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Lunes, 11 de abril de 1988

Peephole, California, tiene dos manzanas de largo y diez de ancho y está a un tiro de piedra del océano Pacífico. La vía férrea de Southern Pacific, que discurre paralela a la autopista 101, separa la población de la playa. El túnel que pasa bajo las vías del tren y de la autopista permite llegar hasta el agua, siempre que uno esté dispuesto a andar encogido por una alcantarilla húmeda de unos cincuenta metros con olor a moho. En el extremo más septentrional del pueblo hay una plantación de plátanos. Peephole sólo cuenta con dos negocios más: una gasolinera que vende gasolina a granel y un puesto de productos frescos que permanece cerrado durante casi todo el año.

Puse el intermitente de la izquierda y reduje la velocidad, con los ojos clavados en el retrovisor para asegurarme de que nadie se me viniera encima. Cuando vi un hueco en el tráfico que venía de cara salí de la autopista y crucé las vías, lo que me situó en el centro de la población: tenía una mitad a mi derecha y la otra a mi izquierda. El flujo y el reflujo de la marea y las oleadas de coches que iban y venían por la autopista generaban un torrente de ruido blanco.

Se respiraba cierta indolencia en el ambiente. Mi recorrido en coche fue breve, porque no había mucho que ver. Las calles eran estrechas y no tenían aceras. Había más o menos 125 casas, en un auténtico batiburrillo de estilos arquitectónicos. Muchos de los chalets de verano originales aún seguían en pie, posiblemente dotados ahora de aislamiento térmico, hornos de aire forzado, aparatos de aire acondicionado y ventanas con triple cristal. Por lo visto, los habitaban familias con problemas de almacenamiento: en los jardines frente a los que pasé había todo tipo de objetos desparramados, desde cascos de barca hasta bebederos rotos para pájaros o maletas viejas. También vi algunos muebles viejos amontonados frente a las escaleras de los porches, quizás esperando a ser barridos por las hadas de los callejones.

Torcí por Zarina Avenue, comprobé el número y me puse a inspeccionar la casa. Era una vivienda de una planta hecha de adobe y tejas de madera, con una rudimentaria chimenea que atravesaba el tejado en un extremo. Una valla blanca con la pintura descascarillada serpenteaba alrededor de la propiedad, cercando un tramo de camino de gravilla bordeado de hierba que había crecido demasiado. Los restos de un huerto, plantado con verduras de invierno, estaban protegidos por una alambrada. Un perro mestizo de pelaje lanudo se despertó de la siesta y se me acercó moviendo la cola. Con esa mata de pelo que le colgaba sobre la cara, parecía como si me estuviera mirando desde detrás de un arbusto. Era el tercer perro con el que me había topado aquella semana y me di cuenta de que mi resistencia iba disminuyendo. Los tres tenían muy buen carácter, y mientras ninguno ladrara, gruñera, me mordiera, me saltara encima, intentara hacérselo con mi pierna o me cubriera de babas, no me importaba haberlos conocido. Este me siguió hasta la puerta de entrada y miró con expectación mientras yo golpeaba con los nudillos en el marco de la mosquitera. El chucho examinó la puerta tal y como lo había hecho yo, mirándome de vez en cuando para demostrar que estaba al tanto del plan y que apoyaba mis objetivos.

El hombre que me abrió debía de ser descendiente de algún miembro del clan de hispanoirlandeses de ojos azules que habían prosperado en Peephole desde mediados de 1800. Tenía el pelo del color de los ladrillos nuevos, cortado muy corto y salpicado de canas grises. Era alto y delgado, de hombros anchos, con músculos nervudos y una piel curtida que habría estado expuesta a muchas horas de sol. Llevaba unos vaqueros muy gastados de talle bajo, y su camisa de tela tejana azul exhibía un roto en una manga. Calculé que tendría casi setenta años.

—¿Sí?

—Siento molestarle, pero estoy buscando a P. F. Sánchez.

—Soy yo. ¿Quién es usted?

—Kinsey Millhone —respondí. Tuve el impulso de darle la mano, pero para eso él tendría que haber abierto primero la mosquitera. Me di cuenta de que ya se estaba preguntando si vendía productos de limpieza puerta a puerta, mientras que yo me preguntaba si estaría casado. En los directorios Polk y Haines no aparecía ninguna esposa, y no llevaba anillo. Sus ojos azul lavanda eran del mismo tono que los de Henry.

—¿Le importa si le pregunto qué significa P. F.?

—Plácido Flannagan. La gente me llama Flannagan, o, a veces, Flan —respondió—. Tengo un tío y dos primos llamados Plácido, así que uso mi segundo nombre.

—Entonces, ¿usted es el bisnieto de Harry Flannagan?

—A ver si lo adivino. Usted es una genealogista aficionada. Suele ser lo que me dicen los desconocidos que preguntan por Harry.

—La verdad es que soy una investigadora privada.

Flannagan se rascó la barbilla.

—Eso es nuevo. ¿Qué la trae hasta mi puerta?

—Encontré su número de teléfono en una chapa de identificación enterrada junto a un perro y tengo curiosidad por conocer algunos detalles de este asunto. Por si se lo pregunta, di con su nombre entrecruzando datos de dos directorios de Peephole. Así es como encontré también su dirección.

—Un perro.

—Un perro muerto.

Flannagan hizo una mueca que revelaba su escepticismo.

Woofer es el único chucho que tengo, y lo puede ver usted misma. Puede que sea viejo, pero, por lo que sé, aún no ha muerto. ¿Está segura de lo que dice?

—Bastante segura —respondí—. El perro se llamaba Ulf.

Flannagan permaneció inmóvil durante un momento y luego me miró entrecerrando los ojos.

—¿Cómo ha dicho que se llama?

—Kinsey.

Flannagan abrió la puerta.

—Será mejor que pase.

Entré directamente en la sala de estar con Woofer a mis talones. El perro recorrió el perímetro de la habitación con el hocico pegado al suelo; parecía seguir el rastro de alguna criatura invisible, muy posiblemente él mismo. Era una casa vieja, de gruesas paredes estucadas y techo con las vigas a la vista, oscurecidas por el paso del tiempo. La chimenea era un semicírculo de estuco instalado en un rincón, con una curva de madera sin tratar a modo de repisa y un par de astas colgadas encima. Los muebles eran de estilo Victoriano: cuatro sillas y dos sofás alineados contra las paredes, como si hubieran despejado el centro de la sala para un baile. Tres alfombras raídas cubrían el suelo, y Woofer escogió la más grande para la siguiente fase de su siesta. El olor a ceniza húmeda que impregnaba la habitación evocaba los fuegos encendidos el invierno anterior.

Flannagan me indicó que me sentara y escogí una silla con un asiento muy antiguo de pelo de caballo negro. Dada mi predilección por lo trivial, me distraje durante un momento pensando en el pelo de caballo y preguntándome si la silla estaría tapizada de verdad con piel equina. Algo así sería impensable en nuestros días, pero nuestros antepasados no compartían los sentimientos que albergamos hoy: ellos tenían el convencimiento de que los animales debían estar al servicio del hombre. Incluso después de muertos, ninguna parte de sus cuerpos se echaba a perder.

Flannagan se sentó a mi derecha en un sofá de terciopelo rosa con un recargado ribete de caoba oscura. La napa parecía raída en algunas partes, pero la tapicería estaba en buen estado y todos los botones continuaban en su sitio. Flannagan apoyó los codos en las rodillas y entrelazó sus nudosos dedos.

—¿A qué se debe su interés por Ulf? Lleva casi veinte años muerto.

—Lo sé. Si la información que tengo es correcta, lo enterraron en Horton Ravine en julio de 1967.

Flannagan negó con la cabeza.

—Eso no es posible. Se equivoca.

—Cabe la posibilidad de que fuera un pastor alemán. —Me metí la mano en el bolsillo de la chaqueta, saqué el collar de cuero azul con la chapa y se lo entregué. Flannagan examinó el disco por las dos caras y después pasó el pulgar por el nombre del perro.

—Mierda.

—Supongo que sabe de qué perro se trata.

—Perteneció a mi hijo. Liam murió en un accidente de moto en 1964, a los dieciocho años. Se encalló con la Harley en un tramo con gravilla de la 101 y derrapó hasta toparse con un coche que venía de cara.

Lo observé sin decir palabra, dejando que me lo contara a su manera.

Flannagan inclinó la cabeza a un lado y luego a otro para aliviar la tensión y oí cómo le crujían las vértebras del cuello. Después clavó sus ojos azules en los míos.

Ulf no era un pastor alemán, era un perro lobo. ¿Conoce la raza?

—¿Perros lobo? Ni idea.

Ulf era lo que llaman un híbrido de alto porcentaje, lo que significa que, genéticamente, era más Canis lupus que Canis lupus familiaris. Un híbrido suele ser el cachorro de una loba apareada con un perro doméstico. Estoy generalizando, pero en general no suelen ser buenas mascotas. Son demasiado activos y exigen mucha atención. Muy inteligentes, pero difíciles de educar. Si los encadenas en el jardín se vuelven locos.

—¿Cuánto tiempo tuvo su hijo el perro?

—No mucho más de un año. Liam estaba en su fase motera y probablemente vendía droga, aunque nunca lo interrogué sobre ese tema. Me habría mentido si lo hubiera hecho, así pues, ¿de qué hubiera servido? Le compró el perro a un tipo que tenía una carnada de seis cachorros en la parte trasera de su camioneta. Supongo que, si vendes droga, tener un perro lobo te hace parecer peligroso. Son agresivos y depredadores, y pueden verte el alma con esos ojos dorados tan inquietantes. Un momento. Le enseñaré algo.

Flannagan se levantó y se dirigió a un aparador de roble tallado que usaba como cajón de sastre: allí guardaba llaves, propaganda comercial, herramientas, novelas, un juego de té de plata al que le faltaba la jarrita para la leche… Cogió una fotografía en color enmarcada, la miró durante un momento, volvió a cruzar la sala y me la dio.

—Aquí están los dos.

Incliné la foto para eliminar los reflejos. Liam debía de haber heredado el cabello y los ojos oscuros de su madre, pero tenía el cuerpo de su padre, aunque algo más delgado. Llevaba una cazadora de cuero negro, vaqueros y botas negras. Estaba agachado junto al cachorro, el cual miraba a la cámara con cautelosa inteligencia. Parecía un pastor alemán, pero tenía el torso más esbelto y las patas más largas. Su pelaje, denso y en apariencia áspero, era de color negro salpicado de blanco, con algunas capas grises cerca de la cabeza. La máscara blanca alrededor de los ojos daba fe de la fuerte presencia genética de los lobos.

—Es precioso. El nombre, Ulf ¿es porque suena como wolf por la parte de lobo que tiene?

Flannagan sonrió.

—Se le ocurrió a Liam. Era una bolita de peluche cuando se lo dieron. Seis semanas. Incluso de cachorro ya daba mucho trabajo. No lo oí ladrar ni una sola vez, pero cuando aullaba, incluso de cachorrito, te ponía los pelos de punta. Un perro así siempre es difícil. Cuanto más lobo, más difícil. Liam era un macho alfa, lo que significa que, cuando murió, nadie más pudo controlar al perro.

—¿Y entonces lo consideró a usted su nuevo amo?

—Hasta cierto punto. Los lobos son animales de manada. Tienen una estructura social muy clara. Sólo hay espacio para un líder, y será mejor que lo seas tú. Con un perro así es preciso mostrarte como un macho alfa: tienes que enseñarle quién manda. No hay tira y afloja que valga. No puede dormir en tu cama. Tú pasas por la puerta primero y él come cuando tú lo decides, y no un minuto antes. Después de la muerte de Liam, cuando quise ocupar su lugar, el perro no me aceptó como líder. Intenté tratarlo como Liam lo había tratado, pero no funcionó. Me toleraba, pero, por lo demás, sólo me obedecía cuando le apetecía, y si no me parecía bien, era mi problema.

—Debió de ser una relación muy extraña.

—No estoy seguro de si llegó a tenerme afecto, pero yo lo admiraba, y agradecía su tolerancia. Mi mayor problema fue encontrar a un veterinario dispuesto a tratarlo. Muchos veterinarios no quieren hacerlo. No hay una vacuna antirrábica aprobada para esta raza, así que si el perro muerde a alguien, el condado insistirá en sacrificarlo, y no hay pero que valga. En algunos estados es ilegal tener un perro lobo. No estoy seguro de cuál era la ley californiana entonces, pero recuerdo que Liam decía que si hay que llevar a un perro lobo a un nuevo veterinario, para ir sobre seguro es mejor decir que es un husky, o medio malamut.

»Al final no hube de preocuparme por si era o no legal tener a Ulf. Desarrolló lo que yo creí que era displasia de cadera, lo que significa que la articulación era inestable y empezó a dolerle. Cuando tenía cuatro años, el dolor era tan intenso que apenas podía moverse. Mentir no se me da demasiado bien, así que tuve que hacer muchas llamadas antes de encontrar por fin a un veterinario dispuesto a tratarlo. Sugirió que lo dejara en su consultorio para poder sedarlo y hacerle radiografías. La sedación es un asunto arriesgado con los perros lobo, pero dijo que lo sabía, y que tendría cuidado con la dosis. La cuestión es que llevé al perro a Santa Teresa.

»Mientras Ulf estaba anestesiado, el veterinario me llamó por teléfono y me dijo que no se trataba de displasia de cadera, sino de osteosarcoma, un tumor maligno en el hueso. En un perro joven como Ulf el tumor suele extenderse con rapidez y el periodo de supervivencia es breve. La amputación era una posibilidad, pero no para un perro como él. El veterinario se ofreció a enseñarme las radiografías por si hacía falta convencerme, pero le creí. Recomendó sacrificarlo y le di mi consentimiento. —Flannagan bajó la cabeza, se pellizcó el puente de la nariz y suspiró profundamente—. Mierda. Sé que hice lo correcto. Si tienes un animal, eres responsable de su bienestar y de su seguridad. Haces lo que debes hacer, aunque te rompa el corazón. Pero tendría que haber estado a su lado cuando murió. Perder a aquel perro fue como perder de nuevo a Liam. No pude soportarlo. Debería haber vuelto al consultorio, aunque Ulf ya estuviera sedado y no fuera consciente de lo que pasaba. En vez de ir, le di permiso al veterinario para que lo sacrificara. Le dije que se encargara él de todo, y cuando colgué el teléfono me quedé allí de pie y me eché a llorar. Fui un cobarde. Era un animal muy noble, tendría que haberlo sujetado mientras se moría. Se lo debía, y a Liam también».

Yo estaba ocupada pensando en seis cosas más, y respiraba por la boca para no soltar el moco. Entre tanto, Woofer, el mil leches amarillo, se despertó y fue hasta Flannagan. Se quedó allí con el hocico sobre el muslo de Flannagan, mirándolo a través de la pelambrera que casi le tapaba los ojos. Flannagan sonrió y lo acarició detrás de las orejas.

Me aclaré la voz.

—Nunca he tenido perro.

—Bueno, yo juré que nunca tendría otro, y ya me ve. Este chico ya ha cumplido quince años, y de momento todo ha ido bien. Quizá tenga la suerte de irme antes que él. En cualquier caso, esa es la historia de Ulf. Me ha pillado desprevenido. Nunca pensé que volvería a oír nada más sobre aquel perro.

—Le agradezco mucho la información.

—¿Y qué hay de usted? No me ha explicado cómo acabó la chapa en sus manos.

Le di una versión abreviada del encargo de Michael Sutton, de su encuentro con los dos tipos que cavaban el hoyo y de sus sospechas sobre el paradero de Mary Claire Fitzhugh. Flannagan recordaba la desaparición de la niña, aunque ninguno de los otros nombres que mencioné significaba nada para él. No llegó a conocer a los Kirkendall o a los Sutton, ni a ningún otro vecino de Alita Lane.

—Puede que no exista ninguna relación —dije encogiéndome de hombros—. Quizás el hecho de que Ulf esté enterrado allí fuera una coincidencia, pero parece muy raro. No sé nada acerca del protocolo que se sigue tras sacrificar a un perro. Puede que el propio veterinario lo enterrara.

—Ignoro por qué habría de hacerlo. Sólo vio al perro una vez, por lo que no puede decirse que le tuviera cariño. Sé que yo no lo enterré, por lo tanto: vaya usted a saber por qué acabó en Horton Ravine. ¿Qué más quiere averiguar?

—Supongo que esto es todo. ¿Recuerda el nombre del veterinario?

—Ahora mismo no. Puedo revisar los cheques que pagué en aquella época. Quizá me lleve algún tiempo, pero lo haré encantado.

—Hace mucho tiempo de eso. No puedo creer que guarde papeles tan antiguos.

—Deme un número donde pueda localizarla y veré lo que puedo encontrar.

—Se lo agradezco mucho.

Flannagan se me quedó mirando mientras le apuntaba el número de teléfono de mi casa en el dorso de una tarjeta, y cuando se la di dijo:

—Debería evitar referirse a este pueblo como Peephole. La gente de por aquí puede ser bastante estirada. Lo llamamos Puerto.

—Gracias por la advertencia, procuraré no decirlo más.

Cuando volví a mi despacho, tenía un mensaje en el contestador. «Hola, Kinsey. Soy Tasha. Esperaba encontrarte antes de que acabaras de trabajar. Queríamos asegurarnos de que has recibido la invitación a la inauguración. ¿Podrías llamarme para decirme si puedes venir? Será el sábado 28 de mayo, en caso de que la invitación no te haya llegado. Nos encantaría verte. Espero que todo te vaya bien».

Tasha recitó su número dos veces, como si yo estuviera al lado del teléfono con un lápiz apuntándolo todo. De hecho, como parte de mi nueva actitud abierta sí que lo anoté. Después de hacerlo, arranqué la hoja del bloc de notas, la arrugué y la tiré a la papelera. Ni siquiera me sentí tentada de recuperarla, en parte porque sabía que estábamos a lunes y que no recogerían la basura hasta el miércoles. Tiempo de sobra para la ambivalencia.

Miré el reloj. Eran las cinco y cuarto, hora de echar el cierre e irme a casa. Acababa de cerrar con llave la puerta de la entrada y ya me dirigía hacia el coche cuando el MG turquesa dobló la esquina con Sutton al volante. Había bajado la capota y él tenía el pelo alborotado. Esperé a que aparcara, preguntándome por qué habría vuelto. Incluso a poca distancia, parecía estar más cerca de los dieciocho que de los veintiséis. He observado que algunas personas quedan atrapadas en una etapa de la vida de la que nunca llegan a salir. Sospeché que, dentro de diez años, Sutton tendría un aspecto muy similar, pese a que de cerca fueran visibles las patas de gallo y la incipiente papada.

Sutton salió del coche y comenzó a andar en dirección a mi despacho, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. Al verme se detuvo.

—¡Ah! ¿Ya te vas a casa?

—Esa era mi intención. ¿Qué pasa?

—¿Tienes un par de minutos?

—Claro.

Al parecer, pensó que yo daría la vuelta y abriría la puerta.

—Preferiría hablar en privado.

Me pregunté si debía hacerlo pasar a mi despacho. Cuando viene algún cliente acostumbro a ofrecerle un café, con la esperanza de que lo rechace. A menudo, el ritual del café supone un engorro que prefiero evitarme. Poner en marcha la máquina, esperar hasta que esté listo el café, preguntarle al cliente sus preferencias (solo, con leche, con azúcar, sin azúcar), comprobar si me queda de todo lo necesario en la alacena. Suelo tener sobrecitos de edulcorante a mano, pero la leche acostumbra a estar agria, ¿y entonces qué? Nos ponemos a hablar sobre las desventajas de la leche en polvo, ¿y a quién le importa un carajo? Preferiría saltarme toda la cháchara e ir directa al grano. Lo mismo podía decirse sobre el hecho de que Sutton entrara en mi despacho y se sentara. Si lo hacía pasar, ¿cómo diantres iba a quitármelo de encima?

—¿Es urgente?

—Bastante. Bueno, creo que sí.

—¿No podemos hablar igual de bien aquí fuera?

—Supongo.

Nos quedamos mirando durante un momento.

—Cuando quieras.

—Estaba pensando en cómo decírtelo. ¿Recuerdas cuando esperábamos junto a la carretera mientras los policías cavaban?

—El jueves de la semana pasada. Lo recuerdo muy bien.

—Unos cuantos automovilistas aparcaron y salieron de sus coches, intrigados por lo que estaba pasando.

—Sí, claro —respondí. Mentalmente, me salté los preámbulos y adiviné lo que intentaba decirme. Preví que mencionaría a su hermana Dee, es decir, a Diana Álvarez, a fin de subsanar cualquier daño que esta pudiera haber causado cuando me explicó las invenciones de Sutton sobre abusos sexuales. Casi mencioné a Dee yo misma con la esperanza de prevenirlo. Estaba tan cerca de interrumpirlo que casi me perdí lo que dijo.

—Vi a un tipo al que creí reconocer, y más tarde me di cuenta de que me recordaba a uno de los piratas. Sólo lo vi durante un segundo, y no caí en la cuenta hasta ayer. Ya sabes lo que pasa cuando vemos a alguien fuera de contexto. El tipo me sonaba, pero no sabía por qué. Y entonces me acordé.

—Uno de los dos piratas —repetí.

—Exactamente.

Me tomé algo de tiempo para asimilar lo que Sutton acababa de decir, intentando anular el impacto de las revelaciones de su hermana. En aquella décima de segundo, comprendí que lo que me había contado Diana había contaminado por completo mi percepción de Sutton. Aunque me resistía a dejarme influir, su vacilante relación con la verdad le restaba credibilidad ante mis ojos. Diana me había jurado que su hermano volvería a aparecer y no se equivocaba: Michael había aparecido para ofrecerme un nuevo giro inesperado, el siguiente capítulo de una historia que, de no ser por sus revelaciones, sería ahora agua pasada.

—Estás dándole más importancia de la que tiene —afirmé—. Aquellos tipos estaban enterrando a un perro.

—Ya lo sé, pero repasé mentalmente lo sucedido y me pregunté si no podrían haber cambiado el cuerpo de Mary Claire por el del perro después de que yo los interrumpiera.

—¿Cambiar los cuerpos? ¿Y luego qué? No entiendo adónde quieres ir a parar.

—Bueno, si es que tengo razón y el tipo me vio cuando yo lo vi a él, ¿no se daría cuenta de que sospecho de ellos? ¿Por qué si no estarían los polis cavando de repente en la colina? Sabría que la policía se estaba acercando, y ¿quién podría haberles dado el soplo, sino yo?

Cerré los ojos por un instante para reprimir la irritación que se iba apoderando de mí.

—Sutton, sinceramente, tendrás que perdonar mi reacción, pero creo que le estás dando demasiadas vueltas a este asunto. Tenías seis años, de eso hace veintiuno y no hay ninguna prueba de que la escena que presenciaste esté relacionada con Mary Claire. No son más que conjeturas por tu parte. ¿Por qué no puedes admitir tu error y dejar las cosas como están?

Las mejillas de Sutton se encendieron.

—Piensas que te estoy haciendo perder el tiempo.

No me gusta ser tan transparente, por lo que, naturalmente, lo negué.

—No he dicho que me estés haciendo perder el tiempo. Entiendo tu preocupación, pero creo que queda fuera de lugar. No puedes ser tan paranoico.

Sutton bajó la vista y luego volvió a mirarme.

—Quería darte esta información por si me pasa algo. No sabía a quién más se lo podía contar.

—No te va a pasar nada.

—Por si acaso. Es todo lo que quería decirte. He visto a ese tipo en alguna parte, pero no recientemente.

—Está bien —dije—. No creo que corras ningún peligro, pero ¿quién soy yo para asegurarlo? Si te hace sentirte mejor, cuéntame el resto. ¿Puedes describirme a ese hombre?

—Tenía el pelo más bien claro, no era demasiado alto y llevaba traje.

—¿Te acuerdas de más detalles? Vi a seis o siete tipos que encajarían con esa descripción.

—No tantos. Diría que había tres, sin contar a los policías.

—Pero eso tampoco me sirve de mucho. La información es demasiado vaga. Creo que fue una pasada por mi parte encontrar el lugar exacto en que enterraron al perro basándome en la escasa información que me proporcionaste la primera vez, pero tengo mis limitaciones…

Dejé de hablar. Sutton me observaba con una mirada tan implorante que acabé cediendo.

—Bueno, basta de hablar de mí —dije—. ¿Qué hay de su coche? ¿Viste qué tipo de coche conducía?

Negó con la cabeza.

—No presté atención. No me fijé en él hasta después de que hubiera aparcado, cuando estaba de pie junto a la carretera. Cuando quise observarlo mejor, ya se había ido.

Me lo quedé mirando.

—Lo siento —se disculpó tímidamente—. Ya veo lo que quieres decir. No te he dado la información suficiente.

—¿Lo reconocerías si volvieras a verlo?

—Creo que sí. Estoy bastante seguro de que lo reconocería. —Michael vaciló—. Si lo reconozco, ¿qué debo hacer? ¿Debo seguirlo, o quizás apuntar la matrícula de su coche?

—Apunta la matrícula, pero no quiero que lo sigas. Creerá que lo estás acechando. En cualquier caso, la posibilidad de que vuelvas a verlo parece bastante remota.

—Es cierto. De todos modos, me siento mejor ahora que te lo he contado.

—Estupendo. ¿Quieres contarme algo más?

Me miró fijamente con esos ojos marrones tan serios y tan perrunos.

—Sé que mi hermana estaba allí. La vi hablando contigo.

—Es periodista, ese es su trabajo. Se las arregló para acorralar a cualquiera que le prestara atención. ¿Y eso qué importa?

Me di cuenta de que Sutton estaba pensando con cuidado lo que iba a decir.

—Hace mucho tiempo —explicó, parpadeando—, le causé graves problemas a mi familia. A Diana le gusta contarle a la gente lo que hice porque sigue cabreada conmigo. Se las da de buena ciudadana, advirtiendo a la gente sobre qué tipo de persona soy, pero en realidad es su forma de clavarme un cuchillo en la espalda.

—Sutton, no es para tanto. Tú me contaste que estabais distanciados, así que no es como si me hubieras ocultado algo.

—En cierto modo, sí que te lo oculté. Debería haberte dado todos los detalles.

—No me debes ninguna explicación.

—Estaba pensando que, después de hablar con ella, probablemente no creerás ni una palabra de lo que te diga, y no te culpo. Pero te agradezco mucho que hayas sido tan amable de escucharme hace un momento. Si alguna vez tengo la oportunidad de devolverte el favor, ¿me lo dirás?

—Desde luego. No te preocupes.

—Gracias.

Sutton vaciló, y a continuación volvió a meterse las manos en los bolsillos y empezó a andar hacia su coche.

Cuando se volvió para saludarme tímidamente con la mano, tuve un mal presentimiento.

—Cuídate, ¿vale?

Volvió a saludarme con la mano y se metió en el coche. ¿Cómo podía haber adivinado entonces que en cuestión de días yacería en la mesa de autopsias de un forense con un agujero de bala entre los ojos?