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Deborah Unruh

Abril de 1963

Deborah Unruh detestó a la chica nada más verla. Su hijo Greg había abandonado los estudios en Berkeley durante el segundo curso, tras afirmar que las clases le parecían irrelevantes. Desde entonces, Greg había estado viajando en autoestop por todo el país. Sólo llamaba a sus padres cuando andaba mal de fondos y necesitaba que le enviaran un giro a la oficina más cercana de la Western Union. La última vez que Deborah y Patrick lo vieron fue el otoño anterior, pero ahora había reaparecido sin previo aviso conduciendo un gran autobús escolar amarillo acompañado de una chica llamada Shelly.

Shelly tenía el rostro demacrado, una mata de cabello oscuro muy enredado, los ojos grandes y de color avellana y cejas apenas visibles. Llevaba los ojos muy maquillados, un jersey de cuello alto negro y una larga falda zíngara, con el dobladillo desgarrado y sucio de tanto arrastrarlo por el suelo. Cuando no iba descalza, se ponía leotardos negros y unas zapatillas de deporte raídas. Tenía un hijo pequeño de seis años llamado Shawn, y no tardó en decirle a Deborah que el niño no era hijo de Greg. Cuando Deborah cometió el error de preguntarle por su exmarido, Shelly le contestó que nunca se había casado, y que no tenía ni idea de quién podría ser el padre del niño. Su tono daba a entender que sólo a los burgueses más reprimidos podía importarles un concepto tan pasado de moda como la paternidad.

Deborah pasó por alto el comentario sin decir nada, pero la chica, con su actitud insolente, se ganó de inmediato su antipatía. Greg dio por sentado que sus padres los acogerían, y no ofreció ninguna explicación de por qué habían venido o de cuánto tiempo pensaban quedarse. Deborah les ofreció la habitación de invitados, pero Greg y Shelly rechazaron la oferta. Preferían dormir en el autobús, que habían aparcado detrás del garaje.

El vehículo era poco más que un chasis. Habían retirado todos los asientos y lo habían equipado con camas, sillas, una mesa baja y un hornillo de camping, aunque Shelly no movía un dedo a la hora de cocinar. Guardaban alimentos enlatados y desecados en una caja de botellas de leche, y usaban cajas de cartón para todo lo demás. Shawn dormía en un futón ajado colocado detrás del asiento del conductor, mientras que Greg y Shelly tenían un colchón de matrimonio en la parte trasera del autobús. Entre las dos camas habían colgado una colcha con estampado indio para tener cierta privacidad. El autobús estaba aparcado lo suficientemente cerca de la caseta de la piscina como para permitirles usar el retrete y la ducha que allí había, aunque no parecía que ninguno de ellos se bañara, o esa impresión le daba a Deborah.

No llevaban en la casa ni cinco minutos cuando el niño se desvistió y empezó a corretear desnudo, pero Deborah optó por no decir nada. Shelly ya había empezado a pontificar sobre la belleza del cuerpo humano, del que nadie tendría que avergonzarse. Deborah estaba horrorizada. Cuando salió de casa para ir a la universidad, Greg era un chico limpio y educado, y ahí estaba de nuevo, defendiendo a esa fulana advenediza cuyos valores la asqueaban.

Deborah se excusó a la primera oportunidad que se le presentó, subió hasta el dormitorio principal y llamó a su marido en Los Ángeles. Patrick era fabricante de ropa deportiva y permanecía de martes por la mañana a viernes al mediodía en su fábrica de Downey. Deborah no quería que viniera a casa a pasar el fin de semana sin haberle contado antes lo que sucedía. Patrick escuchó con paciencia y desconcierto su descripción de Shelly. Se mostró comprensivo, pero Deborah se dio cuenta de que su marido creía que exageraba.

—Luego no me digas que no te he avisado —dijo.

La reacción de Patrick al conocer a Shelly fue tan visceral como la de su esposa. Patrick era más analítico que Deborah y menos intuitivo, pero la chica le provocó el mismo rechazo. Patrick era un hombre de cuarenta y ocho años con el pelo hirsuto y entrecano, cortado muy corto y ondulado sobre las orejas, donde lo llevaba un poco más largo. Tenía los ojos castaños y las cejas de un gris desvaído. Era daltónico, por lo que Deborah le elegía la ropa. Su atuendo diario consistía en pantalones chinos y americanas de sport que Deborah compraba en una gama de marrones y grises. Solía llevar camisas blancas muy bien planchadas, con el primer botón desabrochado porque, salvo en ocasiones formales, se negaba a llevar corbata. Era delgado, y se mantenía en forma corriendo unos ocho kilómetros cuando estaba en casa los fines de semana. Deborah, cuatro años más joven que su marido, llevaba el pelo teñido de rubio dorado para cubrir las canas. Al igual que Patrick, era esbelta y tenía los ojos castaños. Hacían muy buena pareja: parecían un anuncio de cómo envejecer bien. Jugaban juntos al golf los fines de semana, y de vez en cuando algún partido de tenis de dobles en el club de campo.

Patrick toleró a «los del autobús», como se refería a ellos, durante tres días, y ya estaba a punto de decirles que se fueran cuando Greg anunció que Shelly estaba embarazada de cinco meses y que el parto sería a principios de agosto, por lo que necesitaban un lugar donde vivir. Durante un momento, Deborah se preguntó si su hijo les había dicho la verdad. Shelly era muy menuda, tan delgada y huesuda que costaba imaginársela dando a luz a un bebé de nueve meses. Deborah la estudió discretamente. La chica había perdido cintura, pero esa era la única indicación de que estaba embarazada. Ninguno de los dos parecía avergonzado de su estado, y no mencionaron la posibilidad de casarse.

Shelly aprovechó la ocasión para manifestar su opinión sobre los partos. No creía en los médicos ni en los hospitales. El parto era un proceso natural que no requería la intervención de la medicina occidental, dominada por hombres blancos ricos cuyo único objetivo era socavar la confianza de las mujeres en su propio cuerpo e impedirles controlar libremente lo que les estaba sucediendo.

Aquella noche, Patrick y Deborah tuvieron su primera pelea en muchos años.

—No podemos pedirles que se vayan —dijo Deborah—. Ya has oído a Greg. No tienen ningún otro sitio adónde ir.

—Me importa un carajo. Él se ha metido en esto, así que es problema suyo solucionarlo. ¿Qué demonios le pasa? Esta chica es idiota y no pienso aguantarla tanto si está embarazada como si no lo está. ¿Se ha vuelto loco?

Deborah le indicó por señas que hablara más bajo, pese a que Greg, Shelly y el niño estaban en el autobús.

—¿Eres consciente de que, si la echamos, él también se irá?

—Muy bien. Cuanto antes mejor.

—Tendrá el niño en un maizal.

—Si eso es lo que quiere, adelante. Se va a llevar un buen chasco. Espera a que empiece a dilatar, y entonces ya veremos si sigue hablando de lo maravillosos que son los partos naturales.

—Ya ha tenido un hijo. No veo cómo podría suponer una gran sorpresa para ella.

Deborah dejó que Patrick siguiera despotricando hasta cansarse, pero acabó saliéndose con la suya. Shelly le repelía tanto como a él, pero este sería su primer (y quizás único) nieto. ¿De qué serviría manifestar su indignación y su decepción? No cambiaría nada en absoluto.

Pasaron dos semanas antes de que Deborah tuviera ocasión de hablar a solas con su hijo. Había estado trabajando en la cocina, preparando un plato de berenjenas a la parmesana que probablemente nadie comería. Shelly era vegetariana. En un principio, Deborah se había ofrecido a hacer un estofado de atún, tras recordar lo mucho que le gustaba a Greg cuando era niño.

Shawn se relamió, se frotó la barriga y dijo:

—¡Mmm…, qué bueno!

Shelly le puso la mano en el hombro a modo de recriminación.

—No, gracias. No nos parece bien que una criatura viva tenga que morir para que nosotros podamos alimentarnos.

Nada más salir ambos de la cocina, Deborah repitió en voz alta el comentario de Shelly, imitándola. ¡Menuda moralina de pacotilla! Afortunadamente, cultivaban berenjenas japonesas en el huerto. Deborah salió a recoger media docena, que después cortó en rodajas, saló y puso a escurrir.

Dado que Patrick estaba fuera de casa la mayor parte de la semana, Deborah se había acostumbrado a cocinar para ella sola y tuvo que devanarse los sesos para pensar en comidas vegetarianas por deferencia a la postura moral de Shelly. Espolvoreó queso rallado sobre la cazuela y la metió en la nevera hasta que llegara la hora de ponerla en el horno. Tras lavarse las manos, miró por la ventana de la cocina y vio a Greg y a Shawn en el jardín trasero. Dio unos golpecitos en el cristal con los nudillos y luego los saludó con la mano. Al cabo de unos segundos la puerta trasera se abrió y ambos entraron en la cocina.

—Esta tarde nos ha exiliado. Shelly está cansada y necesita echar la siesta —explicó Greg.

—Me gusta tener compañía. Siéntate —indicó Deborah.

Greg no tenía ni idea de cómo entretener a Shawn. Cada vez que Shelly lo dejaba a cargo del niño, Greg solía traerlo a la casa para que Deborah le proporcionara papel y lápices de colores, o el juego de construcción Tinkertoy que guardaba en el desván desde que Greg tenía la edad de Shawn.

Deborah llevaba días queriendo hablar con su hijo, y ahora que se le había presentado la oportunidad no estaba segura de cómo abordar el tema. Le daba la impresión de que apenas lo conocía. Greg era un chico alto, delgado y de cabello claro, muy parecido a su padre de joven. De pequeño había sido un niño bondadoso y de carácter dócil. Sacaba sobresalientes en todas las asignaturas, pese a que no tenía facilidad para los estudios. Como se esforzaba tanto, Deborah creía que sus logros tendrían una gran importancia para él, aunque puede que sólo sacara buenas notas para complacer a sus padres. Mientras vivió en casa, antes de ir a la universidad, no dio nunca muestras de rebeldía. Detestaba los enfrentamientos, y nada en su comportamiento hacía sospechar que estuviera desencantado con el tipo de vida que sus padres le habían proporcionado.

Shelly supuso toda una revelación. Evidentemente, esa chica encarnaba actitudes que Greg había estado albergando durante años sin saber cómo expresarlas. O sin atreverse a hacerlo. Al traerla a casa les estaba enviando un mensaje: «Esto es lo que quiero y lo que admiro». A Deborah sólo le quedaba esperar que su hijo se percatara de lo desencaminado que iba. Había intentado aceptar a Shelly, al menos por su hijo, pero todo en ella le repugnaba.

Shelly opinaba lo mismo sobre Deborah, por supuesto. Era lo bastante lista como para evitar a Patrick, consciente de que el padre de Greg era un adversario al que no convenía enfrentarse. Shelly desdeñaba el modo de vida de los Unruh, y no se esforzaba en absoluto en ocultar su animadversión. Para Deborah, el tacto y los buenos modales constituían el contrapeso que mantenía el equilibrio de las relaciones sociales. Para Shelly, mostrarse brusca y desagradable equivalía a ser una persona auténtica. Sin la barrera de la cortesía mutua, Deborah no sabía cómo comportarse, y, aunque detestara admitirlo, Shelly le daba miedo.

Greg abrió la nevera y encontró un recipiente con restos de espaguetis con albóndigas, que empezó a comer fríos.

—Tengo hambre —dijo Shawn al verlo.

—¿Y qué hay del queso Velveeta? —preguntó Deborah lanzándole una rápida mirada a Greg. Él era el responsable de imponer las leyes de Shelly sobre la comida cuando su novia no estaba presente. Deborah ya no se molestaba en descifrar las normas de Shelly, que eran arbitrarias, variables e innegociables. Greg se encogió de hombros en señal de aprobación, así que Deborah abrió el paquete de Velveeta y le dio una loncha a Shawn. El niño se fue al salón, enfrascado en cortar trozos de queso y metérselos en la boca como si fuera un polluelo. No le permitían ver la tele, por lo que Deborah esperaba que encontrara la manera de entretenerse sin meterse en problemas.

Deborah llenó el fregadero de agua jabonosa y metió los cuencos y los cubiertos sucios antes de sentarse a la mesa. Sabía que Greg no quería mantener una charla íntima, pero lo había acorralado y su hijo parecía resignado a su suerte.

—He estado pensando en Shelly, y me he dado cuenta de que no sé nada de su familia. ¿De dónde es?

—De Los Ángeles. Tustin o Irvine, no lo recuerdo bien —respondió Greg—. Su familia la repudió cuando se quedó embarazada de Shawn a los quince años.

—Es una lástima. Debe de haber sido muy difícil para ella.

—Qué va. No se llevaban bien de todos modos, así que no fue para tanto. Dice que son unos cerdos y unos estirados de mierda.

—Entiendo. —Deborah vaciló un instante antes de entrar en materia—. No estoy segura de que este sea el mejor momento para sacar el tema, pero tu padre y yo tenemos curiosidad por saber cuáles son tus planes. Me preguntaba si querrías comentar la situación.

—No especialmente. ¿Planes de qué?

—Dábamos por sentado que estarías buscando trabajo.

Deborah oyó las risitas de Shawn, y al volverse lo vio atravesar el salón desnudo de arriba abajo. El niño entró como una exhalación en la cocina sin el menor atisbo de vergüenza, chillando y saltando para llamar la atención. Deborah se lo quedó mirando con frialdad cuando les enseñó el trasero y lo meneó antes de irse dando saltos. Oyó retumbar sus pies descalzos mientras Shawn pasaba corriendo por el comedor, la cocina y el recibidor, para volver de nuevo al salón. Obviamente, Greg había aprendido a no oír los chillidos del niño, que Shelly, como cabía esperar, alentaba en aras de la libertad de expresión.

—¿Un trabajo haciendo qué?

—Has de mantener a tu familia. Como mínimo, deberías tener ingresos y un sitio decente en el que vivir.

—¿Qué tiene de malo el autobús? Así estamos bien. A menos que nos niegues el sitio para aparcar.

—Claro que no os vamos a negar el sitio para aparcar, no seas tonto. Lo único que digo es que, una vez haya nacido el bebé, no podéis seguir viviendo como vagabundos.

—Shelly no quiere atarse a ninguna parte. Le gusta viajar de un sitio a otro. Muchos de nuestros amigos hacen lo mismo, y nos parece genial. Hay que dejarse llevar por la corriente.

—¿Y qué harás para conseguir dinero? Criar a un bebé sale caro. No hace falta que te lo diga, ¿no te parece?

—Mamá, ¿quieres cortar el rollo de una vez? Tengo veintiún años. No necesito tus consejos. Ya nos ocuparemos nosotros, ¿vale?

Deborah hizo caso omiso del comentario y volvió a intentarlo de nuevo.

—¿Al menos podrías darnos una idea de cuánto tiempo os pensáis quedar?

—¿Por qué? ¿Queréis que nos vayamos?

Shawn entró de puntillas en la habitación, con los andares exagerados de un personaje de dibujos animados. Deborah lo observó acercarse sigilosamente a Greg con los brazos extendidos y las manos en forma de garras. El niño soltó un rugido y le dio un manotazo. Greg también se puso a gruñir e intentó atraparlo. Shawn soltó una carcajada mientras corría hacia el comedor.

—¡A que no me pillas! ¡A que no me pillas!

Shawn se detuvo e hizo una mueca metiéndose los dedos en las orejas, y luego volvió a chillar. Deborah no podía soportarlo.

—¿Por qué tienes tantas ganas de discutir? —le preguntó a su hijo—. Antes no eras así. Estoy intentando hacerme una idea de vuestras intenciones, si no es mucho pedir.

—¿Y quién dice que debería tener intenciones?

—Está bien. No tienes ni planes ni intenciones. Nosotros sí. Estamos dispuestos a dejaros vivir aquí hasta que nazca el bebé, pero no os podéis quedar de forma permanente.

—¿Quieres dejarlo de una vez? He dicho que nos ocuparemos del asunto, y eso es lo que haremos.

Deborah lo miró fijamente, sorprendida por su negativa a enfrentarse a la realidad. Hasta ahora no se había dado cuenta de lo inmaduro que era. Greg no tenía ni idea del lío en el que se había metido. Había adoptado el punto de vista de Shelly, pero sin planteárselo siquiera. Puede que estuviera repitiendo como un loro todo lo que oía, al igual que hiciera en sus años escolares.

—No entiendo qué le ves —dijo Deborah.

—Shelly es una tipa genial. Es un espíritu libre. No está obsesionada por las posesiones materiales.

—Como nosotros. ¿Es eso lo que quieres decir?

—Mamá, no tienes que ponerte siempre tan a la defensiva. No he dicho eso. ¿Acaso lo he dicho?

—Nos habéis estado mirando por encima del hombro desde que vinisteis. Shelly nos desprecia.

—Eso no es cierto.

—Claro que lo es. ¿Por qué no lo admites?

—Vosotros la despreciáis a ella, ¿por qué no admites tú eso? Fíjate en cómo sois. Papá trabaja para que tú compres sin parar con el dinero que gana. Sus empleados se las arreglan como pueden con el salario mínimo, y él se queda con los beneficios. ¿Te sientes orgullosa de eso?

—Sí, muy orgullosa. ¿Y por qué no? Tu padre ha trabajado mucho para llegar hasta donde ha llegado. Proporciona empleo y beneficios a cientos de personas que le tienen mucho aprecio. La mayoría lleva con él más de quince años, así que no deben de sentirse tan oprimidos.

—Joder, ¿has hablado alguna vez con esos tipos? ¿Tienes idea de cómo son sus vidas? Os dais palmaditas en la espalda por vuestras buenas obras, pero ¿y eso de qué sirve? Tú y las estiradas de tus amigas organizáis «almuerzos benéficos» y recaudáis una miseria para cualquier causa tonta de la que os hayáis encaprichado. ¿Cómo va a cambiar eso las cosas? Ninguna se juega nada, vosotras estáis a salvo. Vais por ahí dándooslas de buenas, pero ni se os ocurriría ensuciaros las manos con los problemas reales que hay en el mundo.

—Yo que tú no juzgaría tan rápido. Hablas de estar a salvo y de dárselas de bueno, cuando te lo hemos servido todo en bandeja. Echaste a perder tus estudios y ahora estás jugando a papás y a mamas y te crees muy adulto, a pesar de que no te has responsabilizado en ningún momento ni de ti, ni de Shelly ni de ese pobre hijo suyo. ¿Qué has hecho para creerte tan superior?

—Te diré lo que hemos hecho. Somos activistas pro derechos civiles. No lo sabías, ¿verdad? Eso es porque nunca te has preocupado de preguntarnos sobre nuestras creencias. Participamos en la marcha de apoyo a los Viajes por la Libertad, para poner fin a la segregación racial en terminales de autobuses, aseos y fuentes de los estados del Sur…

Deborah lo miró desconcertada.

—¿Fuisteis a Washington?

—Bueno, en realidad no fuimos hasta allí. Hubo una manifestación en San Francisco. Éramos cientos de manifestantes. Tú y papá sois como ovejas. Lo aceptáis todo con tal de evitaros problemas. Nunca habéis defendido nada…

Deborah tuvo que reprimir un destello de ira.

—Cuidado con lo que dices, Greg. Tu palabrería política no tiene nada que ver con el tema del que estamos hablando ahora, así que no enmarañes las cosas. Nos has soltado una bomba, y hacemos lo que podemos para adaptarnos a la situación. Tú y Shelly no tenéis derecho a aprovecharos de nosotros, ni a insultarnos.

Shawn irrumpió de nuevo en la cocina, corriendo a toda velocidad. Deborah alargó el brazo y lo cogió por el hombro.

—Escúchame bien. ¡Deja de correr! No puedes chillar de esta manera mientras Greg y yo estamos hablando.

Shawn se detuvo en seco. No estaba acostumbrado a las reprimendas. Primero miró a Deborah y luego a Greg. Hizo un puchero y se echó a llorar, emitiendo un berrido tan profundo que al principio no se oyó sonido alguno. Se cogió el pene en busca de consuelo, quizá consciente por primera vez de lo vulnerable que era sin ropa. Deborah ni siquiera podía soportar mirarlo. Cuando vio que las lágrimas no surtían efecto, el niño se puso a gritar.

—¡Te odio! Quiero que venga mi mamá. ¡Quiero que venga mi mamá!

Deborah esperó a que se le pasara la rabieta, pero Shawn subió el volumen de sus gritos.

—Eh, eh, eh —dijo Greg haciendo todo lo posible para calmarlo, e intentó razonar con él mientras Shawn se tiraba al suelo de la cocina. El niño quedó tendido de espaldas y comenzó a dar patadas al aire, una de las cuales alcanzó a Deborah en el tobillo.

—¡Mierda! —exclamó ella. Ahora el moretón le duraría un mes.

Shelly apareció en la puerta con expresión ofendida. Tenía la cara hinchada y llevaba el pelo enmarañado porque se acababa de despertar. Nada más mirar a Shawn se volvió hacia Deborah.

—¿Qué le has hecho? No tienes ningún derecho a tratarlo así. ¿Cómo te atreves a ponerle la mano encima a mi hijo? No voy a permitir que te metas con mis métodos de disciplina.

—¿Qué disciplina, Shelly? —preguntó Deborah adoptando un tono agradable—. Lo único que he hecho es decirle que dejara de correr y de chillar como un loco mientras Greg y yo estábamos en medio de una conversación. Es una norma básica de cortesía, aunque ya sé que algo tan burgués no te parecerá bien.

—¡Hija de puta!

Shelly cogió a Shawn en brazos, se dio la vuelta y lo sacó apresuradamente de la habitación, como si lo estuviera salvando de una agresión. Deborah dirigió una gélida mirada a Greg, retándolo a ponerse de parte de Shelly.

—Por Dios, mamá. Mira lo que has hecho ahora. —Greg sacudió la cabeza con gesto ofendido, se levantó y salió de la casa.

Durante al menos una hora, Deborah oyó a Shelly gritar y llorar en el autobús. Todo eran acusaciones y recriminaciones. Deborah se inclinó hacia delante y reposó la mejilla sobre la fría mesa de la cocina. Dios santo, ¿cómo iba a soportar los cuatro meses siguientes?