10
Viernes, 8 de abril de 1988
A la mañana siguiente me salté el jogging y fui al despacho temprano. Sabía que correr cinco kilómetros disiparía la melancolía que aún me embargaba, pero a veces, cuando estás sumido en la oscuridad, pierdes la voluntad de salir a la luz. Aquel estado de ánimo se me pasaría a medida que transcurriera el día. En cierto modo, lamentaba haber visto la fotografía en blanco y negro de Mary Claire. En aquel vistazo fugaz, descubrí su rostro travieso y la luz de su mirada. Antes de ver aquella fotografía, la niña había sido poco más que un concepto para mí: una tal Mary Claire Fitzhugh, desaparecida sin dejar rastro años atrás. Ahora su vida se había cruzado con la mía, y su destino había dejado una marca tan delicada e inconfundible como una huella dactilar.
Escribí una nota en el expediente de Michael Sutton y lo metí en el cajón. Luego saqué el borrador del informe que había estado escribiendo dos días antes. Lo revisé, lo pulí y pasé a máquina la versión definitiva. Empecé a redactar el segundo informe, a sabiendas de que tendría que hacer dos o tres versiones. Esta parte de mi profesión siempre me recordaba a los deberes del colegio: era como si tuviera que entregar un trabajo de fin de trimestre y mi nota final dependiera de ello. Sufrí tanta ansiedad por temor a no dar la talla en el instituto de Santa Teresa que casi me paraliza. Una vez que Ben Byrd y Morley Shine me hubieron adiestrado y empecé a trabajar por mi cuenta, comprendí que lo más importante a la hora de escribir un informe para un cliente es la claridad. Convenía describir la secuencia de los acontecimientos de forma ordenada, y lo suficientemente detallada como para que alguien que leyera el expediente años después pudiera seguir el curso de una investigación. Al menos eso se me daba bien. Incluso había aprendido a disfrutar del proceso, aunque no me resultara fácil.
Pagué mis facturas y fui al banco, donde ingresé toda una serie de cheques que se habían acumulado durante la semana, además de los quinientos dólares que Sutton me había pagado y que antes había sacado de la caja fuerte de mi despacho. Mientras estaba fuera, compré un bocadillo y una bolsa de patatas fritas en la charcutería que había cerca del banco. El bocadillo era una auténtica bomba que me permitía una vez al año: una capa gruesa de paté de hígado con mayonesa y pepinillos en rodajas muy finas, con pan de masa madre recién hecho. Pese a que ni se me ocurriría meter un hígado grande y reluciente entre dos rebanadas de pan, el paté de hígado era delicioso, una especie de foie gras para pobres. Soy muy consciente de que los despojos me disparan los niveles de colesterol, pero no me pareció que un capricho de vez en cuando pudiera tener consecuencias siniestras. Tenía la costumbre de comer tan deprisa que quizá no se me pegara nada a las venas. A medio bocadillo oí que la puerta exterior del despacho se abría y luego se cerraba. Deslicé el bocadillo, papel de cera incluido, en el cajón donde guardo los lápices y me limpié la boca apresuradamente.
Cuando levanté la vista, vi a Diana Álvarez de pie en la puerta. Llevaba un jersey de cuello alto negro muy ceñido y la típica falda corta plisada de niña pija con medias negras. Sus zapatos de charol de tacón bajo tenían unas hebillitas de latón en la parte superior de lo más monas. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo, un peinado que agrandaba sus ojos castaños, claramente visibles tras sus gafas sin montura.
—¿Te importa si me siento? —preguntó.
—Adelante.
Mientras se acomodaba en la silla, se alisó la falda por detrás para evitar arrugarla. Llevaba un bolsito colgado del hombro con una fina correa de cuero. Yo soy incapaz de llevar algo tan pequeño. El suyo contenía probablemente el permiso de conducir, un lápiz de labios, algo de dinero para caprichos, una tarjeta de crédito y el cuadernito de espiral con un bolígrafo metido entre los aros de alambre. Esperaba que hubiera guardado un pañuelo de papel en alguna parte por si le sobrevenía alguna emergencia nasal.
—¿Qué se te ofrece?
Supuse que continuaría haciéndome algunas preguntas sobre la excavación del día anterior. Quizá se disculpara por ser tan insistente y tan mentirosa, características que me parecían atractivas en mí, pero no en ella.
—Tenemos que hablar de Michael Sutton —dijo.
Realicé una ordenación mental automática y me pregunté:
1. Qué sabía de Michael Sutton, y cómo se había enterado de su existencia.
2. Si intentaría sonsacarme algo para confirmar mi relación profesional con él; y
3. Si yo aún debería regirme por la ética profesional ahora que nuestro trato comercial de un día había llegado a su fin. ¿Qué estaba autorizada a revelar, si es que estaba autorizada a revelar algo?
—¿De dónde has sacado ese nombre?
—Cheney Phillips me dijo que habló con Michael en comisaría y que luego te lo envió a ti. Ayer vi a Michael durante la excavación, y ya que tú también estabas allí, supuse que te habría contratado. ¿Es así?
Incluso sin su cuaderno de espiral en la mano, Diana intentaba confirmar los datos.
—¿Por qué no se lo preguntas al propio Michael?
—No quiero hablar con él.
—Pues lo siento mucho. No pienso mantener una conversación a sus espaldas, para que te enteres.
—No tenemos que comportarnos como si fuéramos contrincantes. He venido para ahorrarte algunos quebraderos de cabeza…
Abrí la boca para interrumpirla, y ella levantó una mano.
—Escúchame —dijo—. No supe lo que pasaba hasta que vi su MG aparcado junto a la carretera. Me habían enviado para cubrir la noticia, así que esperé como todo el mundo para ver lo que encontraban. Di por sentado que la policía seguía una pista anónima, y luego caí en la cuenta de que Michael estaba involucrado.
—Eso todavía no explica por qué estás aquí.
Diana inclinó la cabeza, y el destello de sus gafas me recordó al flash de una cámara.
—Soy Dee, su hermana.
Vaya. Dee, la difícil. La miré detenidamente, fijándome por primera vez en que los solemnes ojos castaños de Sutton me devolvían la mirada.
—Álvarez es tu apellido de casada.
—Estoy divorciada. Peter es mi ex.
—¿Peter Álvarez, el locutor de radio?
—El mismo —respondió—. Deduzco que Michael me ha mencionado.
—No mucho. Me dijo que estáis distanciados.
—¿Te dijo por qué?
—No, y no se lo pregunté.
—¿Quieres que te lo cuente?
—¿Con qué objetivo?
—Creo que deberías saber en lo que te has metido.
—Gracias, pero no. Hablar de él me parece poco apropiado.
—Escúchame, por favor.
Me debatí conmigo misma. Estrictamente hablando, ya no trabajaba para él, y nada de lo que Dee dijera guardaría relación con el trabajo que Michael me había encargado. No podía imaginar qué iba a contarme, y confieso que me pudo la curiosidad.
—Sé breve —dije, como si airear los trapos sucios en pocas palabras fuera menos censurable.
—Primero tengo que retroceder en el tiempo.
—Desde luego —respondí.
Las historias interminables debían de ser una característica familiar. Michael había hecho lo mismo, asegurándose de presentar los datos por orden cronológico. Podía imaginarme a Diana escribiendo las frases mentalmente.
—Michael ha estado deprimido toda su vida. De niño ya era nervioso, y tuvo todo tipo de enfermedades imaginarias. Le fue muy mal en Climp, y aprobó el bachillerato por los pelos. No conseguía encontrar trabajo y, ya que no tenía ingresos, les pidió a nuestros padres si podía seguir viviendo en casa. Mis padres accedieron con una condición: que buscara ayuda. Si encontraba a un terapeuta, ellos se lo pagarían.
Me estaba impacientando. A menos que Michael Sutton fuera un asesino en serie, su historial psiquiátrico no me preocupaba lo más mínimo.
Diana debió de percatarse de mi nerviosismo.
—Ten un poco de paciencia.
—La tendría si fueras al grano.
—¿Me vas a escuchar o no?
Me dirigió una mirada glacial, y tuve que hacer un esfuerzo para no poner los ojos en blanco. Le indiqué con un gesto que continuara, pero me sentí como un abogado que cuestionara la relevancia de su testimonio.
—El médico de cabecera lo envió a una consejera matrimonial y familiar, una psicóloga llamada Marty Osborne. ¿Te suena el nombre?
—Para nada. —Tenía claro que Diana estaba alargando la narración para añadirle más dramatismo, lo cual me irritaba sobremanera.
—A Michael pareció gustarle, y todos respiramos aliviados. Después de un par de meses de sesiones, la psicóloga sugirió que su depresión era sintomática de abusos sexuales en la primera infancia.
—¿Abusos sexuales?
—Dijo que sólo era una conjetura con cierto fundamento, pero pensaba que ambos debían investigar esa posibilidad. Michael no se creyó ni una palabra, pero ella le aseguró que era lógico bloquear un trauma de semejante magnitud. Nosotros no supimos nada de eso por entonces. Todo salió a la luz más tarde.
—Joder.
—Sí, eso mismo. —Diana hizo un gesto de incredulidad con la cabeza—. Marty continuó tratándolo y, poco a poco, la cruda «verdad» salió a la luz. Empleó hipnosis y técnicas de ensoñación dirigida para ayudarlo a recuperar sus recuerdos «reprimidos», a veces con la ayuda de pentotal sódico.
—El suero de la verdad.
—Exactamente. Luego nos enteramos de que le había diagnosticado un desorden de personalidad múltiple. Dio la casualidad, ¡menuda coincidencia!, de que Marty dirigía un grupo de apoyo para pacientes con personalidad múltiple, al que Michael se apuntó. Más dinero cambió de manos, de las de Michael a las de Marty, claro. Entre tanto, mis padres seguían totalmente en la inopia y no se enteraban de nada de lo que estaba pasando. Mis hermanos y yo ya nos habíamos ido de casa por aquel entonces, así que veíamos mucho menos a Michael de lo que lo veían ellos. Al cabo de tres meses, Michael empezó a ir a la psicóloga dos veces a la semana y a hablar con ella por teléfono entre tres y cuatro veces al día. No comía nada, y apenas dormía. Era evidente que, desde el punto de vista psicológico, se estaba viniendo abajo, pero pensamos que este empeoramiento formaba parte del proceso de mejora. Ni nos imaginábamos lo que estaba pasando. Marty lo persuadió de que enfrentarse al pasado sería «curativo», y Michael no se lo pensó dos veces. Acusó a mi padre de haber abusado sexualmente de él desde que tenía ocho meses. Dijo que recordaba de forma vaga lo sucedido, y que sabía que sus recuerdos eran reales. Su borrosa película mental no tardó en parecerle mucho más clara, y luego «recordó» que mi madre también había participado en los abusos. A continuación añadió a mi hermano Ryan, más joven que yo, a la lista. Y me refiero a cosas repugnantes: los acusó de rituales satánicos, bestialidad, sacrificios animales y otras atrocidades por el estilo.
—Suena descabellado.
—Por supuesto. Para empeorar aún más la situación, mis padres no tenían forma de defenderse. Cualquiera de sus intentos de refutar las afirmaciones de Michael sólo servía para reforzar su convencimiento de que eran culpables. Marty le dijo que los abusadores siempre niegan lo que han hecho. Michael se fue de casa y cortó todo contacto con el resto de la familia, lo que supuso un auténtico alivio. Entonces ella lo convenció para que colaborara en un libro, y eso es lo que destapó la caja de los truenos.
»Cuando mamá y papá se enteraron, contrataron a un abogado y le pusieron una demanda de la hostia por calumnias y difamación. La noche antes de ir a juicio llegaron a un acuerdo. No sé cuáles fueron las condiciones porque firmaron un convenio de confidencialidad, pero el caso es que mis padres no vieron ni un céntimo. Marty se declaró en bancarrota y es lo último que supimos de ella. Al parecer sigue ejerciendo de terapeuta, pero en algún otro sitio.
—No lo entiendo. ¿Por qué haría algo así?
—Porque podía hacerlo. Lo veía como parte de su trabajo. En su opinión, ella no hizo nada malo. Cuando le tomaron declaración antes del juicio, ¿sabes qué dijo? Que incluso si lo que afirmaba Michael no era cierto, su función como psicóloga consistía en validar sus sentimientos. Si Michael estaba convencido de que abusaron sexualmente de él cuando era un niño, Marty apoyaría lo que él creyera. En otras palabras, si crees que abusaron de ti, es que abusaron, y con eso basta.
—¿Sin pruebas?
—Marty no necesitaba pruebas. Dijo que era «su verdad», y que Michael podía confiar en que ella seguiría apoyándolo.
—¿El médico de cabecera que derivó a Michael sabía cómo actuaba Marty?
—En su declaración admitió que no llegó a conocerla. Se la había recomendado otro médico cuya opinión respetaba. La verdad es que esto no venía al caso. No necesitas que un médico de cabecera te envíe a un terapeuta: basta con buscar en las páginas amarillas y elegir al que más te guste. Algunos incluso publican pequeños recuadros para anunciar sus especialidades. Cuestiones de autoestima, apoyo psicológico en momentos de crisis, control de la ira, estrés, ataques de pánico. La lista es interminable. ¿Quién no ha experimentado alguna vez algún ataque de ira o de ansiedad?
—¿Cómo sabes cuáles de estos terapeutas tienen titulación?
—Ni idea. Nunca he ido a terapia. Estoy segura de que la mayoría son sinceros y capaces. Algunos puede que incluso estén muy cualificados, pero los abusos sexuales son como un canto de sirenas. Se puede ganar un montón de dinero con eso.
—Un comentario un poco cínico, ¿no te parece?
—No tan cínico como pudieras pensar. Supón que vas a terapia porque tus relaciones personales no funcionan como esperabas, y resulta que es un síntoma de abusos sexuales en la primera infancia. Dame un cheque y vuelve la semana que viene. ¿No recuerdas lo que te hicieron? Eso se llama «negarse a aceptar la realidad». Has reprimido el recuerdo porque fue muy traumático y no quieres creer que tus seres queridos te pudieran hacer algo tan horrible. Págame esta sesión y veámonos de nuevo la semana próxima para que podamos llegar a la raíz del problema. El caso es que mis padres le pagaron a Marty Osborne seis mil dólares para que les clavara una estaca en el corazón.
—Debió de ser un golpe terrible.
—Quedaron destrozados, y no creo que llegaran a superarlo. A mí aún me cuesta pensar en este asunto, y yo no fui uno de los acusados. Después de llegar al acuerdo, mis padres juraron que harían lo posible por olvidar este horrible episodio. Ansiaban creer a toda costa que Michael los quería y que todo iría bien. Y así de bien fue: al cabo de unos dos años, mi madre murió ahogada, y mi padre cayó fulminado seis meses después a causa de un aneurisma. No llegó a cambiar el testamento, así que después de todo lo que nos hizo pasar, Michael heredó una parte igual a la nuestra del patrimonio de mis padres.
—Cuesta tragar algo así.
—¿Y qué otra opción me quedaba? Ya lo he aceptado. El dinero era de ellos, y podían hacer con él lo que se les antojara. Puede que esa fuera la intención de mi padre después de todo, cuidar de él.
Empezaba a verla venir.
—Así que piensas que lo que recuerda Michael sobre los dos tipos que cavaban es más de lo mismo.
—Por ahí van los tiros —respondió—. Para empezar, ¿cómo se le ocurrió esta historia? ¿No te parece sospechoso?
—Tengo que admitir que al principio me mostré escéptica. Michael dijo que leyó algo sobre Mary Claire en el periódico, y que eso le refrescó la memoria.
—Aquello pasó hace muchos años. ¿Cómo puede estar tan seguro?
—Dijo que los vio en su sexto cumpleaños, el veintiuno de julio, y que por eso hizo la asociación mental. Tu madre lo dejó en casa de Billie Kirkendall mientras hacía unos recados. Michael estaba deambulando por la finca cuando los vio.
—Me suena a historia inventada.
—No se lo imaginó. Allí había algo enterrado.
—¡Venga, por favor! —exclamó Diana—. Michael es muy teatrero, no puede evitarlo. A veces pienso que sufre alucinaciones, o que está colocado. Es incapaz de decir la verdad, es mentiroso por naturaleza. No sabe diferenciar entre lo real y lo imaginario.
Ese comentario me llamó la atención. Lo poco que sabía de Michael coincidía con lo que afirmaba su hermana. Sutton solía andarse con evasivas, y omitía información importante al hablar de su vida. Cuando hice hincapié en ello, se corrigió y rellenó algunos de los huecos. De no haberle hecho yo ciertas preguntas, habría acabado con una impresión equivocada de lo que me contaba. Sin embargo, me sentí protectora. No quería quedarme allí sentada sin decir nada mientras su hermana lo ponía verde.
—No creo que se inventara esa historia. Tenía seis años. Puede que no hubiera entendido lo que presenció, pero eso no significa que mintiera.
—A eso exactamente me refiero. Tiende a adornar cualquier hecho normal y corriente, se inventa cosas y exagera. Y luego ve retorcidas conspiraciones por todas partes. Encuentra a dos tipos cavando un hoyo y de repente lo relaciona con el asesinato de Mary Claire, y se cree que la niña está enterrada allí.
—Estás insinuando que ha actuado deliberadamente, lo cual es difícil de creer.
—No te estoy contando todo esto sólo para escucharme a mí misma. Así es como funciona su mente. No puedes creerte nada de lo que diga.
—En mi opinión, es un poco tarde para decir eso.
—No te engañes, vas a volver a verlo. Con él nunca se acaban los problemas. ¿Has conocido a alguno de sus amigos?
El cambio de tema me cogió desprevenida.
—A una. Una chica llamada Madaline. Me dijo que era una adicta a la heroína…
—Y que ahora ha dejado la droga, pero no la bebida —añadió Diana con sorna—. ¿Te mencionó que es una borracha? Veintidós años y está en libertad condicional por emborracharse en público. Él es el que la lleva a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, por supuesto. Colecciona perdedores como ella, cualquiera que esté peor que él, si es que eso es posible. Los pájaros heridos de Sutton. Se dedica a rescatar a la gente para sentirse bien consigo mismo. Siempre suele tener a dos o tres revoloteando a su alrededor. Se mudan a su piso, le piden dinero prestado, le cogen el coche sin permiso y tienen topetazos que al final siempre paga él. Algunos acaban en la cárcel, aunque siempre se declaran inocentes. Michael les paga la fianza y se los lleva de nuevo a casa, porque no tienen adónde ir. Y entonces le roban las tarjetas de crédito y se ponen a gastar como locos.
—Qué poco juicio.
—Muy poco. Ni sé la cantidad de dinero que se ha gastado ya. Lo que más me asusta es pensar en lo que pasará cuando haya vaciado todas sus cuentas. Nunca ha trabajado en serio. Ha tenido algunos empleos, pero no por mucho tiempo. Se mantiene a flote únicamente gracias al dinero que ha heredado. Cuando ya no le quede nada llamará a mi puerta para suplicarme que lo ayude. ¿Y qué opción me quedará? O lo acojo en mi casa, o acabará viviendo en la calle.
—No tienes la obligación de acogerlo.
—Es lo que me dicen mis otros hermanos.
—Entonces, ¿por qué tienes que hacerlo?
—Supongo que me siento culpable porque Michael es un desastre y a los otros hermanos nos va bien…
A medida que Diana iba hablando, no pude evitar sentirme identificada con su historia: yo también me sentía agraviada y me costaba olvidarme de las injusticias. Sus quejas eran legítimas, pero ¿y qué más daba? Enumerar toda esa sarta de desgracias no hacía sino empeorar las cosas, y avivaba recuerdos dolorosos que habría sido preferible olvidar.
Diana debió de darse cuenta de que yo tenía la cabeza en otra parte.
—¿Por qué me miras de esa forma?
—Yo también tengo problemas familiares, y se parecen muchísimo a los tuyos. La situación es distinta, pero la angustia es la misma. Personalmente, empiezo a cansarme de oír mis propias quejas. Y si yo estoy cansada, ¿qué pensará toda la gente que tiene que aguantar mis neuras?
—No es lo mismo.
—Claro que lo es. ¿Qué sentido tiene darle mil vueltas al asunto? Me apuesto cualquier cosa a que has contado la misma historia cien veces. ¿Por qué no lo dejas de una vez?
—Si lo dejo, Michael se saldrá con la suya. El mal comportamiento triunfará una vez más. La verdad es que estoy harta. Después de todos los líos que ha armado, ¿por qué tendría que sacarlo del atolladero?
Me di cuenta de que mi enfado iba en aumento. Entendía lo que Diana quería decir, pero los acontecimientos que había descrito ocurrieron muchos años atrás. Entrar como si nada en mi despacho para soltarme todo ese rollo me parecía fuera de lugar. Diana había hecho del rencor su modo de vida, y no resultaba nada agradable. En cuanto la conocí ya me fastidió su agresividad. Ahora también me fastidiaba que intentara involucrarme en sus críticas a Sutton.
—¿Qué atolladero, Diana? No se ha metido en ningún atolladero, salvo en tu imaginación. Vive su vida, y si la está cagando, ¿a ti qué te importa?
Diana me dirigió una sonrisa tensa.
—Ahora dices eso, pero vuestra relación aún no se ha acabado, créeme. Has dado crédito a lo que te explicaba, y eso no le suele pasar últimamente. Volverá. Se presentará una nueva crisis, los acontecimientos darán un giro inesperado…
—Eso es problema mío, ¿no te parece?
—Ya veo que no me crees, ¿verdad?
—He escuchado todo lo que me has dicho. Entiendo que estés cabreada con él, pero me fastidia que te lo cargues de esta forma. Dale una oportunidad al chico. Has venido para prevenirme, y te lo agradezco. Estoy en alerta roja.
Mi comentario le cerró la boca, y me miró como si la hubiera abofeteado.
Cogió el bolso y sacó una tarjeta.
—Si alguna vez necesitas ponerte en contacto conmigo, aquí tienes mi número. Siento haberte robado tanto tiempo.
Al llegar a la puerta se detuvo.
—¿Quieres oír lo mejor?
Iba a lanzarle alguna pulla ingeniosa, pero me contuve.
—Seis días después de que muriera papá, Michael vio la luz. Se desdijo y negó todo lo que antes había afirmado sobre los abusos sexuales. Al parecer, se dio cuenta de que Marty Osborne le había inculcado esos falsos recuerdos. ¡Cielos! Menudo error. Al final se retractó de todo. Así que ese es tu cliente. Que tengas un buen día.
Diana salió de mi despacho dando un portazo.