15

Jon Corso

Noviembre de 1962-Septiembre de 1966

La madre de Jon murió cuando él tenía trece años. De niña había sido asmática, y años después sufrió un sinfín de enfermedades pulmonares. Jon era consciente de que su madre se encontraba mal muy a menudo. Era propensa a padecer ataques de tos, resfriados y diversas infecciones de las vías respiratorias altas: neumonía, bronquitis, pleuresía… Nunca se quejaba y siempre parecía reponerse, lo que Jon interpretó como prueba de que no estaba gravemente enferma.

En noviembre cogió la gripe, y los síntomas parecieron empeorar a medida que pasaban los días. Un viernes por la mañana, dado que no mejoraba, Jon le preguntó si debería llamar a alguien, pero ella respondió que se pondría bien. Su padre, Lionel, estaba fuera de la ciudad. Jon no podía recordar dónde, y Lionel no había dejado ningún número de contacto. Impartía clases de literatura en la Universidad de California en Santa Teresa, pero se encontraba disfrutando de un año sabático. Recientemente había publicado la biografía de un poeta irlandés importante, cuyo nombre había olvidado Jon. Aquellos días Lionel viajaba por varias ciudades para dar una serie de conferencias sobre el libro, razón por la cual Jon y su madre estaban solos.

Jon se ofreció a quedarse en casa en lugar de ir al colegio, pero su madre no quería que perdiera clases. A las siete y media cogió la bicicleta y recorrió los tres kilómetros que había entre su casa y la Academia Climping. Era un chico fornido, bajo para su edad y con veinte kilos de sobrepeso. Entre los kilos de más y los aparatos que llevaba en los dientes, no es que resultara muy atractivo precisamente. Había oído a su padre hacer un comentario sobre la posibilidad de que acabara convirtiéndose en un cisne. «Por favor, Dios mío», fueron las palabras de Lionel. Jon no oyó la primera parte de la frase, pero no le costó demasiado entender que su padre lo veía como a un patito feo. Le sorprendió saber que los demás tenían opiniones sobre él, y no siempre benévolas. Su madre le había prometido que daría el estirón cuando llegara a la pubertad, pero de momento seguía sin crecer. Su padre le compró la bicicleta para animarlo a hacer ejercicio al aire libre. Jon prefería mil veces que su madre lo llevara al colegio en coche, cosa que solía hacer cuando se encontraba bien.

A las tres y media de aquel viernes, Jon volvió en bicicleta a su casa y la encontró tal y como la había dejado. Le sorprendió que su madre no estuviera levantada esperándolo. Normalmente, aunque estuviera enferma, se las arreglaba para ducharse y vestirse antes de primera hora de la tarde, cuando él salía del colegio. Jon solía encontrarla sentada en la cocina, fumando un cigarrillo y aparentando cierta normalidad. A veces incluso le hacía un pastel de los que vienen semipreparados en un paquete. Aquella tarde las habitaciones le parecieron frías y oscuras, aunque las luces estaban encendidas y se oía el ruido que producía el horno de aire forzado.

Jon llamó a la puerta del dormitorio de su madre y luego la abrió.

—¿Mamá?

Su madre tenía entonces una tos suelta, con mucha flema. Le indicó con un gesto que entrara en la habitación, mientras se daba golpecitos en el pecho y se llevaba un pañuelo a la boca para escupir algo.

Jon se quedó de pie en la puerta mirándola.

—¿No tendrías que llamar al médico?

Su madre rechazó la sugerencia con un gesto de la mano, sacudida por otro ataque de tos que la dejó sudorosa y exhausta.

—Me quedan algunas pastillas de la última vez. Mira a ver si puedes encontrarlas en el botiquín. Y tráeme un vaso de agua, por favor.

Jon hizo lo que su madre le pedía. Había cuatro frascos de medicamentos recetados por el médico. Los llevó todos hasta la cama de su madre para que esta escogiera el que le pareciera más indicado. Su madre se tragó dos pastillas con un sorbo de agua y se reclinó en las almohadas, que había colocado casi en posición vertical para poder respirar mejor.

—¿Has comido? —preguntó Jon.

—Aún no. Ya comeré algo dentro de un ratito.

—Te puedo preparar un sándwich caliente de queso, como me enseñaste.

Jon quería ayudar. Quería ser útil, porque, cuando su madre volviera a encontrarse bien, todo se arreglaría. Se sentía responsable porque era el único hijo que vivía en casa. Su hermano Grant, cinco años mayor que él, acababa de irse a Vanderbilt y no volvería hasta las vacaciones de Navidad.

Su madre sonrió débilmente.

—Un sándwich caliente suena muy bien. Eres un encanto.

Jon entró en la cocina y preparó el sándwich, asegurándose de untar de mantequilla las rebanadas por los dos lados para que se tostara de forma uniforme. Cuando volvió a llamar a la puerta, plato en mano, su madre le dijo que dormiría un rato antes de comer. Jon le dejó el plato en la mesilla de noche para que lo tuviera a su alcance, se fue al salón y encendió el televisor.

Cuando volvió a entrar en el dormitorio al cabo de una hora, su madre tenía muy mal aspecto. Jon se acercó a su cama y le puso la mano en la frente, como solía hacer ella cuando pensaba que a Jon le había subido la fiebre. Su madre tenía la piel ardiendo y su respiración era rápida y poco profunda. Temblaba de forma incontrolable, y, cuando abrió los ojos, Jon le preguntó:

—¿Te encuentras bien?

—Tengo frío, eso es todo. Tráeme el edredón que está en el armario de la ropa de cama, por favor.

—Claro.

Jon encontró algunas mantas y las puso sobre la cama de su madre, preocupado por no estar haciendo suficiente.

—Creo que tendría que llamar a una ambulancia, ¿vale? —preguntó.

Cuando su madre no le respondió, Jon llamó a Urgencias y los enfermeros llegaron al cabo de veinte minutos. Los dejó entrar, aliviado de no tener que cargar él con la responsabilidad. Uno de los dos hombres le hizo algunas preguntas, mientras el otro le ponía el termómetro a su madre, le tomaba la tensión y la auscultaba. Después de hablar brevemente entre sí y de hacer una llamada, la sacaron en una camilla y la metieron en la parte trasera de la ambulancia. Por la forma en que los dos hombres se miraron, Jon supo que estaba más enferma de lo que él había pensado.

Cuando el enfermero le dijo que podía seguirlos hasta St. Terry’s, Jon por poco se echa a reír.

—Soy un niño, no sé conducir. Mi padre ni siquiera está en casa. Se encuentra fuera de la ciudad.

Después de más susurros le permitieron viajar en la parte delantera de la ambulancia, lo que, dedujo Jon, iba contra las normas de la empresa.

Al llegar a Urgencias se sentó en la sala de espera mientras el médico examinaba a su madre. La enfermera le dijo que tendría que llamar a alguien, pero aquello lo confundió aún más. No sabía cómo localizar a su hermano en Nashville, y ¿a quién más podía llamar? ¿Cómo iba él a tener el número de teléfono particular de sus profesores? El colegio estaría cerrado a esas horas de todos modos, o sea, que de poco serviría llamarlos. Por lo que Jon sabía, no tenía ningún pariente cercano. Sus padres no iban a la iglesia, así que ni siquiera podía llamar a un pastor.

La enfermera se marchó por el pasillo y al poco rato apareció la trabajadora social del hospital. No le fue de gran ayuda: le hizo la misma serie de preguntas que Jon no podía responder. Finalmente la trabajadora social se puso en contacto con unos vecinos, una pareja a la que sus padres apenas conocían. Jon pasó aquella noche y la noche siguiente con ellos, tras dejar sendas notas en la puerta de entrada y en la puerta trasera para que su padre supiera dónde encontrarlo.

Su madre sobrevivió durante un día y medio y después murió. La última vez que la vio —la noche en que su padre apareció por fin— llevaba catéteres intravenosos en ambos tobillos. Le habían puesto un brazalete para medirle la tensión, una pinza en el dedo para medirle el pulso, un catéter arterial en una muñeca y varios tubos pegados con esparadrapo en la cara. Jon supo que su madre había muerto en el preciso instante en que el pecho dejó de subir y bajar, pero la siguió mirando de todos modos convencido de que aún se movía. Al final su padre le dijo que había llegado la hora de irse.

Lionel lo llevó a casa en coche y pasó las dos horas siguientes hablando por teléfono para dar la noticia a amigos y parientes, a la compañía de seguros, y Jon no estaba seguro de a quién más. Mientras su padre llamaba, Jon fue al dormitorio de su madre. El lado de la cama en el que dormía Lionel permanecía intacto, mientras que en el lado de su madre las sábanas estaban arrugadas y las almohadas aún se hallaban en posición vertical contra la cabecera. Los pañuelos de papel en los que había escupido continuaban esparcidos por el suelo.

El plato con el sándwich de queso reposaba sobre la mesita de noche. Estaba frío y el pan se había secado, pero Jon se sentó en el borde de la cama y se lo comió de todos modos. El calor corporal que despedía reavivó el olor de su madre, que aún impregnaba las sábanas. Debido a los aparatos que llevaba en los dientes, Jon no podía morder un bocadillo sin que algunos restos de pan se le quedaran atrapados entre los alambres, así que lo cortó pedacito a pedacito y fue masticándolo mientras pensaba en ella.

Aquella noche, a las diez, su padre lo encontró allí, sentado en la oscuridad. Lionel encendió la luz, se sentó a su lado y le rodeó el hombro con el brazo.

—Tú no tuviste la culpa, Jon. No quiero que pienses que alguien te culpa por no pedir ayuda a tiempo…

Jon no se movió. Comenzó a invadirlo un escalofrío que le fue bajando desde el pecho hasta la planta de los pies. Se le encendieron las mejillas y miró a su padre sin comprender lo que le estaba diciendo. Hasta aquel momento ni se le había ocurrido pensar que él pudiera haberle salvado la vida a su madre. Sólo tenía trece años. Su madre le había asegurado que se encontraba bien, y él la había creído. Ante la falta de consejos de un adulto, había esperado alguna indicación. De repente cayó en la cuenta de lo ridículos que habían sido sus cuidados y de lo inmaduro e inepto que fue al preparar el sándwich de queso, como si eso hubiera podido curarla o prolongarle la vida.

Jon tardó años en darse cuenta de que, con ese comentario, su padre pretendía aliviar su propia culpa por no haber dejado un número de contacto. En realidad —y Jon aún tardaría varios años en descubrirlo—. Lionel estaba en la habitación de un hotel, retozando con una alumna de posgrado a la que había conocido mientras daba una conferencia en la Universidad de Boston.

Su hermano regresó a casa para asistir al funeral, pero volvió a marcharse casi de inmediato. El resto del curso escolar fue extraño. Jon y su padre tenían sus propias rutinas, como dos solterones. Su padre pagaba las facturas y se encargaba de que todo siguiera su curso. La casa era una pocilga. Salían a comer fuera, compraban comida rápida o la encargaban en cualquier restaurante que repartiera a domicilio. Lionel volvió a dar clases de inglés, y dos trimestres de historia de la literatura, a estudiantes universitarios de primer curso, y pasaba muchas horas en la universidad. Jon hacía lo que quería. Nadie pareció darse cuenta de que siguiera llorando la muerte de su madre. Creía que la tristeza se había posado sobre él como si fuera un velo. Pasaba casi todo su tiempo libre en su dormitorio. Debido al sobrepeso apenas tenía amigos, por lo que disfrutaba de su aislamiento. Sus notas eran desiguales: buenas en inglés y en dibujo, malas en todo lo demás. Una mujer de la limpieza iba a la casa dos veces por semana, pero ese era casi todo el contacto que Jon tenía con otras personas. Sus profesores lo miraban con lástima, aunque se había vuelto tan taciturno que no se atrevían a consolarlo.

En primavera, sin consultárselo antes, Jon descubrió que su padre lo había apuntado a un campamento de verano durante dos meses. Lionel se había comprometido a impartir una serie de conferencias que lo obligarían a viajar en zigzag por todo el país de forma ininterrumpida durante junio y julio. Un día después de que terminara el curso, Lionel envió a Jon a Michigan. Se trataba de un supuesto programa deportivo, aunque en realidad era un campamento de entrenamiento intensivo para chicos gordos. Los pesaban a diario, les hablaban sobre nutrición, los reprendían por sus hábitos alimentarios y los obligaban a participar en largas sesiones de ejercicio, durante las cuales algunos llegaban a desplomarse. Sorprendentemente, Jon lo pasó bien. Su soledad, su culpabilidad, el silencio de la casa e incluso la pérdida irreemplazable de su madre ocuparon un segundo plano durante dos meses, y Jon necesitaba relajarse. En el campamento alentaban a los chicos a escoger un deporte: baloncesto, fútbol, fútbol americano, hockey, lacrosse o atletismo.

Jon escogió las carreras de fondo. Le gustaban los deportes cuyo objetivo consistía en alcanzar un logro individual. Le gustaba competir consigo mismo. Carecía por completo de espíritu de equipo. Era poco cooperativo por naturaleza y no tenía madera de hincha. No quería llevar un uniforme que impidiera distinguirlo de otros cincuenta chicos en el campo de juego. Prefería estar solo. Le gustaban los retos. Le gustaba el sudor y el esfuerzo a que sometía a sus pulmones, y el dolor que sentía en las piernas mientras corría.

Cuando volvió a casa después del campamento, ya había dado el prometido estirón. Jon había perdido diez kilos y había añadido casi ocho centímetros a su metro setenta de estatura. Durante los dos cursos siguientes le retiraron los aparatos de los dientes, creció diez centímetros más y perdió otros cinco kilos. Correr lo mantenía delgado y lo llenaba de energía. Empezó a jugar al golf, y en su tiempo libre trabajaba de caddie en el club. Su vida y la de su padre discurrían por vías separadas pero paralelas, lo cual no le suponía ningún problema.

En agosto de 1964, antes del primer año de Jon en Climp, Lionel apareció en la puerta de la habitación en la que Jon veía la tele repantingado en el sofá, con los pies apoyados en la otomana y un vaso de Diet Pepsi sobre el pecho. Su padre había estado saliendo mucho, pero Jon no había pensado demasiado en ello.

Lionel asomó la cabeza dentro de la habitación y dijo:

—Hola, hijo. ¿Cómo va todo?

—Bien.

—¿Podrías bajar un poco el volumen, por favor?

Jon se levantó y se dirigió al televisor. Bajó el sonido y volvió a su asiento, con la mirada aún fija en la pantalla aunque fingiera escuchar a su padre.

—Me gustaría presentarte a alguien —dijo Lionel—. Mona Stark.

Jon miró hacia la puerta mientras su padre se hacía a un lado y ahí estaba ella. Era más alta que su padre y se parecía a una de las ilustraciones de colores chillones de su libro de biología: pelo negro, ojos azules, labios como una raja pintarrajeada de granate. Su cuerpo estaba dividido en dos segmentos —pechos arriba, amplias caderas abajo— separados por una estrecha cintura. En aquel momento, Jon le tomó las medidas sin proponérselo siquiera de forma consciente: Mona era una avispa, una depredadora. Podía leer el párrafo de su libro mentalmente: «Algunas avispas viven en sociedades más complejas que las de las abejas y las hormigas sociales. Las avispas dependen de un avispero en el que llevan a cabo muchas de sus actividades, en especial el cuidado de sus crías».

—Encantado de conocerla —dijo Jon.

—Encantada de conocerte yo a ti —respondió ella. Y a continuación le dijo a Lionel en tono de fingido reproche—: Qué chico tan malo. Ya veo que me espera mucho trabajo. No me puedo creer que no le hayas enseñado que se tiene que levantar cuando una dama entra en la habitación.

Tímidamente, Jon dejó el refresco en el suelo y se levantó.

—Lo siento, es culpa mía, no de mi padre —farfulló.

Jon le dirigió una mirada de reproche a Lionel. ¿A qué venía aquello? Jon era consciente de que su padre había estado saliendo con varias mujeres, pero, por lo que él sabía, Lionel no tenía una relación seria con nadie. Había mantenido toda una serie de idilios breves con alumnas de su departamento y, para no dar que hablar, siempre había esperado a que la alumna en cuestión ya no estuviera inscrita en su clase.

Aquella noche, después de acompañar a Mona a su casa, Lionel volvió a la sala de estar y se sentó junto a Jon para iniciar la inevitable charla íntima. Era evidente que su padre se sentía incómodo. Durante los dos últimos años Jon y Lionel se habían comportado como amigos, y no como el dúo padre-hijo que ahora Lionel se había sacado de la manga. Su padre empezó a soltarle un discurso sobre lo sólo que había estado, y sobre cómo echaba de menos a su esposa. Jon no quiso escuchar casi nada de lo que decía Lionel porque aquellas no parecían sus palabras. Sin duda, Mona lo había preparado de antemano, asegurándose de que mencionara todos los puntos relevantes. Jon se imaginó que la que estaba sentada allí era Mona, explicándole que nadie sustituiría nunca a su madre, pero que un hombre necesitaba compañía. Jon también se beneficiaría de la relación, dijo Mona por boca de su padre. Mona sabía lo difícil que había sido su vida, y ahora tendrían la oportunidad de compartir la misma casa. Mona estaba divorciada y tenía tres hijas encantadoras a las que Lionel ya conocía. Se moría de ganas de unir las dos familias y esperaba que Jon facilitara el periodo de transición.

Lionel y Mona se casaron en junio de 1965. Ahora que eran seis en la familia, necesitarían una casa más grande. Afortunadamente, como parte de su acuerdo de divorcio, Mona había recibido una casa en Beverly Hills. La vendió por un montón de dinero y lo invirtió todo en la nueva casa de Horton Ravine para no tener que pagar la plusvalía. Por su parte, Lionel vendió la modesta casa de tres dormitorios en la que había crecido Jon. Aquel dinero lo reservaron para ampliar y reformar la nueva vivienda, situada junto a un acantilado con vistas al océano Pacífico. Jon se instaló en dos habitaciones recién reformadas con baño construidas sobre el garaje, mientras que Lionel, Mona y las tres niñas ocuparon la casa principal. Según Mona, Jon era muy afortunado por tener una vivienda independiente para poder entrar y salir a su antojo. Aunque no puede decirse que le permitieran hacerlo. Lo que Mona llamaba su «nido» era un recordatorio no demasiado sutil de que lo habían separado del resto de la familia. Para Mona, las necesidades y los deseos de Jon carecían de importancia.

Desde aquel momento, todo giró en torno a Mona. Recibía clases de tenis, jugaba al golf y participaba en organizaciones benéficas, actividades que Lionel no compartía con ella porque o bien estaba dando clase, o se aislaba en el despacho que tenía en casa para poder escribir. Jon era el intruso que observaba desde el exterior una vida que antes había sido suya. Estaba muy abatido, pero era lo bastante inteligente como para no quejarse. Por otra parte, se preguntaba por qué esperaban que se comportara como si nada hubiera cambiado. Su vida era ahora totalmente distinta.

Durante el mes de enero siguiente, cuando cumplió diecisiete años, Jon empezó a presionar a su padre para que le permitiera sacarse el permiso de conducir y tener su propio coche. Mona protestó, pero, por una vez, Lionel se puso del lado de su hijo. Después de muchos preámbulos y de un sinfín de discusiones, Mona acabó cediendo, quizá porque se percató de que disponer de un coche y un chófer podría serle útil. Lionel le compró a Jon un Chevrolet descapotable de segunda mano. Para aquel entonces, las tres hijas perfectas de Mona ya estaban matriculadas en el mismo colegio privado al que había asistido Jon desde el parvulario. Las veía en los pasillos seis o siete veces al día. Por supuesto, las llevaba al colegio en coche y las recogía después. Incluso le pedían que las vigilara las noches en que Lionel y Mona salían. Si tenía otros planes, o si se resistía de cualquier forma, Mona lo castigaba con su silencio y lo eliminaba de su campo visual, como si Jon fuera invisible. Era lo suficientemente lista como para hacerlo sin que Lionel se diera cuenta. Si Jon le hubiera contado a su padre lo que estaba sucediendo, este lo habría tachado de paranoico o de demasiado susceptible. Lionel se lo habría repetido todo a Mona, y esta habría encontrado la manera de vengarse.

Lionel tendría que haber sido muy tonto para no percatarse del ambiente gélido que se respiraba en la casa, pero dado que ni Mona ni Jon hablaban del asunto, su padre prefería pasar por alto el problema. Un sábado por la tarde, mientras Mona estaba de compras con sus hijas, Lionel fue hasta el garaje y llamó a la puerta de Jon. Jon gritó: «¡Está abierta!», y Lionel subió las escaleras trabajosamente. A continuación dedicó unos instantes a inspeccionar la habitación, tan fría y desnuda como una celda.

—Bueno, parece que estás muy bien instalado —dijo Lionel—. Esto es muy agradable. ¿Va todo bien?

—Claro —respondió Jon. Sabía que sus dos habitaciones eran del todo anodinas y muy poco cómodas, pero no quería ofrecerle a su padre la posibilidad de manipular la situación.

—¿Está lo suficientemente caldeado el estudio?

—No está mal, aunque no puede decirse que disponga de suficiente agua caliente, sólo un chorrito de agua tibia que dura cinco minutos antes de acabarse.

—Vaya, eso no puede ser. Me alegro de que me lo hayas mencionado, se lo diré a Mona para que lo solucione.

Jon sospechó que acababa de darle pie a su padre para que sacara a relucir los problemas con Mona. A Lionel le tocaría iniciar la conversación sin ayuda por su parte.

—¿Te importa si me siento?

Jon apartó un montón de ropa sucia de una silla de despacho de madera para que su padre pudiera sentarse. Lionel empezó un discurso largo e inconexo sobre la nueva familia que había formado con Mona y con sus hijas. Reconoció que a veces existía cierta tensión entre Mona y Jon, pero afirmó que su esposa se estaba esforzando al máximo. Lo más justo sería encontrar una solución intermedia que los satisficiera a ambos.

Jon se lo quedó mirando, desconcertado ante la enorme capacidad de autoengaño de Lionel. No era de extrañar que su padre la defendiera: Mona y Lionel eran aliados. Jon no tenía forma de recurrir la sentencia. Aquí no había tribunal de apelación. De hecho, su padre le estaba anunciando que se encontraba totalmente a merced de Mona. A merced de sus caprichos, de su lengua afilada, de su asombrosa habilidad para llevar siempre la voz cantante. No cabía duda de que contaba con la aprobación de Lionel. A Jon le costaba creer que su padre no se percatara de lo que estaba sucediendo.

—Mira, papá —dijo Jon con voz pausada—, no es por fastidiar, pero, en mi opinión, Mona es gilipollas.

Lionel reaccionó como si lo hubieran abofeteado.

—Bueno, hijo, tienes todo el derecho a expresar tu opinión, pero confío en que te la reserves. Te agradecería que intentaras llevarte bien con ella. Al menos hazlo por mí.

—¿Por ti? ¿Y eso cómo se entiende?

Lionel hizo un gesto de resignación y le habló con tono paciente.

—Sé que el cambio no es fácil. Mona nunca podrá sustituir a tu madre. No es lo que te está pidiendo, ni yo tampoco. Tienes que creerme: es muy cariñosa, la verdad es que es increíble cuando la conoces mejor. Entre tanto, espero que la trates con el respeto que se merece.

Fue la palabra «increíble» lo que sacó de quicio a Jon. Mona era el enemigo, pero estaba claro que enfrentarse a ella directamente sería inútil. Después de aquello, Jon empezó a referirse a ella como Mona la Increíble, aunque nunca delante de su padre ni a la cara de la propia Mona. La primera Navidad que pasaron juntos los recién casados, Mona la Increíble engatusó a Lionel para que hiciera de Papá Noel en una función destinada a recaudar fondos para la Academia Climping, y cada año, a partir de entonces, su padre se ponía peluca, barba y bigote blancos y se embutía en un traje de terciopelo rojo, ribeteado con piel blanca. Incluso las botas eran de imitación. En opinión de Jon, la fotografía que mejor captaba la relación matrimonial era una enmarcada en plata que Mona había colocado sobre el piano de media cola en el salón recién decorado. Ella iba ataviada con un traje de noche muy escotado de Yves Saint-Laurent y estaba sentada con pose seductora en el regazo de Papá Noel. Su madrastra resplandecía ante la cámara, pero la identidad de Lionel quedaba desdibujada. Mona consiguió recaudar más de cien mil dólares para el colegio, lo que le reportó un sinfín de alabanzas.

Jon se desahogaba amargamente cuando hablaba con su hermano por teléfono.

—Es una hija de puta redomada. Es una tirana, te lo aseguro. Es una narcisista de mierda.

—Venga —dijo Grant—. En un año o dos ya no vivirás en esa casa, así pues, ¿a ti qué te importa?

—Piensa que puede dirigir mi vida, y papá se lo permite. ¡Menudo calzonazos!

—¿Y qué? Es asunto suyo, no tuyo.

—Joder, para ti es fácil decirlo. Me gustaría ver cómo te las arreglabas para vivir bajo el mismo techo que ella.

—Pues no transijas —repuso Grant, aburrido del tema—. Cuando acabes el bachillerato, puedes venirte a vivir conmigo.

—¡No me quiero alejar de todos mis amigos!

—No puedo ofrecerte nada más. Procura aguantar el tipo, colega.

Jon descubrió una nueva forma de distraerse: empezó a entrar ilegalmente en varias casas de Horton Ravine que sabía que estaban vacías. Mientras hacía de caddie, le llegaba información de todo tipo sobre los planes de viaje de los miembros del club de golf. Los hombres charlaban acerca de futuros cruceros y viajes a Europa, o de escapadas a San Francisco, Chicago y Nueva York. Era una forma como otra cualquiera de fanfarronear, aunque disimulada detrás de preguntas sobre tipos de cambio de divisas o sobre ofertas de vuelos chárter y hoteles de lujo. Lionel y Mona se veían con casi todos ellos, por lo que lo único que tenía que hacer Jon era buscar sus direcciones en el Rolodex de Mona. Solía esperar a que la familia en cuestión se hubiera ido, y entonces se metía en su casa. Si alguien comentaba algo sobre un sistema de alarma, o mencionaba que algún conocido viviría en la casa para vigilarla, Jon evitaba esa vivienda. No todo el mundo se preocupaba de cerrar su casa con llave. Jon encontró ventanas con el pestillo descorrido y puertas del sótano abiertas. Si eso fallaba, solía encontrar las llaves de la casa escondidas bajo una maceta, o bajo una roca artificial para el jardín.

Una vez dentro, recorría todas las habitaciones y curioseaba en armarios y cómodas. Los despachos eran una buena fuente de información. Lo intrigaba la ropa interior femenina, las fragancias que usaban las mujeres, su higiene personal. Nunca robaba nada: no allanaba las viviendas con ese fin. Entrar en las casas le proporcionaba un alivio temporal a su ansiedad. Al aumentar su sensación de miedo disminuía el estrés que lo afligía, y así recobraba el equilibrio.

A mediados de su penúltimo curso en Climp, Jon empezó a hacer novillos, primero de forma ocasional y después con mayor frecuencia. Como cabía esperar, sus notas bajaron en picado. Le divertían secretamente los murmullos de desaprobación que oía a sus espaldas. Hubo reuniones del colegio y discusiones en casa, así como un intercambio constante de notas y llamadas telefónicas. Lionel no quería ser el malo de la película, por lo que fue Mona la que al final le asestó el golpe.

Le habló con tono severo y reprobatorio, y Jon tuvo que contenerse para no soltar una carcajada mientras su madrastra le leía la cartilla.

—Tu padre y yo hemos hablado mucho de este asunto. Tienes un gran potencial, Jon, pero no te estás esforzando como debieras. Como te está yendo tan mal, creemos que pagarte un colegio privado es malgastar el dinero. Si no estás dispuesto a estudiar más en Climp, pensamos que deberías cambiarte al instituto de Santa Teresa.

Jon sabía lo que Mona pretendía: creía que, amenazándolo con enviarlo al instituto público, Jon iba a ceder.

—El instituto de Santa Teresa está muy bien. Hagámoslo.

Mona frunció el ceño, incapaz de creer que Jon no prometiera mejorar después de protestar por esta decisión.

—Estoy segura de que querrás graduarte con tus compañeros de clase en Climp, así que estaremos dispuestos a hablarlo después del primer semestre en el instituto de Santa Teresa, suponiendo que te hayas esforzado más. Si nos demuestras que puedes sacar mejores notas, te volveremos a cambiar. La decisión es tuya.

—Ya lo he decidido. Iré al instituto.

En otoño de 1966, al acabar su primer día en el instituto de Santa Teresa, el chico que usaba la taquilla contigua a la suya lo miró y le dirigió una sonrisa.

—Eres nuevo. Te he visto esta mañana. Estamos en la misma clase.

—Es verdad, ya me acuerdo. Me llamo Jon Corso.

El chico le tendió la mano.

—Walker McNally.

Tras el apretón de manos, Walker preguntó:

—¿De qué colegio vienes?

—El curso pasado estudié en Climp, pero me suspendieron.

—Buen trabajo —dijo Walker soltando una carcajada—. Me parece muy bien. Bienvenido al instituto de Santa Teresa.

Walker abrió la taquilla y metió sus libros; luego sacó un cortavientos y se lo puso.

—Este encuentro hay que celebrarlo. ¿Tienes coche?

—En el aparcamiento.

Walker se metió la mano en el bolsillo de los vaqueros y sacó un porro.

—¿Nos retiramos a nuestros aposentos, noble caballero?

La primera vez que Jon fumó maría fue también la primera vez que se había reído en años, con carcajadas estridentes e incontrolables. Más tarde ni siquiera podría recordar qué le había parecido tan divertido, pero en aquel momento creyó haber alcanzado la felicidad, por efímera y artificial que esta fuera.