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La dirección que Sutton me había dado era el número 2145 de Hermosa Street, en la zona oeste de la ciudad. El suyo era un barrio de apartamentos y viviendas unifamiliares, muchos de los cuales se alquilaban. Las casas solían ser pequeñas y sencillas, con fachadas de estuco y tejados asfálticos de escasa pendiente. Había bungalows de madera ocultos entre complejos de apartamentos de dos plantas carentes de interés arquitectónico. Varios árboles viejos se alzaban gigantescos sobre las parcelas de 400 metros cuadrados en las que habían sido plantados, lo cual indicaba falta de visión por parte de aquellos primeros propietarios. Al parecer, no cayeron en la cuenta de que después de cuarenta y cinco años de lluvia y sol californianos, un joven eucalipto rojo o una pícea de medio metro acabarían dominando el jardín delantero y empequeñecerían la modesta vivienda que supuestamente debían adornar.
Reduje la velocidad mientras comprobaba la progresión de los números de las casas en un tramo de apretujados chalets de una planta revestidos de tablas y listones. La fachada del número 2145 de Hermosa Street estaba pintada de amarillo chillón, y los marcos de las ventanas y las molduras destacaban por su color azul intenso. El efecto no era tan alegre como cabía esperar: los colores vivos no hacían sino resaltar la construcción barata y el mal estado de la vivienda. La ventana situada sobre el pequeño porche cubierto indicaba que había espacio habitable en el desván, el cual sería insoportablemente caluroso e irrespirable durante el verano y frío y húmedo el resto del año. A la derecha de las escaleras de madera del porche, un macizo de hortensias rosas tapaba una de las dos ventanas de la fachada. A la izquierda, las paletas espinosas de una chumbera, dispuestas en abanico, impedían el paso por el estrecho jardín lateral.
Encontré sitio para aparcar, cerré el coche con llave y me dirigí hacia la casa. Suelo cerrar el coche más por precaución que por seguridad, pero en esta zona era impensable no hacerlo. Hermosa Street acababa en el número 101, visible a través del único tramo de alambrada que no estaba cubierto de maleza. El tráfico de la autovía levantaba un viento arrasador, acompañado de un remolino de gases de combustión. La basura se amontonaba contra la alambrada, allí donde el flujo constante de coches que circulaban a toda velocidad había provocado un vacío. ¿Cómo había podido acabar en un barrio tan cochambroso como este un chico criado en Horton Ravine? La Academia Climping se jactaba de que clases enteras de sus alumnos iban a la universidad, pero no mencionaba lo que les sucedía después. Siempre había creído que estudiar en un colegio de alto nivel garantizaba un modo de vida de alto nivel, pero yo vivía mejor que este chico. Aquí había algo que no encajaba.
Tras subir las escaleras del porche y golpear con los nudillos en la mosquitera, me di la vuelta para continuar mi inspección visual mientras esperaba. Las dos casas que estaban justo enfrente de la de Sutton habían sido derribadas, y alguien había aprovechado las parcelas vacías para ofrecer aparcamiento por diez pavos a la semana. Esto denotaba un espíritu emprendedor, ya que aparcar junto al bordillo era gratis. Todas las casas que vi tenían rejas de hierro en las ventanas para disuadir a los ladrones, que probablemente poseían el suficiente sentido común como para irse a robar a las casas más caras de la ciudad.
Me volví al oír que se abría la puerta. Sutton estaba detrás de la mosquitera, vestido con la camisa y la corbata que había llevado el día anterior.
Sus ojos marrones transmitían el habitual e indescriptible abatimiento.
—Ah, hola. No esperaba verte tan pronto —dijo Sutton.
—Siento venir sin avisar, pero quiero que le eches un vistazo a algo.
—Estaba a punto de salir. Tengo hora con el médico.
—No tardaré mucho. Un minuto como máximo.
A modo de respuesta, Sutton abrió la mosquitera. Crucé el umbral y entré directamente en su sala de estar. A través de las hortensias de color rosa que crecían junto al cristal de la ventana se filtraba una luz tenue. El aire olía a beicon, café quemado, cerveza derramada, cigarrillos y pelo de perro. Un golden retriever se levantó con parsimonia para venir a recibirme, mientras golpeteaba con su larga cola un sillón tapizado. Era una habitación demasiado pequeña para un animal de ese tamaño. Los perros necesitan un jardín al que poder salir y un lugar a la sombra donde poder ovillarse y dormitar. Incluso puede que un perro cobrador también apreciara la oportunidad de ir a cobrar algo, como una pelota o un palo. Aunque nunca he tenido perro, eso al menos lo sabía.
Vi a una chica delgada como un palillo tumbada en el sofá. Llevaba pantalones cortos y una camiseta sin mangas que le transparentaba el sostén. Sus piernas desnudas reposaban sobre el brazo del sofá, lo que dejaba a la vista las ennegrecidas plantas de sus pies. Era mona, pese a su mohín de fastidio. Tenía el pelo largo y oscuro y los ojos maquillados con kohl. Llevaba unos pendientes muy vistosos, que relucían cuando movía la cabeza. Tenía a mano un cenicero lleno de colillas, pero, por suerte para mí, no fumaba en aquel momento. Sobre la mesita auxiliar había tres latas de cerveza, dos de ellas vacías y puestas de lado. La chica estiró la mano con gesto lánguido, alcanzó la tercera lata y dio un trago largo antes de volver a dejarla donde estaba. Vi una serie de marcas circulares superpuestas en la mesa que revelaban dónde había ido dejando la lata. Si contaba los círculos, podría recrear la línea del tiempo de su consumo alcohólico.
Sin mover un solo músculo de la cara, la chica chasqueó los dedos y el perro cruzó la habitación y se tumbó en el suelo a su lado. Miré a Sutton esperando que me la presentara, pero no lo hizo. Soy reacia a comentar los asuntos de un cliente delante de otra persona, especialmente cuando no me queda clara su relación. No estaba segura de lo que Sutton le habría contado a su amiga, o de cuánto podía revelar yo.
—Entonces, ¿qué ha pasado? —preguntó Sutton.
Miré a la chica.
—¿Prefieres hablar en el porche?
—Aquí está bien, no te preocupes por ella.
Abrí la solapa del bolso, saqué las páginas que había fotocopiado y se las di.
—Échales un vistazo y dime si encuentras al niño en cuya casa estuviste.
Sutton miró fijamente las fotografías, acercándoselas a la cara. Observé cómo dirigía la mirada de un rostro a otro.
—Es este —dijo señalando a uno de los niños.
Miré la foto por encima de su hombro.
—¿Cuál?
—Este. Ahora lo recuerdo.
Sutton señaló a un párvulo situado en medio de la fila superior. Tenía una mata de pelo negro, la barbilla metida y las orejas le sobresalían como las asas de una jarra.
—¿Estás seguro?
—Desde luego. Se llama Billie Kirkendall. No había pensado en él en muchos años. Su padre desfalcó un montón de dinero, pero aquello no salió a la luz hasta después de que la familia se hubiera ido de la ciudad. Se marcharon de la noche a la mañana. Fue un escándalo monumental. ¿Te ayuda esto en algo?
—Por supuesto. No será difícil encontrar la dirección, a menos que Kirkendall fuera su padre biológico y el matrimonio se divorciara. Si su madre volvió a casarse, no habría manera de saber quién era su padrastro.
—Boorman lo sabría. Las cosas así siempre se le han dado bien. Es el que organiza las reuniones de exalumnos. Aunque yo no he ido a ninguna —añadió apresuradamente. Luego se miró el reloj—. Tengo que salir corriendo. —Me mostró la foto—. ¿Puedo quedármela?
—Haré una copia para mi archivo y después te la daré.
Sutton me devolvió la fotografía y cogió las llaves de su coche. La chica del sofá nos miraba, pero Sutton no le dijo ni una palabra. Salí detrás de él y bajamos las escaleras juntos.
—Llámame cuando tengas un rato libre, iremos a casa de los Kirkendall —sugerí—. Quizá pueda encontrar el lugar del que me hablaste.
—Estaré en casa dentro de una hora y media. Entonces puedo llamarte al despacho.
—Muy bien. ¿Te importa si te pregunto quién es la chica que está en tu casa?
—Es Madaline. Antes era heroinómana, pero ahora está limpia. Necesitaba un sitio donde dormir.
—¿Y el perro?
—Es de Madaline. Se llama Goldie Hawn.
Nos despedimos intercambiando las cortesías de rigor. Sutton torció a la izquierda y se dirigió hasta donde había aparcado el coche, mientras que yo me fui en dirección contraria. Tras meterme en el Mustang, encendí el motor y esperé a que Sutton pasara con su coche antes de salir yo. Conducía un MG turquesa muy abollado, que se remontaba probablemente a sus años de instituto.
Ya en el centro, recorrí siete manzanas hasta Chapel, donde giré a la izquierda y conduje ocho manzanas más; luego crucé State Street y torcí a la derecha hasta Anaconda. Media manzana después llegué a la entrada del aparcamiento de la biblioteca pública. Esperé junto a la máquina a que el tíquet impreso con la hora se deslizara hasta mi mano, y luego subí tres niveles hasta que encontré una plaza libre. El ascensor era demasiado lento, por lo que preferí bajar por la escalera. Salí del parking, crucé el camino de acceso y entré en la biblioteca.
La sección de obras de consulta estaba justo enfrente. La moqueta era de un color rosa grisáceo, con un discreto estampado a base de puntitos verde cerceta. Las sillas estaban tapizadas del mismo tono. La luz irrumpía a través de seis ventanales en forma de arco. No había nadie en las mesas, salvo un hombre solitario que jugaba al ajedrez contra sí mismo. En la sección de obras de ficción, situada a mi izquierda, un auxiliar de biblioteca sacaba novelas de un carrito cargado de libros y las colocaba en las estanterías. Me acerqué a la mesa que tenía más cerca y colgué el bolso de una de las seis sillas vacías.
Las estanterías que cubrían la pared de mi derecha estaban repletas de guías telefónicas de numerosas ciudades californianas. La parte baja de las estanterías estaba reservada a los listines de distintas ciudades de todo el país. Busqué el directorio Polk, el Haines y las seis décadas de listines de Santa Teresa que ocupaban el estante de al lado.
Los directorios Polk y Haines ofrecen la posibilidad de descubrir el nombre, la dirección y la ocupación de cualquier persona o negocio en una zona determinada. Si el objetivo de la búsqueda es un negocio, también es posible determinar el número de empleados y las cifras de ventas que resulten relevantes. Si, como era mi caso, lo único que tienes es un nombre, suele ser posible encontrar la dirección de la persona en cuestión. Si todo lo que tienes es una dirección, puedes encontrar el nombre del ocupante de la vivienda. Si luego pasas a la guía de la ciudad, es posible comprobar la lista de residentes en un segundo listado alfabético de direcciones. Los números de las casas aparecen en orden secuencial y proporcionan el nombre y el teléfono del residente de cualquier dirección en particular. Aunque hay mucha información repetida, cada listín proporciona datos con los que reconstruir un rápido esbozo.
Saqué los directorios Polk y Haines de 1966, seleccioné tres guías de la ciudad —1965, 1966 y 1967— y lo llevé todo hasta la mesa. Puse el bolso en el suelo, saqué la silla y extraje un cuaderno y un bolígrafo del fondo del bolso. Sólo había una familia llamada Kirkendall: Keith (censor jurado de cuentas) y Margie (diseñadora gráfica) en el número 625 de Ramona Road. Anoté la dirección y añadí los nombres y los números de las casas de los vecinos de cada lado. Las viviendas de Horton Ravine están construidas en parcelas de una a cuatro hectáreas, o incluso más grandes. No hay aceras y las casas están apartadas de la calle. No podía imaginarme demasiadas visitas vecinales de una casa a otra, ni charlas a ambos lados de una valla lateral. Nunca había nadie sentado en los porches que se veían desde la calle. Supuse que la gente se relacionaría en la iglesia, en el club de campo o en las numerosas organizaciones cívicas de la ciudad.
Ya que buscaba todos esos datos, aproveché para averiguar también la antigua dirección de Michael Sutton en Via Ynez. Copié el número de la casa en mi cuaderno y luego volví a hojear el directorio Polk, donde encontré el antiguo número de teléfono. En 1967, el año en que raptaron a Mary Claire Fitzhugh, su familia vivía en Via Dulcinea. Con tal de no dejar cabos sueltos, busqué los nombres de los vecinos que vivían a ambos lados de su casa. Después de un lapso de veintiún años buena parte de la información que obtuviera estaría desfasada, pero tener los nombres a mano podría evitarme algún viaje. Busqué en el listín telefónico más reciente y anoté la única dirección que coincidía con la antigua.
Volví a poner en su sitio todos los directorios y bajé a la hemeroteca. Una vez allí, le pedí a la bibliotecaria ejemplares en microfilme del Santa Teresa Dispatch que cubrieran la fecha del rapto de Mary Claire Fitzhugh y los días posteriores. Quería repasar la cobertura mediática del delito antes de continuar investigando. Sutton me había proporcionado varios datos importantes, pero se había centrado en fechas concretas mientras que a mí me interesaba tener una visión más amplia de lo sucedido, incluyendo ciertos detalles que podrían habérsele pasado.
La bibliotecaria volvió con dos rollos de microfilme en sus respectivas cajas, fechados del 1 al 31 de julio de 1967 y del 1 al 31 de agosto de 1967. Me senté a una mesa cercana, puse en marcha el lector de microfilmes, introduje el rollo bajo la placa de cristal y sujeté el extremo en el rodillo. Pulsé el botón y vi pasar las páginas de los periódicos a una velocidad vertiginosa. Fui haciendo pausas de vez en cuando para comprobar la fecha en la parte superior de las páginas, y, cuando me acerqué al 19 de julio, fui más despacio y empecé a leer con detenimiento.
El rapto acaparó titulares por primera vez el domingo 23 de julio y siguió ocupando las primeras páginas durante los diez días posteriores, aunque la crónica era prácticamente la misma en cada nueva edición. Parecía evidente que el FBI había llevado un control estricto de la información que se publicaba, lo que obligaba a los periodistas a repetir una y otra vez los escasos datos conocidos. La historia, a grandes trazos, era tal y como me la había contado Sutton, aunque yo capté varios detalles que él no había mencionado. Mary Claire desapareció en la mañana del miércoles 19 de julio, pero el rapto no fue denunciado hasta cuatro días después. En aquel intervalo, que incluía todo el viernes y buena parte del sábado, la policía y el FBI tomaron cartas en el asunto y blindaron el caso, asegurándose de que no saliera a la luz ningún dato sobre el delito. No se ocultaron los acontecimientos que precedieron al rapto, pero apenas se proporcionó información a partir de entonces.
Empecé a tomar notas, en parte para distanciarme de los detalles específicos del caso. Pese a los escuetos quién, qué, dónde, cuándo y cómo del periodismo, la historia me oprimió el corazón. La sensación empeoró cuando vi la fotografía en blanco y negro de Mary Claire que aparecía en todos los artículos. La niña tenía una sonrisa contagiosa, y su mirada era tan directa que me dio la impresión de estar viendo su alma. Un flequillo rubio le cubría la frente, y le habían sujetado a ambos lados de la cabeza el resto del pelo con pasadores de plástico. Llevaba un vestido con volantes en la pechera, minúsculos botones de perla y mangas abombadas sobre unos brazos tan regordetes que te entraban ganas de besarlos. El fotógrafo le había dado un conejo de peluche para que lo sostuviera, así que la fotografía podría haberse sacado en la Semana Santa de aquel año.
Recordé haber leído sobre la desaparición en su día, pero entonces no capté la magnitud del delito. ¿Qué había hecho Mary Claire para merecer el daño que debieron de infligirle? No era preciso conocer a los Fitzhugh para saber que la adoraban, le reían todas las gracias y la abrazaban cuando una herida o una decepción la hacían llorar. Desvié la mirada a otra parte de la página a fin de evitar el rostro de la niña, pero luego volví a mirarlo. Esa fotografía era todo cuanto llegaría a conocer sobre ella, y no había manera de protegerme del dolor de su desaparición. Sus padres nunca recobrarían la tranquilidad aunque acabara descubriéndose el paradero definitivo de la niña. En cierto modo, no estaba segura de que sirviera de algo descubrirlo. La habían perdido para siempre. La vida de Mary Claire, tan corta, tuvo un abrupto final.
Me obligué a examinar detenidamente el relato de lo sucedido aquel día. Todo parecía de lo más normal. Los acontecimientos que condujeron a su desaparición no dejaban entrever ningún atisbo del horror que vendría después. Mary Claire había estado jugando en el columpio instalado en el jardín trasero de los Fitzhugh mientras su madre leía un libro sentada en el porche trasero. El único sonido audible aquel día de verano era el zumbido de un soplador de hojas en la casa de al lado. Una empresa de jardinería había enviado a un operario. Ella no lo vio llegar, pero podía oír cómo limpiaba el camino de acceso al garaje de las briznas del césped que acababa de segar. Entonces sonó el teléfono. La señora Fitzhugh dejó el libro, entró en la cocina y descolgó el teléfono de pared que había junto a la puerta del salón. La ubicación del teléfono le impedía ver a la niña, pero todo el jardín estaba vallado y no había ninguna razón para pensar que pudiera correr peligro.
El hombre que había llamado se presentó y afirmó ser un representante comercial que llevaba a cabo una breve encuesta. La señora Fitzhugh accedió a contestar algunas preguntas. Más tarde no conseguiría recordar el nombre del encuestador, ni tampoco el de su empresa. El hombre no mencionó el producto que estaba promocionando, pero sus preguntas versaban sobre el número de televisores que había en la casa, el número de horas que estaban encendidos y las preferencias televisivas de la familia. En total no transcurrieron más de cuatro minutos entre la hora en que la señora Fitzhugh contestó a la llamada y el momento en que el vendedor le dio las gracias y colgó.
Cuando volvió al porche, la señora Fitzhugh se fijó en que Mary Claire ya no estaba en el columpio. Recorrió el jardín con la mirada —el cajón de arena, la casa de muñecas, la piscina de plástico—, pero no vio a su hija en ninguna parte. Sorprendida, aunque no asustada, la señora Fitzhugh llamó a la niña, pero esta no respondió. Volvió a entrar en la casa, pensando que Mary Claire podría haber entrado a hurtadillas sin que ella la viera mientras centraba su atención en las preguntas de la encuesta. Cuando resultó evidente que Mary Claire no estaba en la casa, su madre regresó al jardín y recorrió todo el recinto, buscándola entre los arbustos que crecían junto a la valla posterior. Miró dentro de la casa de juguete, que estaba vacía, y luego siguió buscando alrededor de la casa. Llegó hasta la verja sin dejar de llamar a Mary Claire, cada vez más alarmada. Desesperada, fue corriendo hasta la casa de al lado y llamó a la puerta, pero no le respondió nadie.
La señora Fitzhugh regresó a su casa con la intención de telefonear a su marido y después a la policía. Mientras subía las escaleras de la parte posterior de la vivienda, se fijó en una nota que alguien habría dejado en la mesa auxiliar y que después había revoloteado hasta el suelo. El mensaje era breve y estaba escrito en letras mayúsculas. Los raptores decían que la niña se hallaba a salvo bajo su custodia, y que la devolverían ilesa a cambio de veinticinco mil dólares en metálico. Si los Fitzhugh intentaban ponerse en contacto con la policía o con el FBI, los raptores lo descubrirían y Mary Claire perdería la vida.
Todos esos detalles se hicieron públicos cuatro días después de que se hubieran llevado a la niña. Entre tanto, el FBI interrogó a los padres de Mary Claire, que se encontraban conmocionados por lo sucedido. Después de estallar la noticia también fueron interrogados diversos vecinos, amigos y conocidos de los Fitzhugh, muchos de ellos en más de una ocasión. El caso despertó interés a escala nacional por tratarse del rapto de la hija única de una adinerada pareja de Santa Teresa. Sin embargo, tras el primer aluvión de noticias, la cobertura informativa se volvió repetitiva, lo que indicaba que el FBI había cortado el flujo de información a los medios. No proporcionaron los apellidos de ningún agente del FBI, ni se hizo mención alguna a los agentes que investigaban a nivel local. El encargado de las relaciones con la comunidad del Departamento de Policía de Santa Teresa emitió algunos comunicados en los que aseguraba que la investigación seguía su curso, y que se estaba haciendo todo lo posible para identificar a los sospechosos y liberar a la niña.
Como suele suceder cuando se comete algún delito grave, ciertos detalles significativos se ocultaron al público para que los investigadores pudieran descartar a todos los chalados movidos por el afán de confesar. No hubo más referencias a sospechosos ni a otras personas relacionadas con el caso, aunque los policías debieron de peinar la zona para interrogar a todos los pedófilos y delincuentes sexuales fichados, así como a cualquiera cuyos antecedentes criminales les parecieran relevantes. El FBI recibió numerosos soplos de personas que habían visto a la niña en distintos puntos de todo el país. También se recibieron innumerables llamadas para informar acerca de conductas sospechosas por parte de desconocidos que no habían hecho ningún daño, y cuyas acciones eran del todo inocentes. Mary Claire Fitzhugh había caído en un agujero negro del que ya no iba a volver a salir.
A partir de entonces, los periódicos fueron publicando distintas versiones del mismo artículo año tras año con la esperanza de que surgiera alguna novedad en el caso. Se mencionaba a otras víctimas de secuestros, previendo la posibilidad de que alguien reconociera algún detalle y lo relacionara con otros datos desconocidos hasta entonces. Si Mary Claire había muerto, quizá su infortunio podría provocar una confesión en otro caso similar. Las perspectivas de hallar con vida a la niña eran mínimas. De hecho, se perdió toda esperanza tras las primeras veinticuatro horas sin noticias de ella. Al menos ahora entendí por qué Michael Sutton tenía tantas ganas de desentrañar el significado de lo que había visto. En cuanto a mí, sólo de pensar en lo que podía haberle sucedido a la niña se me rompía el corazón.