8

Sutton y yo caminamos entre las dos casas, la de Félix Holderman a nuestra izquierda y la de su vecino a nuestra derecha. Alita Lane quedaba a nuestra espalda. En otra época puede que los jardines traseros se comunicaran, formando un extenso manto de césped ondulante. Cuando se comenzaron a construir piscinas en la urbanización, fue preciso levantar cercas para proteger a los niños de accidentes, y a los propietarios de costosos pleitos. Entre la pradera que quedaba a un lado y la colina yerma había una densa franja de pinos y de píceas, además de algunos plátanos y acacias. Como dije antes, yo no habría llamado a esta zona «bosque», aunque estaba más resguardada que la propiedad de los Kirkendall, donde habíamos iniciado nuestra búsqueda. Los árboles de hoja perenne ocultaban la zona. No pude ver la alambrada repleta de campanillas, pero debía de estar por encima de donde nos hallábamos nosotros. En este punto no tenía sentido fijar un letrero que rezara «Prohibido el paso», porque la maleza formaba una barrera lo suficientemente densa como para impedir el tráfico ecuestre. Los jinetes que seguían el sendero marcado no se aventurarían tan lejos.

Cuando nos metimos entre los árboles, descubrimos que el suelo estaba cubierto de plantas semidescompuestas que despedían vaharadas de olor a turbera al pisarlas. No había ningún sendero, por lo que nos vimos obligados a trazarlo nosotros. Nos dividimos y fuimos avanzando entre matorrales, quebrando palitos y ramas caídas a nuestro paso. Oí que Sutton exclamaba sobresaltado: «¡Lo he encontrado!».

Me abrí paso a través de la maleza y de los hierbajos que me llegaban hasta la cintura, levantando los brazos como un nadador que se dirige hacia la parte menos honda de la piscina. Cuando llegué hasta Sutton, vi el tocón del roble caído, que, como mínimo, mediría unos dos metros de diámetro y unos veinte centímetros de altura. El tronco del árbol estaba hueco a causa de la podredumbre. El roble debía de llevar bastante tiempo muriéndose por dentro, lo cual significaba que no se partió únicamente por el peso de las ramas, tal y como el señor Holderman había pensado.

—¿Es este? —pregunté.

—Creo que sí. Estoy casi seguro.

—¿Dónde se encontraban aquellos tipos cuando los encontraste?

Sutton se volvió y escrutó los alrededores.

—Allá abajo.

Su mirada pasó de un árbol a otro, hasta posarse finalmente en un punto situado a unos cinco metros de donde nos encontrábamos. Sutton comenzó a andar en aquella dirección, hasta que llegó a un pequeño claro y se detuvo para examinarlo. Yo lo seguía a escasa distancia, observando sus movimientos. El claro de forma circular estaba rodeado de altos árboles de hoja perenne y de robles adultos. Las raíces de los árboles habían absorbido todos los nutrientes de la tierra apelmazada y habían dejado un espacio yermo. Sutton anduvo unos metros hacia su derecha.

—Este es el punto en el que se pusieron a cavar. El bulto que había en el suelo estaba bajo aquel árbol. —Sutton lo señaló con la cabeza—. El sitio sigue oliendo igual. Cuando eres niño, todo te parece más intenso. Es como si filtraras la realidad a través de la nariz. Me pregunto por qué…

—Por afán de supervivencia. Si hueles un oso una vez, el recuerdo de ese olor te acompañará siempre.

Sutton cerró los ojos y respiró hondo.

—¿Estás bien? —pregunté.

—Sí. Pero todo esto me parece muy raro.

Me llevé a Sutton a mi despacho, cerré la puerta con llave y encendí algunas luces. Se repantingó en la silla en la que se había sentado el día anterior, estirando las piernas hacia delante. Yo me acomodé en mi silla giratoria, descolgué el teléfono y marqué el número de Cheney en el Departamento de Policía. Nada más contestar Cheney me identifiqué.

—¿Cómo te va? —preguntó.

Le expliqué todo lo que había sucedido hasta entonces, desde mi viaje a la Academia Climping hasta la identificación por parte de Sutton de la zona en la que había visto a los dos tipos cavando. Cuando acabé, Cheney permaneció unos instantes en silencio mientras asimilaba toda la información.

—Tengo que hablar con el inspector jefe. Ya te llamaré.

No estaba segura de cuánto tiempo debería esperar, pero tuve claro que no podía moverme del despacho por si Cheney intentaba localizarme más tarde.

—¿Quieres un café? Puedo hacer una cafetera —ofrecí.

—No, gracias. Estoy demasiado nervioso. ¿Puedo usar tu cuarto de baño?

—Ve a la izquierda cuando salgas al vestíbulo. Es la única puerta a tu derecha.

—Gracias.

Eran las tres y cuarto y no podía recordar si había comido, lo que probablemente quería decir que no. Abrí los cajones de mi escritorio uno por uno, pero no encontré ni un mal Tic Tac que llevarme a la boca. Cogí el bolso y me puse a rebuscar como una loca en su interior. Me gustan los bolsos grandes llenos de recovecos: compartimentos exteriores para revistas y libros, bolsillos interiores —algunos con cremallera, otros sin— y una bolsita en un extremo para las llaves del coche. Encontré dos caramelos de menta con rayas rojas y blancas envueltos en celofán transparente. Llevaban tanto tiempo dentro del bolso que se habían ablandado y estaban pegados al envoltorio. Podría haberme metido uno en la boca sin retirar el celofán y me habría durado varios días.

Oí el ruido de la cisterna al vaciarse y al cabo de un momento Sutton volvió a aparecer.

—¿Quieres un caramelo de menta? —pregunté.

—No, gracias. —Volvió a ocupar su asiento y, sin dejar de moverse por la impaciencia, observó cómo despegaba el celofán del caramelo—. ¿Y ahora qué va a pasar?

Me puse el caramelo sobre la lengua y noté cómo se derretía el azúcar. ¡Qué delicia! Me lo pegué en la parte interior de la mejilla para poder seguir hablando sin escupir.

—No tengo ni idea. Supongo que depende de si se están tomando este asunto en serio o no.

Permanecimos sentados en silencio. Cogí un abridor de cartas y comencé a dar golpecitos con la punta contra el borde de mi escritorio, haciendo prácticas de batería por si se me acababa el trabajo de detective privado. Sutton se entretuvo observando lo mal pintado que estaba el despacho y lo vieja que era la moqueta. Adiviné enseguida lo que estaría pensando. Gano el dinero suficiente para mantenerme, pero la decoración de interiores no es lo mío. Por otra parte, tampoco era lo suyo precisamente. Por lo que había visto de su casa, no es que pudiera darme muchos consejos de interiorismo.

No tengo revistas en el despacho. No soy médico ni dentista, así que, ¿para qué iba a tenerlas? Si alguien viene a verme y estoy aquí, nos sentamos y hablamos. Si no estoy aquí, la puerta está cerrada con llave y deben esperar. Sutton era tan poco dado a la cháchara como yo. Hacía un día que lo conocía, y una vez agotados temas tan fascinantes como su visita al retrete y mi ofrecimiento del caramelo, no teníamos nada que decirnos. No se me da muy bien la conversación trivial, razón por la que probablemente tenga tan pocos amigos.

Permanecí sentada en mi silla giratoria ansiando que sonara el teléfono, y cuando sonó di un salto. Era Cheney.

—Roosevelt dice que podemos llevar a un par de técnicos forenses y a una unidad canina hasta el lugar en que Sutton vio a los dos tipos. Ahora estamos llamando a la gente, pero antes de una hora estaremos listos para empezar.

—¡Estupendo!

Le di la dirección y después hablamos durante unos minutos de los problemas logísticos. Alita Lane era una calle demasiado estrecha como para dar cabida a varios vehículos y a diversos miembros del Departamento de policía, por lo que acordamos encontrarnos en la franja de aparcamiento situada al borde de la carretera, cerca del campo de polo de Via Juliana. Una vez resuelta esta cuestión, llevé a Sutton hasta su casa para que pudiera coger su coche.

En el camino de regreso a Horton Ravine me detuve en un McDonald’s y engullí una hamburguesa de cuarto de kilo con patatas fritas. No estaba segura de cuánto tiempo duraría la excavación, y quería meterme unas cuantas calorías entre pecho y espalda. Pedí un refresco pequeño. No tenía sentido castigarme la vejiga si luego no iba a poder vaciarla.

Llegué antes que Cheney y aproveché el tiempo de espera para quitarme los zapatos y ponerme unas viejas zapatillas de deporte que llevaba en el maletero del coche. Saqué mi cortavientos azul marino y también me lo puse. Aún había bastante luz, pero el sol comenzaba a ponerse llevándose consigo las agradables temperaturas diurnas.

Sutton llegó en su MG y aparcó junto a mi Mustang. Le había bajado la capota y Madaline, la extoxicómana, estaba en el asiento del copiloto, cosa que me puso de los nervios. No era el día más apropiado para salir con una chica, y no se trataba de un espectáculo público. Era un asunto relacionado con la vida y la muerte y no quería que Madaline merodeara por allí, como si formara parte del escenario. Goldie Hawn, la golden retriever de Madaline, estaba sentada en su regazo, con la barbilla apoyada sobre la ventanilla bajada. Juraría que la perra me reconoció y me dirigió una amistosa sonrisa perruna. A Madaline apenas debía de circularle la sangre en las piernas con un perro de cuarenta kilos aposentado sobre sus muslos. Mientras la observaba, se llevó una lata de cerveza a los labios y bebió un sorbo. Obviamente, la prohibición de beber alcohol en la calle no iba con ella.

Por fin apareció Cheney. El agente de la unidad K-9 llegó, junto con un perro especializado en localizar cadáveres, en un coche policial blanco y negro y aparcó junto al coche de Cheney. Dos minutos más tarde se presentó también uno de los técnicos forenses, seguido por el furgón equipado con el laboratorio móvil en el que viajaba el segundo técnico. Parecía como si un circo hubiera llegado a la ciudad y sus integrantes estuvieran preparándose para el espectáculo. Teníamos que esperar al fotógrafo, pero eso le dio a Cheney la oportunidad de acercarse a la casa construida en los terrenos donde pensaban ponerse a cavar. Estuvo allí diez minutos, hablando con la pareja cuya ladera querían invadir.

Los demás salimos de nuestros respectivos vehículos y nos quedamos de pie en la franja para aparcar como si fuéramos extras en un plató cinematográfico. No teníamos nada que hacer, pero casi todos los que estaban allí cobraban por esperar. Sutton condujo a Cheney y a los técnicos hasta el lugar en el que los dos tipos habían enterrado el bulto. Madaline y yo permanecimos relegadas a un segundo plano mientras los profesionales se ponían a trabajar. Dos agentes volvieron al coche para coger los conos de tráfico y la cinta de plástico amarillo que delimitarían la zona. No me iban a permitir acercarme en un radio de cincuenta metros, así que maté el tiempo charlando con el agente canino, un viejo conocido mío. Gerald Pettigrew había patrullado a pie por mi barrio hacía unos seis años. Era un hombre negro robusto, de treinta y tantos, que en aquella época tenía los hombros fornidos y una barriga que habría supuesto un estorbo en una persecución a pie. Por otra parte, si conseguía atraparte, desearías haber corrido mucho más rápido, porque el tipo sabía cómo repartir leña. Pettigrew había adelgazado desde que lo vi por última vez, uno de los efectos secundarios de trabajar con el labrador dorado al que presentó como Belle.

Madaline aprovechó la ocasión para dejar que Goldie Hawn saliera del coche de un salto. Los dos perros se pusieron a olisquearse las partes a modo de saludo. Cualquiera que me conozca dirá que no soy aficionada a los perros, pero hacia esos dos no sentía la más mínima hostilidad. Lo interpreté como una señal clara de envejecimiento. En lugar de volverme cada vez más inflexible estaba bajando la guardia. A este paso, en pocos años el mundo entero correría hacia mí para cubrirme de besos.

Dejé que Belle me olisqueara la mano, que es algo que había visto hacer a otra gente que tenía perros o gatos. Esperaba que este gesto evitara un ataque repentino que me dejara sin brazo.

—Me imaginaba que tendrías un sabueso o un pastor alemán —dije mirando a Gerald.

—Muchas razas son buenas para la búsqueda y el rescate, que es lo primero para lo que se les suele adiestrar. Aprenden a localizar a montañeros perdidos, o a niños que se alejan del lugar de acampada. Hace falta un perro con un poderoso instinto cobrador, un agudo sentido del olfato y muchas ganas de trabajar. Aun así, unos son mejores que otros. El último con el que trabajé era un perro pastor. Muy bueno, pero también muy nervioso, y tenía tendencia a deprimirse. Poseía un olfato sensacional, pero era evidente que el trabajo lo afectaba demasiado. Finalmente lo jubilé porque no podía soportar su mirada acusadora.

—¿Qué ha sido de él?

—Ahora es el perro guardián de la familia, cosa que le gusta bastante más que olfatear entre la maleza en busca de cadáveres. Oí hablar de Belle a través del amigo de un amigo, que llevaba años criando labradores. Era una bolita de peluche cuando me la dieron, pero más lista que el hambre. Los labradores son fáciles de adiestrar, y muy fuertes físicamente. Además tienen buen carácter, lo cual viene muy bien de cara a las relaciones públicas. La llevo a colegios y a residencias de ancianos y todo el mundo se enamora de ella.

Belle estaba tumbada en la hierba a sus pies, sin dejar de mirar a su amo mientras este hablaba. Gerald le dirigió una sonrisa.

—Fíjate en esto. Sabe que estoy alardeando de ella.

—Cuando está trabajando, ¿la llevas con correa o va suelta?

—Depende del tipo de terreno. Aquí le quitaré la correa y la dejaré trabajar a su aire. Si encuentra algo, vendrá a buscarme y me llevará hasta lo que haya encontrado.

Al ver que Cheney se dirigía hacia nosotros, Gerald le hizo una señal a Belle y los dos fueron a su encuentro. Los policías habían traído un generador portátil, además de las grandes lámparas que permitirían continuar trabajando cuando la luz del día comenzara a desvanecerse. Aunque no estuviera presente, sabía cómo se desarrollaría la búsqueda: los agentes cavarían a mano y después pasarían la tierra suelta por un cedazo, esperando encontrar cualquier prueba física que aún permaneciera en el lugar. Las posibilidades de encontrar algo me parecían bastante remotas, pero estos chicos sabían lo que se hacían, y ¿quién era yo para decir algo? Se sacarían fotos y se dibujarían esbozos de todo el proceso. Asimismo, se anotarían los puntos de referencia más relevantes del terreno y se tomarían medidas para garantizar una descripción detallada del supuesto escenario del delito.

A los demás nos tocaba entretenernos como mejor supiéramos. Unos cuantos coches redujeron la velocidad y luego siguieron adelante. Como suele suceder en estos casos, comenzaban a llegar curiosos. Supuse que algunos serían vecinos, así como automovilistas que volvían a casa después del trabajo y que al ver los coches de la policía se habían detenido para ver lo que pasaba. No había nada que hacer y muy poco de lo que hablar después de transmitir unas escuetas explicaciones a los recién llegados. La gente se resistía a marcharse antes de saber en qué acabaría todo aquello. Era como estar en una sala de espera mientras una mujer da a luz. No sucedía nada dramático cerca de donde nos encontrábamos, pero todos sabíamos que estaba pasando algo importante. Estas concentraciones suelen achacarse a la curiosidad morbosa de los mirones que esperan ver algún herido o algún muerto. Yo prefiero atribuir este comportamiento al espíritu comunitario de una serie de personas que se unen ante una tragedia inconcebible.

Sutton había vuelto a la franja de estacionamiento y lo vi hablar con un hombre, al que sin duda estaría poniendo al corriente de la situación. Tendría que contar la misma historia una y otra vez si el cuerpo de Mary Claire salía a la luz. Madaline, que aún llevaba esos pantalones tan cortos, se había puesto unos leggings y una sudadera de cuello ancho y desbocado que dejaba a la vista la misma camiseta de tirantes que llevaba antes. La chica permanecía sentada en el MG de Sutton, fumando con la puerta del lado del copiloto abierta. Aunque sólo había pasado medio día en compañía de Sutton, ya sentía una necesidad casi maternal de prevenirlo contra fulanas como Madaline.

—¿Qué pasa?

Miré a mi derecha y vi a una mujer de unos treinta y pocos a mi lado. Tenía el pelo castaño y muy brillante, peinado en una melena lisa y recta que le llegaba hasta los hombros. Llevaba gafas sin montura y los cristales le acentuaban los ojos, también castaños.

—Puede que la policía haya recibido una pista sobre un caso que quedó sin resolver —expliqué.

—¿Ah sí? ¿De qué caso se trata?

—¿Te acuerdas de la desaparición de Mary Claire Fitzhugh? Alguien ha proporcionado información sobre dos tipos que cavaron lo que podría ser su tumba.

Intercambiamos naderías sin apartar los ojos de Alita Lane. Le eché un vistazo a su ropa —chaqueta marrón, falda de tweed, medias negras, mocasines— y me pregunté cómo conseguiría ir tan cómoda y parecer tan elegante a un tiempo.

—¿Quién les ha dado la pista? —preguntó.

—Alguien leyó un artículo sobre el secuestro. Ahora piensa que, cuando era niño, puede que se topara por casualidad con los raptores en el momento en que enterraban el cadáver.

—¡Caramba! Eso sí que sería un golpe de suerte después de todo este tiempo —comentó la mujer—. ¿Y cuál es tu relación con el caso?

—Soy investigadora privada en Santa Teresa. Conozco a Cheney Phillips, el policía que está al frente de la investigación.

—Genial. Yo también conozco a Cheney desde hace años.

—¿Y qué hay de ti? ¿Cómo has venido a parar aquí? —pregunté.

—Trabajo para el Dispatch. Uno de mis compañeros oyó comentarios sobre el caso en el radio escáner y me ha enviado para que me entere de lo que está pasando.

—De momento no mucho —dije. Los periodistas no me vuelven loca, y no quería que esta intentara sonsacarme la identidad de mi cliente. Ni siquiera quería que supiera que tenía un cliente, porque entonces iría a la caza de una entrevista.

—¿Y tú cómo te has enterado? —preguntó con tono casual. Lo soltó como el que no quiere la cosa, como si mi respuesta le interesara muy poco, o nada. Era la típica estratagema de periodista astuta, concebida para sonsacar información.

—Resultaría muy largo de contar —respondí.

—¿Te importa darme tu nombre?

—Será mejor que no menciones mi nombre. Esto no tiene nada que ver conmigo.

—No te preocupes. Si no quieres que te cite, podemos mantenerlo off the record.

—¿Citar qué? Yo no sé nada.

—Vale, está bien. Por cierto, me llamo Diana Álvarez —dijo tendiéndome la mano.

Sin pararme a pensar, se la estreché y respondí «Kinsey Millhone». Nada más decirlo me di cuenta de que me había pillado. ¡Y yo que quería mantenerme al margen! Me irritó que me manipulara así, y me enfadé conmigo misma por haber caído en la trampa tan fácilmente.

—Encantada de conocerte —respondió, y entonces se marchó.

Mientras la observaba, se sacó un cuaderno de espiral del bolsillo de la chaqueta y empezó a escribir. Inició una conversación con un hombre y tuve muy claro que iría haciendo preguntas aquí y allá hasta recomponer la historia completa. Quién sabe qué sesgo le daría a la noticia. Busqué a Sutton con la intención de ponerlo sobre aviso, pero no lo vi por ninguna parte.

Me alegré de haber comido algo antes de venir, porque los técnicos no finalizaron su trabajo hasta las ocho de la tarde. Todo pareció acabarse de repente. Cheney apareció en la entrada de Alita Lane y se dirigió hacia nosotros por Via Juliana. Lo seguía un agente de uniforme, cargado con los conos y con la cinta amarilla, que había enrollado en una madeja suelta. Detrás iban Belle y Gerald Pettigrew, quien no dejó entrever si en la excavación se había obtenido alguna prueba digna de mención.

Diana Álvarez se apartó del hombre al que estaba sonsacando información y fue directa hacia Cheney como la intrépida reportera que era. Cheney la saludó, pero me miraba a mí. Busqué nuevamente a Sutton con la mirada entre los allí presentes. Pensaba que debería ser el primero en oír la noticia, fuera cual fuera, pero Sutton seguía sin aparecer. Su MG turquesa estaba aparcado en el arcén y Madaline continuaba sentada en el asiento delantero, con los pies apoyados en el salpicadero. Goldie Hawn iba de una persona a otra moviendo la cola y recibiendo palmadas afectuosas y alabanzas de los desconocidos.

No supe interpretar la expresión de Cheney. Parecía serio, pero creí ver una chispa de ironía en su mirada. Diana Álvarez se había pegado a él, ansiosa por oír cualquier noticia que Cheney estuviera dispuesto a compartir.

—Pon la mano. Tengo un regalo para ti —dijo Cheney cuando llegó a mi lado.

Extendí la mano y me puso un objeto en la palma: un disco de plástico cubierto de barro, sujeto a un trozo de cuero azul bastante sucio.

—¿Qué es esto?

—¿Qué te parece que es? Una chapa de perro. Esto es lo que estaban enterrando los dos tipos: a la mascota de la familia. Guau, guau…

Cheney sonrió y se fue.