entendido, también era veterinario.
—¿El doctor McNally?
—Exactamente. ¿Por casualidad no trabajaría para él?
—No, pero cuidó de todos mis animales a lo largo de los años. Dos perros y ni se sabe cuántos gatos.
—¿Se le ocurre cómo podría localizarlo?
—¿Por qué lo quiere saber? —preguntó con tono vacilante.
—Bueno, tengo un problemilla bastante raro, ahora se lo explico. —Recité mi extraña petición de corrido. Mencioné muy de pasada las circunstancias, porque no quería levantar la liebre con respecto al caso de Mary Claire Fitzhugh. Sí que mencioné a Ulf, el perro enterrado, así como la chapa y a su antiguo dueño, que no sabía que lo hubieran enterrado en Horton Ravine.
—Tengo la esperanza de que el doctor McNally pueda rellenar los espacios en blanco.
—Es muy posible, y estoy segura de que disfrutará con la visita. Vive en Valley Oaks, en el número 17 de Juniper Lane. Espere un segundo y le daré su número de teléfono. —La recepcionista abrió el cajón inferior de su escritorio y sacó una agenda de teléfonos encuadernada en cuero que tenía aspecto de ser para su uso personal—. ¿Quiere que lo llame y que le diga que usted irá a verlo?
—No estoy segura de mi horario para el resto de la semana, así que probablemente será mejor no llamarlo de antemano. No quiero que me espere pensando que tendrá compañía si no puedo ir hasta dentro de uno o dos días.
—Entiendo —respondió. Apuntó el número de teléfono y la dirección del doctor McNally y me pasó la nota sobre el escritorio.
—Muchísimas gracias, se lo agradezco de verdad —dije mientras me metía la nota en el bolso.
—Supongo que no querrá un gato —respondió con vacilación—. Nos dejan muchos gatos callejeros en la puerta. Algunos están algo viejos y es más difícil encontrarles casa, pero no se puede imaginar lo cariñosos que son.
—Lo tendré en cuenta.
El Asentamiento para la Tercera Edad de Valley Oaks se construyó en una antigua finca de Montebello. Me gustaba la palabra «asentamiento». Sugería un campamento en los confines más alejados de la civilización, donde los pioneros que envejecían podían encontrar cobijo y compañía. En la entrada, un mapa pintado indicaba la situación de las viviendas. Tardé un minuto en localizar el número 17 de Juniper Lane. Atravesé la verja conduciendo a paso de tortuga, tal y como exigía la señal que advertía sobre los resaltes en la calzada que aparecían cada cinco metros. Los jardines estaban cuidadísimos, y muchos de los viejos robles aún seguían en pie. Desde el camino principal salían varias calles serpenteantes que desaparecían en múltiples direcciones, todas ellas marcadas con una discreta señal que indicaba el nombre de la calle y los números de las viviendas allí construidas. Me fijé en que algunas viviendas tenían rampas para quienes usaran silla de ruedas. A través de los árboles pude ver una estructura imponente, que, supuse, sería la mansión original reconvertida ahora en habitaciones públicas donde los residentes podían reunirse, cenar o recibir a sus amigos.
El número 17 de Juniper Lane era un chalet que habría hecho las delicias de Hansel y Gretel: una acogedora estructura de estuco con un tejado que parecía de paja. La puerta de entrada estaba pintada de verde oscuro, así como los postigos de las ventanas. En un rincón del porche había unas cuantas macetas, todas ellas vacías. De camino hacia la casa, mientras ensayaba mentalmente lo que iba a decir, decidí no mencionar que conocía por encima a Walker. Di por sentado que el doctor McNally estaría enterado de los problemas legales de su hijo, y no se trataba de un tema que pudiera resultar productivo. El accidente de Walker no tenía nada que ver con mi investigación. Estacioné en un aparcamiento situado entre dos chalets, con cabida para cuatro coches.
Llamé a la puerta y al cabo de un momento apareció un hombre de unos ochenta años. Tenía el pelo gris, cortado muy corto, y llevaba unas gafas bifocales de montura metálica. No se parecía demasiado a Walker, pero, por otra parte, yo no había visto a Walker desde hacía muchos años, por lo que podrían ser más parecidos de lo que yo suponía. Llevaba una sudadera azul marino con las mangas arremangadas y pantalones cortos arrugados en la parte delantera. Calzaba zapatillas en lugar de zapatos y calcetines, y sus pantorrillas parecían huesos para la sopa, en los que crecían cuatro pelos mal contados.
—¿Doctor McNally?
—¿Sí?
—Siento presentarme sin avisar, pero estoy intentando encontrar información sobre un perro que usted sacrificó hace bastantes años.
El anciano me miró y aguardó unos instantes antes de contestar por si yo tenía algo más que decir.
—¿Para qué quiere saberlo? No entiendo cuál es su propósito.
—El perro apareció enterrado en un terreno de Horton Ravine. La noticia salió a la luz la semana pasada y me tiene intrigada. La chapa del perro me sirvió para localizar a su dueño en Puerto, y él se sorprendió tanto como yo. Me doy cuenta de que es una posibilidad muy remota, pero esperaba que usted pudiera decirme por qué fue a parar el perro a Horton Ravine.
—Entiendo. —Se lo pensó brevemente y entonces pareció decidirse—. ¿Por qué no entra? Tengo buena memoria para los animales, pero no recuerdo casi nada más. ¿Cuántos años hace de esto?
—Veintiuno.
—¡Cielo santo!
McNally dio un paso atrás y me hizo pasar a un recibidor revestido de pizarra. Cerró la puerta una vez hube entrado y entonces me condujo por un pasillo corto hacia la parte trasera del chalet. Alcancé a ver un dormitorio a mi derecha y un estudio repleto de estanterías con libros a mi izquierda. Al fondo del chalé había una magnífica habitación con sofás en un lado y una cocina en el otro. El doctor McNally había colocado una pequeña mesa de comedor y dos sillas contra una enorme ventana de cuarterones desde la que se veía un jardín con césped. Todo estaba muy ordenado, y no se veía ni rastro de la señora McNally. No sé cómo pueden quejarse las mujeres por la falta de hombres solos en este mundo. El veterinario jubilado se sentó en un mullido sillón, mientras que yo ocupé un extremo del sofá de idéntico tapizado. El doctor McNally se puso las manos en las rodillas y dijo:
—Cuénteme con más detalle qué es lo que quiere saber. No estoy del todo seguro de cómo poder ayudarla.
—Este es el asunto —expliqué—. En el verano de 1967, un hombre le llevó su perro a la consulta. Era un perro lobo llamado Ulf. Me dijo que usted lo sedó y le hizo radiografías, que mostraron un osteosarcoma. Usted recomendó sacrificar al perro.
—Ya recuerdo —dijo Walter asintiendo con la cabeza—. Un perro joven, de unos cuatro o cinco años.
—¿En serio? ¿Se acuerda del perro?
—No podría haberle dicho cómo se llamaba, pero recuerdo el animal al que se refiere. Fue el único perro lobo que tuve la oportunidad de tratar. Hoy en día se ven algunos más, pero entonces eran muy poco frecuentes. Por lo que recuerdo, el hombre llamó a varias clínicas veterinarias de la zona y ninguno de los otros veterinarios aceptó atenderlo. Era un animal hermoso, un ejemplar espléndido. Tenía tanto de lobo, que parecía como si hubiera llegado trotando desde el bosque. Por lo visto sufría episodios de cojera que parecían estar empeorando.
»Pensé en el osteosarcoma cuando su dueño mencionó que a Ulf le dolía mucho la articulación, y la radiografía confirmó mis sospechas. Un tumor de ese tipo no suele invadir otros huesos. En la articulación en la que aparece el tumor se produce una expansión gradual, que acaba destruyendo el hueso desde dentro y causa un dolor insoportable. En las radiografías que le saqué parecía como si el tumor hubiera desintegrado el hueso. No podíamos salvar al perro. Esta es la versión resumida. Sabía que el dueño del perro estaba muy disgustado, pero le aconsejé que lo mejor sería ahorrarle más sufrimiento al animal».
—Aquel hombre se llamaba P. F. Sánchez. El perro era de un hijo suyo que había fallecido.
—Entiendo. Bueno, se trataba de una situación triste que podía generar aún más sufrimiento. Ya es bastante duro tener que sacrificar a un animal, sean cuales sean las circunstancias, pero cuando el perro pertenece a un hijo que has perdido… —McNally dejó la frase a la mitad.
—¿Qué pasó con el perro después de que fuera sacrificado?
—El departamento de control animal del condado se hizo cargo de los restos. Metimos el cuerpo en una bolsa de lona y la dejamos en el cobertizo que había detrás del consultorio. Era un cobertizo de madera que se podía abrir por delante y por detrás. No sé cómo funcionan estas cosas en la actualidad. Creo que debido a los recientes recortes en los presupuestos, el condado ya no ofrece este servicio de recogida, y cada veterinario tiene que llevar por su cuenta los restos hasta el departamento de control animal. Sea cual sea el procedimiento, los animales son incinerados, eso no ha cambiado. Daba por hecho que ese había sido el final de Ulf, hasta que usted me ha dicho que no fue así.
—¿El condado hacía recogidas a diario?
McNally negó con la cabeza.
—Los llamábamos cuando había que recoger algún animal y llegaban por la tarde, antes de que cerráramos el consultorio.
—¿Alguna vez tuvo motivos para enterrar usted mismo a un animal?
—No. Entiendo que la gente quiera enterrar a su mascota en el jardín, pero yo no me habría encargado de algo así. No era mi perro.
—¿Sabe si el condado tenía un registro de recogidas?
—No veo por qué habría de tenerlo. El dueño de la mascota firmaba un formulario en el que daba su autorización para sacrificar al animal. A veces el dueño nos pedía que le entregáramos las cenizas, y otras veces le pedíamos nosotros al departamento de control animal que se deshiciera de ellas. No veo que eso pudiera dar lugar a ningún conflicto.
—No, no. No hay ningún conflicto —aclaré—. Sánchez me dijo que le dio la autorización por teléfono.
—No lo recuerdo, pero imagino que sería así.
—¿Y qué hay de sus archivos?
—Ya han desaparecido. Cuando me jubilé envié algunos historiales a otros veterinarios que me los habían pedido, y dejé el resto en un almacén. Lo guardé todo durante diez años, y después metí todos los papeles en cajas y llamé a una empresa especializada en la destrucción de documentos. Puede que no fuera necesario, pero no me gustaba la idea de que todos aquellos datos personales fueran a parar a la basura.
—¿Se le ocurre alguna razón por la que no hubieran recogido a Ulf para incinerarlo? ¿Alguna circunstancia especial?
McNally volvió a negar con la cabeza.
—Aquel era el procedimiento habitual.
—¿La mayoría de gente conserva las cenizas?
—Unos sí y otros no. ¿Por qué lo pregunta?
—Por curiosidad. Como nunca he tenido mascota, no tengo ni idea de lo que se hace en estos casos.
—La gente se encariña mucho con sus animales. A veces un perro o un gato pueden significar más que tu propia familia.
—Entiendo —dije—. Bueno, ya le he robado demasiado tiempo. —Cogí el bolso y saqué una tarjeta antes de levantarme—. Le dejo mi número por si se le ocurre algo más.
El doctor McNally se levantó al mismo tiempo que yo y continuó hablando mientras me acompañaba hasta la puerta.
—Siento no haberle sido de más ayuda.
—Me ha ayudado más de lo que esperaba. Es frustrante, pero supongo que tendré que aceptarlo.
—¿Qué es lo que está en juego? Eso es lo que debería preguntarse.
—Aún no lo sé. Puede que nada.
—No permita que una cosa así le impida dormir por la noche. Es malo para su salud.
—¿Y qué hay de usted? ¿Duerme bien?
—Muy bien —respondió McNally con una sonrisa—. Soy un hombre de suerte. Tuve una familia maravillosa y un trabajo que me apasionaba. Mi salud es excelente y aún conservo todas mis facultades, o eso creo —añadió con ironía—. Conseguí ahorrar el dinero suficiente para disfrutar de mi vejez, así que ahora sólo es cuestión de mantenerme activo. No todo el mundo tiene tanta suerte.
—Es usted muy afortunado.
—Sí que lo soy.
Mientras me subía de nuevo en el coche, me pregunté lo afortunado que se sentiría al enterarse de los problemas en que se había metido su hijo Walker. Si ya los conocía, no lo dejó entrever.
De camino al despacho hice un segundo viaje hasta la Clínica para Gatos Mid-City, pero esta vez torcí por el callejón que había detrás del edificio. El nombre de cada negocio estaba serigrafiado también en la puerta trasera, por lo que me resultó fácil localizar el cobertizo que había mencionado el doctor McNally. Aparqué y salí del coche para inspeccionarlo de cerca. Era más pequeño que el contenedor para cubos de basura fijado a la pared a la derecha de la puerta. El cobertizo de madera, de construcción muy sencilla, se cerraba mediante un gancho metálico que encajaba en un pequeño ojo de metal. No había otro mecanismo de cierre visible, ni nada que permitiera suponer que lo hubo en otro tiempo. Ni siquiera había un picaporte donde insertar y fijar un candado o una cerradura de combinación. Tiré del pomo de madera y la puerta se abrió silenciosamente. Salvo hojas secas y telarañas, no había nada en su interior y no parecía que nadie lo usara. En la parte trasera del cobertizo, la puerta que daba al consultorio en la época del doctor McNally estaba cerrada con tablas.
Inspeccioné el callejón en ambas direcciones. Vi enfrente una serie de garajes privados con caminos que conducían a jardines traseros, la mayoría de los cuales estaban separados por vallas. Esta era una vía pública, accesible por ambos extremos. Cualquiera podría haber sabido que aquí se efectuaban las recogidas, tanto empleados del consultorio como clientes, funcionarios del departamento de control animal, vecinos, negocios adyacentes, basureros y vagabundos. Conseguí reducir el número de sospechosos de mangar mascotas muertas a unos doscientos desconocidos. ¡Muy inteligente por mi parte! La pregunta seguía sin respuesta: ¿por qué querría alguien robar un perro muerto y transportarlo a Horton Ravine para enterrarlo allí?
A menos que, como había sugerido Sutton, los dos tipos se vieran obligados a sustituir el objeto —o el cuerpo— que estuvieran enterrando por los restos de Ulf cuando el niño de seis años que era entonces Sutton se tropezó con ellos. Había desechado esa posibilidad cuando Michael la mencionó, pero ahora recapacité. Un perro lobo macho adulto habría sido mucho más grande que una niña de cuatro años, pero dado que no tenía forma de determinar lo que había sucedido en realidad, quizás había llegado la hora de enfocar la cuestión desde otro punto de vista: no importaba tanto el motivo del robo del perro muerto y su posterior entierro como la elección del lugar donde enterrarlo. ¿Por qué allí y no en cualquier otra parte?