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Miércoles por la tarde, 6 de abril de 1988
Una de las cosas que más me fascinan de la vida es que, de vez en cuando, el pasado reaparece y se manifiesta en el presente. Después, la secuencia de acontecimientos parece inevitable, pero sólo porque causa y efecto se han alineado con antelación. Se parece a un dibujo formado con fichas de dominó colocadas en hilera sobre una mesa. Al darle un golpecito con el dedo, la primera ficha cae sobre la segunda, y esta a su vez cae sobre la tercera y desencadena un desmoronamiento sin fin: cada ficha derriba a la que tiene detrás, y así hasta que han caído todas. A veces el ímpetu surge por puro azar, aunque yo no creo en los accidentes. El destino hilvana elementos que, a primera vista, parecen no guardar relación alguna. La estructura no comienza a vislumbrarse hasta que aflora la verdad, y es entonces cuando todo encaja.
Ahora viene lo más curioso: durante los diez años que llevo ejerciendo como investigadora privada, este ha sido el primer caso que he conseguido resolver sin cruzarme con los malos. Salvo al final, por supuesto.
Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada y tengo 37 años, pero cumpliré 38 dentro de un mes. Tras haberme casado y divorciado dos veces, ahora estoy felizmente soltera y espero seguir así de por vida. De momento no he tenido hijos, y no espero tenerlos: no sólo envejecen mis óvulos, sino que a mi reloj biológico se le acabó la cuerda hace mucho. Supongo que la vida siempre puede depararme alguna sorpresita, pero mejor no tentar a la suerte.
Trabajo sola en un bungalow alquilado en Santa Teresa, California, una ciudad de alrededor de 85.000 almas que generan los suficientes delitos como para dar trabajo al Departamento de Policía de Santa Teresa, al Departamento del Sheriff del Condado, a la Patrulla de Carreteras de California y a alrededor de veinticinco investigadores privados, entre los que me cuento. Las películas y las series de la tele podrían haceros creer que el trabajo de un detective privado es peligroso, pero nada está más lejos de la realidad. Salvo en las escasas ocasiones en las que alguien intenta matarme, por supuesto: entonces no sabéis cómo me alegro de haber pagado todas las primas de mi seguro de enfermedad. Dejando a un lado las amenazas de muerte, el trabajo consiste principalmente en investigar, y requiere intuición, tenacidad e ingenio. La mayoría de clientes llega a mi despacho porque alguien me ha recomendado, y los encargos abarcan desde comprobar antecedentes a entregar citaciones judiciales, pasando por un sinfín de tareas más. Mi despacho se halla en una calle poco transitada y raras veces llega un cliente sin previo aviso, así que cuando oí que llamaban a la puerta del antedespacho me levanté y asomé la cabeza para ver quién era.
A través del cristal vi a un hombre joven que señalaba el pomo de la puerta. Al parecer, cuando volví de comer, había bloqueado el pestillo.
—Perdone, al entrar debo de haber cerrado sin darme cuenta —dije mientras le abría la puerta.
—¿Usted es la señora Millhone?
—Sí.
—Michael Sutton —dijo, tendiéndome la mano—. ¿Tiene tiempo para hablar ahora?
Nos dimos la mano.
—Claro. ¿Le apetece un café?
—No, gracias.
Lo hice pasar al interior de mi despacho mientras evaluaba su aspecto en una serie de tomas rápidas. Delgado. Pelo castaño lacio y brillante, largo sobre la frente y más corto a la altura de las orejas. Ojos marrones de mirada solemne y tez tan fina como la de un bebé. Parecía bastante pijo: náuticos sin calcetines, pantalones chinos con la raya muy bien planchada y una camisa blanca de manga corta, que llevaba con corbata. Tenía el cuerpo de un niño: caderas y hombros estrechos y brazos largos de piel suave. Parecía lo suficientemente joven como para que le pidieran la identificación si intentaba comprar alcohol. No podía imaginar qué tipo de problema le habría hecho recurrir a mis servicios.
Volví a mi silla giratoria y él se sentó en la silla que había al otro lado del escritorio. Le eché un vistazo al calendario, preguntándome si habría concertado una cita que luego había olvidado por completo.
Me vio mirar el calendario y dijo:
—El inspector Phillips me dio su nombre y su dirección en comisaría. Tendría que haberla llamado antes, pero su despacho me quedaba cerca. Espero no causarle ninguna molestia.
—En absoluto —respondí—. Me llamo Kinsey, puedes tutearme si te parece bien. ¿Prefieres Michael o Mike?
—La mayoría de la gente me llama Sutton. En mi clase de párvulos había otros dos Michaels, así que la maestra nos llamaba por el apellido para diferenciarnos. Boorman, Sutton y Trautwein, como en un bufete de abogados. Aún somos amigos.
—¿A qué colegio fuiste?
—A Climp.
—¡Ah! —exclamé. Tendría que haberlo adivinado.
La Academia Climping es un colegio privado de Horton Ravine para alumnos de entre 4 y 18 años. La matrícula de los renacuajos cuesta doce mil dólares, y va aumentando de forma progresiva para los alumnos de cursos superiores. No sé cuál es el tope, pero probablemente podrías pagarte una carrera en una universidad decente por el mismo precio. Todos los alumnos y exalumnos llamaban «Climp» al centro, como si usar el nombre completo fuera algo taaaan innecesario. Mientras lo observaba, me pregunté si mi origen proletario le resultaba tan obvio como lo era para mí su pertenencia a la clase alta.
Intercambiamos cuatro naderías mientras esperaba a que me explicara para qué había venido. La ventaja de las citas concertadas de antemano estriba en que empiezo la primera reunión con cierta idea de lo que el cliente potencial tiene en mente. A los reacios a revelar sus problemas personales ante un desconocido suele parecerles más fácil hacerlo por teléfono, pero en esta ocasión supuse que tendríamos que dar varios rodeos antes de que el chico me expusiera su problema, cualquiera que fuera.
Michael me preguntó cuánto tiempo llevaba trabajando como investigadora privada, una pregunta que suelen hacerme en los cócteles (las pocas veces que me invitan a uno). Es una táctica para entablar conversación que no me gusta demasiado, pero de todos modos le hice un resumen de mi historial laboral. Me salté los dos semestres desaprovechados en la universidad y empecé por mi graduación en la academia de policía. Luego pasé a los dos años en los que trabajé para el Departamento de Policía de Santa Teresa, hasta que me di cuenta de lo poco que me iba la vida de uniforme. Continué con una breve explicación de mi posterior formación en la agencia de detectives de Ben Byrd y Morley Shine, dos investigadores privados que me ayudaron a obtener la licencia profesional. Desde entonces he sufrido bastantes altibajos, pero le ahorré los detalles, ya que sólo me lo había preguntado para ganar tiempo.
—¿Y qué hay de ti? ¿Has nacido en California?
—Sí. Crecí en Horton Ravine. Mi familia vivió en Via Ynez hasta que fui a la universidad. He vivido en un par de sitios más, pero ahora vuelvo a estar por esta zona.
—¿Aún tienes familia aquí?
Su vacilación era una de esas señales casi imperceptibles que nos indican que alguien está sopesando cómo responder.
—Mis padres han muerto. Tengo dos hermanos mayores, ambos casados y con dos niños cada uno, y una hermana mayor que está divorciada. No me llevo bien con ninguno de ellos desde hace años.
No comenté nada al respecto: el distanciamiento familiar era un tema que me tocaba más de cerca de lo que estaba dispuesta a admitir.
—¿De qué conoces a Cheney Phillips?
—No lo conozco. Fui a la comisaría para hablar con algún inspector, y casualmente él no estaba ocupado en aquel momento. Cuando le expliqué mi problema, me dijo que quizá tú podrías ayudarme.
—Bueno, esperemos que así sea —respondí—. Cheney es un buen tipo. Lo conozco desde hace años. —Entonces me callé y dejé que el silencio invadiera la habitación, una estratagema sumamente útil para hacer hablar a tu interlocutor.
Sutton se tocó el nudo de la corbata.
—Sé que estás ocupada, así que iré al grano. Espero que tengas paciencia. Puede que la historia te parezca muy rara.
—Las historias raras son las mejores, así que dispara —lo animé.
Michael Sutton bajó la vista mientras hablaba, y de vez en cuando me miraba a los ojos para asegurarse de que lo seguía.
—No sé si lo habrás leído, pero hará un par de semanas salió un artículo en el periódico sobre raptos famosos: Marión Parker, la niña de doce años raptada en 1927; el hijo del aviador Lindbergh en 1932; otro niño, llamado Etan Patz. No suelo leer cosas así, pero me llamó la atención un caso que sucedió en esta ciudad…
—Te refieres al rapto de Mary Claire Fitzhugh en 1967.
—¿La recuerdas?
—Claro. La raptaron justo después de acabar yo el bachillerato. Era una niñita de cuatro años, se la llevaron de casa de sus padres en Horton Ravine. Los Fitzhugh aceptaron pagar el rescate, pero los raptores no recogieron el dinero y nadie volvió a ver a la niña.
—Exactamente. La cuestión es que, cuando vi el nombre «Mary Claire Fitzhugh», tuve una especie de flashback: era algo en lo que no había pensado durante años. —Sutton juntó las manos y se las metió entre las rodillas—. Cuando era pequeño, un día fui a jugar al bosque y me encontré con dos tipos que cavaban un agujero. Recuerdo haber visto un bulto en el suelo a pocos metros de allí. Entonces no entendí lo que estaba viendo, pero ahora creo que era el cuerpo de Mary Claire, y que la estaban enterrando.
—¿Llegaste a ver a la niña? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—Estaba envuelta en una manta, así que no pude verle la cara, ni nada más.
Estudié a Sutton con interés.
—¿Por qué crees que se trataba de Mary Claire? Es mucho suponer que fuera ella.
—Porque he comprobado las noticias publicadas en periódicos de la época, y las fechas concuerdan.
—¿Qué fechas?
—Lo siento, debería habértelo mencionado antes. La raptaron el diecinueve de julio, que era un miércoles, y yo vi a aquellos tipos el viernes veintiuno de julio de 1967. Ese día cumplía seis años. Por eso caí en la cuenta. Creo que entonces ya estaba muerta, y los dos tipos intentaban deshacerse del cuerpo.
—¿Y eso dónde pasó?
—En Horton Ravine. No sé exactamente dónde. Mi madre tenía que hacer unos recados aquel día, así que me llevó a casa de otro niño. No recuerdo cómo se llamaba. Supongo que su madre aceptó cuidarme mientras la mía estaba fuera, pero resultó que el otro niño se despertó con fiebre y con dolor de garganta. Había un brote de varicela y su madre no quiso que me contagiara por si eso era lo que tenía su hijo, así que lo obligó a quedarse en su habitación mientras yo me encontrara en la planta baja. Como empezaba a aburrirme, le pregunté si podía ir afuera. Dijo que sí, siempre que no saliera del jardín. Recuerdo que encontré un árbol con ramas colgantes que formaban una especie de habitación y que me puse a jugar allí un rato, fingiendo ser un bandido en aquel escondrijo tan genial. Oí voces, y cuando espié a través de las hojas, vi que pasaban dos tipos con palas y los seguí.
—¿Qué hora sería?
—Debió de ser a última hora de la mañana, porque cuando volví a entrar en la casa, la madre del niño me dio el almuerzo: un bocadillo de lechuga y tomate, sin beicon y con mayonesa de tarro, de la marca Miracle Whip. Nuestra familia no comía Miracle Whip: mi madre nunca la habría comprado. Decía que era asquerosa comparada con la mayonesa casera auténtica.
—¿Tu madre hacía mayonesa? —pregunté asombrada.
—La hacía la cocinera.
—Ah.
—Bueno, como mi madre siempre decía que quejarse era de mala educación, comí lo que pude y dejé el resto en el plato. La madre del niño ni siquiera había cortado la corteza.
—¡Vaya por Dios! —exclamé—. Me impresiona que tengas tan buena memoria.
—No es lo suficientemente buena, si no, no me encontraría aquí. Estoy bastante seguro de que aquellos dos tipos eran los que raptaron a Mary Claire, pero no tengo ni idea de dónde pasó todo. Sé que no había estado antes en esa casa, y que nunca volví a ir allí.
—¿Es posible que alguno de tus hermanos recuerde quién era aquel niño?
—Supongo que sí. Desafortunadamente, no nos llevamos bien. Hace años que no nos hablamos.
—Sí, ya me lo has dicho.
—Lo siento, no quería repetirme. La cuestión es que no puedo llamarlos como si no hubiera pasado nada. Aunque lo hiciera, dudo que quisieran hablar conmigo.
—Pero yo sí que podría preguntárselo, ¿no? Ese sería el primer paso si realmente te tomas en serio este asunto.
Sutton negó con la cabeza.
—No quiero que se metan en esto, sobre todo mi hermana, Dee. Es una persona muy difícil, mejor no tratar con ella.
—De acuerdo. Lo tacharemos de la lista por el momento. Puede que a la madre del niño le pagaran para que te cuidara.
—Esa no fue mi impresión. Más bien, era ella la que le hacía un favor a mamá.
—¿Y qué hay de tus compañeros de clase? Quizá tu madre te dejó en casa de algún compañero para que jugaras allí.
Sutton parpadeó dos veces.
—Es una posibilidad que no se me había ocurrido. Sigo en contacto con los otros dos Michaels, Boorman y Trautwein, pero eso es todo. Mis otros compañeros de la clase de párvulos no me gustaban, y yo tampoco les gustaba a ellos.
—No importa si te gustaban o no. Estamos intentando identificar al chico.
—No recuerdo a nadie más.
—Tendría que ser bastante fácil hacer una lista. Seguro que conservas alguna fotografía de tu época escolar. Vuelve a la biblioteca del colegio y busca en el anuario de 1967.
—No quiero volver a Climp. No soporto ese sitio.
—Sólo era una sugerencia. De momento esto no es más que una tormenta de ideas —expliqué—. Háblame de los dos tipos. ¿Qué edad te parece que tendrían?
—No estoy seguro. Decidí espiarlos, pero se alejaron de mi escondrijo y no pude ver lo que hacían. Me acerqué a ellos sigilosamente, arrastrándome entre los arbustos, y me agaché detrás de un gran roble. Como hacía calor, empezaron a sudar y se quitaron la camisa. Supongo que yo no era tan sigiloso como pensaba, porque uno de ellos me vio y los dos dieron un respingo. Interrumpieron lo que estaban haciendo y me preguntaron qué quería.
—¿Llegaste a hablar con ellos?
—Sí, claro. Desde luego. Tuvimos toda una conversación. Yo estaba entusiasmado porque creía que eran piratas.
—¿Piratas?
—Mi madre me estaba leyendo Peter Pan por las noches, antes de acostarme, y me encantaban las ilustraciones. Los piratas llevaban pañuelos en la cabeza, como aquellos dos tipos.
—¿Barbas? ¿Pendientes? ¿Parches en los ojos?
Conseguí que Sutton esbozara una débil sonrisa. Negó con la cabeza.
—Pensé en lo de los piratas por los pañuelos. Les dije que lo sabía gracias a Peter Pan.
—¿De qué hablasteis?
—Primero les pregunté si eran piratas de verdad, y ellos me dijeron que sí. Uno de los dos hablaba más que el otro, y cuando le pregunté qué estaban haciendo, me respondió que cavaban en busca de un tesoro escondido…
Mientras Sutton hablaba inclinándose hacia delante, pude ver cómo se transformaba en el niño serio e impresionable que había sido.
—Pregunté si el tesoro eran doblones de oro, pero me contestaron que no lo sabían porque aún no lo habían encontrado. Les pedí que me enseñaran el mapa del tesoro, y me respondieron que no podían enseñármelo porque habían jurado guardar secreto. Yo había visto el bulto en el suelo, un poco más allá del árbol, y cuando les pregunté qué era aquello, el primer tipo respondió que era una esterilla por si se cansaban. Me ofrecí a ayudarlos a cavar, pero él me dijo que aquel era un trabajo para mayores, y que los niños pequeños no podían hacerlo. Y entonces el otro me preguntó dónde vivía. Les expliqué que vivía en una casa blanca, pero no en aquella calle, y que estaba allí de visita. El primer tipo me preguntó mi nombre, y se lo dije. El otro añadió a continuación que le parecía haber oído a alguien llamándome y que sería mejor que me fuera, y eso hice. Toda la conversación no debió de durar más de tres minutos.
—Supongo que no mencionaron sus nombres, ¿no?
—No. Probablemente tendría que habérselo preguntado, pero no se me ocurrió.
—Tu memoria me impresiona. Yo no recuerdo casi nada de lo que hacía a esa edad.
—No había pensado en ese incidente en años, pero cuando empecé a recordar, es como si hubiera vuelto al pasado. ¡Zas! De repente estaba ahí de nuevo.
Repasé la historia mentalmente, intentando asimilarla.
—Dime de nuevo por qué crees que todo esto guarda relación con Mary Claire. Me sigue pareciendo muy cogido por los pelos.
—No sé qué más puedo decirte. Por intuición, supongo.
—¿Y qué hay del rapto? ¿Cómo pasó todo? Recuerdo los hechos en general, pero no los detalles.
—Fue horrible. ¡Pobre gente! En la nota del rescate ponía que no contactaran con la policía ni con el FBI, pero el señor Fitzhugh lo hizo de todos modos. Pensó que sería la única manera de salvar a su hija, pero se equivocaba.
—¿La nota fue el primer contacto?
Sutton asintió.
—Más tarde llamaron por teléfono y le dieron un ultimátum: dijeron que sólo tenía un día para reunir el dinero. De no hacerlo, se arrepentiría. El señor Fitzhugh ya había llamado a la policía, que a su vez se puso en contacto con el FBI. El agente especial que se encargó del caso lo convenció de que tendrían más posibilidades de atrapar a aquellos tipos si su esposa y él simulaban cooperar, así que le aconsejaron hacer lo que le pedían…
—Veinticinco mil dólares, ¿verdad? No sé por qué aún recuerdo la cantidad.
—Así es. Los secuestradores la querían en billetes pequeños, metidos dentro de una bolsa de deporte. Volvieron a llamar y le dijeron a Fitzhugh dónde debía dejar el dinero. Él intentó alargar la conversación, pero debieron de sospechar que la línea estaba pinchada porque colgaron enseguida.
—Así que el padre dejó el dinero del rescate donde le habían indicado y los secuestradores no se presentaron.
—Sí. Al cabo de un día resultó evidente que el FBI la había pifiado. Aún creían que podrían recuperar a la niña, pero el señor Fitzhugh los mandó al cuerno y se puso él al mando. Lo comunicó a los periódicos y a las emisoras de radio y televisión. Cuando la historia salió a la luz, Mary Claire se convirtió en el principal tema de conversación, tanto de mis padres como de todo el mundo.
—¿Cuántos días habían pasado desde el rapto?
—Como he dicho antes, la raptaron un miércoles y yo los vi el viernes siguiente. El periódico no publicó la noticia hasta el domingo.
—¿Por qué no dijiste nada?
—Sí que lo dije. Lo dije el mismo día que vi a los hombres. Cuando mi madre vino a buscarme, le conté lo de los piratas. Me sentía culpable, como si hubiera hecho algo malo.
—¿Por qué?
—No sé cómo explicarlo. Cuando me dijeron que estaban cavando en busca de un tesoro, los creí. A los seis años, algo así parece muy lógico, pero, en el fondo, estaba nervioso y esperaba que alguien me tranquilizara. Sin embargo, en lugar de tranquilizarme mi madre me echó una bronca. Dijo que tenía prohibido hablar con desconocidos, y me hizo prometer que no volvería a hacerlo. Cuando llegamos a casa, me mandó derecho a mi habitación. Aquel domingo nos enteramos de lo de Mary Claire.
—¿Y tu madre no vio ninguna relación entre el rapto y lo que le habías contado?
—Supongo que no. Nunca lo mencionó, y yo estaba demasiado asustado como para volver a sacar el tema. Ya me había castigado una vez, así que mantuve la boca cerrada para que no me castigara de nuevo.
—Pero el asunto te preocupaba.
—Claro, durante algún tiempo. Después me olvidé por completo. Hasta que leí el nombre de Mary Claire y me vino todo a la memoria.
—¿Volviste a ver a aquellos tipos?
—No lo creo. Quizás a uno de ellos, no estoy seguro.
—¿Y dónde lo viste?
—No lo recuerdo. Puede que me confundiera.
Tomé un lápiz e hice una marca en el bloc de notas amarillo que reposaba sobre mi escritorio.
—Cuando le contaste todo esto a Cheney, ¿qué te respondió?
Sutton se encogió de hombros levemente.
—Dijo que repasaría las notas del caso, pero que no podía hacer mucho más porque la información que le había dado era demasiado vaga. Entonces te mencionó a ti.
—Parece como si me estuviera pasando la pelota.
—De hecho, lo que dijo fue que eres como un pequeño terrier cuando se trata de sacar a las ratas de su escondrijo.
—Para hacerme la rosca —respondí. Mentalmente, puse los ojos en blanco porque Cheney no iba muy desencaminado. Me gustaba hurgar en los problemas, y este era de los gordos—. ¿Y qué hay de la casa? ¿Te parece que podrías reconocerla si la vieras de nuevo?
—Lo dudo. Justo después de leer el artículo di unas cuantas vueltas en coche por mi antiguo barrio, e incluso las zonas que conocía bien me parecieron muy cambiadas. Habían talado muchos árboles, estaba lleno de maleza y habían construido casas nuevas. No recorrí todo Horton Ravine, claro, pero no estoy seguro de que hubiera valido la pena hacerlo, porque no tengo una imagen demasiado clara de la zona. Creo que reconocería aquella parte del bosque, pero conservo un recuerdo muy borroso de la casa.
—Así que, veinticinco años después, no tienes ni idea y esperas que yo descubra dónde estuviste.
—Sí, eso mismo.
—Quieres que encuentre una tumba sin lápida. Básicamente, un agujero.
—¿Podrías hacerlo?
—No lo sé. Nunca lo he intentado.
Estudié a Sutton mientras le daba vueltas a su propuesta antes de decidir si la aceptaba.
—Es una propuesta interesante, de eso no cabe duda.
Me balanceé en la silla giratoria oyendo cómo crujía, mientras analizaba la historia y me preguntaba qué se me había escapado. Tenía que haber algo más, pero no se me ocurría qué podría ser. Finalmente, dije:
—¿Por qué te concierne el asunto? Sé que te preocupa, pero ¿por qué hasta semejante extremo?
—No lo sé. Bueno, en el artículo se hablaba de cómo el rapto destrozó la vida de la señora Fitzhugh. Ella y su marido se divorciaron, y él acabó marchándose de la ciudad. La señora Fitzhugh sigue sin tener ni idea de lo que le pasó a su hija. Ni siquiera sabe seguro si ha muerto. Creo que tengo que hacer todo lo que esté en mi mano para ayudarla.
—Te va a salir muy caro —advertí.
—Ya me lo imagino.
—¿De qué trabajas, exactamente?
—Ahora mismo, de nada. Perdí mi último trabajo, o sea, que ahora estoy en el paro.
—¿En qué consistía el trabajo?
—Vendía publicidad para KSPL.
KSPL era la emisora de radio local que a veces sintonizaba en la radio del coche cuando daba vueltas por la ciudad.
—¿Cuánto tiempo trabajaste allí?
—Alrededor de un año, puede que un poco menos.
—¿Qué quieres decir con eso de que «perdiste» el empleo? ¿Redujeron la plantilla, te despidieron, o qué?
—Lo último.
—Te despidieron.
Sutton asintió con la cabeza.
Aguardé un momento, y cuando quedó claro que no pensaba seguir hablando, le di un empujoncito.
—Oye, Sutton, aunque sólo sea por cortesía, no estaría mal que te mostraras un poco más comunicativo. ¿Te importaría darme más detalles?
Sutton se frotó las manos en los pantalones.
—Les dije que me había licenciado por la Universidad de Stanford, pero no era del todo cierto. Me matriculé y fui a clase durante un par de años, aunque no me licencié.
—O sea, que mentiste en la solicitud de empleo.
—Mira, ya sé que cometí un error…
—Por llamarlo de alguna manera —apostillé.
—Pero ahora no puedo hacer nada al respecto. Lo hecho, hecho está, y tengo que seguir adelante.
Había escuchado a un sinfín de delincuentes hacer el mismo comentario, como si mangar coches, atracar bancos y cargarse a la gente fueran cosillas sin importancia. Pequeños tropezones que da uno en la vida.
—¿Has pensado en cómo me pagarás si sólo cobras el paro? Estamos hablando de unos quinientos pavos al día, más gastos. Suponiendo que acepte ayudarte, algo que aún no he hecho.
—Tengo algún dinero ahorrado. Pensaba extenderte un cheque por un día de trabajo, y luego ya veríamos cómo iba la cosa.
—¿Has dicho un cheque?
Sutton se sonrojó.
—Supongo que no es muy buena idea.
—Supones bien. ¿Cuál es el plan B?
—Si te vas a quedar aquí un rato más, podría ir en un momento al banco y traerte el dinero en efectivo.
Consideré la posibilidad. La principal tarea en mi lista de cosas pendientes aquel jueves era ingresar dinero en el banco y pagar unas cuantas facturas. Tenía que redactar dos informes y hacer algunas llamadas, pero podía pasarlo todo al viernes. Puede que aceptar el encargo fuera una locura, pero cuando Sutton mencionó lo de «hacer todo lo que estuviera en su mano», al menos no se le ocurrió pedirme que trabajara gratis. No sabía si podía fiarme de sus recuerdos, pero a Cheney la historia debió de parecerle creíble. De no ser así, no me habría enviado al chico.
—Vale. Un día, pero eso es todo. Y sólo si me pagas en efectivo y por adelantado. Estaré aquí hasta las cinco. Deberías tener tiempo de sobra.
—Estupendo. Me parece estupendo.
—No sé si será estupendo, pero no puedo hacer más. Cuando vuelvas, si no estoy en el despacho, mete el dinero por la rendija del buzón de la puerta. Mientras tanto, dame un número de teléfono para que pueda ponerme en contacto contigo.
Le pasé mi bloc amarillo y observé cómo escribía su dirección y su número de teléfono. A cambio, le di una tarjeta con el teléfono y la dirección de mi despacho.
—Te lo agradezco mucho —dijo—. No sé lo que habría hecho si no hubieras aceptado.
—Probablemente lo lamente después, pero ¿qué demonios? Es sólo un día —respondí. Si hubiera prestado más atención, habría oído cómo se carcajeaban los dioses a mi costa—. ¿Estás seguro de que no quieres hacer el viaje a Climp tú mismo? —pregunté—. Te ahorrarías unos cuantos pavos.
—No, no quiero ir. De todos modos, lo más probable es que no quisieran hablar conmigo.
—Ya veo. ¿Quieres decirme qué pasa? ¿No puedes hablar con tus hermanos y ahora tampoco puedes hablar con tus compañeros de colegio?
—Ya te he dicho que allí no tenía amigos. Pero en realidad es por algo relacionado con la secretaría del colegio.
—¿Y cómo es eso?
—Hubo algunas dificultades. Tuve un problema.
—¿De qué tipo? ¿Te expulsaron?
Me encantan las historias de alumnos que catean y que son expulsados. Comparadas con mi historial de cagadas, son como cuentos de hadas.
—No quiero contártelo ahora. No tiene nada que ver con esto. —Detecté un deje de obstinación en su voz—. Ve tú. Seguro que te dejan echar un vistazo a los anuarios, igual que me los dejarían ver a mí.
—Lo dudo. Los centros educativos detestan revelar información sobre sus alumnos. Especialmente si oyen las palabras «investigadora privada».
—No les digas que eres detective. Piensa en otra cosa.
—Ni siquiera estudié en la Academia Climping, así pues, ¿por qué querría ver un anuario? No tiene sentido.
Sutton negó con la cabeza.
—Yo no iré. Tengo mis razones.
—Que no piensas decirme.
—Exacto.
—Vale, está bien. A mí me trae sin cuidado. Si es así como quieres gastarte tus quinientos pavos, por mí no hay problema. Me encanta conducir por Horton Ravine.
Me levanté y, al darnos la mano de nuevo, caí en la cuenta de lo que me había estado preocupando.
—Una pregunta más.
—¿Sí?
—El artículo se publicó hace dos semanas. ¿Por qué has esperado tanto antes de ir a la policía?
Sutton vaciló.
—Estaba nervioso. No es más que un presentimiento. No quería que la policía me tomara por un chiflado.
—Mmm. No. Eso no es todo. ¿Qué más?
Sutton se quedó callado por un momento y volvió a sonrojarse.
—¿Qué pasará si esos tipos descubren que me he acordado de ellos? Puede que yo fuera el único testigo, y les dije cómo me llamaba. Si son los mismos que mataron a Mary Claire, ¿por qué no iban a matarme a mí también?