2

El correo llegó mientras charlaba con Sutton. Al acompañarlo hasta la puerta, me detuve para recoger las cartas que el cartero había metido por la ranura. Cuando Sutton se fue al banco, volví a mi despacho y comencé a separar y clasificar el montón de cartas nada más sentarme frente al escritorio. Publicidad, factura, otra factura, publicidad, factura. En medio del montón había un sobre cuadrado de papel de pergamino con mi nombre y dirección en letra caligrafiada: «Señora Kinsey Millhone», escrito con muchas florituras, la mar de finolis. El matasellos era de Lompoc, California, y en el centro de la solapa posterior llevaba impreso el remite. Aunque en el remite sólo se indicaba una dirección, supe enseguida que se trataría de algún miembro de la familia Kinsey, uno de los muchos parientes de cuya existencia me enteré por primera vez hará unos cuatro años. Hasta aquel giro inesperado de los acontecimientos, siempre me había enorgullecido de mi condición de loba solitaria. La orfandad tenía una ventaja: explicaba (al menos a mi modo de entender) mis dificultades para establecer vínculos estrechos con otros miembros de mi especie.

Sólo con mirar el sobre ya me imaginé lo que habría en su interior: una invitación a un bautizo, a una boda o a un cóctel. Alguna celebración formal anunciada mediante una tarjeta cara con membrete en relieve. Cualquiera que fuera la ocasión, o bien me informaban o bien me invitaban a un acontecimiento que me importaba un carajo. Puedo ponerme muy sentimental algunas veces, pero esta no era una de ellas. Tiré el sobre encima del escritorio y luego lo pensé mejor y lo eché a la papelera, que ya estaba llena hasta los topes.

Alcancé el teléfono y marqué el número de Cheney Phillips en el Departamento de Policía de Santa Teresa.

—¿Adivinas quién soy? —pregunté al oír la voz de Cheney.

—Hola, Kinsey. ¿Cómo te va?

—Acabo de hablar con Michael Sutton y he pensado que sería mejor ponerme en contacto contigo antes de seguir adelante. ¿Qué opinión te merece?

—Ni idea. Su historia sonaba lo bastante descabellada como para ser cierta. ¿Qué impresión te dio a ti?

—No sabría decirte. Estoy dispuesta a creer que vio a dos tipos cavando un agujero, pero dudo mucho que eso pueda tener algo que ver con Mary Claire Fitzhugh. Sutton dice que las fechas concuerdan porque contrastó sus recuerdos con los artículos del periódico, pero eso no demuestra nada. Aunque ambos sucesos se hubieran producido al mismo tiempo, eso no significa que estuvieran relacionados.

—Estoy de acuerdo, pero sus recuerdos eran tan específicos que poco menos que me convenció.

—A mí también. Al menos en parte —dije—. ¿Has tenido alguna oportunidad de echarle un vistazo al expediente del caso?

—Eso es imposible. Se lo he preguntado al jefe y dice que las notas sobre el caso son secretas. Cuando intervinieron los del FBI, guardaron todos los papeles bajo siete llaves.

—¿Incluso después de tanto tiempo? Han pasado veinte años.

—Veintiuno, para ser exactos, y la respuesta es que sí. Ya sabes cómo son estas cosas. Se trata de un caso federal, y el expediente aún no está cerrado. Si se filtra algún detalle, cualquier payaso que no se haya tomado la medicación puede venir al Departamento y autoinculparse.

Oí un ruido en la calle que me resultó familiar.

—Espera un momento.

Tapé el teléfono con la mano y pude escuchar el chirrido hidráulico del camión de la basura, que se acercaba desde el otro extremo de la manzana. ¡Mierda! Era el día de recogida. La semana anterior me había olvidado de sacar la basura y ahora las papeleras estaban a rebosar.

—Tengo que irme. Te llamaré más tarde.

Vaya con Dios[1].

Colgué a toda prisa y me dirigí a la cocina, donde saqué una bolsa de plástico de una caja de cartón que había debajo del fregadero. Vacié rápidamente las papeleras —cocina, baño y despacho— sacudiendo la basura en el interior de la bolsa de plástico hasta que estuvo llena a reventar. Luego salí disparada por la puerta trasera, eché la bolsa en el cubo de la basura y lo empujé rodando por el pasaje que discurre paralelo a mi bungalow. Cuando llegué a la calle, el camión de la basura estaba aparcado junto al bordillo con el motor en marcha y conseguí interceptar al basurero antes de que volviera a subirse al camión. Se detuvo el tiempo suficiente como para permitirme añadir mi contribución al botín del día. Cuando el camión arrancaba, le envié un beso y me recompensó saludándome con la mano.

Volví a mi escritorio felicitándome por el trabajo bien hecho. Nada da más impresión de desorden que una habitación con la papelera llena. Tras sentarme en la silla giratoria, bajé la vista y vi el sobre de papel de pergamino: al parecer no había acabado en la bolsa de plástico y ahora estaba en el suelo. Me agaché, lo cogí y me lo quedé mirando. ¿Qué demonios estaba pasando? En lugar de ir camino del vertedero municipal, el maldito sobre seguía ahí. No soy supersticiosa por naturaleza, pero el sobre, unido al comentario de Michael Sutton sobre su distanciamiento familiar, me llevó a pensar en toda una serie de asuntos que preferiría olvidar.

Sabía de sobra lo traicioneros y frágiles que podían ser los vínculos familiares. Mi madre había sido la mayor de las cinco hijas que tuvieron mis abuelos Kinsey y Cornelia Straith LaGrand, a la que todos llamaban Grand. Mis padres fueron expulsados del seno de la familia después de que mi madre conociera a mi padre y se fugara con él al cabo de cuatro meses. Mi madre tenía entonces dieciocho años y venía de una familia adinerada, aunque algo provinciana. Mi padre, Randy Millhone, había cumplido los treinta y tres y era cartero. En retrospectiva, resulta difícil decir qué era peor a ojos de Grand: la edad provecta de mi padre o su ocupación. Para Grand, al parecer, los funcionarios públicos eran igual de indeseables que los delincuentes reincidentes como posible pareja para su queridísima primogénita. Rita Cynthia Kinsey le echó el ojo a su futuro marido por primera vez en su fiesta de puesta de largo, donde mi padre trabajó como camarero en sustitución de un amigo propietario de la empresa de catering. La boda provocó una brecha en la familia que nunca llegó a cerrarse. De las cuatro hermanas, la única que se puso del lado de mi madre fue mi tía Gin, la cual acabaría criándome después de morir mis padres en un accidente de coche cuando yo tenía cinco años.

Cualquiera pensaría que me habría alegrado descubrir la existencia de parientes cercanos, pero la verdad es que me cabreé. Estaba convencida de que sabían de mi existencia desde hacía años, y que ni siquiera se habían preocupado de buscarme. Yo ya había cumplido los treinta y cuatro cuando iniciaron los primeros acercamientos y consideré aquellos veintinueve años de silencio como una prueba de su completa indiferencia, de la que culpé a Grand. En realidad, no tenía nada en contra de mis tías ni de mis primos. Los había metido en el mismo saco que a Grand porque así todo era más sencillo. Admito que no era justo, pero condenarlos a todos en bloque me producía cierta satisfacción moral. Durante los últimos dos o tres años había intentado modificar mi actitud sin demasiado empeño, pero la verdad es que no había funcionado. Soy tauro. Soy terca por naturaleza, y cuando me emperró en algo no hay quien me haga cambiar de opinión. Metí la invitación en el bolso. Ya me ocuparía más tarde de ese asunto.

Sutton volvió al cabo de veinte minutos con cinco billetes nuevecitos de cien dólares, por los que le extendí un recibo. Cuando se fue, metí el dinero en la caja fuerte de mi despacho. Ya que iba a dedicar el jueves al caso de Sutton, me senté y escribí el borrador de uno de los informes que les hacía a mis clientes, y que estaba en mi lista de tareas pendientes, pensando que al menos podría quitarme algo de trabajo de encima. Cuando acabé ya eran casi las dos, por lo que decidí cerrar el despacho. Esta es una de las razones por las que trabajo por cuenta propia: puedo hacer lo que me viene en gana sin tener que consultárselo a nadie.

A continuación rescaté el coche del aparcamiento semilegal que había encontrado antes. Mi despacho se halla en una estrecha bocacalle de apenas una manzana de casas. En casi todas las manzanas de los alrededores hay letreros de prohibido aparcar, lo que significa que tengo que ingeniármelas para meter el Mustang en cualquier recoveco disponible. Seguro que acabarán poniéndome una multa, pero de momento me he librado.

Conduje hasta casa bordeando la playa, y en pocos minutos mi estado de ánimo mejoró. La primavera en Santa Teresa se caracteriza por ser muy soleada a primera hora de la mañana, aunque el cielo no tarda en cubrirse de nubes densas. La bruma marina, conocida como «penumbra de junio», suele durar desde finales de mayo hasta principios de agosto, pero eso está cambiando últimamente. Acabábamos de entrar en abril y las nubes bajas ya ocultaban las islas costeras. Las aves marinas revoloteaban bajo la niebla, mientras que los barcos de vela, virando para salir del puerto, desaparecían entre la bruma. La ausencia de luz solar confería a la marea el color del peltre bruñido. La corriente había arrastrado hasta la orilla largas cintas de laminaria. Aspiré la esencia salada de la arena húmeda y de las praderas marinas. Al pasar por el embarcadero de madera, los coches retumbaban como truenos lejanos. Aún no había empezado la temporada turística, por lo que el tráfico era fluido y muchos de los hoteles de la playa seguían anunciando habitaciones libres.

Torcí a la izquierda desde Cabana hasta Bay y a la izquierda de nuevo hasta Albanil. Encontré un espacio frente a mi apartamento y allí aparqué. Apagué el motor, cerré el coche con llave y crucé la calle. Al llegar a mi edificio atravesé la chirriante verja que hace las veces de timbre y de alarma contra robos.

Henry Pitts, mi casero, estaba en el jardín trasero. Iba descalzo y llevaba camiseta y pantalones cortos. Había colocado una escalera de mano cerca de la casa y estaba limpiando con una manguera los canalones del tejado, donde una capa asquerosa de hojas mojadas se había ido acumulando durante el invierno. La última vez que diluvió caían chorritos de agua sobre el porche que está frente a la cocina, empapando a cualquiera que se atreviera a entrar o a salir de la casa.

Crucé el jardín y me quedé allí de pie un rato, observando cómo trabajaba Henry. El día se estaba poniendo frío, y me asombró su empeño en retozar por ahí tan ligero de ropa.

—Vas a coger una pulmonía.

Henry había cumplido los ochenta y ocho el día de San Valentín, y aunque es recio como un poste, los años no pasan en balde.

—No lo creo. El frío lo conserva casi todo, así que, ¿por qué no iba a conservarme a mí?

—Supongo que tienes razón.

El agua de la manguera estaba creando una pared de lluvia artificial, y me aparté para no mojarme. Henry dirigió la manguera hacia otro lado y regó sin darse cuenta los arbustos de su vecino.

—Hoy has vuelto temprano —comentó.

—Me he tomado la tarde libre, o lo que queda de la tarde.

—¿Un día duro?

Hice un gesto con la mano para indicar que así, así.

—Ha venido un tipo a mi despacho y me ha pagado por un día de trabajo. Nada más aceptar me he dado cuenta de que estaba haciendo una tontería.

—¿Un trabajo difícil?

—Más inútil que difícil. Me dio quinientos dólares en efectivo. ¿Qué puedo decir? Me sedujo.

—¿De qué se trata el encargo?

—Es bastante complicado.

—Ah, estupendo. Me gusta que te planteen retos. Casi he acabado con esto. ¿Por qué no vienes a tomar una copa de vino y me pones al día?

—Me gusta el plan. Hay otro tema pendiente, así también podremos comentarlo.

—Quizá debieras quedarte a cenar, para que no tengamos que ir con prisas. He hecho pan de maíz y una cazuela de estofado de ternera. Si vienes a las cinco y media, me dará tiempo de ducharme y cambiarme de ropa antes.

—Perfecto. Nos vemos dentro de un rato.

Henry es la única persona viva a la que le hablaría de un cliente, además, quizá, de su hermana Nell, que cumplirá los noventa y nueve en diciembre. Sus hermanos, Charlie, Lewis y William, tienen noventa y seis, noventa y uno y noventa, respectivamente, y siguen en plena forma. Cualquier afirmación sobre la delicada salud de los ancianos no va con ellos.

Entré en mi estudio y dejé el bolso sobre un taburete de la cocina. Fui a la sala de estar y encendí un par de lámparas para alegrar la habitación. Luego subí por la escalera de caracol hasta el altillo que hace las veces de dormitorio, me senté en el borde de la cama y me quité las botas. Casi siempre llevo ropa informal para trabajar: vaqueros, un jersey de cuello alto y botas o zapatillas de deporte. A veces me pongo una chaqueta de tweed si me da por ir más arreglada. Aunque no me niegue a ponérmelas, las faldas y las medias nunca son mi primera elección. Tengo un vestido que, por suerte, se adapta a casi todas las ocasiones: negro, de una tela tan resistente a las arrugas que si lo enrollara y lo guardara en el bolso, ni se notaría la diferencia al ponérmelo.

Al volver a casa después de trabajar, la ropa me molesta y me muero de ganas de desnudarme. Me quité los vaqueros y los colgué en un perchero. Luego me quité la camisa y la tiré sobre la barandilla de la escalera. Cuando estuviera en la planta baja, la cogería y la añadiría a las prendas que esperaban en la lavadora. Entre tanto, me puse un chándal limpio y las zapatillas de andar por casa, alegrándome, como siempre, de que Henry y yo no tengamos ninguna necesidad de impresionarnos mutuamente. Por lo que a mí respecta, Henry es perfecto, y sospecho que él diría lo mismo de mí.

He sido su inquilina durante los últimos ocho años. Tiempo atrás, mi estudio había sido un garaje con cabida para un solo coche. Cuando decidió que necesitaba más espacio para alojar su ranchera y su inmaculado cupé de cinco ventanillas de 1932, Henry convirtió el garaje en el apartamento donde ahora vivo yo. Una desafortunada explosión destrozó mi estudio hace seis años, así que Henry volvió a diseñar el plano y añadió media planta más sobre la cocina. En la planta baja tengo el salón, con un escritorio y un sofá cama donde pueden dormir los invitados que se quedan a pasar la noche. La pequeña cocina, al estilo barco, está añadida al salón. También hay un baño y una lavadora-secadora oculta bajo la escalera de caracol. El apartamento recuerda el interior de un barco pequeño, con mucha madera pulida de teca y de roble, un ojo de buey en la puerta de la entrada y sillas de capitán de color azul marino. El nuevo altillo tiene, además de una cama doble, armarios empotrados y un segundo baño que permite ver a través de los árboles una pequeña porción del océano Pacífico. Henry mandó instalar una claraboya de plexiglás sobre mi cama, así que al despertarme veo qué tiempo nos ha llegado durante la noche.

Entre el estudio y la casa de Henry hay un pasillo acristalado en el que Henry deja fermentar las hogazas de pan, usando para ello una cuna balancín untada de mantequilla a modo de enorme cuenco. Antes de jubilarse se ganaba la vida como panadero, y aún no puede resistirse al suave tacto de la masa recién amasada.

A las cinco y veintinueve cogí el bolso, crucé el patio enlosado y llamé al cristal de la puerta trasera de Henry. Casi siempre la deja abierta, pero tenemos el acuerdo tácito de respetar la privacidad mutua. A menos que mi apartamento estuviera en llamas, ni se le ocurriría entrar sin permiso. Miré a través del cristal y vi a Henry de pie junto al fregadero, echando un largo chorro de detergente líquido al agua caliente. Henry dio tres pasos hacia un lado para poder abrir la puerta y después retomó su tarea. Vi numerosos cubiertos de plata sin abrillantar dispuestos sobre la encimera, junto a un rollo de papel de aluminio y una toalla limpia. Henry había colocado una olla de ocho litros sobre el fogón, y el agua acababa de empezar a hervir. En el fondo de la cacerola había un trozo de papel de aluminio arrugado. Observé cómo añadía un cuarto de taza de bicarbonato y después introducía los cubiertos en el agua borbollante.

—¡Mmm, qué bueno! Una olla llena de sopa de cubiertos.

Henry sonrió.

—Cuando he sacado la cubertería del estuche, me he dado cuenta de que casi todos los cubiertos estaban por abrillantar. Fíjate en esto.

Miré detenidamente el agua hirviendo y observé cómo el aluminio se volvía negro, mientras que todos los tenedores, cuchillos y cucharas recobraban el brillo.

—¿Y hervirlos no los estropea?

—Hay quien piensa que sí, pero cada vez que pules un objeto de plata, retiras una fina capa de óxido. Estos son de la marca Towle, por cierto. Del diseño «Cascada». Heredé una cubertería para dieciocho comensales de una tía soltera que murió en 1933. Este diseño ya no se fabrica, pero rebuscando en mercadillos a veces encuentro alguna pieza.

—¿Qué celebramos?

—Las cuberterías de plata se tienen que usar. No sé por qué no se me había ocurrido antes. Aportan elegancia a una comida, aunque comamos en un sitio como este. —Henry removió los cubiertos con unas tenazas, asegurándose de que todas las piezas estuvieran completamente sumergidas—. He metido en la nevera una botella abierta de Chardonnay para ti.

—Gracias. ¿Vas a beber tú también una copa con la cena?

—Tan pronto como acabe con esto.

Henry hizo una pausa para tomar un trago del Black Jack con hielo que constituye su tónico habitual al atardecer. Saqué el Chardonnay de la nevera y dos copas del armario de la cocina, y me llené la mía hasta la mitad. Henry, entre tanto, usaba las tenazas para sacar los cubiertos de la olla y meterlos en el fregadero lleno de agua jabonosa. Después de un aclarado rápido, fue colocando los cubiertos recién abrillantados sobre un paño. Saqué un segundo paño de un cajón y sequé los cubiertos. Luego puse platos para dos en la mesa de la cocina, donde Henry había colocado servilletas de tela recién planchadas y manteles individuales.

Pospusimos nuestra conversación sobre mi trabajo hasta después de habernos comido dos raciones de estofado de ternera cada uno. Henry desmigó el pan de maíz en su estofado, pero yo preferí comérmelo aparte, con mantequilla y mermelada de fresa casera. ¡Cómo no voy a querer a este hombre! Cuando acabamos de comer, Henry metió los platos y los cubiertos en el fregadero y volvió a la mesa.

Después de que se sentara, le ofrecí la versión resumida —al más puro estilo Reader’s Digest— de la historia que Michael Sutton me había contado a mí.

—No sé dónde habré oído el nombre… ¿Te suena de algo? —pregunté.

—Así de pronto no. ¿Sabes a qué se dedica su padre?

—No. Ya ha muerto. Sutton me contó que tanto su padre como su madre murieron. Tiene dos hermanos y una hermana, pero no se habla con ellos. No me explicó por qué, y yo no se lo pregunté.

—Puede que su padre fuera el mismo Sutton que trabajaba en el ayuntamiento. Hará unos diez años de eso.

—La verdad es que no lo sé. Sospecho que acabaré recordando de qué me suena, si es que me suena de algo.

—Entre tanto, ¿tienes algún plan?

—Estoy rumiando algunas posibilidades. Quiero ver qué dicen los periódicos sobre la hija de los Fitzhugh. Puede que Sutton haya olvidado algún detalle relevante, o que haya adornado lo que tendría que haber dejado tal y como estaba.

—¿No confías en él?

—No es eso. Me preocupa que esté mezclando dos sucesos distintos. Sí que creo que vio a los dos tipos cavando un agujero, pero cuestiono que lo que estuvieran haciendo guarde relación con la desaparición de Mary Claire. Sutton dice que las fechas concuerdan, aunque eso no prueba nada.

—Supongo que el tiempo dirá. ¿Y qué es la otra cosa?

—¿Qué otra cosa?

—Me dijiste que tenías que hablarme de otro asunto.

—Ah, eso.

Me incliné hacia la silla en la que había dejado el bolso, saqué el sobre aún por abrir y se lo pasé a Henry.

—No me atrevo a abrirlo. He pensado que podrías echarle un vistazo y decirme de qué se trata.

Henry se puso las gafas de lectura y estudió el anverso y el reverso del sobre, tal y como había hecho yo. Deslizó un dedo bajo la solapa, la levantó y luego extrajo una tarjeta envuelta en papel de seda. En su interior había una tarjeta más pequeña con su correspondiente sobre para que el destinatario pudiera responder.

—Dice lo siguiente: «La Rectoría. Ceremonia de inauguración y de colocación de la primera piedra, para celebrar el traslado de la casa familiar de los Kinsey a su nuevo emplazamiento en…, bla, bla, bla. Veintiocho de mayo de 1988». Creo que es el sábado del fin de semana del día de los Caídos. A las cuatro de la tarde. Después, cóctel y cena en el club de campo. Muy agradable. —Henry le dio la vuelta a la invitación para que yo pudiera leerla—. Una gran celebración familiar —dijo—. No pone que se tenga que ir de etiqueta, lo que es un alivio. —A continuación, Henry echó mano de la tarjeta más pequeña y del sobre prefranqueado—. Agradecerían una respuesta antes del uno de mayo. No podría ser más fácil. El sobre ya está franqueado, así que ni siquiera tendrás que gastar en sellos. Bueno, ¿qué te parece?

—Esto no se va a acabar nunca, ¿verdad? —pregunté—. ¿Por qué siguen acosándome? Es como si una bandada de patitos me picoteara hasta matarme.

Henry se bajó las gafas de lectura hasta la punta de la nariz y me miró por encima de la montura.

—Dos contactos al año no es ningún «acoso». Se trata de una invitación a una fiesta, no es como si alguien hubiera dejado un zurullo de perro en el asiento delantero de tu coche.

—Casi no conozco a esa gente.

—Y no los conocerás nunca si continúas evitándolos.

—He tratado con Tasha y no me cae mal del todo —admití a regañadientes—. Y a la tía Susanna le tengo cariño. Es la que me dio la fotografía de mi madre y luego me envió el álbum de fotos de la familia. Admito que eso me emocionó. Te diré lo que me preocupa: ¿te parece que al ponerme tan terca me estoy fastidiando a mí misma? ¿Cómo lo llaman: tirar piedras contra tu propio tejado? Me refiero a que casi todas las familias quieren mantener el contacto. Yo no. ¿Me hace eso peor persona?

—En absoluto. Tú eres independiente, prefieres estar sola.

—Es cierto, y estoy bastante segura de que muchos lo consideran un problema de salud mental.

—¿Por qué no lo consultas con la almohada? Puede que lo veas de otra forma cuando te despiertes.