He visto vacilar el instante de mi grandeza,
y he visto al eterno Lacayo sostener mi abrigo, con ironía,
y, en resumen, tuve miedo.
T. S. Eliot, «La canción de amor de J. Alfred Prufrock»[1]
Como tantas variedades de la experiencia vital, la novedad de un diagnóstico de cáncer maligno tiene una tendencia a desgastarse. El asunto empieza a perder interés, incluso a volverse banal. Uno puede acostumbrarse bastante al espectro del eterno Lacayo, como algún viejo pesado y letal que merodea en el pasillo al final de la velada, esperando la oportunidad de intercambiar unas palabras. Y no es que objete a que sostenga mi abrigo de esa manera, como si me recordara en silencio que es hora de marcharme. No, lo que deprime es su forma de reírse por lo bajo.
Con una frecuencia demasiado regular, la enfermedad me ofrece una burlona especialidad del día, o un sabor del mes. Pueden ser dolores y úlceras arbitrarias, en la lengua o en la boca. O ¿por qué no un poco de neuropatía periférica, que incluya pies entumecidos y fríos? La existencia diaria se convierte en un asunto infantil, que no se mide en las cucharillas de café de Prufrock, sino en diminutas dosis de alimento, acompañadas de alentadores ruidos de los observadores, o de solemnes debates sobre las operaciones del sistema digestivo, sostenidos con maternales desconocidas. En los días menos buenos, me siento como ese lechón con patas de madera propiedad de una familia sádicamente sentimental que solo podía comérselo pedazo a pedazo. Solo que el cáncer no es tan… considerado.
Lo más descorazonador sin duda fue el momento en que mi voz se alzó de repente hasta un chillido agudo propio de un niño (o quizá de un lechón). Después empezó a aparecer por todas partes, desde un susurro ronco y áspero a un balido quejumbroso. Y a veces amenazaba, y ahora amenaza cada día, con desaparecer por completo. Acababa de volver de dar un par de charlas en California, donde con la ayuda de la morfina y la adrenalina todavía pude «proyectar» con éxito mis elocuciones, cuando intenté parar un taxi en la puerta de casa. Y no pasó nada. Me quedé en pie, helado, como un gato bobo que hubiera perdido abruptamente su maullido. Antes podía parar un taxi de Nueva York a treinta metros de distancia. También podía, sin la ayuda de un micrófono, llegar a la última fila y al gallinero de una sala de conferencias abarrotada. Y quizá no sea algo de lo que se pueda presumir, pero la gente me dice que si su radio o su televisión estaban encendidas, aunque fuera en la habitación de al lado, siempre podía distinguir mi tono de voz y saber que yo estaba «en antena».
Como ocurre con la salud, la pérdida de la voz no puede imaginarse hasta que se produce. Como todo el mundo, he participado en versiones del juvenil juego de «¿Qué preferirías?», donde lo más habitual es debatir qué sería más opresivo: la ceguera o la sordera. Pero no recuerdo haber especulado mucho acerca de la posibilidad de quedarme mudo. (En el idioma estadounidense, decir: «Detestaría ser mudo»[2] podría en todo caso provocar otra risita.) La privación de la capacidad de hablar se parece más a un ataque de impotencia, o a la amputación de una parte de la personalidad. En gran medida, en público y en privado, yo «era» mi voz. Todos los rituales y la etiqueta de la conversación, desde aclararme la garganta como preparación para contar un chiste largo y exigente hasta (en los días de juventud) intentar que mis propuestas resultaran más persuasivas a medida que bajaba el tono una estratégica octava de vergüenza, eran innatos y esenciales para mí. Nunca he sabido cantar, pero podía recitar poesía y citar prosa y a veces incluso me pedían que lo hiciera. Y el sentido del tiempo lo es todo: el momento exquisito en el que uno puede interrumpir y rematar una historia, o emplear un verso para provocar la risa o ridiculizar a un oponente. Yo vivía para momentos como esos. Ahora, si quiero participar en una conversación, tengo que atraer la atención de alguna otra manera, y vivir con el hecho horrible de que la gente escucha «compasivamente». Al menos no tendrán que prestar atención mucho tiempo: no puedo mantenerlo y de todas formas no puedo soportarlo.
Cuando enfermas, la gente te manda CD. Muy a menudo, en mi experiencia, son de Leonard Cohen. Así que recientemente he aprendido una canción, titulada «If It Be Your Will». Es un poco dulzona, pero la ejecución es hermosa y comienza así:
Si es tu voluntad
que no vuelva a hablar
y que mi voz quede muda,
como estaba antes…
Creo que es mejor no escuchar esta canción cuando la noche está muy avanzada. Leonard Cohen es inimaginable sin, e inseparable de, su voz. (Ahora dudo que pudiese interesarme, o pudiera soportar, escuchar esa canción interpretada por cualquier otro.) En algunos sentidos, me digo, podría arreglármelas si tuviera que comunicarme solo a través de la escritura. Pero eso es solo por mi edad. Si me hubieran robado la lengua antes, dudo que hubiese podido alcanzar mucho en la página. Tengo una gran deuda con Simón Hoggart de The Guardian (hijo del autor de The Uses of Literacy), que hace unos treinta y cinco años me informó de que un artículo mío estaba bien argumentado pero era aburrido, y me aconsejó enérgicamente que escribiera «más como hablas». Para entonces, la acusación de ser aburrido me había dejado casi sin palabras y nunca le di las gracias de forma adecuada, pero con el tiempo entendí que mi miedo a la autoindulgencia y al pronombre personal era otra forma de indulgencia.
Más tarde, solía empezar mis clases de escritura diciendo que cualquiera que pudiera hablar podía escribir. Tras animarles con esa escalera fácil de agarrar, después la sustituía por una serpiente enorme y odiosa: «¿Cuánta gente en esta clase diríais que sabe hablar? Quiero decir, hablar de verdad». Eso tenía su efecto sin duda lamentable. Les decía que leyesen cada texto en voz alta, preferiblemente a un amigo de confianza. Las reglas son más o menos las mismas: evita las expresiones tópicas (como la peste, como decía William Safire) y las repeticiones. No digas que de niño tu abuela te leía, a menos que en ese momento de su vida tu abuela fuera de verdad un niño, y en ese caso probablemente has tirado a la basura una introducción mejor. Si merece la pena leer o escuchar algo, probablemente merece la pena leerlo. Así, por encima de todo: encuentra tu propia voz.
El cumplido más satisfactorio que me puede hacer un lector es decirme que siente que me dirijo a él personalmente. Piensa en tus autores preferidos y mira si no es precisamente esa una de las cosas que te atraen, a menudo al principio sin que te des cuenta. Una buena conversación es el único equivalente humano: darte cuenta de que se hacen y se comprenden observaciones decentes, de que la ironía y la elaboración están actuando, y de que un comentario aburrido u obvio sería casi físicamente dañino. Así es como evolucionó la filosofía en los simposios, antes de que empezara a escribirse. Y la poesía empezó con la voz como único intérprete y el oído como único registro. De hecho, no tengo conocimiento de ningún escritor realmente bueno que también fuera sordo. ¿Cómo podría uno apreciar las minúsculas punzadas y éxtasis del matiz que transmite una voz bien entonada, aunque tuviera acceso al hábil lenguaje de signos del buen abate de l’Epée? Henry James y Joseph Conrad dictaron sus novelas maduras —lo que debe figurar como uno de los grandes logros vocales de todos los tiempos, aunque quizá tuvieron la ventaja de que les volvieran a leer algunos de sus pasajes— y Saúl Bellow dictó gran parte de El legado de Humboldt. Sin nuestra correspondiente percepción del idiolecto, el sello del modo en que un individuo habla, y por tanto escribe, estaríamos privados de todo un continente de compasión humana, y de placeres menores como la imitación y la parodia.
Más solemnemente: «Lo único que poseo es una voz», escribió W. H. Auden en «1 de septiembre de 1939»,[3] su angustiado intento de comprender, y combatir, el triunfo de la maldad radical. «¿Quién puede llegar al sordo —se preguntaba desesperadamente—, quién puede hablar por el mudo?» Más o menos al mismo tiempo, la futura premio Nobel judía alemana Nelly Sachs descubrió que la aparición de Hitler había hecho que se quedara literalmente sin palabras: privada de su voz a causa de la descarnada negación de todos los valores. Nuestra expresión cotidiana preserva la idea, aunque sea suavemente: cuando muere un hombre que ha dedicado su vida al servicio público, las necrologías a menudo dicen que era «una voz» para quienes carecían de ella.
De la garganta humana también pueden emerger terribles ruinas: berreos, gimoteos, gritos, incitaciones («la basura militante más timorata»). Es la oportunidad de lanzar voces tranquilas y pequeñas contra ese torrente de parloteo y ruido, las voces del ingenio y la moderación, lo que uno anhela. En las mejores recopilaciones de sabiduría y amistad, desde la Apología de Platón hasta la Vida del doctor Samuel Johnson de Boswell, resuenan los hablados e improvisados momentos de juego, razón y especulación. Es en encuentros como esos, en competición y comparación con los demás, donde uno puede esperar dar con el elusivo y mágico mot juste. Para mí, recordar la amistad es pensar en esas conversaciones que parecía un pecado interrumpir: las que convertían el sacrificio del día siguiente en algo trivial. Así es como Calimaco eligió recordar a su amado Heráclito:
Alguien me contó, Heráclito, tu muerte y en mí provocó
el llanto y recordé cuántas veces los dos
en conversación hicimos ponerse el sol.
De hecho, apoya su argumento sobre la inmortalidad de su amigo en la dulzura de su voz.
tus ruiseñores, en cambio, siguen vivos y a ellos
Hades que todo lo arrebata no les pondrá la mano encima.[4]
Quizá haya demasiado optimismo en este último verso.
En la literatura médica, la «cuerda» vocal es un mero pliegue, un trozo de cartílago que lucha por estirarse y tocar su gemelo, y produce así la posibilidad de efectos sonoros. Pero creo que debe de haber una profunda relación con la palabra «acorde»: la vibración resonante que puede agitar la memoria, producir música, evocar amor, provocar lágrimas, trasladar piedad a la multitud e inducir pasión en la muchedumbre. Quizá no seamos, como solíamos jactarnos, los únicos animales capaces de hablar. Pero somos los únicos que podemos desplegar la comunicación vocal por puro placer y recreación, y la combinamos con nuestras presunciones de razón y humor para producir síntesis más elevadas. Perder esta habilidad es quedar privado de toda una variedad de facultades: sin duda, es más que morir un poco.
Mi principal consuelo en este año de vivir muriéndome ha sido la presencia de amigos. Ya no puedo comer o beber por placer, así que cuando se ofrecen a venir es solo por la bendita oportunidad de hablar. Algunos de esos camaradas podrían llenar sin dificultad una sala de clientes que pagarían ávidamente por oírlos: con esa clase de conversadores, estar a su altura ya es un privilegio. Ahora al menos puedo escuchar gratis. ¿Pueden venir a verme? Sí, pero solo en cierto modo. Así que ahora cada día voy a una sala de espera, y observo las espantosas noticias de Japón en la televisión por cable (a menudo con subtítulos para sordos, solo por torturarme) y espero impacientemente que disparen una alta dosis de protones en mi cuerpo a dos tercios de la velocidad de la luz. ¿Qué espero? Si no una cura, quizá una remisión. ¿Y qué quiero recuperar? En la hermosísima aposición de dos de los términos más simples del idioma: la libertad de palabra.