Epílogo

El juicio concluyó con penas reducidas, que luego fueron totalmente amnistiadas. Pero Armando pasó un año de cárcel más que el resto de los imputados porque su abogado había olvidado firmar el escrito de excarcelación.

Montesi y los otros fueron recibidos con grandes agasajos por sus defensores y camaradas de Partido.

Nadie se preocupó de Armando, nadie notó su ausencia. Cuando volvió al pueblo estaba irreconocible.

Una tarde, hacia mediados de otoño, Fabrizio fue al pueblo junto con su padre. Savino se fue a cargar el pienso para los cerdos en el molino y el chico a comprar el periódico. Le esperaría delante del café a su regreso. De vez en cuando levantaba los ojos de la hoja para mirar al fondo de la alameda por si volvía su padre. De repente, en medio de la carretera, vio caminar en dirección a él a un joven vestido con unos pantalones de fustán, un jersey de cuello alto color grisverdoso, botas y una cazadora de piel marrón. Tenía el pelo largo y le caía sobre la frente, y la barba le cubría solo en parte una cicatriz que le atravesaba el rostro desde el pómulo izquierdo hasta la base de la nariz. Muy cambiado, pero seguramente era él.

Rossano.

Y Fabrizio era el único que lo había reconocido. Nadie más de los que estaban delante del café daba muestras de haberlo identificado.

Se apoyó en las muletas, se puso en pie no sin esfuerzo y fue a su encuentro. Se detuvieron uno enfrente del otro a un metro de distancia. Una ráfaga de viento les trajo sus perfumes de infancia y colores de otoño.

—Eres tú —dijo Fabrizio casi con alivio.

Rossano miró su pierna.

—Lo siento.

—Cosas que pasan… —Se quedó en silencio durante unos instantes—. Tampoco yo puedo decirte «me alegro de verte».

—Imagino que no, dadas las circunstancias. Y no podemos tampoco darnos un apretón de manos…

—No. Lamentablemente.

—Tal vez un día u otro… podremos hablar…

—Tal vez —respondió Fabrizio en un estremecimiento—, tal vez, hablar…

—Hasta más ver —dijo Rossano mientras reanudaba su camino entre nubes de hojas muertas.

«Hasta más ver», pensó para sí Fabrizio, pero no dijo nada.

Cuando llegó la temporada de la labranza Iófa se presentó una tarde en el patio para hablar con Savino.

—¿Qué pasa, Iófa? —le preguntó.

—Lo que pasa es que Bonetti quiere allanar los montículos del Pra’ dei Monti para hacer tierra de sembradura.

—¿Y qué? La tierra es suya y puede hacer lo que le venga en gana.

Iófa lo cogió por un brazo e hizo un aparte con él en actitud misteriosa.

—Una noche, hace muchos años, tu hermano Floti y yo fuimos allá arriba porque un individuo, un trotamundos con los ojos de fuego y la barba larga hasta la cintura que se había parado en la taberna de la Passa, afirmaba haber visto la cabra de oro.

—¿Y la encontrasteis?

—No. Pero encontramos a ese otro. ¿Te acuerdas del paragüero?

—Vagamente.

—Pues estaba dentro del agujero del tercer montículo, acurrucado como un perro. Muerto.

Savino se ensombreció y dijo:

—Pero ¿qué historia es esa? Floti no me ha dicho nunca nada.

—Es la pura verdad. Encontramos las herramientas en una caseta y lo enterramos con unas paladas de tierra…

—Sigue, Iófa.

—¿Y si ahora lo encuentran?

—Si lo encuentran, no pasa nada. ¿Qué problema hay?

—Esa tierra la tuviste tú arrendada hasta el año pasado. Este subteniente que hay ahora es muy capaz de pensar que es uno de esos que desaparecieron de la circulación en los últimos años. Podrían venir a buscarte, a hacerte preguntas… Con lo que le ha pasado a Armando, es lo único que nos faltaría…

—Comprendo adónde quieres llegar. Pero ¿qué se puede hacer?

—Yo sé exactamente dónde se encuentra. Vamos esta noche y nos lo llevamos: quedarán cuatro huesos, no nos ocupará mucho tiempo.

Savino soltó un largo suspiro y trató de poner orden en sus ideas.

—Venga, vamos —le incitó Iófa—, cuanto antes esté hecho, mejor. Ya te lo he dicho, es cuestión de unos diez minutos.

—Está bien —respondió Savino—, vamos con tu carro. Llama menos la atención.

Cargó una cesta, un saco, dos palas, una linterna y partieron tras decir a Linda que se fuera a la cama, que volverían muy tarde.

Llegaron al Pra’ dei Monti en noche cerrada y comenzaron a excavar en el punto indicado por Iófa; cuando estuvieron a cuatro o cinco palmos de profundidad, encontraron la cabeza y luego el resto. Lo metieron todo dentro del saco y el saco dentro del cesto, y no se tomaron siquiera la molestia de arreglar el terreno, porque por un agujero más, en aquellos túmulos, no pasaba nada, y se prepararon para partir, pero Iófa reparó en algo en medio de la tierra removida y acercó la linterna.

—¿Qué pasa? —preguntó Savino.

Iófa recogió una especie de bolsita de tela encerada que contenía un estuche de cuero y lo abrió: había una hoja de papel con unas quince líneas escritas con una caligrafía muy simple y regular. Y se la pasó a Savino.

—¿Qué dice aquí?

—Se comprende poco o nada…, debe de ser latín.

Iófa dio una voz al caballo para alejarse de aquel lugar y se encaminaron hacia casa campo a través. Hacía frío, pero Savino no se enteraba: continuaba pensando en aquellas palabras escritas en la hoja y se devanaba los sesos para encontrar una explicación. ¿Por qué había muerto el paragüero de aquel modo? ¿Qué quería decir aquel mensaje escrito en una lengua muerta hacía siglos? De pronto se le ocurrió una solución.

—¡Amedeo! —exclamó—. Amedeo Bisi. Él estudió en un seminario para curas y sabe latín. Vive a menos de un kilómetro de aquí…

—¿Y quieres despertarle a estas horas?

—¿Por qué no? No nos va disparar.

—En estos tiempos… —masculló Iófa.

Bisi, sacado de la cama en plena noche, abrió una rendija en el postigo con el cañón del fusil y miró abajo.

—¿Quién va?

—Soy yo, Amedeo —respondió Savino a media voz—, y está también Iófa.

—¿Qué queréis a estas horas?

—Necesitamos hablar contigo. Es urgente.

La mujer de Bisi se alarmó.

—Pero ¿de qué? ¿Qué pasa? No iréis a…

—Tranquila. Son dos amigos.

Bajó en pijama, encendió la luz y abrió la puerta.

—Poco ha faltado para que disparara —rezongó.

—Es lo que yo le he dicho —comentó Iófa—, pero no ha habido manera.

Savino sacó el estuche y le contó la historia del paragüero.

—Tal vez le conociste también tú —concluyó.

—Me parece que sí. Era un cliente de la Posada Bruni, si no recuerdo mal.

—Así es. Iófa me ha dicho que Bonetti quiere allanar el Pra’ dei Monti y que tal vez, dada la situación, era mejor que no fuesen encontrados los restos… Hasta el año pasado yo tuve arrendado ese terreno y ya sabes…, con lo que ha pasado últimamente…

—¿Lo tenéis con vosotros?

—En un saco. Pero luego, cuando nos disponíamos a volver, Iófa ha encontrado esto. Me parece que es latín y he pensado que tú… Perdona la hora, pero estaba lleno de curiosidad por saber lo que dice este escrito.

Bisi tomó la hoja.

—Hace tiempo que no leo en latín —suspiró—, pero veamos.

Se puso las gafas y comenzó a recorrer lentamente las líneas, de vez en cuando garabateaba algo, con un trozo de lápiz, en el dorso de un calendario de Frate Indovino. Se levantó en un determinado momento.

—Debo de guardar un diccionario en alguna parte, de los tiempos del seminario. —Abrió un armarito—. Aquí lo tengo, por suerte.

Se puso de nuevo al trabajo y, a medida que avanzaba, su expresión se hacía cada vez más tensa, la mirada, detrás de sus gruesos cristales, dilatada y llena de asombro. Savino vigilaba cada contracción de su rostro, cada pestañeo suyo.

—¡Santo Dios! —exclamó por último Bisi.

—¿Qué pasa? No nos tengas sobre ascuas.

—¿Sabes quién era el paragüero?

Savino se encogió de hombros. Iófa se acercó cojeando para no perderse palabra.

—Don Massimino, el viejo párroco muerto en olor de santidad.

—¡No es posible!

—La barba, el cabello largo, el trajín propio de una vida de mendigo, los remordimientos por un trágico error cometido en su juventud, los años y las penitencias le habían vuelto irreconocible.

—Pero ¿qué dices? Cuando el paragüero frecuentaba nuestra casa hacía tiempo que don Massimino había muerto. Y está enterrado en nuestro cementerio al pie de un roble.

—Don Massimino está dentro de un saco en el carro de Iófa —replicó Bisi.

—Y entonces ¿quién hay en el cementerio?

—¿Quién sabe? Piedras, arena, el cuerpo de cualquier otro… Para saberlo habría que abrir la tumba. Fue don Giordano quien ofició el funeral, ¿recuerdas? Tal vez tuvo conocimiento de esta historia, pero prefirió tener en el cementerio la tumba de un santo que en el pueblo el recuerdo de un exclaustrado.

—Pero ¿por qué lo habría hecho don Massimino?

—Para desaparecer y por espiar. Aquí dice que tuvo una historia con una muchacha cuando era un cura joven en la montaña. La muchacha se quedó en estado y por temor al escándalo se quitó la vida con un veneno. La madre enloqueció.

—¡Oh, santo Dios! —exclamó Savino—. ¡Pero si esta es la historia de Desolina!

—¡Sí —confirmó Iófa—, tal cual! Y le contaron la historia de la pobre loca que a veces iba a la Posada Bruni, a buscar refugio y calor en medio del invierno.

—Tal vez el paragüero frecuentaba vuestra casa para volver de vez en cuando al pueblo que lo había considerado un santo…, tal vez porque le había tomado afecto, o quizá por ver a esa pobre Desolina, sin tener nunca el valor de pedir perdón. Al final no lo consiguió y quiso morir como la muchacha que había amado, con un veneno. Una muerte horrible. Mira esto: «Venenum quod semper mecum habere consueram, sumpsi». Me tomé el veneno que solía llevar siempre conmigo. Es un latín fácil, está tomado de un autor al que se recurre para los ejercicios de traducción… En la última frase invoca el perdón de Dios. Miserere mei Doimine.

—Pero ¿por qué habría querido morir en ese lugar que para él estaba infestado por un demonio?

—¿Para expulsarlo? ¿Para exorcizarlo con el sacrificio de su vida? No lo sabremos nunca.

—He aquí por qué el paragüero era tan extraño, he aquí por qué a veces hablaba como un mago o un profeta… No le digas a nadie lo que ha sucedido esta noche, Amedeo. Y tampoco tú, Iófa.

Uno y otro asintieron en silencio. Savino e Iófa volvieron a casa y dieron sepultura a los huesos de don Massimino a los pies de un roble centenario, al borde del campo que lindaba con la tierra consagrada del cementerio.

El invierno que siguió fue particularmente rígido y, poco antes de Navidad, cayó una gran nevada. Cuentan que un caminante sorprendido por la tormenta se apresuró por la carretera que tantas veces había recorrido en el pasado, seguro de encontrar un refugio y un plato de sopa caliente. No era un hombre, sino una vieja harapienta que se arrastraba no sin esfuerzo con los zapatos rotos por la nieve alta, arrebujada en un raído mantón. Era Desolina, desaparecida durante mucho tiempo sin dejar rastro.

Entró en el patio de la casa de los Bruni, extrañamente invadido por la oscuridad. Y miró a su alrededor extraviada, como si tratase de reconocer el lugar. Miró el enredo de vigas carbonizadas y de paredes agrietadas que antaño había sido el enorme establo, la Gran Posada Bruni. Y luego la casa. No cabía duda, era aquella. Dio unos golpes respetuosamente en la puerta, llamando con voz quejumbrosa:

—Soy Desolina, pobrecita, abridle a Desolina…

Pero nadie podía responder desde la casa a oscuras y vacía. La vieja miró a su alrededor, al nogal secular que alzaba los brazos desnudos en el remolinear de los copos blancos y luego, de nuevo, la puerta cerrada. Se acurrucó en el umbral y esperó, pues no le cabía en la cabeza que la Posada Bruni no pudiera acogerla, que antes o después aparecería Clerice con su delantal blanco y el cucharón en la mano.

Iófa, el carretero, la encontró así al día siguiente, cubierta de nieve, con la cabeza apoyada contra la puerta, las lágrimas heladas en el rostro térreo y una expresión de doloroso asombro en los ojos desencajados.