11
Aquella noche cené en el local de Rosie, el restaurante situado a media manzana de mi apartamento. Es el lugar ideal para los vecinos que quieren tomarse una copa, y suple las carencias de mi inexistente vida social. En los meses de verano, los jugadores de softball, siempre escandalosos, ocupan el bar para celebrar victorias tan pequeñas que apenas merecen una columna en las páginas deportivas del periódico local. De vez en cuando organizan equipos de fútbol americano, y los perdedores pagan a los ganadores con un barril de 30 litros de cerveza. Antes de la SuperBowl, hay interminables discusiones y apuestas, a cual más ruidosa, que finalmente se resuelven cuando todos ponen diez pavos y sacan nombres de una enorme jarra de cerveza que Rosie guarda detrás de la barra.
Rosie es húngara de nacimiento, y aunque lleva casi toda su vida en Santa Teresa, se niega a perder el acento o a mejorar su enrevesada sintaxis. Rosie y William, el hermano de Henry, se casaron hace tres años y medio en el día de Acción de Gracias. Forman una extraña pareja, pero el matrimonio parece haberles sentado bien a ambos.
Me senté a mi mesa favorita, situada en la parte trasera del bar. Antes de que me hubiera quitado el cortavientos apareció Rosie y puso una copa vacía sobre la mesa. Por lo visto, acababa de teñirse el pelo de un rojo intenso que yo no había visto jamás en ninguna cabeza humana. Rosie levantó una jarra de vino con tapón de rosca que llevaba una etiqueta pegada en la parte delantera en la que ponía: BLANCO GRANEL, 1988. Inclinó la jarra y sirvió el vino, que sonó algo así como «glug glug glug» mientras caía en mi copa.
—Ya sé que se supone que primero tienes que probarlo y decir si te gusta, pero es todo lo que tengo. Tómalo o déjalo.
—Lo tomaré.
—Debes comer mejor. Estás demasiado delgada, así que te voy a dar una sopa de judías con codillo de cerdo. Te diría el nombre en húngaro, pero como lo olvidarás no me voy a molestar. Henry me ha traído panecillos recién hechos. Te serviré muchos, con un queso húngaro para untar que te va a encantar.
—Estupendo, me muero de ganas de probarlo.
No tiene sentido discutir con Rosie, porque siempre acaba saliéndose con la suya. Las mujeres mandonas me relajan, porque me evitan tener que tomar decisiones. Las mujeres manipuladoras son las que me sacan de quicio, aunque Rosie probablemente también lo sea un poco.
Se fue a la cocina con el cuaderno para tomar nota en la mano, y volvió al cabo de un momento con el ágape prometido en una bandeja. Sostuvo la bandeja sobre el borde de la mesa y me puso delante un gran cuenco de sopa, seguido de un cestillo con panecillos envueltos en una servilleta y una cazuelita con queso para untar. Puse la mano sobre la servilleta y noté el calor de los panecillos.
Comí profiriendo toda una serie de ruiditos porcinos que revelaban mi voraz apetito y el placer que me producía lo que me estaba echando al gaznate. A las siete decidí irme a casa. Tenía intención de ponerme el chándal y tumbarme en el sofá con la novela de suspense que había leído hasta la mitad. Me puse el cortavientos y lo cerré hasta arriba. Ahora que había declinado el sol podía coger frío, aunque sólo tuviera que andar media manzana. Me colgué el bolso al hombro, y al meter la mano en el bolsillo encontré la chapa que Cheney me había dado el día anterior. La saqué y la examiné de cerca, algo que aún no había tenido oportunidad de hacer. El disco de plástico estaba recubierto por una costra de barro. Crucé la sala hasta la barra donde trabajaba William, tan atildado como siempre con sus pantalones de lana de sarga gris oscuro, su camisa blanca y su corbata. Se había quitado la chaqueta del traje y la había colgado en una percha suspendida de un gancho de pared. Además de ir sin chaqueta, las únicas concesiones a su trabajo de camarero eran los dos conos de papel de cocina que se había sujetado con gomas a las mangas de la camisa para no mancharse los puños.
Dejé la cuenta sobre el mostrador junto a un billete de diez dólares. Mi comida había costado 7,65 $, incluyendo el vino a granel.
—Quédate con el cambio —dije.
William cogió la cuenta y el billete.
—Gracias. ¿Quieres algo más? Rosie ha hecho un strudel de manzanas que tira de espaldas.
—Mejor que no, pero me apetece mucho un vaso de agua con gas.
—Desde luego. ¿Te pongo hielo?
—No.
—¿Una rodaja de limón, o de lima?
—Lo prefiero tal cual.
Observé cómo llenaba un vaso largo con una pistola dispensadora de ocho botones.
—¿Tienes algún trapo que me puedas prestar? Con uno sucio me apaño.
William metió la mano debajo de la barra y sacó un trapo húmedo que debía de haber guardado allí antes. William le da mucha importancia a la higiene. Ve el mundo como una gran placa de Petri en la que fermentan Dios sabe qué microbios y qué bacterias mortíferas.
Busqué un sitio en la barra con buena visibilidad, me senté en un taburete y limpié la porquería que se había pegado a la chapa. En una cara había un número de teléfono; en la otra, el nombre del perro, Ulf. Me llevé el collar de cuero gastado hasta la nariz y pude comprobar que aún despedía cierto olor a podrido. Me volví a meter la chapa en el bolsillo de la chaqueta, le devolví el trapo a William y lo saludé brevemente con la mano.
En la calle, el aire nocturno era frío y no se veía a nadie. Sólo pasaba un poco de las siete, pero los vecinos ya estaban en sus casas y no volverían a salir hasta el día siguiente. Después de veintiún años, lo más probable es que no fuera posible determinar si Ulf había muerto de viejo o si lo habían sacrificado debido a una enfermedad o a alguna herida. Seguramente los «piratas» se echaron unas buenas risas a costa de Sutton mientras le soltaban la historia del mapa del tesoro. Supuse que a Sutton también le habría cautivado un funeral perruno celebrado con algo de pompa y ceremonia.
No estaba segura de qué me había inducido a pensar en aquello, salvo el malestar que me producía el hecho de que Diana pusiera verde a Sutton. No podía evitar ponerme a la defensiva. ¡Cómo debió de disfrutar su hermana al verlo hacer el ridículo en público! En fin, así es la vida. Cuando llegué a mi apartamento, cerré la puerta, pasé todos los cerrojos, encendí un par de lámparas y ajusté las persianas de lamas. Luego me puse ropa cómoda, cogí una colcha y me repantingué en el sofá con la intención de leer un rato. Por suerte, se acercaba el fin de semana y pensaba pasarme el sábado y domingo sin pegar sello, que es exactamente lo que hice.
La mañana del lunes pasó sin pena ni gloria: ajetreada, pero poco memorable. Dediqué la tarde a investigar la documentación de un alto ejecutivo al que una compañía hipotecaria de Arizona quería contratar. Según su currículo, había vivido y trabajado en Santa Teresa desde junio de 1969 hasta febrero de 1977. Nada indicaba que hubiera ocultado información, pero el director de Recursos Humanos se puso en contacto conmigo y me pidió que rastreara los registros públicos. Si salía a la luz alguna irregularidad, enviarían a uno de sus investigadores para que hiciera el seguimiento del caso. Supuse que eso me tomaría medio día de trabajo como mucho, pero que no sería agotador. Un cheque es un cheque, y estaba más que dispuesta a ayudarlos.
A las diez de la mañana fui andando hasta el juzgado, y me pasé las dos horas siguientes buscando en el índice de demandas civiles y penales, viviendas embargadas, informes fiscales, fallos judiciales, solicitudes de bancarrota, licencias matrimoniales y sentencias de divorcio. No encontré pruebas de ninguna fechoría, ni nada que indicara que el tipo en cuestión hubiera tenido algún encontronazo con la ley. Lo malo era que no había ninguna prueba de que el tipo existiera.
Me habían dado una dirección del Upper East Side. En su solicitud de empleo, el tipo afirmaba haber comprado la casa en 1970 y haber vivido allí hasta que la vendió en 1977, pero el propietario que aparecía en el registro era otra persona. Dado que la biblioteca pública quedaba justo enfrente, salí del juzgado, crucé la calzada de forma imprudente y me dirigí a la entrada con expectación. Me encanta pillar in fraganti a los mentirosos, qué narices. Las invenciones del tipo habían sido tan específicas y tan detalladas que debía de haberse sentido seguro, dando por sentado que nadie se molestaría en verificarlas.
Volví a la sección de obras de consulta, donde había pasado una hora tan satisfactoria la semana anterior. Me quité el cortavientos y lo colgué en el respaldo de una silla mientras iba por los directorios municipales de Santa Teresa de los años en cuestión. De nuevo, tras una búsqueda minuciosa, no di con un solo dato sobre el tipo. Cotejé la dirección en los directorios Haines y Polk y tampoco encontré nada. ¡Menuda trola había largado!
Cuando salía del edificio recordé la chapa del perro. La volví a sacar y la examiné, tentada por el número de teléfono anotado en una de sus caras. No me tomaría ni cinco minutos buscarlo en el Haines. Quizá nunca llegara a conocer la historia completa, pero podría encontrar algún dato suelto. El tema no era urgente. Mi curiosidad era ociosa, y no hubiera justificado otro viaje a la biblioteca. Sin embargo, ya que estaba allí, el esfuerzo sería mínimo.
Volví a la sección de obras de consulta, que comenzaba a ver como un despacho adjunto. Saqué los directorios Polk y Haines de 1966 y 1967 y me senté a la mesa que empezaba a considerar mía. Puse la chapa a un lado y hojeé el Haines, hasta que encontré el mismo prefijo de tres cifras. Luego recorrí la secuencia de números, hasta encontrar uno que coincidía. En ambos directorios, el número estaba asignado a un tal P. F. Sánchez. Al pasar del Haines al Polk, y viceversa, encontré su dirección, aunque no reconocí el nombre de la calle. El tipo trabajaba de contratista, y no se mencionaba en ninguna parte que estuviera casado.
Devolví los directorios al estante y me dirigí a la sección en la que se encontraban los listines telefónicos. Saqué el listín actual de Santa Teresa y busqué en la S, hasta que llegué a un tal «Sánchez, P. F.» Su número de teléfono era el mismo, así como su dirección en Zarina Avenue. ¿Dónde demonios estaría esa calle?
Volví andando a mi despacho, me senté ante mi escritorio y saqué la Guía Thomas de los condados de Santa Teresa y Perdido. En realidad, Zarina Avenue estaba en el condado de Perdido. Era una calle que junto con media docena de calles más formaba una cuadrícula en la minúscula localidad costera de Puerto, la cual se convirtió en Puerto Polvoriento, se abrevió con el nombre de P. Pol, y de ahí pasó a llamarse Peephole, o sea, mirilla. Me senté y me puse a pensar en las distancias que separaban aquellos puntos. Había esperado estar mejor informada, y en cierto modo lo estaba. Pero ahora me sorprendió que un hombre que vivía en Peephole enterrara a su perro muerto en Horton Ravine, a más de veinticinco kilómetros hacia el norte. Puede que se hubiera producido toda una serie de circunstancias caprichosas para explicar el que cavara una tumba para el perro tan lejos de su casa.
Puse los pies sobre el escritorio, me incliné hacia atrás en la silla giratoria y llamé a Cheney Phillips a la comisaría. Cheney descolgó al cabo de dos timbrazos y, al identificarme, pude escuchar la sonrisa en su voz.
—Hola, nena. Espero que no te ofendiera que te tomara el pelo con lo de la exhumación del chucho.
—Me conoces de sobra como para saber que no me ofendí. Doy gracias a que Mary Claire Fitzhugh no estuviera enterrada en aquel agujero —dije—. Siento haber hecho perder el tiempo a tantos hombres. Te debo un favor.
—Si me dieran un dólar por cada pista que luego resultó ser falsa, ahora sería rico. Además, fui yo quien te envió al chico, así que no es que hubieras tramado todo esto tú sola.
—Lo siento mucho por él. Fue muy embarazoso.
—Sobrevivirá —dijo Cheney.
—¿Y qué hay de Diana Sutton?
Cheney permaneció en silencio unos instantes.
—Refréscame la memoria.
—Lo siento, tendría que haber dicho Diana Álvarez.
—¿La periodista? ¿Qué pasa con ella?
—¿Sabías que es la hermana de Michael Sutton?
—¡No me digas! Ya vi que era muy persistente, pero lo achaqué a su trabajo. ¿De qué la conoces?
—No la conozco, o al menos no la conocía hasta el viernes por la mañana. Vino a mi despacho, se sentó y disparó a cañón abierto.
Lo puse al corriente de toda la sarta de desgracias de Sutton, y, después de escucharme, Cheney dijo:
—Aunque hubiera conocido su sórdida historia, habría reaccionado igual. Su relato me pareció verosímil.
—A mí también. Por lo visto, Diana está empeñada en joder a su hermano a la menor oportunidad. Lo del perro le dio más argumentos para meterse de nuevo con él.
—Espera un momento. —Cheney tapó el teléfono con la mano y luego siguió hablando—. Tengo que salir pitando. ¿Hay algo más?
—Una pregunta rápida. ¿Puedes decirme la raza del perro? Sé que el cuerpo debía de estar en mal estado, pero ¿podrías decirme algo sobre el perro basándote en los restos que viste?
—Bueno, era grande… Diría que debía de pesar entre treinta y cinco y cuarenta kilos. Casi todo el pelaje estaba intacto. Tenía el pelo largo y áspero, una mezcla de negro y gris, con algunas partes marrones. Parecía como si en el último momento se les hubiera ocurrido echarle la chapa encima.
—¿Un pastor alemán?
—Algo parecido. ¿Por qué?
—Sólo por curiosidad.
—Vaya por Dios. ¡Otra vez no! Si es posible, no te metas en líos —me advirtió, y después colgó.
A continuación hice una llamada a Phoenix, Arizona, e informé a la directora de Recursos Humanos acerca de su ejecutivo fantasma. Me dio un número de fax y me pidió que le enviara un informe de mis pesquisas. Pasé mis notas a máquina y caminé una manzana hasta una notaría para poder usar su fax. Tenía que enviar dos páginas y el proceso tardó cinco minutos, lo cual me pareció milagroso. Algún día claudicaré y acabaré comprándome uno, pero por el momento no lo uso con la frecuencia suficiente como para justificar el gasto.
Me subí a mi Mustang, puse gasolina en la entrada de la 101 y me dirigí costa abajo hasta Peephole (400 habitantes). La zona, como gran parte de California, formaba parte de una concesión española, cedida a Amador Santiago Delgado en 1831. Su madre era pariente lejana de María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, la cuarta esposa del rey Fernando VII, y la única que dio a luz a hijos vivos. No existe una explicación convincente de la generosidad de María Cristina, pero, al morir su madre, Amador heredó el título de propiedad de la tierra. Él y su joven esposa, Dulcinea Medina Vargas, viajaron desde Barcelona hasta Perdido, California, donde tomaron posesión de la extensión de terreno y establecieron un gran rancho dedicado a la cría de caballos purasangre españoles. Al cabo de un año, Dulcinea murió al dar a luz a su única hija, Pilar Santiago Medina. Desolado, Amador vendió los caballos y encontró consuelo en la bebida. A su muerte, acaecida en 1860, Pilar heredó sus extensas propiedades, de las que no se había ocupado nadie en mucho tiempo. Por aquel entonces Pilar tenía treinta años y distaba de ser una belleza, pero era inteligente, y su riqueza compensaba de sobra la figura rechoncha y el semblante poco agraciado que la naturaleza le había otorgado.
Cuando se aprobó la Ley de la Propiedad Rural en 1862, una avalancha de colonos ávidos de tierras llegaron a California desde todos los rincones del país, impacientes por recibir los 160 acres (65 hectáreas) por persona que les había prometido el Gobierno. Uno de aquellos colonos era Harry Flannagan, un irlandés de ojos azules, cabello muy rojo, brazos musculosos y hombros fuertes acostumbrados al trabajo duro. Harry Flannagan había sido pobre en su Irlanda natal, y la oportunidad de convertirse en propietario de un terreno lo embriagaba. Harry se tomó su tiempo y durante meses recorrió la costa californiana de norte a sur antes de elegir una parcela y presentar una solicitud en el registro de la propiedad más cercano de Los Ángeles. Tal y como se le requería, Harry atestiguó tener veintiún años, y juró que nunca había empuñado armas contra Estados Unidos ni confortado a sus enemigos. Declaró asimismo su intención de mejorar la parcela plantando cultivos y construyendo una vivienda, con la condición de que si continuaba viviendo en los terrenos al cabo de cinco años, la propiedad sería suya libre de todo gravamen.
El terreno escarpado que había escogido era muy hermoso, pero apenas disponía de agua dulce y la labranza fue ardua. Pese a su proximidad al océano Pacífico, la tierra era árida y a Harry no se le escapó la ironía de la situación: el agua llegaba hasta donde alcanzaba la vista, pero no podía usarse. Nadie se había preocupado en decirle que durante los últimos veinticinco años el puerto de aspecto idílico fue conocido como Puerto Polvoriento. Pese a las evidentes deficiencias del terreno, Harry estaba convencido de que podría sacarle provecho y puso todo su empeño en ello.
Sólo había un pequeño impedimento: las sesenta y cinco hectáreas que había solicitado invadían las tierras pertenecientes a Pilar Santiago Medina. Como era de esperar, Pilar no tardó en enterarse. Se montó en su caballo y cabalgó hasta la parcela de Harry para desafiar a tan atrevido intruso. Nunca llegó a saberse cómo se desarrolló el encuentro, ni qué argucias empleó el corajudo agricultor para defender sus sueños, pero la cuestión es que Harry Flannagan tomó a Pilar Santiago Medina como legítima esposa en menos de un mes. Después de todo, ¿a quién le importaban unos cuantos kilos de más? En cuanto al escaso atractivo físico de Pilar, Harry tenía motivos más que suficientes para pasarlo por alto. Al cabo de ocho meses y medio, su esposa dio a luz a un niño, el primero de siete hijos varones que llegaron con intervalos de dos años, una pandilla de hispanos de cabello rojo encendido. Pilar y Harry acordaron turnarse para dar nombre a sus polluelos, a los que llamaron Joaquín, Ronan, Benedicto, Andrew, Miguel, Liam y Plácido.
Harry y Pilar estuvieron casados durante cincuenta y seis años, hasta que Harry sucumbió a la epidemia de gripe de 1918. Pilar murió en 1933, a la edad de 101 años. El principal logro de Harry fue la fundación de la Compañía de Aguas Flannagan, que suministraba agua a los habitantes de Peephole por veinticinco céntimos el galón, lo cual lo hizo inmensamente rico. Harry impulsaría después la construcción del embalse de Puerto, finalizada en 1901. El embalse proporcionó un sistema de distribución que suministraba agua corriente a la ciudad.
Curiosamente, en todos los años que llevaba viviendo en Santa Teresa apenas había ido al pueblo de Peephole, y ahora tenía ganas de verlo de nuevo.