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Jueves por la mañana, 7 de abril de 1988

El jueves me levanté a las seis de la mañana y me puse las deportivas para mi sesión de jogging de cinco kilómetros. Me lavé los dientes, pero dejé que el húmedo aire matutino completara el resto de mi «toilette». Cuando hace calor, al correr me queda el pelo pegajoso, y cuando hace fresco, como aquel día, la neblina me lo deja hecho un asco de todos modos. En la playa, las únicas personas con las que me cruzo tienen un aspecto tan descuidado y ojeroso como el mío. Yo no salgo a correr porque sea bueno para la salud, ya que las ventajas son probablemente mínimas en el mejor de los casos. Corro (casi) a diario cinco kilómetros por vanidad, y porque me aporta serenidad. Veo a parejas que pasean o que corren mientras charlan, o a individuos solitarios con auriculares que escuchan Dios sabe qué. Ansío el silencio, que me permite organizar mis pensamientos.

Al volver a casa me duché, me vestí y cogí una manzana que me comí en el coche. Tenía pensado ir a la biblioteca a primera hora, pero pospuse el plan hasta después de visitar la Academia Climping. A las diez y trece minutos atravesé los dos pilares de piedra que señalan la entrada a Horton Ravine. Doblé por la primera calle a la izquierda y me metí en Via Beatriz, una estrecha carretera de dos carriles que serpenteaba por la colina hasta la academia, con vistas a un lago en el que desembocaba un manantial. El edificio principal había sido la antigua residencia de un inglés acaudalado llamado Albert Climping, que llegó a Santa Teresa tras retirarse en 1901. Antes de emigrar, Climping se había dedicado a la fabricación de válvulas de admisión y de flotadores para la cisterna del retrete, y, si bien amasó una gran fortuna, el origen de su dinero le impidió integrarse en la alta sociedad. En una fiesta de postín, ¿quién iba a querer conversar con el magnate de las válvulas para retretes?

Si Climping era consciente de que la fuente de su sustento le impedía codearse con la élite de Horton Ravine, en ningún momento dio muestras de ello. Compró un terreno montañoso de quince hectáreas que había permanecido sin urbanizar cerca de la entrada del barranco. La propiedad contaba con un manantial natural, pero la localización no se consideraba deseable porque estaba demasiado lejos del océano y demasiado cerca de la ciudad. Climping no permitió que estos inconvenientes lo desanimaran: mandó traer maquinaria pesada y excavó un estanque de contención del tamaño de un cráter para retener el agua del manantial que borbotaba desde la ladera. Tras crear el lago Climping, el magnate instaló una amplia red de tuberías que se entrecruzaban por toda su propiedad. Aplanó la cumbre de la colina más empinada, de las dos que había, y empezó a construir una casa solariega al estilo inglés, con establos, una capilla falsa, un granero y un enorme jardín de invierno. Todas las fachadas exteriores fueron revestidas con arenisca dorada importada de su Sussex natal. Los interiores contaban con pesadas vigas de aspecto muy antiguo, techos artesonados, ventanas de cuarterones y suntuosos tapices «del siglo XII» que mandó hacer en Japón. Si en aquella época hubiera existido un comité de evaluación arquitectónica, nunca le habrían permitido construir esa morada pseudomedieval, que tanto desentonaba en una zona conocida por sus casas de una planta de estilo español, construidas con adobe y tejas rojas.

Pese a sus orígenes humildes y a su falta de estudios, Albert Climping era un hombre inteligente y un lector voraz, dotado de un sorprendente conocimiento de la tierra. Desde lo alto de su propiedad se divisaba una panorámica increíble: Santa Teresa se extendía entre el océano Pacífico, al sur, y las montañas que se alzaban al norte. Durante los años de sequía, las tierras de Climping se mantuvieron siempre verdes, gracias a un sistema de irrigación que también le permitía mantener huertos y árboles frutales de los que alimentarse. Aunque su perspicacia resultaba indiscutible, sus humildes orígenes nunca dejaron de verse como un defecto irreparable. Si Climping pensaba que podría comprar el respeto de la gente adinerada, estaba muy equivocado. Las jóvenes casaderas estaban dispuestas a rechazar cualquier proposición amorosa que pudiera hacerles el inglés, pero Climping no tenía ninguna intención de congraciarse con ellas. Decepcionadas, muchas de ellas tuvieron que tragarse sus comentarios mordaces.

Durante los veinte años siguientes, Climping se dedicó a sus asuntos y agasajó tanto a dignatarios extranjeros como a políticos de Washington, hombres que apreciaban su visión comercial y su vivo sentido del humor. A su muerte, se fundó un colegio privado con dinero procedente de su patrimonio. La Academia Climping recibió una generosa aportación económica, y desde el día en que abrió sus puertas, las familias acomodadas de Horton Ravine acudieron en masa para matricular a sus hijos. A lo largo de los años, y con el beneplácito de la ciudad, se erigieron edificios adicionales revestidos de arenisca, todos con el mismo e imponente estilo arquitectónico que distinguía a la escuela de sus competidores y la situaba muy por encima de ellos.

Conduje hasta el patio reservado para vehículos y cubierto de gravilla, y encontré aparcamiento en una zona protegida por setos de boj. Cerré el coche con llave y me dirigí hacia la entrada, subí un tramo de escalones bajos de piedra y entré en el edificio principal. Si bien los elementos arquitectónicos suntuosos seguían estando a la vista, el interior había sido reformado y estaba decorado con elementos modernos. Hice una pausa para leer el ideario del colegio, que colgaba, enmarcado, junto a la entrada. Para respaldar sus afirmaciones de excelencia académica, el colegio se enorgullecía de que el cien por cien de los graduados de Climping fuera después a la universidad. Tuve que leer la frase dos veces. ¿El cien por cien? Mierda. Quizá si hubiera ido a Climp no habría echado a perder mis años formativos en el instituto fumando hierba con un grupo de tarambanas andrajosos.

Sonó un timbre y los alumnos empezaron a salir al pasillo. Me quedé allí de pie, viéndolos pasar en parejas y en tríos. La verdad es que los envidiaba, pero no pude evitar que mis antiguos prejuicios afloraran a la superficie. Siempre quise creer que los hijos de los ricos serían consentidos y presuntuosos, pero tengo que admitir que estaba equivocada. Todos esos chicos eran simpáticos y corteses, y vestían de un modo conservador: nada de chancletas, shorts vaqueros o camisetas con palabrotas impresas. Algunos incluso me sonrieron, y unos pocos me saludaron. Eran desconcertantemente agradables.

Por otra parte, ¿por qué no iban a ser agradables cuando navegaban por el mundo con el viento a favor? En la intimidad de sus hogares, es probable que tuvieran que enfrentarse a los mismos problemas que aquejaban al resto de la humanidad; los escándalos económicos, el alcoholismo, los divorcios y los chantajes sentimentales de sus padres los volvían tan vulnerables como a los hijos de las clases medias y de los pobres. El dinero no podía protegerlos de todos los infortunios de la existencia. Y, de nuevo por otra parte, cualesquiera que fueran sus problemas, tanto los heredados como los autoinfligidos, sus padres al menos podían permitirse los mejores médicos, los más prestigiosos abogados y los centros de rehabilitación más exclusivos.

Me dirigí a una alumna que pasaba por allí.

—Disculpa. ¿Me puedes decir dónde está la biblioteca?

Era una chica robusta, de complexión atlética y huesos grandes. Tenía el cabello oscuro, lacio y brillante, y lo llevaba recogido en un complicado moño a la altura de la nuca. Cuando sonrió, le brillaron los aparatos dentales.

—Claro. Voy en esa dirección.

—Gracias.

Recorrimos todo el pasillo y giramos a la derecha. Me dejó en el vestíbulo que había frente a la biblioteca y se dirigió a su siguiente clase.

La sala en la que entré debía de haber sido la biblioteca original de la mansión. Multitud de estanterías repletas de libros cubrían las paredes del suelo al techo, y una escalera con plataforma móvil reposaba contra una barandilla de latón. Los cristales de las vidrieras emplomadas tenían algunas imperfecciones que otorgaban un efecto tornasolado a las vistas exteriores. Vi dos grupos de alumnos sentados en sillas de cuero verde oscuro colocadas alrededor de varias mesas de refectorio. Los alumnos pasaban las páginas en silencio y escribían con sus bolígrafos.

La bibliotecaria estaba sentada frente a un escritorio situado bajo una de las ventanas. El letrero que tenía delante rezaba: LORI CAVALLERO, BIBLIOTECARIA JEFE. La señora Cavallero me miró con aire expectante. Dejó el bolígrafo sobre el escritorio, se levantó y cruzó la sala, caminando de puntillas para minimizar el ruido. Supuse que se acercaría a la cincuentena. El cabello, largo y oscuro, le caía descuidadamente alrededor del rostro. Tenía la boca enmarcada por dos profundas arrugas, y en el entrecejo se le había dibujado una débil V. Llevaba botas y un vestido largo de punto marrón, con las mangas arremangadas hasta los codos.

—¿Es usted la señora Cavallero?

—Sí —respondió con una sonrisa.

—Soy Kinsey —dije sonriendo a mi vez—. Me preguntaba si podría echarle un vistazo al anuario de 1967. Estoy intentando localizar a un antiguo amigo.

—Por supuesto. Guardamos los anuarios en la otra sala. ¿Quiere seguirme, por favor?

—Estupendo —contesté. No podía creer que otra de mis convicciones más profundas hubiera sufrido un descalabro. Ahora resultaba que los profesores y los empleados de la academia eran tan agradables como los chicos. ¿Cuál era el problema de Sutton?

La bibliotecaria se dirigió a una puerta que se encontraba a nuestra izquierda y me hizo pasar a la habitación contigua.

—Este era el despacho de Albert Climping —explicó. Hizo una pausa para permitirme admirar la habitación y sus muebles. El despacho, más pequeño que la biblioteca y de proporciones perfectas, tenía una escalera de caracol en una esquina. Conté veinte archivadores empotrados, y cada uno tenía un pequeño marco de latón en el que habían deslizado una tarjeta blanca, escrita con letra cursiva antigua. Supuse que los cajones anchos y poco profundos contenían o bien mapas o documentos pensados para ser guardados planos. Un gigantesco escritorio, colocado sobre una alfombra oriental en tonos marrones y azules apagados, ocupaba el centro de la habitación. En medio de la pared situada frente a la puerta había una gran chimenea de piedra con una impresionante repisa tallada. En la pared del fondo vi una segunda puerta de madera tallada que probablemente conducía al vestíbulo. La cuarta pared estaba revestida con paneles de caoba. En los espacios abiertos entre las estanterías colgaban retratos al óleo oscurecidos por el paso del tiempo. Supuse que se trataría de generaciones sucesivas de severos caballeros cristianos y sus sufridas esposas.

—¡Caramba! —exclamé con franqueza. A mi modo de ver, el objeto más interesante de la habitación era la fantástica fotocopiadora que acababa de descubrir detrás de la puerta.

—Los anuarios están en la estantería de abajo —indicó la señora Cavallero—. Si necesita algo más, estaré en la sala de al lado.

—Gracias.

La bibliotecaria entró en la sala más grande y cerró la puerta.

Y así, sin más, tuve acceso a información que creí que requeriría una orden judicial del Senado del estado de California. Dejé el bolso cerca de la fotocopiadora y me dirigí a las estanterías donde se alineaban los anuarios. Encontré la edición de 1967 y me puse a hojearla mientras pulsaba el botón de encendido y esperaba a que la máquina se calentara. Las primeras veinticinco páginas estaban dedicadas a los alumnos que se graduaban aquel año: retratos en color de media página con una columna de texto junto a cada fotografía, en la que se indicaba un sinfín de premios, honores, cargos e intereses. Los alumnos más jóvenes ocupaban las siguientes quince páginas, con fotografías más pequeñas en bloques de cuatro.

Salté hasta las últimas páginas y allí encontré las clases de primaria, que abarcaban desde el parvulario hasta cuarto curso. Había tres secciones por curso, y quince alumnos por sección. Las niñas llevaban suaves jerséis de cuadros rojos y grises sobre blusas blancas. Los niños vestían pantalones oscuros y camisas blancas con chalecos rojos de punto. Para cuando esos niños llegaran a la escuela secundaria los uniformes habrían desaparecido, pero el aspecto saludable permanecería.

Fui pasando las páginas hasta encontrar a los párvulos y comprobé los nombres escritos en letra pequeña bajo cada fotografía. Michael Sutton estaba en la primera fila del tercer grupo, el segundo por la derecha. Tenía los ojos grandes y castaños, y su mirada parecía ansiosa incluso entonces. La mayoría de sus compañeros eran mucho más altos que él. Su maestra se llamaba Louise Sudbury. Busqué a los otros dos Michaels, Boorman y Trautwein. Michael Boorman era rubio y exhibía una sonrisa bobalicona a la que le faltaban los dos incisivos. Michael Trautwein era robusto, con la cara redonda y la cabeza cubierta de rizos oscuros. Todos los alumnos llevaban zapatos que parecían cómicamente grandes en comparación con sus huesudas piernecitas de niños de seis años.

La fotocopiadora no era vieja, pero sí lenta. Con todo, desde que llegué a la biblioteca y regresé al aparcamiento con las fotocopias en la mano no transcurrieron más de quince minutos. No podía creer lo afortunada que había sido. Las cosas no solían irme así de bien, lo cual tendría que haberme dado una pista de lo que estaba por venir.