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Al final los alemanes consiguieron desmantelar la República de Montefiorino, pero los grupos partisanos continuaron actuando por separado en varias áreas de la montaña, tratando de coordinarse lo mejor posible en espera de que los Aliados decidiesen desencadenar la ofensiva final. Bruno Montesi se refugió con los suyos tras las líneas aliadas. Fabrizio, de forma solapada, fue llevado de vuelta a casa, donde sus padres lo acogieron con todo el afecto de que eran capaces, tratando de ocultar, en la medida de lo posible, su espanto por las señales terribles que la guerra había dejado para siempre en el cuerpo, en otro tiempo perfecto, de su hijo. Hicieron cuanto estaba en sus manos para distraerlo y ayudarle a afrontar la vida en condiciones de inferioridad respecto a los otros chicos, pero lo veían siempre triste y melancólico, sentado bajo el gran roble del fondo del patio con la mirada perdida.

De Rossano se perdió completamente todo rastro y, aunque sus padres, destrozados, lo hicieron buscar por todas partes, no fue posible tener noticia de él. También Fabrizio tuvo conocimiento de su desaparición, y en sus pesadillas el muchacho con la camisa negra al que había dado el tiro de gracia y luego quitado las botas tomó definitivamente el rostro del amigo perdido. Un día que sus padres estaban en el campo y él se había quedado solo en casa, cogió las botas del trastero en el que las había escondido y las quemó.

Sugano consiguió alcanzar Bolonia con los pocos compañeros que habían querido seguirlo, entre ellos también Spino. Desobedeciendo a las órdenes de su comandante quiso hacer una visita a la madre, pero fue reconocido y rodeado por un grupo de brigadas negras. Se defendió denodadamente a pistoletazos, pero no le dio tiempo de montar las piezas de la Sten que llevaba en una bolsa y fue apresado. Lo torturaron a muerte durante un día y una noche infligiéndole todo tipo de sevicias. Luego expusieron su cuerpo inerte y martirizado como admonición para quien quisiera seguir su ejemplo.

Al igual que Sugano, muchos otros partidarios se habían concentrado en las ciudades pensando que la ofensiva aliada sería inminente, pero el general Alexander había parado en noviembre el avance de las tropas aliadas y pospuesto la ofensiva para primavera, y los fascistas que primero habían huido se habían vuelto atrás encerrando en una trampa a los partisanos.

Aquella fue quizá la hora más negra de toda la milenaria historia de Italia. Pero sus hijos se habían ensañado los unos contra los otros con mucha ferocidad.

No hubo límite para la violencia.

La masacre duró por espacio de todo el invierno y la primavera, cuando los bombardeos se reanudaron a gran escala y de forma masiva y finalmente los ejércitos de Alexander consiguieron romper la Línea Gótica y asomarse a la llanura. Los Aliados entraron en Bolonia la mañana del 21 de abril de 1945: había polacos, ingleses, americanos, pero también soldados italianos de las brigadas Friuli, Legnano, Folgore y un gran número de partisanos.

Muchos volvieron a su pueblo: Bruno Montesi, Aldo Banti, Amedeo Bisi y otros más. Barbas largas, metralleta terciada, bombas de mano al cinto: la gente formal los miraba con desconfianza y con una mezcla de miedo y desprecio.

Montesi fue enseguida a hacer una visita a Fabrizio.

—¿Cómo estás?

—Puedes verlo por ti mismo.

—Debes tener en cuenta que estás vivo. Puedes ver a tus padres, a tus amigos, puedes leer y estudiar, conocer gente, viajar. Puedes ver a tu país liberado emprender un nuevo camino, construir un nuevo futuro. Para los muertos, en cambio, todo ha terminado.

—Mejor. Es eso lo que habría preferido: un tiro seco.

—No es cierto. Te acostumbrarás y, poco a poco, las cosas cambiarán.

—Perdóname, Fabbro, tú hiciste todo lo posible para salvarme la vida y yo te estoy hablando como un ingrato.

—Tú habrías hecho lo mismo por mí y yo en tu lugar tal vez hablaría del mismo modo. Tendremos aún necesidad de ti. Trata de recuperar las fuerzas, tanto físicas como espirituales. Vendré de nuevo a verte.

Montesi volvió varias veces a visitar a Fabrizio y le expuso sus proyectos y sus programas. Se constituyó en el país una sección del CLN y durante varios meses el clima fue tenso: se temía una rendición de cuentas que puntualmente se produjo. Algunas personas condenadas, con razón o sin ella, por colaboracionismo, espionaje en favor de la República Social y de los nazis, fueron llevadas de noche y ejecutadas. Para unos se trató de justicia, para los otros de una venganza despiadada. En un vacío casi total de reglas y de leyes, cualquiera podía decidir, de un día para otro, desembarazarse de un enemigo, vengarse de un desaire, darse la satisfacción de castigar un error que consideraba haber sufrido.

Un día corrió por el país la noticia de que Tito Ferretti, uno de los mayores hacendados de la zona, había muerto asesinado cerca del Samoggia mientras se dirigía en calesa a Bolonia, al Bolsín, para comprobar el precio de la carne de cerdo. No tenía hijos ni hijas porque era un niño grande y por eso obreros y agricultores arrendatarios le llamaban respetuosamente sguréin [señorito]. La madre, una anciana dama, se había retirado a la ciudad porque, con el clima reinante en el pueblo, no se sentía segura. Había rogado varias veces a su hijo que la siguiera, pero él se había negado porque estaba muy apegado a la tierra y a los animales de sus haciendas y no quería abandonarlo todo.

—Y además —decía—, ¿quién quieres que la tenga tomada conmigo, mamá? He dado dinero a todos: a los fascistas y a los partisanos…

Y mientras hablaba echaba panochas de maíz a los cerdos.

—Es que no quieres separarte de tus puercos: te importan más que ninguna otra cosa. Morirás en una porqueriza, Tito —continuaba altiva la condesa, aludiendo al carro con tableros laterales con el que el hijo llevaba al mercado los verracos y las cerdas al final de su ciclo de vida—. Como eres mayor, haces lo que te parece. Yo te he avisado.

Lamentablemente la profecía se cumplió casi al pie de la letra.

Durante dos días y dos noches el cuerpo del señorito quedó abandonado al borde del camino polvoriento, porque nadie se atrevía a acercarse al lugar del crimen. Al final fue la sobrina, una joven de veinticinco años, la que se dirigió al lugar y cargó el cuerpo en un carro y lo llevó al pueblo. Atravesó la localidad pasando por la carretera principal, sudorosa, extenuada, entre puertas cerradas y persianas entornadas, en un silencio sepulcral, en un desierto de miedo. El único sonido era el chirrido de las ruedas y el ruido de las llantas de hierro sobre el adoquinado. A veces la muchacha se detenía porque no conseguía ya arrastrar aquel peso, pero la fuerza del odio le infundía nueva energía y la empujaba hacia delante. Sabía que desde detrás de las ventanas alguien la observaba, tal vez incluso el asesino, y quería que supiese que no tenía miedo, que no se dejaba intimidar.

Cinco días después, los carabinieri de Verona mandaron a sus colegas de Castelfranco la solicitud de cambio de propietario de una calesa con remolque que había sido vendida en la feria de ganado caballar. De aquel modo identificaron al asesino, que, sin embargo, entretanto había huido a Bélgica donde encontraría trabajo en una mina. Murió aplastado bajo las horquillas de un montacargas, reventado como una cucaracha. Dijeron que porque había decidido hablar y revelar el nombre del que había dado la orden. Pero si este era el secreto, nunca ya nadie lo conocería.

Hubo quien sostuvo que había sido un partisano que se había hecho pagar expidiendo un recibo en un papel con membrete del CLN y luego se lo había embolsado él, y no quería que se supiese; otros hablaron de ciertos activistas del Partido que, soñando con un nuevo orden comunista, querían hacer una cooperativa con las tierras del señorito Ferretti. No faltó quien sugirió motivos y móviles totalmente fútiles, porque cualquier razón, en aquel tiempo, podía parecer más que plausible.

Nuevos duelos alimentaron nuevos odios y resentimientos. Fabrizio sabía perfectamente que su amigo siempre había hablado y actuado contra la violencia, pero se daba cuenta de que, en aquel período aún tan oscuro e incierto y sin reglas seguras, quien se había acostumbrado al uso de la fuerza y a decidir acerca de la vida o la muerte ajenas no lo dejaría tan pronto.

Astorre Roversi, llamado Buférla, fue encontrado muerto por la calle que iba a Magazzino. Alguien le había disparado un tiro de fusil desde detrás de un seto.

Con el paso de los meses y el reorganizarse de las estructuras del Estado, la emergencia cesó, pero no así la tensión. Muchos partisanos se habían negado a entregar las armas o las habían entregado defectuosas e ineficaces. Muchos pensaban que había llegado el tiempo de una revolución proletaria como la que se había producido en Rusia en 1917, pero pocos pensaban que la cosa fuera realmente posible. Seguía el cansancio, la preocupación por un futuro incierto, la sensación de que la sangre derramada, los muertos y los heridos, los ásperos combates, serían olvidados. Las reglas serían administradas por los mismos burócratas que habían servido al mismo sistema y de los que el nuevo no podría o no querría prescindir.

El fuego, lentamente, se convertía en cenizas.

Con el nuevo año, con el restablecimiento de las estructuras y de las reglas del vivir, pareció que las turbulencias habían cesado. Los últimos grupos incontrolados del movimiento fueron eliminados. Siguió una calma grave y sorda.

A finales de febrero, Armando Bruni se vio de nuevo en la dolorosa necesidad de afrontar una de las crisis cada vez más frecuentes de su mujer y, como las otras veces, el doctor Munari prescribió una solicitud de internamiento. Hubo entonces quien oyó a Armando amenazarlo, una vez que se lo encontró delante: «¡Si la mandas de nuevo al manicomio te mato!». O al menos ese fue el rumor que corrió por el pueblo.

Tres meses después, un domingo de mayo hacia las once de la mañana, el doctor Munari salió de casa, según la costumbre, para ir delante de la iglesia, no por devoción, sino para admirar, como era su hábito, a las guapas señoras que salían de misa cantada. No había caminado más que cien metros desde su casa cuando alguien le disparó tres tiros de pistola haciéndole desplomarse en un charco de sangre. La joven esposa que había oído los disparos, como si hubiese tenido un presentimiento, se precipitó a la calle y lo vio en aquel estado. Corrió hacia él gritando desesperada y le dio tiempo de recoger su último estertor. Se dejó caer abatida sollozando sobre el cuerpo del marido.

Los disparos se oyeron claramente también en el pueblo y Aldo Banti, que estaba delante de la Casa del Fascio, ya Casa del Pueblo y ahora restituida a su primera función, se precipitó en la dirección de la que había llegado el ruido y volvió sobre sus pasos poco después gritando:

—¡Han matado al doctor!

Nadie se atrevió a correr hacia el lugar del delito, temiendo verse implicado de algún modo y se prefirió esperar a que llegasen los carabinieri. El subteniente trató de interrogar a las personas que vivían en las cercanías, pero sin resultado. Redactó un informe para enviar a las autoridades judiciales que, sin embargo, no tuvieron otra opción que archivar el caso. Estaba aún fresco el recuerdo de los arreglos de cuentas, así que lo mejor era mantenerse lejos de un acontecimiento semejante: nadie había visto nada, nadie sabía nada.

Corrió el rumor de que una señora que vivía en la Bassa, encima de la fonda, había visto a dos individuos escapar a gran velocidad en bicicleta en dirección a la Madonna della Provvidenza, pero la cosa no pasó de ahí. Unos meses después, nadie habló más de ello. La viuda se encerró en su dolor. Hizo de la casa en la que vivía un museo a la memoria de su marido: sobre la mesa del despacho quedó su libro abierto en la página en la que lo había dejado, las ropas y las botas en el armario, y hacía abrillantar las panoplias de su colección todos los sábados.

Fonso y Maria fueron a verla tratando de hacerle un poco de compañía, pero estaba inconsolable. No hacía más que hablar del marido, por quien sentía una admiración sin límites. Tenía casi siempre las ventanas cerradas, huía de la luz del sol, comía poco y mal y no cocinaba casi nunca. De vez en cuando Maria le llevaba un puchero con una sopa caliente o un trozo de carne hervida con pan recién hecho y decía: «Coma algo, señora. Es joven, no puede abandonarse así». Fonso pensaba que solo el tiempo podría mitigar un dolor tan grande, una herida tan dolorosa. Tanto más cuanto que no tenía un culpable contra quien dirigir su odio.

Pasaron tres años durante los cuales sucedieron grandes cosas: el rey fue mandado al exilio y se proclamó la República. Alguien disparó contra el secretario del Partido Comunista y todos temieron que fuese a estallar la revolución o la guerra civil. Aunque no sucedió, la gente se mostraba dividida en todo. Hasta el ciclismo, que era el deporte más seguido después del fútbol, contribuía a la división. Los blancos tenían a Bartali, los rojos a Coppi, y en los bares las discusiones llegaban al rojo vivo: camisetas de tirantes empapadas de sudor, venas del cuello hinchadas. La rivalidad política lo envenenaba todo y cada uno veía en el adversario a un enemigo al que destruir. Al mismo tiempo todos se sentían incómodos y hubieran querido que el mundo fuese distinto. El trabajo escaseaba, muchos emigraban a Bélgica y terminaban en las minas de carbón, en lo oscuro, como topos, respirando polvo negro.

Para controlar una situación que parecía cada vez más a punto de estallar fue mandado a Roma un subteniente de carabinieri duro como el hierro. Y poco después el pueblo se vio trastornado de nuevo. Un día corrió la noticia de que Armando Bruni había firmado una confesión en la que declaraba que el remordimiento le había obligado finalmente a hablar, es decir, que había sido él quien había matado al doctor Munari. Pero la cosa no terminaba aquí: indicaba como autores intelectuales a Bruno Montesi, Aldo Banti y Amedeo Bisi. Fabrizio, que en aquellos tres años se había casi adaptado a su nueva condición de persona inválida, se quedó demudado. Montesi fue a visitarlo al día siguiente, el rostro terroso, con los ojos enrojecidos como quien no ha pegado ojo en toda la noche.

—He venido para despedirme. Seguramente vendrán a prenderme: es cuestión de días, o de horas. Solo quería decirte que no he hecho nada. Yo siempre he sido contrario a la violencia y, además, ¿por qué habría tenido que hacer matar al doctor? Nunca se ocupó de política y, por lo que yo sé, era también un médico excelente. No tiene ningún sentido. Y no lo tiene tampoco para Aldo y Amedeo. Son unos cabezas locas, pero no tienen nada de estúpidos. Y en cualquier caso me lo habrían hecho saber y habría dicho que no.

—Huye entonces, vete al extranjero, a Yugoslavia: el Partido te prestará ayudará.

—No. Me quedo y afrontaré el juicio. No tienen nada contra mí, a no ser…

Fabrizio inclinó la cabeza, confuso.

—No me lo he creído ni por un momento. Armando está tan desesperado que cualquiera podría haberle convencido de que firmara cualquier cosa, bajo amenazas o con promesas de cualquier tipo. Hasta por un plato de sopa para su familia.

—Encontrarán otros testigos. Os enredarán en cualquier caso: esto no es sino el comienzo.

—De todos modos, yo no me iré. Este es mi país y he luchado para liberarlo. Como tú. Al final la verdad siempre acaba saliendo a relucir.

Fabrizio lo miró a los ojos.

—¿Estás seguro?

—Eso espero —respondió Montesi—. Adiós.

Fabrizio lo miró alejarse con el cigarrillo en la boca y las manos hundidas en los bolsillos como era su costumbre. Sintió que le asomaban las lágrimas a los ojos.

—Buena suerte, Fabbro —murmuró para sí.

La misma tarde Maria se presentó en casa de la «señora del doctor», como la llamaba ella, con la excusa de llevarle la ropa que había lavado y planchado, pero apenas la vio estalló en lágrimas sollozando.

—No ha sido él, señora, no ha sido él. Le conozco bien: ¡es un pobrecillo pero no un asesino! No sería capaz.

La señora le hizo una caricia.

—Lo sé, Maria, tampoco yo lo creo. Han sido esos otros fanáticos facinerosos.

Pero Maria no había intentado inculpar a nadie más. Se fue confusa y trastornada. Era el segundo de sus hermanos acusado de homicidio.

Los imputados fueron trasladados a Sondrio para ser juzgados por aquel tribunal en virtud de la legítima sospecha. Pero el juicio había asumido ya una gran importancia política y estaban presentes, en viaje de trabajo, periodistas de varios rotativos emilianos. El día del inicio del procedimiento había, por tanto, una discreta multitud en la sala y todos los presentes miraban a la señora Munari, con abrigo negro, pálida, los ojos exageradamente pintados y un carmín rojo sangre que se hubiera dicho una Erinnia. Miraba fijamente a los imputados de forma despectiva. Al entrar los miembros del tribunal el rumor casi se apagó y luego cesó del todo cuando el funcionario judicial dijo:

—De pie, imputados.

Armando, el principal acusado pero también testigo de la acusación, estaba separado de los otros tres y no les miraba en ningún momento.

Tras haber jurado, el juez le preguntó:

—¿Qué le ha llevado a hablar después de tres años?

—El remordimiento —respondió—, ya no podía callar la verdad.

Fabbro buscó inútilmente su mirada.

El suyo no fue un gran testimonio: se confundía, se contradecía. El abogado de la defensa, muy hábil y aguerrido, lo tuvo fácil. Armando boqueaba como un pez fuera del agua ante el apremio de las argumentaciones cada vez más convincentes. Sudaba y tenía baba seca en la comisura de los labios. La jornada se cerró con las partes más o menos en equilibrio y la sala en agitación.

Como era de esperar, la acusación aportó otros testimonios: un niño de doce años que el día del delito se encontraba en la copa de un cerezo y desde allí lo había visto todo. Y una quiromante, una mujer de poca consistencia que daba la desagradable impresión de hablar bajo sugerencia. Al final, sin embargo, la defensa aportó una peritación médica según la cual el niño del cerezo tenía una miopía de siete dioptrías y desde aquella distancia a duras penas habría podido reconocer a su madre. El castillo entero de la acusación vaciló. Al final los imputados fueron absueltos por falta de pruebas.

El fiscal no se rindió y apeló contra la sentencia para salvar la cara a quien había elaborado toda la estrategia investigadora y procesal: el subteniente de hierro y los que lo habían enviado. Salió también a relucir el escrito de un oficial de carabinieri a su inmediato superior, que lo acusaba de abusos, violencia, sadismo y de cualquier otra iniquidad, pero no valieron de nada sus esfuerzos por dar a conocer la verdad. El oficial fue primero trasladado y luego apartado del Cuerpo.

Al final, acusación y defensa se pusieron de acuerdo a costa de Armando. La acusación valoraría otros testigos más fiables que estaban en el pueblo en el momento de los disparos, encontraría un móvil más creíble que la frase que Armando le había gritado a la cara al médico cuando quería volver a mandar a su mujer al manicomio. Rebajaría su pena, pero su propia defensa tuvo que hacerlo pasar por retrasado.

Fue una escena penosa.

—Es un pobre hombre, ¿no lo ve? Ni siquiera sabe pronunciar dos palabras seguidas, un pobre deficiente…

Armando lloraba por la humillación y la vergüenza, sollozando y cubriéndose el rostro con las manos mientras los presentes en la sala se reían sarcásticamente. Pero, de golpe, apareció en la sala, como surgido de la nada, un personaje que nadie había visto nunca antes y gritó:

—¡Ya basta!

Floti.

Llegado quién sabe de dónde desde aquellas montañas, antes de que nadie pudiese detenerlo se acercó hasta donde estaba su hermano y lo abrazó estrechamente para protegerle de aquel acuerdo hostil y burlón. Se hizo en la sala un silencio profundo; el presidente del tribunal, que estaba a punto de gritar alguna severa orden, se detuvo con la maza suspendida en el aire. Nada amenazaba la buena marcha del proceso, nada ponía en peligro la incolumidad de los presentes. Convenía, pues, dejar espacio, aunque fuera poco, a la escena de los sentimientos humanos, a los humildes actores de una tragedia que los superaba y de la que eran al mismo tiempo las víctimas.

—¡Ya ha sufrido bastante! —dijo de nuevo Floti en el silencio que pesaba sobre los presentes y con la voz temblándole de desdén—. ¡Déjenlo en paz o vendré yo a buscarles, y entonces veremos quién va a llorar!

Y se fue.

Volvió, por poco tiempo, al pueblo, sin dejarse ver. Pasó por los campos como un vagabundo, observó, sin ser visto, a Savino, el más valeroso y desenfadado de sus hermanos, precozmente encanecido y marcado en el rostro por la adversa fortuna. Vio a su sobrino, el apuesto Fabrizio, pasar renqueando con sus muletas a lo largo de la zanja de la linde y sentarse melancólico en el muro de contención para contemplar cómo corría el agua.

Pasó por el cementerio y dejó su chapa de identidad sobre la tumba del teniente Alberto Munari, que había cortado un brazo a su compañero con la esperanza de conservarle la vida. Luego retomó el camino de sus montes. Los excesivos dolores le reabrieron la vieja herida, y la aflicción incurable por la pérdida del hijo acabó con él.

Nadie lo volvió a ver.