12
Walker McNally
Lunes, 11 de abril de 1988
—¿Señor McNally?
Walker se dio cuenta de que alguien le hablaba. Abrió los ojos, pero no reconoció a la mujer que se inclinaba sobre él y le sacudía el brazo con insistencia. Su expresión denotaba o bien impaciencia o bien preocupación, y, dado que no la conocía, Walker no estaba seguro de si se trataba de una cosa o de la otra. La luz del techo era muy fuerte y los azulejos parecían los de un hospital, diseñados para amortiguar el ruido, aunque no podía recordar qué nombre se les daba.
—Señor McNally, ¿puede oírme?
Quería responder, pero una sensación de profunda pesadez lo invadía, y el esfuerzo era demasiado grande. No tenía ni idea de lo que estaba pasando y no recordaba la secuencia de los acontecimientos que pudieran explicar por qué yacía inmovilizado, con esa mujer inclinada sobre él.
Le dolía algo. ¿Lo habían operado? El dolor no era agudo. Era más bien un dolor sordo que irradiaba por todo su cuerpo, un dolor rematado por una gruesa capa blanca, tan fría y pesada como un manto de nieve.
La mujer se hizo a un lado y en el campo visual de Walker aparecieron dos caras de Carolyn, una de ellas ligeramente difuminada, como una copia borrosa. Sintió náuseas al tiempo que las ondas de la superficie se ampliaban y se desvanecían cerca de los bordes de su visión.
—Walker —dijo ella.
Walker enfocó la mirada y las dos imágenes se convirtieron en una, como en un truco de magia.
—¿Sabes dónde estás?
Quería responder, pero no conseguía mover los labios. Estaba tan cansado que apenas podía prestarle atención.
—¿Recuerdas lo que ha pasado?
Carolyn lo miraba con expectación. Era evidente que esperaba una respuesta, pero él no podía darle ninguna.
—Has tenido un accidente —explicó ella.
Un accidente. Eso tenía sentido. Asimiló lo que Carolyn acababa de decir, buscando las imágenes que se correspondieran con lo que había ocurrido. No le vino nada a la cabeza. ¿Se había caído? ¿Lo habían alcanzado en la cabeza con una bala o con una piedra? Ahora se hallaba tumbado en una cama. Antes sólo había oscuridad.
—¿Recuerdas haberte salido de la carretera?
No. Quería negar con la cabeza para que Carolyn supiera que la había oído, pero no lo consiguió. Carretera. Coche. El concepto era sencillo, y lo captó enseguida. Sabía que se había producido un accidente, pero no podía imaginar qué relación tenía eso con él. Estaba vivo. Suponía que había resultado herido y se preguntó si sería algo grave. Su cerebro aún debía de funcionar, aunque su cuerpo estuviera temporalmente…, o quizá permanentemente…, fuera de servicio. Carolyn sabía lo que había pasado y él estaba dispuesto a confiar en su palabra, pero todo le parecía muy raro.
—¿Sabes qué día es?
Ni idea. Ni siquiera podía recordar el último día que recordaba.
—Lunes —dijo ella—. Los niños y yo volvimos de San Francisco esta tarde y tu coche no estaba. Deshice las maletas y les dejé ver la tele unos minutos. Entonces llegó un coche de la policía y aparcó frente al garaje. Al parecer, se había producido un accidente en la carretera de circunvalación. Tu coche ha quedado completamente destrozado. Es un milagro que no estés muerto.
Walker cerró los ojos. No recordaba nada en absoluto. No tenía ni idea de lo que hacía en la autopista 154 y no recordaba ninguna colisión. A su modo de ver, sólo había un inmenso agujero negro, una pared desnuda que separaba el momento actual del pasado reciente. Vagamente, recordó haber salido del banco el martes, pero después la puerta se había cerrado de golpe.
A continuación apareció un médico, un neurólogo llamado Blake Barrigan, al que reconoció de haberlo visto en el club de campo. Barrigan quiso comprobar las funciones cognitivas de Walker y lo sometió a toda una serie de pruebas. Walker sabía cómo se llamaba. Sabía que Ronald Reagan era el presidente de Estados Unidos, aunque no lo había votado. Podía contar hacia atrás desde cien de ocho en ocho, algo que no sabía si sería capaz de hacer normalmente. Walker podía ver que Barrigan, un hombre serio de mediana edad, movía la boca, sin duda para tranquilizarlo acerca de su estado, pero se sentía demasiado cansado como para prestarle atención.
Cuando volvió a abrir los ojos se hallaba en una habitación privada y había gente hablando en el vestíbulo. Se inspeccionó el cuerpo: le dolía el codo derecho, y el pecho le apretaba donde al parecer le habían vendado las costillas. Se palpó el lado derecho de la cabeza y notó un doloroso bulto. Probablemente había sufrido heridas leves de las que aún no era consciente. Le llegó olor a carne guisada y a judías verdes con cierto regusto metálico, como las judías enlatadas que había comido en su juventud. El estrépito que se oía fuera de la habitación lo llevó a pensar en un carrito con bandejas de comida.
Una auxiliar de enfermería entró en la habitación y le preguntó si tenía hambre. Sin esperar su respuesta, la auxiliar bajó la barandilla de un lado, le subió la cama, colocó una bandeja en su mesita con ruedas y la empujó para que Walker la tuviera a su alcance. Sobre la bandeja había un tetrabrik de zumo de naranja y un pequeño envase de gelatina de cereza cerrado con una tapa de plástico elástico que recordaba a un gorrito de ducha.
—¿Qué día es hoy? ¿Domingo?
—Lunes —respondió ella—. Hace una hora lo trasladaron desde Urgencias, así que se perdió la cena. ¿Recuerda cuándo lo trajeron?
—¿Está aquí mi mujer?
—Se acaba de ir. Una vecina ha estado cuidando a los niños, pero su mujer tenía que acostarlos. Volverá por la mañana. ¿Le duele algo?
Al negar con la cabeza, Walker se percató de que tenía jaqueca.
—No entiendo qué ha pasado.
—El doctor Barrigan podrá explicárselo todo cuando venga. Tiene un paciente en la planta de cirugía, pero ha dicho que volvería a visitarlo antes de irse. ¿Puedo traerle algo más?
—No, gracias.
Después de que la auxiliar se llevara la bandeja de la cena, Walker abrió el cajón de la mesilla de noche y encontró un espejo de bolsillo. Al mirarse pudo ver que tenía los dos ojos morados, un bulto en la frente y una mancha grisácea en el lado derecho de la cara. Debía de haberse estampado contra el parabrisas o contra el volante en el momento del choque. Al volver a guardar el espejo cayó en la cuenta de que era afortunado por no tener cortes en la cara, ni huesos faciales rotos.
A las nueve apareció una enfermera con una bandeja de medicinas. Comprobó el apellido de Walker en su pulsera hospitalaria y a continuación le dio un vasito de papel con dos pastillas en su interior. Cuando era niño, su madre le había dado vasitos del mismo tamaño llenos de grageas de chocolate M&M’s.
—Para ayudarlo a dormir —aclaró la enfermera cuando vio su expresión—. ¿Necesita un orinal?
Nada más oír la pregunta, Walker cayó en la cuenta de que tenía la vejiga llena y de que la presión empezaba a ser dolorosa.
—Sí, por favor.
La enfermera dejó la bandeja y, del armario que estaba junto a la cama, sacó un orinal de plástico con tapa. El artilugio tenía un asa y un tubo inclinado, y parecía el típico objeto para el que sus hijos podían inventar cien usos en la playa.
—Se lo dejo aquí. Llame al timbre cuando acabe.
—Gracias.
La enfermera corrió la cortina, protegiéndolo de las miradas curiosas de los que pasaban por el vestíbulo. Walker esperó hasta que la enfermera se hubo marchado y entonces se puso de lado y dirigió el pene hacia la abertura del orinal. Pese a sus buenas intenciones, no salió nada. Intentó relajarse. Pensó en otras cosas, pero sólo podía pensar en su necesidad de aliviarse. Se habría reído si sus ganas de orinar no fueran tan acuciantes. Walker había pasado por un trance similar cuando Carolyn y él se sometieron a varios tratamientos de fertilidad. Le pidieron que eyaculara en un recipiente para poder examinar su esperma bajo el microscopio y centrifugarlo luego antes de cada una de las cinco inseminaciones intrauterinas infructuosas a las que Carolyn se había sometido.
Walker respiró hondo con la esperanza de que su vejiga cediera. Su empeño resultó inútil. Lo dejó de momento y, cuando la presión ya era insoportable, llamó a la enfermera. Pasaron quince minutos antes de que apareciera la auxiliar, la cual le palpó el abdomen y luego fue a consultar a una enfermera, que volvió a la habitación acompañada de una alumna en prácticas. La enfermera abrió el kit de cateterización que había traído y sacó un catéter de Foley, un par de guantes de látex y un tubo de lubricante. Era evidente que veía el problema de Walker como una oportunidad para impartir una clase práctica. Le cogió el pene y explicó cómo introducir el catéter hasta la vejiga a través de la uretra.
—Espero que no le importe —le dijo en un aparte.
—No pasa nada —respondió Walker.
Si la enfermera no se daba prisa le estallaría la vejiga. Escuchaba la conversación entre las dos mujeres sólo a medias, distanciándose de lo que estaba pasando.
—El tamaño de una sonda Foley viene indicado en unidades francesas —le decía la enfermera a la alumna—. Los tamaños más corrientes van de 10F a 28F; 1 F equivale a 0,33 milímetros o 0,13 pulgadas, 1/77 de una pulgada de diámetro…
Después de enseñarle a la alumna la técnica correcta, la animó a intentarlo. La chica se disculpó. Tenía los dedos congelados y temblaba. Después de dos intentos fallidos la enfermera la relevó e insertó el catéter con sorprendente eficiencia. El alivio fue milagroso. La situación era humillante, pero Walker ya la estaba convirtiendo mentalmente en una anécdota divertida que contaría en el próximo cóctel al que acudiera.
Al final consiguió dormirse, aunque lo despertaron cuatro veces durante la noche: dos para comprobar sus constantes vitales, una cuando el dolor en las costillas se volvió tan insistente que tuvo que pedir un analgésico, y otra más porque una auxiliar entró en su habitación por error, creyendo que era otro paciente. En algún momento durante la noche cayó en la cuenta de que Blake Barrigan, el muy cabrón, no había ido a verlo.
Carolyn llegó la mañana siguiente a las ocho y media. Walker supuso que su esposa acababa de dejar a Fletcher y a Linnie en la guardería. Al menos ahora estaba lúcido y completamente despierto, aunque seguía sin recordar el accidente. Sabía que tenían un seguro excelente y no le preocupaban los gastos, pero le molestaba todo el lío del papeleo y el inconveniente de estar sin vehículo hasta que alquilara un coche. La jaqueca comenzaba a aparecer de nuevo, irradiándose desde la base del cráneo.
Carolyn se quitó el abrigo y lo puso sobre el brazo de la butaca tapizada. Walker tardó diez segundos en darse cuenta de que no lo miraba, y otros diez en ver lo enfadada que estaba. Su esposa era una persona de trato fácil, pero cuando algo la hacía estallar, podía ser temible. Walker conocía bien esa reacción: Carolyn se mostraría fría y distante, con el rostro lívido por el enfado.
—¿Pasa algo? —No le apetecía demasiado aguantar la paliza verbal que sabía que Carolyn le iba a propinar. No tenía ni idea de por qué estaba tan cabreada, pero si no se lo preguntaba ahora, ella no le dirigiría la palabra hasta que lo hiciera.
—Supongo que Blake Barrigan no vino a verte ayer por la noche para ponerte al día —dijo Carolyn.
Se le pasó por la cabeza fugazmente que el descuido de Blake podría explicar la actitud de su esposa. Carolyn se tomaba estos asuntos muy en serio. Era muy exigente consigo misma, y esperaba que los demás previeran sus deseos y obraran en consecuencia. Si Blake había dicho que lo visitaría, más le valía hacerlo.
—No me consta —respondió Walker—. La enfermera me dijo que tiene un paciente en la planta de cirugía…
—Has matado a una chica.
—¿Cómo dices?
—Ya me has oído.
En un abrir y cerrar de ojos, Walker sintió que su cuerpo se separaba de su alma, como si fuera un furgón de cola desenganchado y abandonado en las vías mientras el resto del tren volvía a ponerse en marcha. Se encontró flotando en un rincón de la habitación, contemplándose a sí mismo desde lo alto. Podía ver su expresión de desconcierto y la raya algo torcida en el pelo de Carolyn, cuyos rasgos aparecían escorzados desde su perspectiva. Por un momento, se preguntó si estaría muerto. De hecho, esperaba estarlo, porque lo que Carolyn le había dicho era demasiado terrible como para poder asimilarlo. Tenía la boca tan seca que no podía pronunciar ni una palabra.
Carolyn continuó hablando con tono indiferente, como si se tratara de un asunto que no guardaba relación con él.
—Tenía diecinueve años y estaba de vacaciones, las vacaciones de primavera de la universidad. Era alumna de segundo en la Universidad de California de Santa Teresa. Había ido en coche a San Francisco para pasar el fin de semana con unos amigos. Le dijo a su madre que quería evitar el tráfico de después de las cinco, así que salió de la ciudad el lunes a las nueve de la mañana. A las cuatro y veinte llegó a la colina por la autopista 154, a sólo cinco kilómetros de su casa. Estaba a medio camino de la carretera de circunvalación cuando cruzaste la mediana y chocaste de frente con su Karmann Ghia. Le fue imposible esquivarte. —Carolyn cerró la boca y apretó los labios mientras intentaba controlarse.
Walker negó con la cabeza.
—Carolyn, te juro por Dios que no recuerdo nada de eso.
—¿Ah, no? —preguntó ella con tono cínico—. ¿No recuerdas haber ido al bar deportivo en la esquina de State y La Cuesta el lunes al mediodía?
—Ni siquiera sabía que ese bar existiera.
—Y una mierda. ¿El Whizz Inn? Hemos pasado por delante cientos de veces, y tú siempre haces un chiste sobre el nombre. Cuando llegaste allí el lunes por la tarde, estabas borracho y te pusiste muy borde. Exigiste que te sirvieran, pero el camarero se negó, y cuando te pidió que te fueras le contestaste de forma muy agresiva. Acabó llamando a la policía en cuanto saliste del bar. Un conductor vio cómo entrabas en la 101 haciendo eses, pero cuando llegó a una gasolinera y llamó a la policía, tú ya estabas en el carril de salida de la 154 y te dirigías a la carretera de circunvalación.
—Eso no es cierto. No puede serlo.
—Hay tres testigos más: dos personas que hacían jogging y un hombre que conducía una camioneta, con el que no chocaste de milagro. Acabó saliéndose de la carretera. Tiene suerte de no haber muerto él también.
—No recuerdo absolutamente nada.
—Eso es lo que llaman una laguna alcohólica, por si no lo habías deducido ya. Te olvidas de lo que pasó y te absuelves a ti mismo de toda culpa. ¿Qué mejor manera de evitar la culpabilidad que borrarla de tu mente?
—¿Crees que lo hice a propósito? Me conoces mejor que eso. ¿Cuándo he…?
Carolyn no lo dejó acabar.
—¿Y quieres saber algo muy extraño? Nosotros vimos a la chica que mataste. Los niños y yo debimos de salir de San Francisco a la misma hora que ella. No me di cuenta de quién era hasta que vi su foto en el periódico esta mañana. Paramos en aquel Applebee’s que se encuentra cerca de Floral Beach. Los niños estaban de mal humor. Tenían hambre y querían estirar las piernas un rato. Cuando entramos en el restaurante, ella estaba sentada en la primera mesa comiendo una hamburguesa con patatas fritas. Nos sentamos en la mesa de al lado y los niños se pusieron a hacer el tonto, mirándola por encima del asiento. Ya sabes cómo se ponen a veces. Ella empezó a hacerles muecas, y eso les encantó. Acabó de comer antes de que llegara nuestra comida y nos saludó desde la puerta cuando salía. Era tan joven y tan guapa… Recuerdo haber deseado que Linnie fuera tan simpática con los niños pequeños cuando tuviera la misma edad que esa chica…
Se le descompuso el rostro y se tapó la boca con la mano, sollozando como una niña y balanceándose hacia delante y hacia atrás. A continuación se sujetó la cintura como si le doliera el estómago.
Walker quería consolarla, pero era consciente de que cualquier gesto que hiciera parecería totalmente fuera de lugar. ¿De verdad había muerto alguien por su culpa? La angustia de Carolyn era contagiosa y notó que se le llenaban los ojos de lágrimas, un llanto tan automático como bostezar en presencia de alguien que acaba de hacerlo. Por otra parte, su yo más objetivo y aséptico esperaba que su mujer viera sus lágrimas y le tuviera lástima. Carolyn era propensa a los cambios de humor, y pasaba de la indignación a la comprensión en cuestión de segundos. La necesitaba de su parte: no la quería como enemiga, sino como aliada.
—Nena, lo siento. No tenía ni idea —susurró. Se le quebró la voz y pudo notar la tensión en el pecho mientras reprimía un gemido—. No puedo creerlo, me pongo enfermo sólo de pensarlo.
Carolyn dejó de llorar de golpe y le habló con incredulidad en la voz.
—¿Te pones enfermo? ¿Tú? Estabas borracho como una cuba. ¿Cómo pudiste emborracharte así? ¿Cómo?
—Carolyn, por favor. Tienes todo el derecho del mundo a estar furiosa, pero no lo hice a propósito. Debes creerme.
Sabía que sonaba demasiado racional. No era el momento de intentar convencerla, estaba demasiado disgustada. Pero ¿cómo podría sobrevivir si ella le daba la espalda? Todos sus amigos adoraban a Carolyn, y harían lo que ella les dijera. Todo el mundo decía que era un ángel: considerada, cálida, leal, amable. Su compasión no conocía límites, a menos que se sintiera traicionada. Entonces se volvía despiadada. A menudo lo acusaba de ser frío, pero en lo más profundo de su fuero interno, era ella la del corazón de piedra, no él.
—No pretendo que me tengas lástima —dijo Walker—. Esto es algo con lo que deberé cargar el resto de mi vida.
Se estremeció para sus adentros porque no había hablado con el tono adecuado. Sonó enfadado cuando pretendía sonar arrepentido.
Carolyn sacó un pañuelo de papel del bolso, se secó los ojos y después se sonó. Emitió un suspiro audible y Walker se preguntó si lo peor de la tormenta ya había pasado. Carolyn hizo un gesto de incredulidad con la cabeza y esbozó una sonrisa triste.
—¿Quieres saber qué encontré al llegar a casa? Lo más seguro es que lo hayas olvidado, como todo lo demás. Encontré una botella de vodka y seis latas de cerveza vacías en la basura. Había whisky por todo el patio, supongo que volcaste la botella de Maker’s Mark. Debiste de chocar con la mesa al caerte, porque estaba de lado y había cristales rotos por todas partes. Es un milagro que no te cortaras el cuello.
Carolyn hizo una pausa y se apretó el pañuelo contra la boca. Volvió a sacudir la cabeza y dijo:
—No te conozco, Walker. No tengo ni idea de quién eres. Hablo muy en serio.
—¿Qué puedo decir? Lo siento. No volveré a beber mientras viva, te doy mi palabra.
—¡Por el amor de Dios! Ahórrate las disculpas. Mírate. Llevas días borracho, y ahora una chica inocente está muerta.
Walker sabía que no valía la pena continuar defendiéndose. Tendría que capear el temporal y dejar que Carolyn se desahogara; entonces quizá se ablandaría. Le tendió la mano con la palma hacia arriba, esperando que ella se la tomara.
Carolyn se inclinó hacia delante.
—He pedido el divorcio.
—Carolyn, no digas eso. Dejaré de beber, te lo prometo.
—Me importan una mierda tus promesas. Me aseguraste que podías dejarlo cuando quisieras, pero en realidad querías decir que lo dejarías siempre que yo te vigilara. A la que te di la espalda empezaste a beber de nuevo, y fíjate en el resultado. No soy tu guardiana, ese no es mi trabajo. Lo que hagas es cosa tuya, y la has cagado.
—Lo sé, y te entiendo. No tengo justificación. Te suplico que no lo hagas. Somos una familia, Carolyn. Te quiero y quiero a mis hijos. Haré cualquier cosa para arreglarlo.
—Es imposible arreglarlo. Esa pobre chica ha muerto por tu culpa.
—No sigas con eso. Ya lo he captado y no tienes ni idea de lo mal que me siento. Me merezco lo peor. Me merezco tu odio, tus acusaciones y tus reproches, lo que sea. Pero, por favor, ahora no. Te necesito. No podré superar todo esto sin ti.
Carolyn esbozó una sonrisa burlona y puso los ojos en blanco.
—Eres un auténtico idiota.
—Quizá, pero también soy un hombre honorable. Aceptaré toda la responsabilidad. No puedes condenarme por un error de juicio.
—¿Un error de juicio? Además de haber borrado todo lo demás, también te olvidas de aquella vez en que te detuvieron por conducir borracho.
—Eso pasó hace años. Fue algo muy tonto y tú lo sabes. El policía me paró porque el sello de la inspección técnica había caducado. Aquel tipo era un imbécil, lo dijiste tú misma.
—No tan imbécil como para no oler el whisky en tu aliento, por eso te metió en la cárcel. Yo fui la que pagó la fianza. Por tu culpa, la trabajadora social casi echa a la papelera nuestra solicitud de adopción.
—Vale. Está bien. Lo hice, Su Señoría. Soy culpable de lo que se me acusa. Me he disculpado mil veces, pero no dejas de echármelo en cara. La cuestión es que al final no pasó nada. Sin pena, no hay delito…
Carolyn se levantó y recogió su abrigo.
—Dile eso mismo al juez durante tu comparecencia. Seguro que le hace mucha gracia.
El resto del día se convirtió en un recuerdo borroso. Walker fingió más dolor del que sentía, sólo para que le suministraran más analgésicos. Dios bendiga a Percocet, su nuevo mejor amigo. Comió algo con desgana y luego cambió varias veces de canal en el televisor de la habitación. Estaba demasiado inquieto como para poder concentrarse. Lo que no se había atrevido a confesar, por miedo a que su esposa se ensañara aún más con él, era que, en realidad, no sentía nada de nada. ¿Cómo podía lamentar las consecuencias de sus actos cuando el antes, el durante y el después se habían borrado de su memoria?
A las nueve de la noche se despertó sobresaltado: no era consciente de haberse dormido. Oyó pasos en el pasillo y se volvió hacia la puerta esperando ver a Blake Barrigan. Nunca le había caído demasiado bien, pero sus respectivas esposas eran amigas y él necesitaba desesperadamente a un amigo ahora. Barrigan, como la mayoría de médicos, era capaz de reservarse sus opiniones y parecía comprensivo, lo fuera o no.
Cuando Herschel Rhodes apareció en la puerta, Walker pensó que sufría alucinaciones. ¿Herschel Rhodes? ¿Por qué entraba en su habitación de hospital? Se habían conocido en el instituto de Santa Teresa, donde ambos coincidieron en algunas clases. Herschel era un adolescente gordo, torpe y con acné, poco atractivo y nada sociable. Por otra parte, para compensar sus defectos se comportaba de forma responsable y estudiaba mucho, el pobre imbécil. Los profesores estaban encantados con él porque siempre prestaba atención en clase, e incluso participaba. Era así de pazguato. El chico se empeñaba en levantar la mano y solía dar la respuesta correcta. Entregaba los deberes a tiempo, e incluso mecanografiaba sus trabajos, incluidas las numerosas notas a pie de página. Menudo pelota. Herschel era uno de esos chicos a los que los alumnos más populares hacían el vacío. Nadie fue nunca abiertamente grosero con él, y si era consciente de las sonrisitas y de las miradas que se intercambiaban los otros alumnos a sus espaldas, nunca dijo nada al respecto.
Ahora rondaba la cuarentena y seguía teniendo la cara redonda y el pelo oscuro. Lo llevaba peinado hacia atrás, de una forma que Walker no había visto desde principios de los años sesenta. Herschel había sido un alumno brillante y se graduó en el instituto de Santa Teresa como tercero de su clase. Walker había oído decir que se licenció en Princeton y que luego estudió derecho en Harvard. Aprobó el examen final a la primera. Su especialidad era la defensa criminal. Walker había visto su anuncio a toda página en las páginas amarillas: asesinato, violencia doméstica, conducción bajo los efectos del alcohol y delitos relacionados con las drogas. Parecía una forma un tanto sórdida de ganarse la vida, pero sin duda había tenido éxito en su profesión, porque Walker había visto su casa en Montebello y el tipo vivía muy bien. Se había vuelto más atractivo con la edad, y las características que parecían defectos en su adolescencia ahora le resultaban muy útiles. Tenía fama de competidor despiadado en cualquiera de sus aficiones: golf, tenis y bridge. «Feroz» era el término que usaban sus conocidos para describirlo. Jugaba para ganar, y nadie se interponía en su camino.
Herschel pareció sorprenderse al verlo.
—Caray, estás hecho una mierda.
—Nada menos que Herschel Rhodes. No esperaba verte.
—Hola, Walker. Carolyn me ha pedido que me pase un momento.
—¿Cómo abogado o como amigo?
Herschel lo miró sin inmutarse.
—No es que seamos amigos, precisamente.
—Tú lo has dicho. Por si te interesa saberlo, está muy cabreada conmigo porque soy un capullo. Me cuesta creer que me tenga lástima.
Herschel esbozó una leve sonrisa.
—Carolyn cree que le conviene ayudarte. Si tú te hundes, ella se hunde contigo. Ninguno de nosotros quiere que eso suceda.
—Dios santo, no —dijo Walker—. Siéntate.
—Estoy bien así. No puedo quedarme mucho rato. Espero que sepas en qué lío te has metido.
—¿Por qué no me lo explicas? No sé si alguien te lo habrá mencionado, pero los últimos cuatro o cinco días son como un agujero negro por lo que a mí respecta.
—No me sorprende. Llegaste a Urgencias con una tasa de alcohol de 0,24: el triple del límite legal.
—¿Y quién lo dice?
—Te sacaron sangre.
—Sufrí una conmoción cerebral y perdí el conocimiento.
Herschel se encogió de hombros.
—¿Me sacaron sangre mientras estaba inconsciente? Menuda putada. ¿Pueden hacer algo así?
—Claro, de acuerdo con la ley de consentimiento implícito. Al solicitar el permiso de conducir, consientes en que te hagan una prueba química si la policía lo cree necesario. Incluso de haber estado consciente, no habrías tenido más remedio que aceptar. Si te hubieras negado, o si hubieras intentado negarte, te habrían acusado de falta de cooperación y te habrían extraído sangre de todos modos, según dicta la causa de «Schmerber contra California», una sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos sobre la necesidad de conservar pruebas que se estén disipando.
—Mierda. Me encanta. «Schmerber contra California». ¿Eso es todo? Dime lo demás. Seguro que tienes más cosas que contarme.
—Te acusarán de acuerdo al artículo 191.5 del Código Penal: homicidio vehicular grave en estado de embriaguez. Eso supone cuatro, seis o diez años de cárcel, salvo si tienes antecedentes, en cuyo caso puede ir de quince años a cadena perpetua.
—Joder.
—¿Cuándo te detuvieron por conducir ebrio?
—Hace dos años. Compruébalo tú mismo, no recuerdo la fecha.
—También te acusarán de la infracción VC-20001, subsección C: atropello en el que el conductor se da a la fuga después de un accidente mortal mientras conducía en estado de embriaguez…
—¿De qué hablas? ¿Quién ha atropellado a alguien y se ha dado a la fuga?
—Tú. Te marchaste después del accidente. La policía te encontró a un kilómetro de allí, haciendo eses por la carretera, solo y desamparado. Habías perdido un zapato. ¿Recuerdas aquella canción infantil en que el pequeño John se acuesta con un zapato puesto?
—Corta el rollo, ya sé a qué canción te refieres —dijo Walker.
Lo habría negado, pero de repente le vino a la cabeza una imagen de sí mismo pisando una piedra. Después había soltado un taco y se había puesto a saltar a la pata coja, riéndose del dolor.
Herschel siguió hablando con el mismo tono neutro sin dejar de mirar fijamente a Walker. Este se preguntó si no sería malevolencia lo que veía en los ojos del abogado: Herschel Rhodes saboreando su venganza por agravios pasados.
—Además, te acusarán de las infracciones VC-23153 A y B: conducir bajo los efectos del alcohol y causar daños personales. Si te han declarado culpable de conducir ebrio en los últimos diez años, te podrían acusar de homicidio sin premeditación, de acuerdo con la sentencia del caso Watson.
—No me jodas, Herschel. Te acabo de decir que tengo una condena previa, así que ¿por qué no te metes el VC-23153 en el culo?
—¿Has hablado con alguien más de todo esto?
—Sólo contigo y con mi mujer. Créeme, es más que suficiente.
Herschel se inclinó sobre su cama.
—Pues tengo un consejo que darte, amigo mío: mantén la boca cerrada. No hables de esto con nadie. Si sale el tema, cierra el pico. Eres sordomudo. No entiendes el idioma. ¿Captas lo que te estoy diciendo?
—Sí.
—Bien. El médico ha dicho que te dará el alta mañana por la mañana.
—¿Tan pronto?
—Necesitan la cama. Veré si puedo convencer a los polis para que esperen a que estés en casa antes de detenerte. Si no, te detendrán aquí mismo, te esposarán a la cama y pondrán a un agente haciendo guardia fuera de la habitación. Pase lo que pase, recuerda lo que te he dicho: mantén la boca cerrada.
Walker hizo un gesto de fastidio con la cabeza y, entre dientes, masculló «mierda».
—Entre tanto, valdría la pena que te apuntaras a un programa de rehabilitación. Al menos finge que intentas enmendarte.
—No puedo ingresar en un centro de rehabilitación, tengo una familia que mantener.
—Pues entonces vete a Alcohólicos Anónimos. Tres reuniones a la semana como mínimo, a diario si es preciso. Quiero que des la impresión de ser un tipo que abjura de sus pecados y se arrepiente de sus fechorías.
—¿Vas a sacarme de este lío?
—Probablemente no, pero soy tu única esperanza —dijo Herschel—. Si te sirve de consuelo, tardarás de tres a seis meses en ir a juicio. Ya que hablamos del tema, necesito que me extiendas un cheque.
—¿De cuánto?
—De veinte de los grandes para empezar. Cuando vayamos a juicio serán unos dos mil quinientos dólares al día, más el coste de los peritos.
Walker procuró mantenerse impasible para no darle a Herschel la satisfacción de presenciar su abatimiento.
—Tendré que transferir dinero desde un depósito. No guardo cantidades tan grandes en la cuenta corriente. ¿Puedes esperar a que me den el alta?
—Dile a Carolyn que se encargue ella. Me he alegrado de verte.