14

Mi encuentro con Sutton me hizo sentirme muy culpable. Si Michael hubiera sido capaz de leer las mentes ajenas, no me habría dado las gracias por ser amable, porque lo cierto es que me había cabreado muchísimo. No tenía claro si Sutton buscaba atención o apoyo emocional, pero yo no estaba dispuesta a darle ni una cosa ni otra. Pese a contar con toda una colección de pájaros heridos, parecía encontrarme solo y sin nada que hacer. No me gustaba compadecerme de él, porque eso me impedía pensar con claridad. Aquí estaba, haciendo lo imposible por no sentirme superior ahora que él la había pifiado. En cierto modo, me tenía atrapada pese a que ya iba siendo hora de pasar página.

Mientras conducía de vuelta a casa, volví a repasar mentalmente la conversación para poder contrastar todos los datos. ¿De cabello claro y no demasiado alto? ¡Por favor! No había prestado atención al puñado de mirones que habían aparcado en el arcén, y ahora era demasiado tarde para intentar recordarlos. Un perro es un perro, y aunque Sutton tuviera razón en cuanto a aquel tipo, ¿qué importaba? Podía entender su lastimero intento de persuadirme, porque carecía de credibilidad. Intenté imaginarme a mí misma envuelta en una situación en la que cualquier observación que hiciera fuera considerada falsa automáticamente. Es como para sentirse pequeño e indefenso… Pese a que continuaba poco dispuesta a creerlo, decidí enfocar el asunto sin prejuicios.

Al llegar a mi barrio, busqué un sitio para aparcar y lo encontré cerca de la esquina de Albanil y Bay. Paré el motor, cerré el coche con llave y recorrí la media manzana hasta mi apartamento. Cuando estaba a poca distancia de la casa, vi a una mujer que esperaba de pie junto a la puerta de entrada. Rondaría los setenta y pico, y supuse que habría tenido un físico imponente en su juventud. Calculé que ahora mediría alrededor de metro ochenta. Dado el encogimiento habitual de la edad, debió de medir entre metro noventa y dos y metro noventa y cinco cuando era joven. De cara era delgada, aunque su postura indicaba que habría sido corpulenta en otros tiempos. Llevaba pantalones de talle bajo y una blusa blanca recién planchada con un cárdigan color lavanda. Sospeché que llevaba zapatillas de deporte de esas tan voluminosas por comodidad, y no para hacer ejercicio. Tenía el pelo de color gris oscuro, trenzado alrededor de la cabeza como si fuera una diadema. Llevaba un bolso de cuero colgado de un brazo y sujetaba un trozo de papel con algo apuntado, lo que me llevó a preguntarme si se habría perdido.

—¿Puedo ayudarla en algo?

La mujer no miró el papel, pero pude ver que le temblaba levemente en la mano.

—¿Usted es la señorita Millhone?

—Sí.

—Espero que pueda ayudarme.

—Puedo intentarlo, desde luego.

—Me temo que ha habido un malentendido. Le enviaron algo por error y necesito recuperarlo.

—Vaya. ¿Y qué es?

—Un álbum de fotos. Le agradecería que me lo devolviera lo antes posible. Hoy mismo, si no es mucha molestia.

Puse cara de póquer, pero sabía exactamente a lo que se refería. Mi tía Susanna me había dado el álbum poco después de que nos conociéramos, hacía justo un año. El paquete llegó cuando yo estaba de viaje, así que Henry se lo entregó a Stacey Oliphant, quien me lo trajo hasta Quorum, una ciudad del desierto donde estábamos investigando un caso. Era un álbum viejo, medio lleno de fotografías familiares de los Kinsey, y el gesto me emocionó. Nadie me dio a entender que me lo hubieran prestado, aunque, pensándolo mejor, ahora entendía que no podía quedármelo.

—Lo siento, pero no he entendido su nombre.

—Bettina Thurgood. He venido desde Lompoc con la esperanza de evitar más problemas.

—¿Quién está causando problemas?

La mujer vaciló.

—Su prima, Tasha.

—¿Qué tiene que ver ella con esto?

—Ha estado organizando una celebración. Me dijo que le había enviado una invitación.

—Es cierto, la recibí la semana pasada.

—Necesita las fotografías antiguas de la familia para una gran exposición que está preparando, pero cuando le pidió el álbum a Cornelia, no lo encontraron en ningún sitio. Tasha se puso muy insolente y ahora Cornelia me echa la culpa a mí.

—Cuando dice Cornelia, supongo que se refiere a Grand.

—Su abuela, sí. Tasha piensa que Cornelia es muy terca, y que se niega a entregarle el álbum porque es muy posesiva con todo lo referente a la historia de la familia. Tuvieron una buena pelotera.

—¿Por qué no ha dicho nada la tía Susanna? Es ella la que me envió el álbum. Si quiere que se lo devuelva, sólo tiene que pedírmelo.

—Oh, no, querida. Susanna no le envió el álbum. Fui yo.

—¿Usted?

—El abril pasado —respondió asintiendo con la cabeza.

—¿Y por qué lo hizo? No me conoce de nada.

—Cornelia me pidió que lo hiciera. Discutí con ella hasta la saciedad, pero me ordenó que se lo enviara a usted, y eso es lo que hice. Por supuesto, ahora se ha olvidado de todo el asunto. Puso la casa patas arriba buscando el álbum, y cuando vio que no estaba, me acusó a mí de pasárselo a Tasha a sus espaldas. Entonces decidí que ya estaba harta.

La miré de reojo, intentando descifrar de qué estaba hablando. Entendía lo que había dicho, pero no conocía personalmente a Grand y no tenía ni idea de por qué me había enviado el álbum de fotos familiares.

—¿Está segura de todo esto?

—Cielo santo, claro que sí. No tiene por qué confiar sólo en mi palabra, tengo la prueba aquí mismo.

Bettina abrió el bolso y sacó una tarjeta verde que reconocí enseguida: era el resguardo de un envío certificado con acuse de recibo. Me pasó la tarjeta y eché una ojeada a las anotaciones que indicaban la fecha y la hora en que se envió el paquete. Había un espacio para que firmara la persona que lo recogiera y reconocí la letra de Henry. A menudo firma en mi nombre cuando no estoy, siempre que no sea un envío certificado. También había una nota en la que ponía que el paquete había sido enviado desde Lompoc, datos que coincidían con lo que yo ya sabía. ¿Por qué me iba a mentir esta mujer? ¿Cómo iba a saber algo acerca de mí o del álbum si no fue ella la que me lo envió?

—¿Por qué le ordenó Grand que me lo enviara?

—No tengo ni idea. Ninguno de nosotros se atreve a cuestionar nada de lo que hace. Ahora que lo ha olvidado, ya no tiene sentido interrogarla.

Pues menudo consuelo. Enviar el álbum era el único detalle que mi abuela había tenido conmigo. Ahora no sólo quería que se lo devolviera, sino que había borrado el incidente de su memoria. ¡Y yo que me había puesto tan sentimentaloide pensando en la tía Susanna! Ahora esa impresión también se había desvanecido, aunque Bettina no tenía la culpa de nada. La pobre mujer me miraba con cara de pena.

—¿Pasa algo? —pregunté.

—¿Me permitiría hacer uso del excusado?

—Necesita ir al baño.

—La verdad es que sí.

—¿Por qué no entra?

—Se lo agradecería mucho.

—Puedo hacerle un té mientras tanto —ofrecí.

—Caramba, querida. Muchísimas gracias.

Bettina me siguió hasta la parte trasera del edificio, donde abrí la puerta de entrada a mi apartamento y la hice pasar. Mi estudio siempre está ordenado, por lo que no me preocupaba quedar mal si había platos sucios en el fregadero. Pero sí me preocupaba que se me hubieran acabado las bolsitas de té, y que la leche oliera a vómito de tan agria. Le sugerí que usara el baño de la planta baja para «arreglarse», que es lo que dicen los viejos si necesitan mear como un caballo después de una larga carrera.

Cuando la puerta se cerró tras ella, fui corriendo a la cocina para comprobar si me quedaban bolsitas de té. Al abrir la puerta de la alacena salió volando una pequeña polilla blanca, lo cual era o bien una profecía maléfica o la prueba de que allí dentro había bichos. Abrí el bote del té y descubrí que quedaban tres bolsitas. Un vistazo rápido a la nevera reveló que no me quedaba nada de leche, pero tenía un limón, cuyo zumo había pensado mezclar con bicarbonato para limpiar el interior de un recipiente de plástico oscurecido por manchas de tomate. Era un truco de mi tía Gin, famosa por toda una serie de remedios caseros que de poco servían para resolver los problemas del mundo real.

Llené el hervidor y lo puse sobre el fogón, encendí un quemador y corté el limón en rodajas. Saqué tazas y platitos y coloqué una bolsita de té y una servilleta de papel cuidadosamente junto a cada taza. Cuando Bettina salió del baño nos sentamos y tomamos el té juntas antes de volver al tema que nos ocupaba. Para aquel entonces ya me había resignado a devolver el álbum, que estaba sobre el escritorio. No tenía ningún derecho a quedármelo, y, por lo que Bettina me había dicho, devolvérselo equivalía a salvarle la vida. Una vez solucionado este asunto, pensé que podría aprovechar para sonsacarle información.

—¿Y qué pasará cuando vuelva a poner el álbum en su sitio? —pregunté—. ¿No se olerá Grand el pastel?

—Ya lo he pensado todo. Puedo meterlo debajo de la cama, o en el pequeño baúl que guarda en el armario. También podría ponerlo en algún sitio muy obvio y dejar que todo el mundo diera por sentado que siempre estuvo allí, delante de las narices de Cornelia. Hay un relato breve con ese argumento.

—«La carta robada». Edgar Allan Poe —apunté.

—Eso es.

—Sigo sin entender por qué decidió enviármelo.

Bettina descartó la pregunta con un gesto de la mano.

—Se le metió en la cabeza. Cuando se le ocurre alguna de sus ideas, es mejor hacer lo que te dice. Detesta que la frustren y se niega a explicarse. Cuando da una orden, es mejor que la cumplas de inmediato si no quieres cargártela. Sin ánimo de ofender, pero es un auténtico demonio.

—Eso he oído. ¿Por qué la aguanta?

Bettina también restó importancia a esta pregunta.

—Llevo tanto tiempo rindiéndole pleitesía que me faltaría el valor para enfrentarme a ella ahora. Para empezar, vivo en su propiedad, y me lo estaría recordando toda la vida.

—¿Usted es su asistente?

—¡Oh, no! —respondió Bettina soltando una carcajada—. No haría un trabajo así ni por todo el oro del mundo. La ayudo por gratitud.

—¿Qué tiene que agradecerle?

—Cornelia puede ser difícil, pero tiene buen corazón y es muy generosa. Me hizo un gran favor hace muchos años.

—¿Cuál, si puede saberse?

—Cuando era pequeña me abandonaron. Crecí en un orfanato. Cornelia y su marido me acogieron en su casa y me criaron como si fuera su hija. También acogió a otros niños, pero yo fui la primera.

—Me alegro por usted. Yo también soy huérfana, pero a mí no me acogió.

La sonrisa de Bettina se desvaneció y me miró con preocupación.

—Espero que me perdone por lo que voy a decirle, querida, pero parece resentida.

—No, no. Soy resentida por naturaleza. Siempre hablo así.

—Bueno, espero no haberla ofendido.

—En absoluto. ¿Por qué no me cuenta toda la historia? Me parece fascinante.

—No hay mucho que contar. Entre los cinco y los diez años viví en un orfanato, el Refugio para Niños de San Jerónimo Emiliani. Era el santo patrón de los niños huérfanos y abandonados. Mis padres murieron en la epidemia de gripe de 1918. Todos los huérfanos establecen una especie de vínculo con sus pseudohermanos y hermanas de orfanato, por lo que supongo que aquella era mi familia. Nos alimentaban y nos daban cobijo, pero no nos mostraban afecto, y no teníamos ningún vínculo auténtico con nadie. Aunque pueda sonar duro, las monjas eran frías. Ingresaban en el convento y dejaban atrás a sus familias, por quién sabe qué razones. Las más devotas no siempre lo aguantaban. Se hacían novicias porque sentían pasión por la Iglesia, pero aquella vida no era lo que habían imaginado. Se deprimían con frecuencia: echaban de menos a sus familias y estaban asustadas. La pasión no te lleva muy lejos, porque es transitoria. Las monjas que se quedaban, las que se sentían realmente a gusto allí, tenían poco que ofrecer. Preferían mostrarse distantes.

»Cuando sus abuelos me sacaron de aquel ambiente, cambiaron el curso de mi vida. No sé qué habría sido de mí si hubiera permanecido en el orfanato hasta la mayoría de edad».

—Habría acabado marcada de por vida como yo —apunté.

—¿Qué quiere decir con «marcada de por vida»? La crio la hermana de su madre, Virginia. ¿O acaso me equivoco?

—Podría decirse que tuve suerte a medias.

—La cuestión es que tuvo suerte —repuso Bettina. Hizo una pausa y miró su reloj de pulsera—. Será mejor que salga disparada antes de que Cornelia se dé cuenta de que no estoy. ¿Quiere que le diga a Tasha que vendrá el día veintiocho?

—Aún lo estoy pensando.

Cuando nos acabamos el té, metí el álbum en una bolsa de papel marrón y acompañé a Bettina hasta su coche.

—Gracias por el álbum —dijo dándome una palmadita en la mejilla—. Estaba muy preocupada por si mi intento fracasaba. Se habría armado una buena.

—Me alegro de haberle sido de ayuda.

Bettina se llevó la mano a la mejilla.

—No se me había ocurrido preguntárselo, pero quizás usted tenga algunas fotografías que le gustaría ver incluidas en la exposición.

—La verdad es que no. Mi tía me dejó una caja con fotos, pero no son de miembros de la familia. Es posible que tuviera algunas y que las destruyera antes de morir. Yo ni siquiera supe que tenía parientes hasta hace cuatro años.

—¡Pobrecita! Bueno, si quiere algunas de estas, podríamos hacer copias. Seguro que Cornelia no pondrá objeciones al gasto.

—No se preocupe. He conseguido vivir todos estos años sin guardar ningún recuerdo, y me imagino que podré seguir tirando como hasta ahora.

—Bueno, si está segura…

—Lo estoy.

Nos despedimos educadamente, y después observé cómo volvía a su coche. Condujo calle abajo, dobló la esquina y desapareció. Entonces me di la vuelta y volví al estudio con una creciente sensación de abatimiento. Si de algo estaba segura, en retrospectiva, era de que me habían tratado como a una mierda. ¿Grand acogía a huérfanos? Volví a cabrearme.

Para despejar la encimera de la cocina metí en el fregadero las cucharillas, las tazas y los platos. Abrí el grifo del agua caliente, eché un chorro de detergente líquido y contemplé cómo iba subiendo la espuma. Cerré el grifo, lavé los platos y los puse en el escurreplatos. Cuando abrí la alacena de la cocina, otra polilla pequeña salió revoloteando.

—¡Mierda!

Empecé a sacar todo lo que había en las estanterías, inspeccionando cada objeto con cuidado. La tapa de una caja medio vacía de harina de maíz tenía una telaraña con una cosita atrapada, como si fuera una minúscula hamaca para insectos. Inspeccioné el interior de la caja y vi gusanos retorciéndose en la harina como niños que juegan en la arena.

Saqué una bolsa de papel marrón de las del súper y eché allí la caja de harina de maíz, seguida de una bolsa de harina de trigo que ni me molesté en mirar. Ahora no podía recordar para qué había comprado harina de trigo y de maíz, pero ambos paquetes llevaban en mi posesión el tiempo suficiente como para criar un montón de bichos. A fin de no atentar contra la salubridad, también tiré una bolsa de galletas saladas, dos cajas de cereales, un paquete de pasta seca y un recipiente redondo de cartón con copos de avena cuya tapa no me atreví a levantar. Como empezaba a impacientarme, puse la bolsa sobre la encimera y vacié en su interior todo el contenido de la alacena. Después de mi arrebato ya no quedaba nada, lo que significaba que podía limpiar los estantes. Bien. Me parecía perfecto: ahora podría llenar la alacena partiendo de cero.

Cuando sonó el teléfono, salí de la cocina y me dirigí al escritorio. Respiré hondo antes de descolgar, por si me daba por soltarle un bufido al pobre desgraciado que me estuviera llamando.

—¿Diga?

—¿Kinsey?

—Sí.

—Soy P. F. Sánchez, de Puerto. Encontré el nombre del veterinario y pensé que le interesaría saberlo.

—¿Lo ha encontrado? ¡Estupendo! No esperaba tener noticias suyas. —Me acerqué el bloc de notas y abrí el primer cajón del escritorio en busca de un boli o de un lápiz.

—Me imaginé que se sorprendería. Estaba bastante seguro de dónde guardaba la carpeta, pero tuve que reorganizarlo todo mientras buscaba. Es la parte negativa de acumular demasiadas cosas, al final acabas desbordado. ¿Tiene papel y bolígrafo a mano?

—Los tengo. Dispare.

—Se llamaba Walter McNally, y tenía el consultorio en Dave Levine. Hospital de Mascotas McNally. Tengo la dirección y el teléfono de entonces.

Me los dijo de un tirón y anoté todos los datos.

—¿Ha dicho «Walter» o «Walker»?

—«Walter», con t.

—Qué raro. Creo que fui al instituto con su hijo —dije—. ¿Y qué hay de la fecha en que sacrificaron a Ulf?

—Trece de julio de 1967.

—Gracias. Es usted un encanto.

—De nada. Me alegra serle de ayuda. Si se entera de algo interesante, ¿me llamará para contármelo?

—Desde luego.

Después de colgar, saqué la guía telefónica y busqué la lista de veterinarios en las páginas amarillas. No encontré ningún Walter McNally, ni tampoco ningún Hospital de Mascotas McNally. Pasé a las páginas blancas, pero los únicos McNally que figuraban en el listín eran Walker y Carolyn, en Horton Ravine. Anoté su dirección y su número de teléfono. A continuación descolgué el auricular e hice una pausa.

Conocía a Walker de vista, pero nunca habíamos tenido ningún trato. Durante el último curso que estudié en el instituto, Walker McNally y yo fuimos a la misma clase de historia estadounidense. En aquella época yo atravesaba mi etapa rebelde (que se había prolongado durante todos los años de instituto), así que estaba más interesada en hacer novillos que en ir a clase. Como cabía esperar, las notas no me fueron demasiado bien. Por otra parte, tampoco me iban demasiado bien cuando no me saltaba las clases, o sea, que mi mal comportamiento no me perjudicó en ese sentido. La única clase que recuerdo fue el día en que debatimos las diferencias entre las estructuras sociales inglesas y las estadounidenses. El profesor quería que nos percatáramos de las razones por las que los colonos fundaron nuestra gran nación, y que entendiéramos por qué acabaron desligándose de la tiranía de la Corona. Según nos contó, los británicos eran muy clasistas, mientras que en Estados Unidos no lo éramos. Menuda sorpresa me llevé. A continuación se produjo un animado intercambio de opiniones, expresadas en su mayoría por los chicos de Horton Ravine. Todos eran hijos de familias pudientes, y creían fervientemente que la vida era justa. Por supuesto, en Estados Unidos todo el mundo tenía las mismas oportunidades, sólo que los chicos de Horton Ravine tenían algunas más que los otros alumnos.

Recordaba a Walker como un chico elegante, con ese aire despreocupado tan propio de los pijos que yo admiraba y temía desde lejos. Era guapo, distante y consciente de su atractivo. Tanto él como todos los miembros de su clase social daban por sentado sus privilegios, ¿y por qué no iban a hacerlo? Viajes a Europa, universidades prestigiosas… Para ellos era de lo más normal. Lo que me llamó la atención fue su lado salvaje. A Walker le iban los excesos: coches rápidos y chicas fáciles. Las chicas fáciles tenían dinero, pero les gustaba correr riesgos. Recordé a dos en particular, Cassie Weiss y Rebecca Ragsdale, con su piel perfecta, sus dientes perfectos y sus cuerpos esbeltos y atléticos. Las dos eran simpáticas conmigo, como suelen serlo las chicas que se saben mejores que tú. Walker salió con Rebecca, pero rompió con ella cuando Cassie se le insinuó.

En aquella época el lugar favorito para pegarse el lote era un minúsculo parque situado en lo alto de una colina, conocido como «pico de la pasión». Los viernes y los sábados por la noche el aparcamiento que quedaba a media colina estaba a reventar de coches con las ventanillas empañadas y mucho trasiego en los asientos delanteros y traseros. Los que buscaban mayor comodidad y privacidad subían hasta lo alto de la colina, donde el ayuntamiento había instalado mesas de picnic, bancos y una glorieta enorme que hacía las veces de quiosco de música para conciertos veraniegos. El parque llevaba dos años cerrado al público porque un grupo de adolescentes se había dedicado a hacer hogueras allí, una de las cuales había incendiado el césped seco del otoño y había quemado la glorieta hasta dejar sólo el armazón carbonizado.

Al final del curso escolar, Cassie se quedó embarazada y asistió a la fiesta de graduación con una toga que parecía ocultar una pelota de baloncesto robada del gimnasio. Rebecca murió aquel octubre de resultas de una caída desde el tercer piso de una residencia estudiantil en el este. Según los chismorreos, el accidente se produjo cuando ella y un futuro miembro de la asociación estudiantil Delta Epsilon mantenían relaciones sexuales en la terraza, aunque me cuesta creer que el chico la apoyara contra la barandilla. Lo más probable es que Rebecca se cayera mientras vomitaba hacia la calle.

En cuanto a Walker, fumaba mucho, bebía mucho y les compraba maría a los cuatro tirados a los que yo consideraba mis amigos. Más tarde me contaron que él también vendía droga, aunque nunca llegué a constatarlo. A mí ni se me ocurrió venderla, porque sabía que si me cogían, el castigo sería mucho más severo del que podía caerle a Walker si lo trincaban haciendo lo mismo. No me parecía injusto: así era el mundo.

¿Y qué iba a hacer ahora, llamar al tipo y volver a presentarme? ¿Qué era lo peor que podía pasar si lo llamaba después de tantos años? Decidí no torturarme pensando en las posibilidades. Puede que ahora no estuviéramos tan lejos el uno del otro, o puede que, como mínimo, yo no estuviera metida en el mismo agujero profundo. Descolgué el teléfono y marqué.

—¿Puedo hablar con Walker? —pregunté a la mujer que contestó.

—No está en casa. Puede ponerse en contacto con él en la sucursal del Montebello Bank & Trust a finales de semana —respondió con tono seco.

—Gracias, eso haré. ¿Usted es Carolyn? —pregunté haciéndome la simpática.

—Sí.

—¿Podría dejarle un recado por si no lo encuentro en su trabajo?

—Vale.

—Estupendo. Me llamo Kinsey Millhone. Walker y yo fuimos al mismo curso en el instituto de Santa Teresa. Estoy intentando ponerme en contacto con su padre. Es veterinario, ¿no?

—Lo era entonces, sí, pero se ha jubilado.

—Eso pensé al no ver su nombre en las páginas amarillas. ¿Aún vive en la ciudad?

—¿De qué se trata? —preguntó Carolyn después de un silencio.

—Mire, ya sé que esto le parecerá raro, pero me gustaría hablar con él de un perro que sacrificó.

—¿Se ha metido Walter en algún problema?

—En absoluto, pero quiero hacerle un par de preguntas.

—¿Está intentando vender algo? ¿Se trata de eso? Porque mi suegro no está interesado, y nosotros tampoco.

—No estoy vendiendo nada —respondí soltando una carcajada—. Soy investigadora privada.

Carolyn me colgó.

Fue culpa mía. Normalmente no se me ocurre sonsacar información por teléfono. A mi interlocutor le resulta demasiado fácil escabullirse y eludir las preguntas. En cambio, en una conversación cara a cara entran en juego las convenciones sociales. La gente suele sonreír y mirarse a los ojos, desactivando así cualquier intento de agresión. Mido metro setenta y peso cincuenta y tres kilos, por lo que no suelo parecerle peligrosa al ciudadano medio. Sonrío mucho, hablo con amabilidad y tengo una actitud muy poco amenazadora. Así consigo obtener al menos una pequeña parte de lo que busco.

Todo lo que había logrado sacarle a la mujer de Walker era que su suegro estaba jubilado, algo que ya sospechaba desde un principio. Carolyn no me respondió cuando le pregunté si su suegro aún vivía en la ciudad, lo que me llevó a pensar que seguiría viviendo en Santa Teresa. Si Walter McNally viviera en alguna otra parte —en otra ciudad, o en otro estado—, la mejor manera de zanjar la cuestión habría sido decírmelo. Si vivía en Santa Teresa, tendría una ímproba tarea por delante. Santa Teresa cuenta con infinidad de residencias para la tercera edad, asilos para ancianos y pisos tutelados, todos ellos con precios elevados. Si intentaba hacer un cribado a pie o por teléfono me tomaría quién sabe cuánto tiempo, sin ninguna garantía de éxito.

Una vez más, sopesé mi necesidad de saberlo con el esfuerzo que ello me supondría. Como siempre, mi capacidad para entrometerme ganó por goleada. Sabía que no era preciso que me azuzaran demasiado para que me picara el gusanillo de la caza y dejara a un lado todo lo demás hasta conseguir mis objetivos. Probablemente se trate de algún tipo de enfermedad mental, pero me ha sido muy útil a lo largo de los años. A la primera oportunidad que se me presentara iría a la sucursal del Montebello Bank & Trust. Quizá pudiera engatusar a Walker para que me proporcionara la información en recuerdo de los buenos tiempos.