6
Deborah Unruh
Julio de 1963
Durante los tres meses siguientes, la futura madre comió tan poco que engordó menos de siete kilos. Su dieta consistía principalmente en judías y arroz: «Unas proteínas perfectas», proclamó, sin tener en cuenta en absoluto las necesidades nutricionales del feto. Shelly era contraria a tomar vitaminas prenatales porque, según afirmaba, las mujeres habían conseguido concebir y parir hijos desde el principio de los tiempos sin la injerencia de las compañías farmacéuticas. A Patrick lo sacaban de quicio esos comentarios, pero no tenía sentido rebatirlos. Shelly interpretaba cualquier oposición o refutación como un ataque a su autonomía personal. Finalmente, Patrick optó por cruzarse de brazos y abandonar la habitación cuando ella entraba.
La mayor parte del tiempo, Shelly mantenía las distancias con gesto huraño, pero muy de vez en cuando hacía un pequeño esfuerzo por llevarse bien con ellos, lo cual alimentaba las esperanzas de Deborah de que podría establecerse algún vínculo, por débil que fuera. Pero el optimismo de Shelly solía ser pasajero, y no tardaba en ensombrecérsele el carácter. Lo inestable de su personalidad provocaba que de cuando en cuando estallase. Cuando esto sucedía, Greg, que había adoptado el papel de mediador, hacía numerosos viajes entre el autobús y la casa. Ponía excusas para que se calmaran los ánimos e intentaba aplacar primero a Shelly y luego a sus padres. Deborah casi prefería la histeria de Shelly a los patéticos intentos de Greg para que hicieran las paces.
Patrick y Deborah solían cenar con sus amigos los viernes por la noche en el Club de Campo de Horton Ravine. Según se rumoreaba, muchas parejas de su grupo social se enfrentaban consternadas a la adopción por parte de sus hijos, ahora jóvenes adultos, de «estilos de vida alternativos», lo cual significaba drogas, ropa de segunda mano, pelo largo y descuidado y falta de higiene personal. Aquellas cenas eran su única forma de aliviar las tensiones a las que estaban sometidos en casa, así como su única oportunidad de desahogarse.
Los Unruh conocieron a Kip y a Annabelle Sutton al hacerse miembros del club de campo, poco después de trasladarse a Santa Teresa desde Boulder, Colorado. Los Unruh estaban en la cuarentena, mientras que Kip y Annabelle eran diez años más jóvenes y aún tenían hijos en edad escolar a los que dedicaban una gran parte de su tiempo y de su energía. Para los Sutton, las reuniones de los viernes por la noche suponían un ansiado descanso de sus responsabilidades paternas.
Kip era un arquitecto especializado en propiedades comerciales: edificios de oficinas, bancos y grandes almacenes. Annabelle era ama de casa, como lo había sido Deborah a su edad. Los cuatro hijos de los Sutton tenían dos, seis, ocho y diez años. La mayor era una niña llamada Diana. Durante la primera ronda de Martinis tocaron el tema de Greg y Shelly, como hacían casi todos los viernes por la noche.
—Que lo que nos ha pasado a nosotros os sirva de lección. Estos chicos están insatisfechos y andan buscando pelea. En su opinión, todo lo que hemos conseguido no vale un pimiento. A vosotros os esperan los mismos problemas, aunque apuesto a que cada vez serán peores —afirmó Patrick.
—No digas eso —le respondió Annabelle—. Ya tengo bastante con las pataletas de los dos años. Michael fue un encanto hasta su segundo cumpleaños, y ahora ya veis, nos estamos dando a la bebida. —Annabelle sacó la aceituna de su Martini, se la metió en la boca y luego se bebió el contenido de un trago.
—No me parece que todo este asunto de Greg y Shelly sea nada nuevo —dijo Kip—. Los jóvenes siempre han sido rebeldes a esa edad, ¿no?
—No de esta forma —replicó Patrick negando con la cabeza.
—Shelly es una beatnik —explicó Deborah—. Me contó que estuvo viviendo durante meses en un piso comunitario en North Beach, al que solían ir todos los «tipos enrollados».
—¿Una beatnik? Eso ya está pasado de moda, ¿no?
—No si la oyes hablar a ella. Afirma haberse follado a Alien Ginsberg y a Lawrence Ferlinghetti, a ambos en menos de seis días.
—¿Y te lo contó a ti? —Annabelle la miró con recelo.
—Claro que sí. Y se quedó tan ancha. Ya vi que esperaba que me horrorizara, para poder acusarme de ser una puritana y de no tener ni idea de nada. Me limité a mirarla sin pestañear, y luego le pregunté si alguna vez había tenido gonorrea.
—¿Y qué contestó ella? —preguntó Annabelle soltando una carcajada.
—Dijo que esa no era la cuestión. Estaba viviendo la vida a tope, lo cual era más de lo que yo podía decir.
—No había oído esa parte —dijo Patrick—. ¿Dónde estaba Shawn mientras ella se lo montaba con otros?
—Estaban todos juntos, niños, madres, desconocidos, fumatas y heroinómanos. Tocaban la guitarra y el bongo y ganaban dinero escribiendo poemas que vendían a los turistas por la calle.
Patrick apuró su Martini y le indicó por señas a la camarera que le trajera otro. Kip también levantó la mano, como si fueran dos postores pujando por el mismo lote en una subasta de arte.
—¿Qué les pasa a estos chicos? —preguntó Patrick sacudiendo la cabeza con exasperación—. Les das siempre lo mejor y acaban escupiéndote en la cara. Esta chica se cree que lo sabe todo. Deberíais oírla alardear. Es una descerebrada, pero tiene la desfachatez de criticar al presidente de Estados Unidos, como si supiera de lo que está hablando. Ni siquiera sabe cómo vivir su propia vida. Son vegetarianos, por el amor de Dios. ¿Sabéis cuánta energía lleva eso? ¿Y cuánto tiempo?
—Más del que yo estaría dispuesta a emplear —respondió Annabelle—. Supongo que hay que reconocerle el mérito. Yo no lo conseguiría.
—¡Por favor! ¿Crees que Shelly cocina? No, señora. Se niega a subordinarse a nadie. Deborah es la que carga con todas las comidas. En mi opinión, es otra forma de narcisismo: hacen bailar a todo el mundo al son que tocan ellos mientras permanecen sentados creyéndose superiores.
—Es absurdo —dijo Annabelle—. ¿Por qué no los obligáis a prepararse sus comidas?
—Eso es precisamente lo que yo digo. Pregúntaselo a ella —respondió Patrick, señalando a Deborah con el pulgar.
—Ya sabes lo que come, Patrick. Si dependiera de ella, todas las comidas consistirían en pasteles de soja, coles de Bruselas y arroz integral. Shawn se moriría de hambre si yo no le diera bocadillos de mantequilla de cacahuete a espaldas de su madre. Tendríais que verlo engullir la comida. Parece un animalito.
La camarera puso en la mesa dos nuevas bebidas y un cesto de panecillos Parker House, así como un platito con nueces de mantequilla. Kip se volvió hacia Annabelle:
—Lo siento, debería habértelo preguntado. ¿Quieres otro Martini, o prefieres pasarte al vino?
—Prefiero plantarme. Estoy empezando un nuevo programa de ejercicio: nado casi un kilómetro en el océano tres mañanas a la semana.
—¿Y empiezas en sábado? ¡No lo dirás en serio!
—Muy en serio. Dejo a los niños con una canguro. Es el único rato en que puedo estar sola.
—¿Y no te congelas?
—Acabas acostumbrándote.
—Me sacrificaré y me beberé su vino, ya que ibas a pedirlo. Es lo mínimo que puedo hacer —dijo Deborah.
Kip le pidió a la camarera una botella de Merlot, señalando el que había seleccionado en la carta de vinos antes de devolvérsela.
—Y otra cosa que casi había olvidado contaros —dijo Deborah levantando la mano—. Ayer me encontré a Shelly llorando a lágrima viva. Era la primera emoción que le había visto expresar que no fuera ira, enfurruñamiento o desdén. Pensé que quizás echaba de menos a su madre, pero cuando le pregunté qué le pasaba, me respondió que aún estaba de duelo porque Sylvia Plath se había suicidado.
—¿Quién? —preguntó Annabelle.
—Una poetisa —respondió Patrick—. Era una enferma mental.
Annabelle se encogió de hombros y echó mano de un panecillo del cesto. Cortó un trozo y lo untó de mantequilla. Le dio un mordisco y lo fue masticando lentamente, así que al hablar tenía la voz algo pastosa.
—Conocemos a una pareja que dice ser vegetariana. ¡Menudo aburrimiento! Los invitamos a cenar una vez y les di macarrones con queso. Es lo único que se me ocurrió. Nos devolvieron la invitación y nos sirvieron un delicioso cuenco de chile vegetariano. Un asco. Incomible. Peor que incomible. Lo que más me fastidió fue que llevaban zapatos de piel. Yo quería dejar de verlos, pero Kip se oponía. Hasta que le dije que le tocaría cocinar a él si volvíamos a invitarlos.
El comentario de Annabelle hizo estallar de nuevo a Patrick.
—Y esta es la puntilla, por lo que a mí respecta. ¡A Shelly no le gusta la verdura! La única verdura que come son judías. Tampoco le gusta la fruta. Dice que los plátanos son asquerosos y que le duelen los dientes si come manzanas. Tiene una lista de cosas que no le gustan y que incluye cualquier alimento conocido por el hombre. Excepto la quínoa, que no sé qué demonios es.
Kip hizo un gesto de incredulidad con la cabeza.
—¿Y por qué la aguantáis?
—Porque está embarazada de nuestro nieto —respondió Deborah—. ¿Cómo podemos darle la espalda sin rechazar a un niño inocente? ¿Lo haríais vosotros?
—Supongo que no —respondió Kip—. Bueno, puede que yo sí, pero Annabelle me mataría.
Hicieron una pausa en la conversación mientras estudiaban la carta y decidían qué iban a pedir. Ensaladas, solomillos poco hechos y patatas al horno con crema agria, cebolletas y queso rallado.
Después de que la camarera tomara nota, Patrick continuó hablando.
—No resultaría tan pesado si Shelly no fuera tan dogmática y tan engreída. Siempre nos mira por encima del hombro, porque nos considera materialistas y superficiales. Todo lo que hacemos es «burgués». Habla del proletariado. ¡Dios salve a la reina!
—¿Y Greg está de acuerdo con todo esto? —preguntó Annabelle haciendo una mueca.
—Lo tiene dominado. Greg se queda ahí sentado con la boca abierta, como si Shelly estuviera recitando los cuatro evangelios —dijo Patrick—. ¿Y queréis saber algo más? Huele mal. No se lava los dientes. Es contraria a afeitarse los sobacos, o cualquier otra parte del cuerpo. Tiene tanto pelo en las piernas que parece que lleve pieles de castor. No entiendo cómo Greg aguanta vivir en el autobús con ella. Cada vez que Shelly sale de la habitación, tenemos que fumigar.
Kip y Annabelle se echaron a reír.
—Patrick, ¡eres terrible! —exclamó Annabelle.
—No estoy hablando en broma. Pregúntaselo a Deborah si no me crees.
Kip levantó una ceja y dijo con tono escéptico:
—Chicos, siento deciros esto, pero pienso que vuestro error ha sido darle demasiado a Greg. Y si no, ¿a qué viene esa actitud de creerse con derecho a todo?
—Tienes razón, tienes razón —admitió Patrick levantando una mano—. Deborah y yo también lo hemos hablado.
Patrick hizo una pausa y levantó la vista cuando la camarera llegó hasta la mesa con el vino. Le dio la vuelta a la botella para que Kip pudiera leer la etiqueta y, cuando este dio su aprobación, comenzó a abrirla. Kip probó el vino, asintió con la cabeza y dijo: «Muy bueno».
Annabelle tapó su copa con la mano, y, después de que la camarera llenara las copas de los demás, Patrick retomó la conversación.
—Los dos tuvimos que trabajar mientras íbamos a la universidad. La familia de Deborah no tenía dinero suficiente como para poder ayudarnos, y la mía pensaba que yo no apreciaría el valor de los estudios a menos que me los pagara yo. Francamente, fue un auténtico palo. Además de estudiar a tiempo completo, yo trabajaba veinte horas a la semana. Queríamos que Greg se centrara en los estudios, así que le dijimos que le pagaríamos la carrera siempre que sacara buenas notas. Y mira de qué ha servido: ha colgado la carrera en el segundo curso y se ha convertido en un vagabundo.
—¿De qué viven? —preguntó Annabelle—. Espero que no les estéis dando dinero, encima.
—De momento no, aunque no me extrañaría que Greg esperara que los ayudáramos económicamente.
—Y ya los estamos ayudando, de todos modos —añadió Deborah—. No pagan alquiler, y nosotros pagamos la comida y todos los suministros. No conducen el autobús porque no pueden permitirse la gasolina.
—Me juego lo que quieras a que vende hierba —dijo Kip.
—¿Tú crees? —preguntó Patrick mirando a Kip—. Pues eso sí que me preocupa.
—No cabe duda de que la fuman —dijo Deborah—. Puedo olerla desde la mitad del jardín.
—¿Fuman hierba delante del niño? —preguntó Annabelle, haciendo una mueca.
—¿Por qué no? Hacen todo lo demás delante de él —repuso Deborah—. Shelly quiere que esté con ella en la sala de partos para que pueda experimentar el milagro de la vida.
—Pues menuda escena agradable.
—¿Y qué pasa si los trincan vendiendo droga? —preguntó Kip, volviendo al tema anterior.
—¡No digas eso!
Deborah le dio un golpe en la mano.
—No, lo digo en serio —respondió Kip—. Suponed que la poli se entera. Sólo os estoy señalando los problemas en los que os meteríais. Para empezar, los servicios de protección a la infancia intervendrían para llevarse al niño.
—No es hijo de Greg. Shelly lo dejó muy claro —explicó Patrick.
—Nada de esto es culpa suya. A veces se pone muy pesado, pero me sigue rompiendo el corazón ver que se ocupan tan poco de él. Shelly no tiene ni idea de cómo criarlo.
—¿No va al colegio? —preguntó Annabelle.
—Shelly está en contra del sistema educativo público. Cree que es otra forma de propaganda gubernamental, así que ella le da clases.
—¡Por Dios! —exclamó Patrick—. No podemos seguir hablando de esto. Me está quitando el apetito.
—Veámosle el lado bueno. Propongo un brindis por el bebé —dijo Annabelle alzando su copa de agua.
—¡Por el bebé! —repitió Patrick. Los cuatro entrechocaron sus copas.
—Ojalá todas las sorpresas que os esperan sean pequeñas —añadió Kip.
Pero fue Shelly la que se llevó la sorpresa: el bebé nació dos semanas antes de lo previsto. Ni Greg ni Shelly les dijeron a los Unruh que Shelly se había puesto de parto. Cuando rompió aguas, Greg la llevó al servicio de urgencias del hospital de Santa Teresa y dejó a Shawn en la sala de espera con un cuaderno y una caja de lápices de colores. Inicialmente hubo cierta confusión, porque a Shelly no la había visitado ningún tocólogo y no tenía historial médico ni seguro sanitario. La enfermera le hizo a Greg una serie de preguntas acerca de su empleo, la empresa para la que trabajaba y la dirección de su trabajo. Cuando descubrió que estaba en el paro, lo presionó para que le dijera quién iba a correr con los gastos de la factura hospitalaria. Shelly se indignó, y armó tal escándalo que la enfermera amenazó con llamar a los guardias de seguridad.
Los dejaron solos a los dos en el box de urgencias y corrieron la cortina para que tuvieran más privacidad. Greg se dio cuenta de que no les quedaba más remedio que llamar a sus padres y pedirles ayuda. Shelly montó el mismo número de siempre, pero esta vez Greg decidió no escucharla. El hospital notificó el ingreso al tocólogo de turno, el cual llegó en menos de una hora. Las enfermeras cuchichearon entre sí antes de que el médico entrara en el box. Se presentó como doctor Frantz y le pidió a Greg que esperara en el vestíbulo mientras él le realizaba un examen pélvico a la parturienta.
Greg se dirigió a la sala de espera para ver cómo estaba Shawn y se lo encontró viendo la tele, una actividad que normalmente tenía prohibida. A continuación, Greg volvió al mostrador de ingresos y pidió permiso para telefonear. Llamó a sus padres y les contó lo que estaba pasando. Patrick pidió hablar con la recepcionista del hospital, y al parecer la convenció de que su esposa y él correrían con todos los gastos. Luego añadió que iban hacia allí. Greg volvió al box, aislado por una cortina, donde pudo oír a Shelly gritarle al médico que se metiera el puto dedo enguantado en el puto culo. Cuando una enfermera que estaba al otro extremo del pasillo se volvió y lo miró, Greg cerró los ojos. Esperaba que, al menos por esta vez, Shelly se comportara como un ser humano normal y corriente. Todo era una lucha. Todo provocaba protestas airadas. Sus esfuerzos para intentar contener la furia de Shelly lo habían dejado exhausto.
El doctor descorrió la cortina y le pidió a Greg que entrara. Para aquel entonces, Shelly ya había sacado los pies de los estribos y estaba sentada en la camilla con la sábana remetida bajo los brazos, tan furiosa que se negó a mirarlos. La enfermera se afanaba en sus quehaceres y también evitaba a Greg. El doctor Frantz les dijo que el bebé venía de nalgas, con las piernas dobladas contra el tronco. Sugirió la posibilidad de hacer una cesárea, pero Shelly se opuso con vehemencia y exigió un parto vaginal. Estaba en su derecho, y nadie podía decirle lo que tenía que hacer. El médico se esforzaba por parecer neutral. Los miró sin cambiar de expresión y accedió a los deseos de Shelly «por el momento». Ella se rio a sus espaldas. Greg creyó que el tipo se volvería y le daría un puñetazo, pero el doctor Frantz continuó andando. El ruido seco de sus pasos resonó en el pasillo de baldosas abrillantadas.
Finalmente la ingresaron. Después de ponerle la pulsera del hospital, la enfermera sentó a Shelly en una silla de ruedas para llevarla hasta la planta superior, donde se encontraba la unidad de partos. Greg las acompañó hasta el ascensor y esperó a que se cerrara la puerta antes de volver a la sala de espera. El silencio le pareció una bendición. En aquel momento llegaron Deborah y Patrick. Shawn se había dormido, acurrucado en una silla de plástico en un rincón. Patrick se lo llevó de vuelta a casa mientras Deborah subía en ascensor con Greg y se sentaba junto a Shelly durante las cuatro horas siguientes. Pese a que los médicos consiguieron darle la vuelta dos veces, el bebé volvió a su posición inicial. Deborah tuvo que admitir que Shelly soportó los dolores del parto sin emitir ni un quejido. Aunque, por supuesto, estaba arriesgando su vida y la del bebé.
Después de trece horas en las que apenas había avanzado el parto, el doctor Frantz comenzó a dar órdenes. Permitió que Deborah permaneciera en el paritorio mientras él explicaba la situación. Si el feto nacía de nalgas, cabía la posibilidad de que el cuerpo del bebé pudiera salir a través de la pelvis de la madre, pero era probable que la cabeza se atascara a la altura de la barbilla. En ese caso, denominado «cabeza atrapada», existía una alta posibilidad de que el bebé sufriera daños. Cuando hubiera salido el cuerpo del bebé, el cordón umbilical dejaría de latir y se cortaría el suministro de oxígeno. Dado que aún tendría la cabeza dentro del cuerpo de la madre, el niño no podría respirar por sí solo. Si no intervenían de inmediato, probablemente el bebé nacería muerto.
A Deborah le quedó claro que sólo tenían una opción. Quería sacudir a Shelly hasta que le retumbara la cabeza, dado que la respuesta era tan obvia. Incluso Greg estaba a favor, y le rogó a Shelly que diera su consentimiento. Para aquel entonces, ella estaba demasiado agotada como para protestar. La prepararon para la cesárea y la llevaron en camilla hasta el paritorio. Patricia Lorraine Unruh nació el 14 de julio de 1963: dos kilos ochocientos, cincuenta y un centímetros y calva como un huevo. Greg y Shelly la llamaron Rain.
Deborah volvió a su casa y se tomó una bebida con mucho alcohol.
Shelly y la niña permanecieron tres días en el hospital. Greg pasó buena parte de ese tiempo a su lado, mientras que a Deborah le tocó aguantar a Shawn. Al principio, ante cualquier sugerencia de Deborah, el niño respondía repitiendo la doctrina que le había inculcado su madre, y recitando sus normas como si fueran dogmas de fe. Casi resultaba cómico escuchar las opiniones de Shelly en boca de un niño de seis años. Deborah no quiso entrar en discusiones y Shawn no tardó en compartir el almuerzo con ella. Juntos corrieron diversas aventuras: fueron al jardín botánico, a la playa y al Museo de Historia Natural. El niño no sólo era listo, sino que mostraba mucho interés en todo y aprendía rápido. Deborah cambió de opinión con respecto a Shawn y empezó a disfrutar de su compañía, especialmente desde que volvió a ir vestido. Tenía un sentido del humor muy especial, que Deborah no había sabido ver antes.
Shelly volvió a casa dolorida e incapacitada después de la cesárea, y Deborah le ofreció la habitación de invitados mientras se recuperaba. Shelly, aún débil, había bajado la guardia. Se instaló en la casa sin rechistar, mientras que Greg y Shawn permanecieron en el autobús escolar amarillo. Shelly se recluyó bajo las sábanas y pidió que corrieran las cortinas de la habitación. Parecía aquejada de una depresión posparto, pero Deborah no tardó en darse cuenta de que el problema era otro. Más que furiosa, Shelly se sentía humillada por haber tenido que tragarse el orgullo. La naturaleza la había traicionado y ahora no tenía nada de lo que alardear. ¿Cómo podía defender sus más férreas convicciones cuando no había conseguido parir de forma natural, pese a haberlo previsto tan llena de confianza? Su supuesto fracaso la había desmoralizado. Sin dogmas a los que aferrarse se sentía extrañamente abatida. Deborah se mantuvo al margen en todo momento. Quería tenderle una mano a Shelly, pero no se atrevía a hacerlo. Cualquier gesto por su parte revelaría una compasión que Shelly no estaba dispuesta a admitir.
El hecho de que Rain mostrara tan poco interés en mamar contribuyó al tenso alto el fuego. Shelly había amamantado a Shawn hasta los tres años y tenía mucha experiencia, pero Rain se negaba a cooperar. La niña agitaba la cabeza hacia delante y hacia atrás, y apenas rozaba el pezón con la boca. Cuando al final conseguía agarrarse al pecho, se ponía nerviosa, arqueaba la espalda y comenzaba a chillar y a agitar los puñitos con la cara muy roja. Al cabo de unos días, Shelly perdió la paciencia. A la primera señal de que algo no iba bien, le daba la niña a Deborah y volvía la cara hacia la pared. Rain pasó de gemir de vez en cuando a llorar continuamente. Deborah sabía que no comía lo suficiente, pero no estaba segura de qué hacer al respecto.
—¿Va todo bien? —preguntó Greg.
—Bastante bien. Hay algunos problemas por solucionar, pero no se trata de nada demasiado preocupante.
—¿Hay algo que pueda hacer yo?
—Mantén ocupado a Shawn, si te parece.
—Claro, ya me encargo yo —respondió él—. ¿Alguna sugerencia?
Deborah tuvo que morderse la lengua. Estaba desbordada y no podía perder el tiempo enseñándole a Greg cómo entretener a un niño.
—Te daré algo de dinero y puedes llevarlo al zoo.
—¿Ha dado su permiso Shelly? —preguntó Greg frunciendo el ceño.
—En este momento duerme. Estoy segura de que no le importará. También podríais ir a la piscina infantil que hay en la playa. A Shawn le gusta revolcarse en el agua como si fuera un hipopótamo. Allí hay siempre muchos niños, lo pasará muy bien.
Deborah telefoneó al doctor Erbe, un pediatra al que había conocido en un cóctel de bienvenida para recibir a los nuevos miembros del club de campo. Primero se disculpó, no queriendo abusar de su relación para pedirle consejo médico gratuito, y a continuación le explicó el problema lo más sucintamente posible. El doctor Erbe sugirió esperar un poco más antes de complementar las tomas con biberones. Puede que la niña acabara acostumbrándose a mamar y el problema se solucionara. Pero el llanto de Rain era incesante, y tan agudo como para volver loco a cualquiera.
Ahora que Shelly se encontraba en un estado psicológico tan vulnerable, Deborah temía que descargara su frustración en la niña. Finalmente decidió preparar 120 mililitros de leche maternizada y se la dio ella misma a Rain, quien se tomó todo el biberón antes de dormirse. A continuación Deborah la metió en la cuna, que habían trasladado al cuarto de costura situado al fondo del pasillo para que Shelly pudiera descansar sin interrupciones si Rain se agitaba mientras dormía. Deborah recordó cómo había aprendido a reconocer cualquier gemido de Greg cuando este era un bebé: al oír el más mínimo sonido procedente de la cuna ella corría de inmediato a su lado.
Deborah asomó la cabeza en el dormitorio de los invitados y vio que Shelly estaba despierta.
—Puedes intentar darle el pecho de nuevo cuando se despierte. El doctor Erbe dice que algunos bebés tardan un poco más en mamar bien.
—¡Me importa una mierda! —exclamó Shelly, y se dio la vuelta.
Deborah esperó un rato, y cuando resultó evidente que Shelly no iba a decir nada más, fue a la planta baja y lavó los platos del desayuno. Al cabo de veinte minutos, la niña empezó a llorar de nuevo. Deborah oyó que Shelly andaba ruidosamente por el pasillo, pateando el suelo con sus pies descalzos. Deborah soltó los cubiertos que estaba metiendo en el lavavajillas y subió las escaleras de dos en dos.
Vio a Shelly inclinada sobre la cuna.
—¡Maldita sea, cállate de una puta vez!
Estaba a punto de coger a la niña cuando Deborah se lo impidió.
—Yo me cuido de ella, tú descansa. Todo irá bien.
—¡Y tú qué sabes, joder! No te hagas la buena.
Deborah prefirió no responder. Shelly volvía a ser la de antes, y cualquier comentario sería recibido con hostilidad.
Shelly le dirigió una mirada furibunda y finalmente se dio la vuelta y se fue.
—Toda tuya, Deborah. Como te crees tan lista, encárgate tú.
Shelly volvió al dormitorio de los invitados y cerró la puerta.
Deborah cogió a la niña y se la llevó a la planta baja. Se sentó en el balancín, se puso un pañal de gasa en el hombro y colocó a la niña erguida contra su cuerpo, dándole palmaditas suavemente hasta que Rain eructó satisfecha. Entonces Rain se tranquilizó. Deborah continuó dándole palmaditas y se puso a tatarear hasta que la niña acabó durmiéndose. Se preguntó si debería volver a meterla en la cuna, pero decidió no hacerlo.
Aún con Rain en brazos, Deborah se dirigió al teléfono de pared de la cocina y llamó a Annabelle para ponerla al corriente de lo que estaba pasando.
—Necesito una cuna para poder tener a la niña en la planta baja conmigo durante el día. ¿Guardas aún la de Michael?
—Claro. Guardé todos los trastos de cuando era un bebé para quitármelos de encima más adelante. No quería hacerlo hasta estar segura de que no iba a tener más hijos. Deja que la saque y le quite el polvo. Estaré en tu casa en un santiamén.
—No llames al timbre, ven hasta la puerta de la cocina y te abriré allí.
Quince minutos después Annabelle aparcó en el camino de acceso al garaje. Michael iba sentado en su sillita junto a ella, mientras que David, Ryan y Diana ocupaban los asientos traseros. Annabelle sacó a los niños del coche, abrió la parte trasera de la ranchera y cogió la cuna por un extremo. Después condujo a los niños hasta la casa y todos se dirigieron a la parte de atrás. Deborah, que ya los esperaba, abrió la puerta antes de que Annabelle llamara y se llevó un dedo a los labios para pedir silencio.
—Muchísimas gracias —susurró.
—No hay de qué. ¿Puedo hacer algo más para ayudarte?
—No, ya no necesito nada más. Te llamaré más tarde. Eres un ángel.
Annabelle le sopló un beso y condujo a su prole de vuelta al coche, donde tardó unos minutos en conseguir que todos se acomodaran en sus asientos.
Deborah oyó cómo arrancaba el coche y vio fugazmente a Annabelle saliendo del camino de entrada. Mientras sostenía a la niña dormida en un brazo, con la mano que le quedaba libre llevó la cuna hasta el salón. Las gruesas cortinas y la moqueta amortiguarían el llanto de Rain si esta se despertaba. Y quizá, si conseguía descansar, Shelly se sentiría más capaz de cuidar de la niña. Annabelle no sólo le había sacado el polvo a la cuna, también había puesto una sabanita sobre el colchón y había colocado en un extremo un montón de mantas de franela para bebé. Deborah metió a Rain en la cuna, desplegó una de las mantas y la tapó. Eran mantas que Annabelle cosía a mano como regalo para los recién nacidos de sus amigas. También donaba mantas a la unidad neonatal de St. Terry, además de patucos y gorritos de punto, de modo que cada nueva madre, incluso las que no iban muy sobradas de dinero, tuviera alguna prenda de abrigo para que su hijo la llevara en casa.
Deborah volvió a los platos que había dejado a medio lavar, preocupada por el conflicto que se le venía encima. Nunca había entendido cómo alguien podía maltratar a un niño. Había leído algunos casos de bebés a los que sacudían hasta la muerte, o de bebés golpeados y asfixiados por padres que carecían de la paciencia o la madurez necesarias para calmar a sus hijos cuando estos lloraban a gritos. Incluso había leído que un joven padre cogió a su hijita por los pies y la estampó contra la pared. Ahora entendía que semejantes atrocidades podían ocurrir cuando algunos padres, incapaces de controlar su ira, acababan estallando. No pensaba dejar a Shelly a solas con la niña, pero sabía que esta decisión provocaría una lucha constante. Shelly detestaba que los demás se entrometieran en su vida, y no soportaba las insinuaciones de que no daba la talla. También detestaba que se preocuparan demasiado por ella y que la vieran como alguien necesitado, lo cual no dejaba demasiadas opciones.
A media tarde, Deborah llamó a la puerta de la habitación de invitados y luego abrió una rendija.
—¿Quieres comer algo? Te puedo hacer un bocadillo.
La negativa de Shelly apenas resultó audible.
Deborah no sabía qué más podía ofrecerle. Se preparó un bocadillo y se sentó en el salón a leer un libro mientras comía. Después le dio a Rain dos biberones más a intervalos de tres horas. Rain comenzaba a calmarse; sus periodos de sueño y de hambre eran cada vez más regulares.
Greg y Shawn llegaron a la hora de la cena, charlando animadamente sobre el zoo. Deborah había hecho una lasaña vegetariana y la sirvió con un cuenco de melocotón en almíbar y requesón, un postre que no solía preparar. Para su sorpresa, Shawn vació el plato y pidió repetir. Ahora que Shelly no estaba presente, el ambiente en la mesa era incluso agradable. Al no tener que escuchar una y otra vez los comentarios de su madre sobre la forma correcta de hacer las cosas, Shawn comía sin que fuera preciso amenazarlo o engatusarlo.
Después de cenar, Deborah limpió la cocina mientras Greg y Shawn permanecían sentados a la mesa jugando a Candy Land. A las ocho y media Greg se llevó a Shawn para acostarlo.
—¿Por qué no le llenas la bañera a Shawn antes de que se vaya a dormir? —preguntó Deborah—. He dejado un frasco de espuma de baño y un montón de toallas limpias en la caseta de la piscina.
Shawn dio un grito de alegría y salió de la habitación antes de que Greg se hubiera levantado. Bajó las escaleras saltando y trotó por el césped. Deborah besó a Greg en la mejilla antes de que su hijo se fuera. Al cabo de un momento vio que se encendían las luces en la caseta de la piscina y miró hacia el techo. Shelly seguía sin decir nada. Probablemente era demasiado orgullosa como para pedir algo, tras haberse mostrado tan obstinada y agresiva. Deborah dejó la lasaña en el horno. Sacó un plato, una servilleta y cubiertos y escribió una breve nota. Si Shelly bajaba a la cocina, podría servirse un plato y llevárselo a su habitación.
Entre tanto, Deborah colocó a Rain en el sofá y la rodeó de almohadones para evitar que se cayera mientras llevaba la cuna al dormitorio principal en el piso de arriba. Después bajó de nuevo para buscar a la niña, un biberón recién preparado y un montón de pañales, y se metió en su dormitorio procurando no hacer ruido. Más tarde se daría cuenta de cuán innecesarios habían sido tantos miramientos.
A la mañana siguiente Deborah vio que la puerta de la habitación de invitados estaba abierta. La cama estaba aún por hacer, y las escasas pertenencias que Shelly había traído a la casa habían desaparecido. Sorprendida, Deborah llevó a Rain a la planta baja y miró por la ventana de la cocina. El gran autobús escolar amarillo ya no estaba en el jardín.