7

Jueves por la tarde, 7 de abril de 1988

Pasé por casa de Sutton para recogerlo de camino a Ramona Road. Se había quitado la camisa y la corbata y ahora llevaba vaqueros, una sudadera roja y zapatillas de deporte muy gastadas. Conté quince casas la primera vez que pasé por la calle, mientras daba vueltas a la manzana para hacerme una idea mejor de cómo era el barrio. Ramona Road se extendía a lo largo de una manzana para volver después al punto de partida, formando una curva similar al lazo de un vaquero. Las parcelas ocupaban una zona montañosa, y estaban cubiertas casi por completo de árboles y de maleza. Los contornos naturales del terreno dejaban poco espacio en el que construir. Fue preciso emplear niveladoras y excavadoras para aplanar el suelo. Todas las casas fueron construidas en la década de los cincuenta por un mismo arquitecto, cuyo estilo moderno aún resultaba innovador treinta años después. Aparqué el Mustang en una franja de terreno cubierto de hierba situada frente al número 625. Sutton se inclinó hacia delante en el asiento del copiloto y miró por el parabrisas con expresión escrutadora.

A ambos lados del largo camino enlosado que conducía a la casa había césped, y el camino formaba media circunferencia al curvarse de nuevo hasta la calle. La antigua casa de los Kirkendall era una estructura de una sola planta en forma de L invertida, con el brazo corto de la L extendido hacia la calle. El exterior de la vivienda, un edificio de líneas rectas y grandes cristaleras, era de ladrillo rojo y de secoya tratada. El techo plano de cemento formaba un amplio alero que proporcionaba sombra a la galería delantera. No había adornos, florituras ni añadidos innecesarios.

—Esta no puede ser la dirección correcta —dijo Sutton.

—Sí que lo es. En 1967 sólo había una familia Kirkendall en la ciudad, y aquí es donde vivían.

—Pero ¿dónde está la segunda planta? Billie Kirkendall estaba enfermo. Se quedó en el piso de arriba mientras yo permanecía en la planta baja.

—Ah, mierda. Lo había olvidado. Espera aquí, iré a ver si hay alguien. Puede que nos den permiso para explorar la propiedad.

Salí del coche y crucé la calle. El camino de entrada no parecía empinado, pero al llegar a la parte más alta estaba sin aliento. La casa, envuelta en silencio, transmitía una extraña sensación de soledad. Las ventanas no tenían cortinas y no vi un felpudo frente a la puerta, ni ninguno de los detalles acogedores que indican que una vivienda está habitada. Una franja de losas húmedas en la fachada revelaba que los aspersores aún funcionaban, probablemente dirigidos por el mismo programa automático que regulaba la temperatura interior y encendía y apagaba las luces. Subí un escalón de poca altura hasta la entrada, donde una cristalera panorámica me permitió ver con claridad el interior.

El arquitecto había levantado muy pocos tabiques, y los suelos de madera noble de color claro parecían extenderse en todas direcciones. La luz natural inundaba las estancias. En la pared del fondo había una chimenea de piedra empotrada; pude ver parte de la encimera de la cocina, totalmente despejada. A la derecha se encontraba el vacío comedor, de cuyo techo colgaba una lámpara baja. Me dirigí hacia la derecha por la galería exterior, desde donde pude ver un gran dormitorio con moqueta blanca y puertas correderas con espejos; una de las puertas estaba entreabierta, y a través de la rendija se veía un enorme armario vacío.

Volví a la puerta de entrada y me fijé por primera vez en una calcomanía de una empresa de alarmas pegada en una esquina del cristal. La calcomanía ponía RESPUESTA ARMADA. Lo más probable es que se tratara de una advertencia falsa: parecía inverosímil que alguien pagara un servicio de seguridad para proteger una casa vacía. Di por sentado que la vivienda estaría en venta, pero no vi la típica caja guardallaves con código de seguridad que instalan las agencias inmobiliarias, ni tampoco un montón de folletos con detalles del plano, los metros cuadrados o el número de habitaciones. Los letreros de «En Venta» estaban prohibidos por la comunidad de vecinos. Por lo que sabía, todas las casas de Horton Ravine estaban en venta, así que llamé al timbre sin esperar respuesta.

Salí del porche con la intención de rodear la vivienda. Sutton debió de percatarse de que la casa estaba deshabitada, porque salió del Mustang y cruzó la calle como antes había hecho yo. Esperé mientras Sutton subía por el camino de entrada y luego seguimos el sendero que bordeaba la casa hasta la parte trasera. Más abajo, sobre una amplia pista de cemento, vi una piscina y una caseta rodeadas a ambos lados por un muro de cemento con una chimenea exterior y una barbacoa de obra. Sutton se volvió y observó la fachada posterior de la casa. Desde esa perspectiva, la estructura de dos plantas quedaba a la vista. Más allá del jardín, el terreno iniciaba de nuevo una abrupta pendiente. Habían colocado gruesas traviesas de ferrocarril en la ladera a modo de escalera rudimentaria. Los tejados de las casas vecinas flotaban como balsas en un lago de copas de árboles de color verde oscuro.

—¿Te resulta familiar?

—Supongo que sí. Creía que la casa era mucho más grande.

—Casi todo parece más grande a los seis años.

—No había piscina. Lo habría recordado.

—Lo he investigado, y esta es la casa en la que estuviste. Puede que construyeran la piscina y la barbacoa más tarde —expliqué—. Demos un paseo colina abajo. Si te alejaste de la casa, esa habría sido tu única opción.

Habían desbrozado el terreno en un radio de seis metros a lo largo de la pendiente, probablemente por orden del cuerpo de bomberos. Sutton me siguió a regañadientes cuando crucé el césped y empecé a descender. No había barandilla y los escalones eran profundos, con contrahuellas de veinticinco centímetros que nos obligaban a bajar las escaleras como niños pequeños, poniendo ambos pies en cada escalón antes de pasar al siguiente. Esta parte de la parcela no tenía ningún uso. Habían construido una serie de terrazas escalonadas en la colina. En el primer nivel habían plantado frutales enanos. El segundo ofrecía abrigo en una pagoda con bancos en su interior, cuyas paredes y techos de madera, desgastados y blanqueados por los elementos, habían adquirido un color gris plateado. En el tercero habían plantado parterres de rosas, de los que nadie se encargaba ahora.

Más adelante el terreno descendía de forma gradual. La base de la colina llegaba hasta una arboleda que se extendía a ambos lados, con unas partes más pobladas que otras. Conté tres robles grandes y seis acacias negras adultas. Entre varios árboles jóvenes crecían arbustos de pitosporo y de eucaliptus. Yo no lo habría llamado «bosque», pero a Sutton, con seis años, podría habérselo parecido. Donde la maleza escaseaba, vi tramos de un camino enlosado que debía de haber sido Via Juliana, una de las principales arterias que atravesaban Horton Ravine. Si yo hubiera estado buscando un lugar apartado donde cavar una tumba, no habría elegido este. Desde lo alto, la ladera de la colina quedaba a la vista. Dadas las distintas alturas de los árboles que crecían en la parte más baja, la zona también habría resultado visible desde la calle.

Sutton se quedó allí de pie con las manos en los bolsillos del pantalón, recorriendo con la mirada los alrededores mientras hacía un esfuerzo por orientarse. Me percaté de su confusión al enfrentarse ahora a una escena que le había parecido tan vivida en su recuerdo. Caminó hacia su derecha, atravesando la maleza que le llegaba a la altura de las rodillas, y luego se detuvo. Una valla le impedía el paso. La tela metálica de la valla había cedido bajo una maraña de enredaderas de campanillas. El rótulo fijado al poste de la valla rezaba así:

PROHIBIDO EL PASO

Propiedad privada. No entrar

No hay acceso a Bridle Trail

¡TE LO DIGO A TI!

Sutton fue subiendo por la colina sin dejar de observar los árboles que tenía a su alrededor. A continuación se detuvo de nuevo y negó con la cabeza.

—Este no es el sitio que buscamos. No veo el árbol que usé como guarida, ni tampoco el roble detrás del que me escondí cuando espiaba a aquellos tipos.

—Puede que cortaran el roble.

—Pero tampoco había una valla. ¿De dónde ha salido esta? No tuve que saltar ninguna valla, de eso estoy seguro. La hemos cagado.

—Sutton, han pasado muchos años. Tómatelo con calma.

Sutton sacudió la cabeza con frustración.

—¿Por qué no dejas de ser tan negativo? —pregunté.

—No soy negativo.

—Claro que lo eres. Deberías escucharte.

Sutton se volvió y recorrió los árboles de nuevo con la mirada, aún descontento. Este hombre me estaba poniendo de los nervios. Me quedé observándolo mientras bajaba por la colina en dirección a los árboles. Después seguí la valla medio caída tal y como había hecho él, pero al llegar al punto en el que Sutton bajó por la colina, yo comencé a subir. La hierba estaba cuajada de flores silvestres y los saltamontes brincaban delante de mí mientras iba subiendo. Me volví y vi que Sutton desaparecía entre los árboles.

Abajo, a mi derecha, divisé la parte trasera de una casa: las puertas que daban al patio, una tumbona y mesa y sillas de jardín. Dado que no conocía bien el barrio, me era imposible saber cuáles eran los límites de cada parcela. El trazado irregular de la valla indicaba que la habían levantado de acuerdo a una línea divisoria serpenteante, que separaba la parcela que daba a Ramona Road de la que estaba situada frente a la carretera secundaria que había más abajo. Recordé vagamente el punto en el que una calle más pequeña salía de Via Juliana. Desde donde me encontraba sólo se veía una casa, pero sin duda habría más en la misma calle.

Sutton silbó, una nota aguda y estridente que delataba labios y dientes tensos. Yo llevaba años intentando dominar la técnica, pero por lo general sólo conseguía un resuello asmático y el riesgo de hiperventilar. Reanudé la marcha, avanzando con dificultad hacia donde se encontraba Sutton. Este apareció a mi izquierda y me saludó con la mano. Caminé con cuidado por aquel terreno tan desigual, intentando esquivar los numerosos agujeros que albergaban Dios sabe cuántos tipos de roedores.

Seguí a Sutton hasta un claro resguardado por las copas de los árboles. Aquí la temperatura era cinco grados más fresca que en la colina abrasada por el sol. El otro extremo del claro estaba abierto a Via Juliana. Un camino de herradura enfangado, salpicado de huellas de pezuñas, serpenteaba por el espacio abierto. En el sendero, que parecía bastante transitado, vi estiércol reciente de caballo y montones de boñigas equinas ya secas. En el centro del claro había un abrevadero de piedra, de tres por seis metros, para caballos. El agua llegaba por una tubería unida a una bomba de circulación que mantenía la parte más profunda del abrevadero removida y sin algas. La piedra se había oscurecido con el paso del tiempo y el agua reluciente parecía fría y oscura.

—Hay algo que había olvidado —dijo Sutton—. El Club de Equitación de Horton Ravine está justo al otro lado de la calle. Aquel día jugué en el abrevadero, haciendo flotar hojas como si fueran barcos. Fue después, tras subir por la colina y encontrar el árbol que usé de escondite.

Lo miré y le hice una pedorreta.

—Te lo dije.

—No te pago para que te burles de mí.

—Entonces no tendrías que ser tan cascarrabias.

—Lo siento.

—Olvídalo. Centrémonos en lo que estamos haciendo. Cuando viste a aquellos tipos, ¿en qué dirección iban?

—Pues subían por la colina precisamente desde aquí. Debieron de aparcar junto a Via Juliana y atravesar este claro. El árbol en el que me escondía estaba en mitad de la pendiente, por lo que podía verlos desde arriba. Pasaron delante de mis ojos de izquierda a derecha y se alejaron en esa dirección.

—Así que si la valla estaba allí tuvieron que saltarla, lo que quiere decir que tú habrías hecho lo mismo.

—Pero yo no lo hice…

—¿Quieres dejar de repetir lo mismo? No estoy diciendo que lo hicieras. Lo que digo es que deberíamos llamar a la puerta de algunas casas y ver si alguien sabe en qué año levantaron la valla.

Volvimos a subir la colina trepando de terraza en terraza, hasta llegar al amplio y llano patio con su piscina, su caseta y su barbacoa de obra. Rodeamos de nuevo la casa y cruzamos el césped delantero para dirigirnos a la casa de al lado. Al llegar a la puerta llamé al timbre.

Sutton se quedó detrás de mí, un poco a mi derecha. Quienquiera que estuviera dentro de la casa mirando por la mirilla pensaría que teníamos aspecto de testigos de Jehová, pero peor vestidos.

Sutton no podía estarse quieto.

—¿Qué vas a decir?

—Aún no lo he pensado.

La mujer joven que abrió la puerta llevaba a un bebé de seis meses apoyado en la cadera derecha. El niño chupaba con fruición su chupete, que no dejaba de moverse. Tenía la cara roja y el pelo apelmazado por el sudor. Supuse que se había despertado de la siesta hacía poco y, a juzgar por los efluvios de perfume fecal, necesitaba que le cambiaran el pañal urgentemente. Estaba en esa fase en la que los niños se aferran a su madre por puro instinto, como si fueran monos. Las marcas de sus deditos habían dejado formas de estrella por toda la pechera de la blusa materna. Su parecido con ella resultaba inquietante: la misma nariz, la misma barbilla, idénticos ojos azules que me miraban curiosos. Sus oscuras pestañas eran más largas y espesas que las de su madre, pero ya se sabe que la vida es injusta. ¿Acaso sirve de algo protestar?

—Hola —saludé—. Siento molestarla, pero ¿sabe si venden la casa de al lado? Nos han dicho que está en venta, pero no vemos ningún letrero de la inmobiliaria y no sabemos con quién podemos ponernos en contacto.

La mujer miró en dirección a la casa e hizo una mueca.

—No sabría decirles. El matrimonio que vivía en la casa se divorció y durante algún tiempo el exmarido vivió allí con su novia, una tontita a la que doblaba en edad. Se fueron hace un mes, y nos han dicho que está buscando inquilinos que quieran alquilar la casa por un periodo largo. Puedo darles su número si están interesados.

—Vaya —dije con escepticismo—, no tengo muy claro lo del alquiler. No había pensado en esa posibilidad. ¿Cuánto pide?

—Habla de siete mil dólares al mes, pero a mí me parece muchísimo. Es una casa bastante bonita, pero ¿quién quiere gastarse tanta pasta?

—Me parece exagerado —dije—. ¿Por casualidad no sabrá qué tamaño tiene la parcela?

—Dos hectáreas, más o menos.

—Es un terreno bastante grande. Cuando subíamos por la colina hace un momento, vimos una valla con un letrero de «Prohibido el paso», pero no sabíamos si pertenecía a esta parcela o a la de al lado.

La mujer levantó un pulgar y lo sacudió hacia atrás para indicar algo que estaba a su espalda.

—El señor que vive un poco más abajo podría decírselo. Sé que hubo una modificación de las líneas divisorias hace años, pero no estoy segura de cuál fue el cambio. La compañía eléctrica tiene una servidumbre de paso que se extiende por la colina, y los jinetes la confunden constantemente con el camino de herradura. El propietario se hartó de que todos los caballos atravesaran sus tierras, por eso puso una valla.

—¿Es el que vive en la casa que se ve allí abajo?

—Exacto. En Alita Lane. Se llama Félix Holderman. Está jubilado y es bastante agradable, pero a veces puede ser un poco brusco. No sé cuál es el número de la calle, pero es la única de estilo español de toda la manzana.

—Gracias. Puede que nos pasemos por su casa y charlemos con él.

—Si lo encuentra en casa, dele saludos de parte de Judy.

—Se los daré. Le agradezco su tiempo.

—Soy yo la que tendría que darle las gracias a usted. Es la primera conversación adulta que he tenido desde el lunes, cuando mi marido se fue de viaje de negocios.

—¿Y cuándo volverá?

—Mañana, espero. Al niño le están saliendo los dientes y llevo varias noches sin dormir. —La mujer arrugó la nariz, mirando al bebé—. ¡Puf, qué tufo! ¿Es él o son ustedes?

Oí que sonaba un teléfono en alguna parte de la casa.

—¡Vaya! Lo siento —se excusó, y cerró la puerta suavemente.

Sutton y yo nos dirigimos al coche.

—No me puedo creer que no te preguntara por qué la estabas interrogando sobre la valla. Si no piensas comprar ni alquilar la casa, ¿qué más te da?

—No he dicho que no la fuera a alquilar. He dicho que «no había pensado en esa posibilidad».

—Pero no le pediste el número del tipo cuando ella te lo ofreció.

—Sutton, el truco en una situación como esta consiste en comportarte como si tus preguntas fueran totalmente razonables. La mayoría de la gente no se para a pensar en las incoherencias.

—Me sigue pareciendo un enfoque agresivo.

—Desde luego.

Volvimos a mi coche y recorrimos el escaso kilómetro que separaba Ramona Road de Alita Lane. No fue difícil encontrar la casa de estilo español, una vivienda larga y baja estucada en color crema, con un pequeño patio delantero y un garaje para tres coches en un extremo.

Cuando salí del coche, Sutton dijo:

—¿Te importa que espere aquí? Me siento como un idiota esperando detrás de ti sin decir una palabra mientras tú te enrollas con la gente.

—Como te parezca. No tardaré.

Crucé la calle y entré en el patio interior a través de la verja de hierro forjado. La puerta de entrada tenía tres cristales emplomados con los dibujos de una rosa, un asno y un cactus saguaro con un sombrero mexicano colgado en la parte alta. Llamé al timbre.

El hombre que abrió la puerta tenía la piel curtida y una calva quemada por el sol donde antes hubo pelo. Era aproximadamente de mi estatura —metro setenta— y bastante fornido. De la V de su camisa hawaiana sobresalía una maraña de pelo blanco. Sus pantalones cortos dejaban al descubierto piernas zambas del color de las palomitas caramelizadas.

—¿Señor Holderman?

—Sí, señora.

—Me llamo Kinsey Millhone —dije—. Estaba mirando una casa en venta en Ramona Road, y la propietaria de la casa de al lado pensó que usted podría responderme a algunas preguntas sobre la propiedad. Se llama Judy, por cierto, y me ha pedido que lo salude de su parte.

—Judy es una chica muy maja. Dígale que le devuelvo el saludo. Se refiere a la casa de Bob Tinker. Bien construida, pero demasiado cara. La casa vale 350.000 dólares como máximo y él pide 600.000, lo que es ridículo.

—Judy dice que Tinker se ha mudado y espera alquilarla.

—Ese hombre está loco. Cree que todo lo que tiene vale el doble de su valor real. Usted ha dicho que quería hacerme alguna pregunta.

—Tengo una duda sobre la línea divisoria entre parcelas. Un amigo que me está esperando en el coche solía jugar en esa colina cuando era pequeño. Había un roble viejo que le encantaba, pero cuando recorríamos la propiedad hace un momento me ha dicho que el árbol grande que recordaba ha desaparecido, y que la alambrada es nueva.

—Yo no diría nueva. La instalé hace quince años, aunque no es que sirva de gran cosa. Los jinetes la saltan, o dan un rodeo para esquivarla. Haría mejor en instalar una cabina de peaje y hacerles pagar. Ha mencionado los árboles. Perdimos una docena o más en una tormenta hace algunos años. Cayeron dos eucaliptus y un gran roble de hoja perenne. El roble era una preciosidad, todo un grandullón, probablemente de unos ciento cincuenta años. Es muy posible que fuera el mismo que ha mencionado su amigo. La compañía eléctrica debería sacar las ramas secas. El árbol estaba en la servidumbre de paso y no tenía nada que ver conmigo. Si no, yo mismo lo habría podado. Cuando hizo tanto viento el condenado se partió por la mitad y derribó los árboles que tenía a ambos lados. El estruendo me despertó mientras dormía profundamente.

—¡Qué desastre!

—No lo sabe usted bien. La compañía eléctrica envió a un tipo con una motosierra para que sacara los árboles caídos. No le pagaban lo suficiente para trabajar tanto, así que se tomó su tiempo: diez minutos de sudor y luego una pausa para fumar un cigarrillo. Y así durante varios días, lo sé porque me dediqué a observarlo. Si pagas el salario mínimo, no puedes esperar un trabajo bien hecho. No parece que nadie se dé cuenta de eso. El tipo tardó tres semanas.

Me volví a medias para señalar a Sutton, que seguía en el interior del coche.

—¿Le importaría que mi amigo y yo subiéramos por su terreno y echáramos un vistazo? Significaría mucho para él.

—Por mí no hay problema. La mitad de los árboles cayeron en la propiedad de al lado. Han vendido la casa dos veces. Los propietarios actuales están trabajando, pero no creo que les importe que den una vuelta por su propiedad. Si ve a alguien a caballo, vuelva aquí enseguida y dígamelo. Estoy harto de las boñigas de caballo y de los tábanos.

—Tiene toda la razón.