9

Walker McNally

Jueves por la tarde a última hora,

7 de abril de 1988

Walker McNally cruzó la entrada de Horton Ravine al volante de su Mercedes negro, como hacía a diario al volver a casa desde el trabajo. A veces prefería usar la entrada trasera, pero no le gustaba demasiado lo que aquello implicaba. Era jueves por la tarde. Carolyn y los niños se habían ido aquella mañana a San Francisco, donde pasarían el puente con la madre de ella, y no volverían hasta el lunes al mediodía. Fletcher, de cuatro años, y Linnie, de dos, aún iban a la guardería, así que llevarlos cinco días a casa de la abuela no suponía ningún problema. Aunque los iba a echar de menos, Walker estaba deseando tener toda la casa para sí solo y de esa manera poder hacer cuanto se le antojara.

Walker y Carolyn habían regresado a California diez años atrás, cuando a él lo contrataron como vicepresidente del Departamento de Relaciones con Nuevos Clientes en una sucursal del Montebello Bank & Trust. Walker había iniciado su carrera en el mundo de las finanzas en el departamento de fondos de inversión del Chase Manhattan Bank de Nueva York, y más tarde trabajó en Wells Fargo como especialista en planificación patrimonial. La oferta de trabajo en Santa Teresa había sido una bendición, porque Walker había crecido en esta ciudad, y se licenció por la Universidad de California en Santa Teresa, en 1971.

Walker era un hombre atractivo, agradable, encantador y dotado de una gran facilidad de palabra. Solía pasar buena parte del día al teléfono, planificando reuniones y comidas de trabajo, u organizando salidas y cenas con clientes potenciales a los que esperaba captar. Era miembro de las juntas directivas de dos organizaciones sin ánimo de lucro, y también formaba parte de varios comités de donaciones planificadas y de legados testamentarios. Había captado a un buen número de clientes para el banco durante el tiempo que llevaba trabajando allí, y lo recompensaron como merecía.

Carolyn fue la primera en sacar el tema de lo que ella denominaba «su problema con la bebida». Al parecer, su esposa había estado contando el número de botellas de cerveza, vino y licor que acababan en la basura a fin de controlar lo que bebía. Walker no estaba seguro de cuánto tiempo llevaba haciéndolo, pero Carolyn finalmente se puso seria. Walker era de ascendencia escocesa y tenía el pelo claro, los ojos azules y la tez rubicunda por naturaleza. El alcohol había aportado un tono rosáceo a sus mejillas y cierta hinchazón a su rostro. Era consciente de que había engordado algunos kilos en los dos últimos años. Ya había cumplido los treinta y ocho y estaba en la parte alta del límite estándar para hombres de su estatura y su peso. Había dejado de fumar, lo cual había añadido los siete kilos de rigor. Tenía la intención de hacer más ejercicio, pero no se le presentaban demasiadas oportunidades durante la semana. En su opinión, Carolyn no tenía motivos para preocuparse. Incluso después de beberse unas cuantas copas, Walker nunca armaba jaleo. No arrastraba la voz al hablar y nunca hacía tonterías, ni se ponía sensiblero, pesado o agresivo. Cuando estaba borracho, tenía el mismo aspecto y se comportaba igual que cuando estaba sobrio, o al menos esa era su impresión. Con todo, le prometió a su mujer que se controlaría.

Carolyn le instó a hacerse miembro de Alcohólicos Anónimos, pero él se resistía. No necesitaba ayuda externa para controlar su consumo de alcohol. No tenía la más mínima intención de ponerse de pie en una reunión pública, delante de Dios sabe quién, para confesar sus pecados y esperar la aprobación de los demás. Siempre había aguantado bien la bebida, y de hecho su peso le permitía metabolizar mejor el alcohol que muchos otros hombres de su edad. Sin embargo, tenía que admitir que, después de un par de horas en el club, si lo paraba la patrulla de carreteras probablemente fuera capaz de andar en línea recta, pero su tasa de alcoholemia sería lo bastante elevada como para enviarlo a la cárcel.

Por suerte, en los últimos ocho meses había conseguido reducir su ingesta de alcohol. Solía tomarse una o dos cervezas después de trabajar en el jardín, o bebía alguna copa de champán para celebrar ocasiones especiales, como cumpleaños o aniversarios de boda. Siempre se aseguraba de que Carolyn lo supiera de antemano y aprobara estas excepciones, porque ponían de relieve sus esfuerzos por moderarse. Ella nunca lo creería si afirmaba que lo había dejado del todo. Lo conocía demasiado bien.

Ahora, si tenía que acudir a alguna comida o a alguna cena de negocios, en lugar de otras bebidas más fuertes, Walker pedía vino blanco, que a sus ojos casi no contaba como alcohol. Dejar de beber no era tan difícil. Se las arreglaba bebiendo té frío, o agua de seltz con lima. Aunque dormía mejor y tenía más energía, no tardó en darse cuenta de que se aburría con frecuencia. Los amigos y conocidos que le habían parecido tan divertidos cuando bebía ahora empezaban a irritarlo. No se mostraba tan desenvuelto ni tan relajado como antes, y era consciente de que algunos de sus amigos se estaban apartando de él. ¿Y por qué no iban a hacerlo? Walker pensaba que los abstemios eran gente aburrida, y lamentaba haberse incorporado a sus filas. También era cierto que la tentación de beber lo acompañaba cada minuto del día, como una jaqueca sorda de la que no sabía cómo librarse.

Ahora que Carolyn no estaba, Walker dio una vuelta en coche por Via Juliana, sin dejar de fantasear sobre el cóctel que iba a prepararse cuando llegara a casa. Pensaba sentarse en el patio trasero, que Carolyn había redecorado recientemente con muebles de mimbre sintético, tapizados con una tela resistente a los elementos: ni la lluvia ni el sol estropearían los cojines. La vista desde la terraza trasera le seguía pareciendo increíble; se extendía a lo largo de las colinas y de las copas de los árboles hasta llegar al océano. Seguro que no haría nada de viento, y el aire olería a salvia y a laurel. Se tomaría su tiempo mientras paladeaba un cóctel antes de cenar. Entonces pediría que le trajeran una pizza y se la comería frente al televisor. Quizá pillara un partido de golf, o una peli para tíos de las que tanto aburrían a Carolyn. Puede que se permitiera una copita antes de irse a dormir, pero esperaría a ver cuál era su estado de ánimo llegado el momento. Ya no sentía la misma compulsión por la bebida: ahora bebía únicamente por placer.

Cuando se dirigía a casa desde la oficina, Walker pasó por la licorería y compró una pinta de whisky Marker’s Mark, un litro de vodka y seis latas de Bass Ale, que pensaba repartirse durante las cuatro noches que su familia iba a estar fuera. Después, sólo sería cuestión de deshacerse de las botellas vacías antes de que Carolyn volviera. ¿Se enteraría su mujer? Walker creía que no. Bebería siempre lo mismo: whisky con agua y vodka con hielo, y eliminaría cualquier prueba visible a primera hora del lunes. No guardaría botellines en el mueble bar ni limas en la nevera; tampoco echaría chapas a la basura, ni dejaría círculos visibles en el cristal que cubría la mesa, a la que pensaba sentarse mientras se ponía el sol.

Los coches que tenía delante habían reducido la velocidad, y Walker se preguntó si se habría producido algún accidente. Quizás alguien había atropellado a un ciervo. «Dios quiera que no sea un niño en bici», se dijo. Fletcher acababa de aprender a montar en bicicleta de dos ruedas. Linnie aún montaba en triciclo, y sólo en el parque. No estaba seguro de si alguna vez les permitiría llevarse las bicis a una calle transitada. En Horton Ravine no había demasiado tráfico, pero al final de un día laborable, cuando la gente volvía a casa, los automovilistas a menudo sobrepasaban el límite de velocidad.

Unos metros más adelante vio dos coches de policía y un laboratorio móvil aparcados en el arcén, lo que indicaba que se habría producido algún suceso grave. Él también redujo la velocidad. Había unas cuantas personas de pie junto a la carretera con aspecto indeciso. Era un grupo poco numeroso, y resultaba evidente que no sabían qué hacer. En un impulso, aparcó en la franja de gravilla donde ya había otros coches estacionados. Apagó el motor y salió del coche. Seguía sin saber lo que estaba pasando. Vio a una atractiva pelirroja vestida con pantalones y jersey apoyada en una valla. La mujer se volvió para mirarlo y lo saludó haciendo un leve gesto con el dedo. Avis Jent. La conocía del club de campo, aunque después de divorciarse desapareció.

La pelirroja le tendió la mano.

—Hola, Walker. ¡Qué sorpresa encontrarte aquí!

Walker sonrió y le dio la mano a su vez, inclinándose hacia delante para besarla brevemente en la mejilla.

—Avis. Hace siglos que no nos vemos. ¿Qué es de tu vida?

—Acabo de salir de un centro de rehabilitación. Por segunda vez, menuda lata.

—Qué coñazo.

—Eso mismo pienso yo —dijo Avis—. ¿Cómo están Carolyn y los niños?

—Bien, gracias —respondió Walker—. ¿Qué pasa aquí? ¿Ha habido algún accidente?

—La policía ha recibido un soplo, algo sobre un cadáver enterrado en el bosque.

A Walker se le congeló la sonrisa en los labios.

—No lo dirás en serio…

—Me temo que sí. Alguien dijo que era el cuerpo de un niño, pero es todo lo que sé. Los polis no sueltan prenda. —Sacó un cigarrillo de un paquete que llevaba en el bolso—. ¿No tendrás una cerilla?

Walker se palpó los bolsillos.

—No, lo siento.

Avis hizo un gesto con la mano para indicar que no le importaba.

—Mejor así. Fumo demasiado. ¿Has visto? La poli cavando en busca de un cadáver nada menos que en Horton Ravine.

—Increíble. ¿No han dicho nada sobre lo que pasó?

—No. Han traído a un perro de los que huelen cadáveres, y cuando localizaron el sitio exacto se pusieron a trabajar. Empezaron a cavar hará unas dos horas y no parecían muy contentos —explicó Avis—. ¿Y qué haces tú por aquí? ¿Vives en esta zona?

—A un kilómetro y medio en aquella dirección. Estaba dando una vuelta en coche cuando vi a toda esta gente y me entró curiosidad. ¿Y tú?

—Yo vivo en Alita Lane. Han cortado la calle, así que ahora estoy atrapada. Mierda, y encima es la hora del cóctel.

—¿Se trata de algo que haya pasado hoy?

Avis negó con la cabeza.

—No, por lo visto pasó hace tiempo. Han enviado a una intrépida reportera, así que supongo que lo leeremos todo en el periódico de mañana.

De repente, algo llamó la atención de Walker: vio a dos o tres agentes de uniforme conducidos por un tipo que debía de ser el inspector de homicidios asignado al caso. Walker señaló al grupo con un movimiento de cabeza.

—Parece que está pasando algo.

—Por fin —respondió Avis.

Walker vio que el inspector le hacía un breve comentario a una mujer vestida con vaqueros. Se fijó en que le ponía un objeto en la mano, aunque no pudo ver de qué se trataba. Entonces apareció otra mujer, la cual acribilló al inspector a preguntas mientras este continuaba andando hacia su coche.

Alguien le dio un golpecito en el brazo.

—¿Señor?

Walker se volvió y vio a un hombre de mediana edad a su lado, con expresión ansiosa.

—Siento interrumpir, pero yo que usted no aparcaría allí. Han pedido a la gente que retire el coche para mantener la zona despejada. Dicen que pondrán multas si los conductores no cooperan.

—Gracias, pero parece que ya han acabado. Me fastidiaría mucho irme sin saber si han encontrado algo.

El hombre miró a los policías.

—¡Ah! Supongo que tiene razón.

Walker vio cómo se iba transmitiendo la información de una persona a otra: los que estaban delante se volvían para compartir con los demás lo que habían oído.

—Espera un momento —dijo Avis.

Avanzó unos pasos y se abrió camino entre los curiosos. Después le dio un golpecito a una mujer en el hombro y le preguntó si sabía algo. Las dos charlaron brevemente. Avis asintió con la cabeza en señal de agradecimiento y luego volvió junto a Walker.

—Bueno, ¡qué alivio! —exclamó—. Ha resultado ser una falsa alarma. Al final sólo han encontrado un perro.

—¿Un perro?

—Sí, ya sabes, un perro, una mascota. Todo este jaleo por nada, pero al menos me puedo ir a casa a tomarme unas copas para desquitarme de lo de la rehabilitación.

Walker se palpó el bolsillo del pantalón en busca de las llaves del coche y se dio cuenta de que se las había dejado puestas.

—Supongo que será mejor que yo también me vaya. Me alegro de haberte visto.

—Yo también. Pórtate bien —dijo Avis.

Walker volvió a su coche y, mientras se sentaba al volante, se fijó en que Avis lo observaba con interés. Sonrió de nuevo y arrancó, dando marcha atrás con cuidado para salir a la carretera.

Mientras volvía a su casa intentó no pensar en lo que acababa de decirle Avis. Condujo el Mercedes hasta el garaje y esperó a que la puerta se abriera lentamente, para luego cerrarse con un ruido seco. Sacó del maletero la bolsa con las bebidas y la sujetó con fuerza mientras abría la puerta que daba a la cocina. Cuando dejó la bolsa sobre la encimera de granito, el tintineo de las botellas de Marker’s Mark y de vodka lo tranquilizó.

Carolyn le había dejado una nota que no se molestó en leer. Le recordaba cosas que tenía que hacer, o que no podían pasarse por alto en su ausencia. «Desconecta la alarma el viernes por la mañana para que Ella pueda entrar a limpiar. Debería acabar antes del mediodía. Asegúrate de que haya cerrado con llave las puertas exteriores. Hay que sacar la basura para que la recojan…» Siempre igual, su mujer dirigiéndolo todo desde lejos.

Walker deambuló por la casa fijándose en los objetos y en los olores cotidianos. Carolyn había intentado recoger los juguetes que habían dejado tirados sus hijos minutos antes de irse los tres, pero seguía siendo una casa en la que vivían niños indisciplinados: las botas de vaquero de Fletcher esperaban en las escaleras a que alguien las llevara al piso de arriba, mientras que la chaqueta de Linnie continuaba tirada sobre el poste de la barandilla. Había zapatos, ropa de muñeca y cuadernos para colorear desperdigados por el suelo. Carolyn había dejado su labor de punto en la mesita lateral junto al sofá, la misma manta horrible que llevaba tejiendo desde hacía años. Walker entró en la sala de estar; su mujer había corrido las cortinas, y ahora una penumbra dorada invadía la estancia. Después pasó por el comedor, decorado con la mesa redonda de caoba y las sillas de Chippendale que Carolyn había heredado de una tía.

Abrió la vitrina de la vajilla y sacó un vaso antiguo que formaba parte de un juego de cristal de Swarovski que le había regalado a Carolyn por su décimo aniversario de boda. Entró en la sala de estar y se dirigió al bar. Abrió la máquina de hacer hielo y usó la paleta blanca de plástico para echarse cubitos en el vaso. Le encantaban esos sonidos: vaticinaban el cese de la ansiedad y el alivio que no tardaría en sentir. Se parecía a la estimulación que precede al sexo: le gustaba cuidar todos los detalles para maximizar su placer. Si hubiera sido aficionado a la pornografía, no podría haber puesto más cuidado o ejercido mayor autocontrol. Disfrutaba prolongando al máximo los preparativos, para así aumentar su expectación.

Vaso en mano, volvió a la cocina, abrió la botella de Maker’s Mark y se sirvió una bebida. En aquel entonces empezó a tener una reacción retardada. El laboratorio móvil, los policías en la colina. Le temblaba tanto la mano derecha que la botella chocó contra el borde del vaso. Con cuidado, colocó la botella y el vaso en la encimera y se inclinó con los brazos muy rígidos contra el fregadero, cabizbajo. El miedo lo invadió como si fuera bilis, y por un momento pensó que iba a vomitar. Respiró hondo, en un esfuerzo consciente por librarse de la ansiedad.

Descolgó el auricular del teléfono de pared y marcó el número de Jon.

Jon contestó al otro extremo.

—¿Sí?

—Soy yo.

Se produjo un silencio breve y cauteloso.

—Caramba, Walker —dijo Jon—. No esperaba tu llamada. ¿En qué puedo ayudarte?

—¿Te has enterado de lo que está pasando?

—¿A qué te refieres?

Walker oyó a Jon clasificar papeles en su escritorio. Era su manera de dejarle ver que, por importante que fuera lo que Walker iba a decirle, no lo era tanto como lo que él estaba haciendo en aquel momento.

—Están cavando en la colina cercana a Alita Lane. Polis, perro que busca cadáveres, laboratorio móvil y toda la pesca.

El ruido de papeles cesó.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo?

—Acabo de verlos ahora mismo, cuando regresaba a casa después del trabajo. He aparcado allí y he estado hablando con una conocida. Me ha dicho que creían que había un niño enterrado en la colina. Han encontrado el perro.

—Me sorprende que no lo hayan encontrado antes. De un modo u otro, esto acabaría saliendo. Siempre existió ese riesgo.

—Sí, pero ¿por qué ahora? ¿De dónde viene toda esta mierda?

—No tengo ni idea. Estoy seguro de que lo descubriremos a su debido tiempo. ¿Estás bien?

—De momento sí, pero tengo un mal presentimiento.

—No seas paranoico. No va a pasar nada.

—Eso ya lo has dicho otras veces, pero ahora está pasando.

—¿Quieres calmarte? Tú, tranquilo. Esto no va a estallarnos en la cara, te lo aseguro.

—¿Por qué tenía que pasar, después de tantos años?

—Ni idea. Los polis no suelen informarme de lo que hacen.

—Pero ¿qué puede haber pasado?

—Walker, no importa. No hay manera de saberlo, así que déjalo ya. ¿Dónde está Carolyn?

—En el norte, en casa de su madre. Se ha llevado a los niños.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta el lunes.

—Perfecto. Te dará tiempo para calmarte y aclarar las ideas.

—Tranqui, tío, tómate un Valium —dijo Walker, repitiendo el consejo que solía darle Jon cuando eran adolescentes.

—Exactamente.

—Lo siento, pero tenía que llamarte.

—Y me parece bien que lo hayas hecho. Si te enteras de algo más, dímelo.

Jon colgó sin esperar respuesta.

Walker también colgó. Después levantó el vaso, se llevó el whisky a los labios con un movimiento suave y luego exclamó: «¡Guaauu!». Algo se le aflojó en el pecho, y volvió a tener esa vieja sensación que tanto había echado de menos. Negó con la cabeza. No le iba a pasar nada. Todo iría bien.

A continuación depositó el vaso sobre la encimera de la cocina y se dirigió al buzón. Recogió el correo y tiró las cartas sobre la mesita del recibidor. Se aseguró de que la puerta de entrada estuviera cerrada con llave antes de volver a la cocina para llenarse de nuevo el vaso, dos dedos de Marker’s Mark, el resto de agua. «Despacito y buena letra», pensó. Se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de una silla de la cocina. Abrió la cristalera y salió al patio. Se sentó en una silla tapizada y colocó la bebida a su lado, tal y como había imaginado que haría. Se quitó la corbata y se desabrochó el cuello de la camisa mientras sentía que podía respirar por primera vez en todo el día. Le encantaba su vida. Era un tipo afortunado, y lo sabía.

Inquieto, se levantó con la bebida en la mano mientras caminaba por el césped. Recorrió el perímetro del jardín y miró por encima de la valla. A lo lejos divisó la calle del quinto hoyo en el club de campo del que Carolyn y él se habían hecho miembros poco después de mudarse a la ciudad. Las cuotas eran elevadas: ochenta mil pavos de entrada y quinientos al mes a partir de entonces. También evaluaron cualquier mejora que pudieran haber hecho a su vivienda. No es que le importara. En el fondo, se había sentido orgulloso de que los aceptaran, dado que a sus padres los rechazaron cuando solicitaron entrar años atrás. Walker estaba prosperando.

Se volvió para contemplar su casa, que era encantadora, al estilo de las de Cape Cod, con la fachada revestida de tablones blancos y un tejado muy inclinado. La gran chimenea central estaba conectada a los hogares de dos habitaciones, en la planta baja y en la primera planta. Carolyn se había empeñado en que reformaran la casa a fondo antes de tener hijos.

Dispusieron de más tiempo para las reformas del que habían pensado. Carolyn no tenía problemas para quedarse embarazada, pero sufrió cuatro abortos al principio del embarazo, y perdió otro bebé a las dieciséis semanas. Ante el coste prohibitivo de nuevos tratamientos de fertilidad después de cinco inseminaciones intrauterinas fracasadas, los McNally decidieron adoptar. Carolyn se encargó de todos los trámites: informes, huellas dactilares, una extensa solicitud con el correspondiente papeleo, cartas de recomendación… Todo ello seguido de visitas a domicilio para hacerles entrevistas a los dos, juntos y por separado. Tardaron tres meses en aprobar su solicitud, y supusieron que tendrían que esperar un año antes de que les asignaran a un bebé. Fletcher, el «niño milagro», cayó como llovido del cielo al cabo de seis semanas, cuando la que en principio iba a ser su futura madre adoptiva se enteró de que estaba embarazada de gemelos.

Cuando Fletcher tenía dos años, Carolyn se puso de nuevo en marcha. El proceso fue más sencillo la segunda vez, ya que muchos de los trámites ya contaban con el visto bueno anterior. Linnie llegó hasta ellos a través de un abogado especializado en adopciones que había estado hablando con Carolyn en una fiesta navideña. La madre biológica, soltera y embarazada de ocho meses y medio, había acudido al despacho de dicho abogado la semana anterior. El padre del bebé se negó a casarse con ella, la despidieron y sus padres la echaron de casa. ¿Estarían interesados los McNally? No hizo falta debatirlo. La madre biológica se mudó a la habitación de invitados de los McNally durante las últimas semanas del embarazo. Carolyn y Walker estaban presentes en el paritorio cuando Linnie nació.

Tras acabarse su segunda bebida, Walker volvió a la cocina y se preparó un whisky solo. La tensión se había amortiguado, y el nudo de ansiedad que le atenazaba el estómago casi había desaparecido. Se dio cuenta de que sus ocho meses de buen comportamiento habían aumentado los efectos de la bebida. Le encantaba esa sensación, no podía evitarlo. El alcohol le permitía acceder a sus sentimientos. Experimentó una extraordinaria gratitud hacia su esposa, sus hijos y el tipo de vida que llevaba. Normalmente, Walker controlaba sus emociones. Vivía en un estado de constante desapego, actitud que había desarrollado años atrás como medida de autoprotección. Era consciente de su propio yo, pero su lado sentimental pocas veces hallaba una vía de escape. Walker sólo bajaba la guardia en momentos tranquilos como ese.

De vez en cuando, aún se le llenaban los ojos de lágrimas contemplando a sus dos pequeños, que se parecían lo bastante a Carolyn como para que los tomaran por sus hijos «reales» en lugar de los regalos milagrosos que eran. Si bien el amor que sentía por su esposa era constante, la devoción hacia sus hijos estaba por encima de todo lo demás. Por ellos se había vuelto más vulnerable: les había abierto su corazón de un modo totalmente inesperado. Él era el primer sorprendido de cuán tiernos y profundos eran sus sentimientos, porque su lado sensible no se apreciaba en otras circunstancias. La pérdida de alguno de sus hijos sería un golpe del que nunca podría recuperarse. Su única plegaria, en las escasas ocasiones en las que rezaba, era que Fletcher y Linnie estuvieran protegidos del mal y de la violencia, que no sufrieran enfermedades ni heridas, y que no se murieran. Nadie conocía mejor que él la fragilidad de la vida.

A las siete pidió por teléfono una pizza grande con cebolla, pimientos jalapeños y anchoas, una combinación que habría hecho estremecerse a Carolyn. El tipo que se puso al teléfono dijo que tardaría treinta minutos, y a él le pareció bien. Se puso un chándal y unas zapatillas y se dirigió a la sala de estar, donde abrió una bandeja con pies para comer mientras veía la televisión, y puso encima una servilleta de papel, un plato grande y cubiertos. Cuando llegara la pizza se prepararía otra bebida, y se la iría bebiendo a sorbos mientras comía. Supuso que se acostaría temprano, y que quizá leería un rato en la cama antes de apagar la luz. Sólo era cuestión de aguantar el tipo, y de hacer como si nada hubiera pasado.