Bruno Montesi sintió helársele la sangre, pero continuó caminando.
—Esto es de locos —dijo—, también yo soy partisano, estoy de vuestra parte, ¿por qué tenéis que fusilarme?
—No lo sé —respondió Sugano—, yo obedezco órdenes.
—Escúchame, el motivo por el que he venido aquí es convencer a Lupo de que reconozca la autoridad del CLN. Tenéis todas las de ganar…
—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que hemos de ganar?
—En primer lugar, los Aliados tratan directamente con nosotros y solo reconocen a las formaciones integradas en el Comité. Por ahora, estáis seguros, pero si la situación cambiase no dudarían en librarse de vosotros y abandonaros a vuestra suerte. Entrando en el Comité os convertís en una formación regular reconocida por la Convención de Ginebra, y con todo el crédito y el prestigio que os habéis ganado con vuestras victorias. Quedándoos fuera sois una simple banda armada, por más temible que sea.
Mientras hablaba, Montesi contaba los pasos y los minutos que le separaban de su propia ejecución capital, aunque el silencio de Sugano le daba por lo menos la esperanza de que le estuviese escuchando. Prosiguió.
—Si aceptáis mi propuesta, los Aliados os darán apoyo con lanzamientos regulares en paracaídas y de acuerdo con nuestras cúpulas. Incluso podrán proporcionaros exactamente lo que vosotros pidáis…
Sugano seguía mudo.
—Estáis obligados, para manteneros, a confiscar a la población medios de transporte y sobre todo reservas alimentarias, cosa que os hace impopulares. Una parte considerable no os quiere: han llegado las protestas hasta nosotros, acusaciones de saqueos…
En aquel punto Montesi temió que Sugano le disparase por la espalda, pero no pasó nada. Entonces se detuvo.
—Con nuestro apoyo recibiréis más refuerzos por aire y en cualquier caso podréis entregar unos certificados con los que las familias podrán obtener una indemnización por lo que les ha sido confiscado. ¿No crees que si me fusiláis perderéis gran parte del prestigio que ganasteis participando en la batalla de Monte Sole?
En aquel punto, muy lentamente y con las manos en alto, Montesi se volvió hasta encontrarse cara a cara con el cañón de la metralleta.
—Hemos llegado —dijo Sugano.
Montesi asintió.
—¿Entonces? ¿Qué vas a hacer, dispararme?
Sugano bajó la metralleta.
—No —dijo—, porque tienes razón.
Montesi dejó escapar un suspiro de alivio y se sentó sobre un tronco de árbol para calmarse y que su corazón recuperase el ritmo normal.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó—. ¿Cómo se lo tomará Lupo?
—No lo sé. Pero tendrá que atender a razones. Se pondrá a gritar, tal vez me apunte con la pistola…, ¿quién sabe? Da igual, antes o después tenía que pasar.
—Entonces, ¿vamos?
—No, de momento no. Esperaremos, tal vez se calme mientras tanto. Le conozco —respondió Sugano.
Montesi le ofreció uno de los Chesterfield que le quedaban y siguieron charlando sentados sobre el tronco del árbol. No podía creer que había pasado en pocos minutos de la perspectiva de un fusilamiento sumario a fumar, y no el último cigarrillo del condenado a muerte, en compañía de su justiciero designado. Hablaron largo y tendido, hasta que Sugano consideró que era el momento y volvieron sobre sus pasos, caminando uno al lado del otro. Cuando llegaron, Lupo no estaba. Había partido con un pelotón de unos veinte hombres para un reconocimiento.
—Mejor —dijo Sugano—, así se desahoga y cuando vuelva tal vez haya cambiado de idea.
Entraron en el edificio que servía de cuartel general y Sugano convocó a Spino, el centinela, para saber si había novedades.
—Hemos cogido a un fascista y Lupo ha dado orden de fusilarlo. Te estaba esperando.
—Dios santo, pero si este lugar es una carnicería —estalló Montesi.
Sugano le dio con el codo y luego preguntó:
—¿Dónde está ese fascista?
Spino abrió la puerta de un establo y los otros le siguieron. Un rayo de sol iluminó el interior.
—Pero si es un niño —dijo Montesi.
—Es un fascista —rebatió Spino.
—No podéis fusilarlo —continuó Montesi—, está protegido por la convención de Ginebra. Tendrá quince años como mucho.
—Dieciséis —corrigió el interesado.
Montesi se le acercó.
—¿Por qué te alistaste?
—Para defender a mi patria de los invasores y de los traidores como vosotros.
—¿Traidores? —dijo Montesi—. Tal vez no tienes las ideas muy claras. Podemos discutir sobre quiénes son los traidores y quiénes los invasores. Tal vez deberíamos hablar.
—¿Para qué? ¡Fusiladme y acabemos con esto!
—A callar, demonios, ¿es que tienes prisa por morir? —dijo Montesi, luego miró a Sugano, que se encogió de hombros.
Salieron.
—¿No puedes hacer nada? —le preguntó.
—Bromeas. Ya he desobedecido y no te he matado. Ahora le perdonamos también la vida al chico, ¿y quién va a oír a ese cuando vuelva?
—Ya le hablaré yo —respondió Montesi.
—Estás loco. Pero, si te ves con ánimos, y consigues sobrevivir los primeros cinco minutos, tal vez cuentes con probabilidades. —Se volvió hacia Spino—: Mientras tanto tenlo bajo estrecha vigilancia. Si escapa, ten por seguro que acabamos todos fusilados.
Spino asintió y echó el cerrojo con dos vueltas.
—¿Qué final tuvieron esos cinco chicos recién llegados? —preguntó Sugano.
—Lupo los ha mandado con Guerrino hacia Montepastore y Monte Ombraro para controlar la zona entre nosotros y los de Montefiorino —respondió Spino.
—¿Y cuándo vuelven?
—No lo sé. Cuando hayan terminado.
Spino se volvió hacia Montesi y dijo:
—¿Sabes? Había también uno de tu tierra entre esos cinco chicos recién llegados.
—¿Cómo se llamaba?
—Fabrizio, me parece —respondió—. Uno con el pelo castaño y de ojos claros, bien plantado, con un lunar negro en el cuello.
—¡Dios santo, el hijo de Savino!
—¿Y quién es? —preguntó Sugano.
—Un amigo mío. No quería que viniese aquí. Por eso no le había dicho nada. ¿No hay forma de reclamarlo? No tiene ninguna experiencia, no ha disparado ni una sola vez en toda su vida.
—Cálmate —dijo Sugano—, es lo normal, como nadar mar adentro: se aprende enseguida o uno la palma. Les ha tocado hacerlo a muchos otros antes, ¿qué tiene él de especial?
—Nada. Solo que le quieren y no quisiera que muriera.
Lupo no reapareció hasta al cabo de tres días. Estaba trastornado.
—Los alemanes lo han quemado todo: casas, barrios, haciendas. No ha quedado nada en Monte Sole.
Montesi se acercó.
—Con lo sucedido era de prever que se tomasen venganza.
—¿Y este qué hace aquí? —dijo observando al que para él era un muerto que hablaba—. Me parece haber ordenado que lo quitaran de en medio.
—Ha convencido a Sugano de que estás en un error y también de que perdonase la vida a ese muchacho que hay dentro del establo —se entrometió Spino.
—Estoy demasiado cansado para cabrearme —respondió Lupo—, he de dormir, no me aguanto de pie, pero esta historia no me gusta. —Luego, apuntando con el dedo a Montesi, dijo—: Aquí mando yo. Tú no cuentas un carajo.
—Sí, el comandante eres tú, Lupo, pero ese muchacho no merece morir. Le he hablado, le he convencido de que la razón está de nuestra parte, de que los patriotas somos nosotros. Estará con nosotros y será un gran combatiente por la libertad, te lo garantizo.
Lupo se le acercó hasta casi tocarlo y le miró fijamente a los ojos.
—Bien, tomo por buena tu garantía. Pero si te equivocas, si él escapa y va a contar todo lo que ha visto a los nazis, te hago fusilar como que hay Dios.
—No será necesario —respondió con calma Montesi—. ¿Y ahora qué hacemos?
—Vamos a Monte Sole. Debemos proteger a nuestra gente.
—Si vuelves ahí, será el fin. Los alemanes os caerán encima y os harán pedazos: solo tenemos armas ligeras, no podemos conseguirlo. Vayamos por el lado opuesto. Alcancemos la República de Montefiorino y unámonos a la división Módena. La unión hace la fuerza.
Lupo no dijo nada, se volvió y entró en la casa.
—Necesita dormir —dijo uno de su grupo—, no pega ojo desde hace cuarenta y ocho horas.
Sugano eligió a tres hombres entre los más descansados y los destinó a la guardia del comandante, para que velasen su sueño.
Lupo durmió nueve horas seguidas y se desveló a las cuatro de la mañana. Convocó a Sugano y otros tres comandantes de batallón. Corvo, Riccio y Labieno, y celebró consejo.
—Decid lisa y llanamente si tenéis miedo de luchar. No hemos retrocedido nunca delante de nada ni de nadie. No comprendo por qué no podemos recuperar la posición en Monte Sole.
Sugano se sintió herido en lo más vivo.
—Pero ¿qué coño dices, Lupo? ¿Acaso alguna vez me has visto temblar? ¿No hemos luchado durante horas y horas, día y noche, con nieve y lluvia? ¿Me has visto escapar? ¿Cuándo te he dejado con el culo al aire?
—Pues entonces vamos, ¿qué problema hay?
—Pues que tenemos municiones para una hora de fuego —respondió Corvo.
—Y eso es definitivo —concluyó Sugano—. A menos que queramos suicidarnos todos. He hablado con Fabbro esta noche, él cree que podemos ir hacia Castello di Serravalle. Allí tiene amigos que tal vez puedan prestarnos ayuda y darnos provisiones, después de que…
—Después de que ya hablaremos —cortó por lo sano Lupo.
Nadie en ese momento se sintió con ánimos de contradecirlo. Se despertó a la gente de viva voz, hombre por hombre, luego Montesi se puso a la cabeza de la columna manteniendo a su lado a Romolo, el muchacho al que había salvado la vida y del que era personalmente responsable.
Caminaron durante un par de horas hasta que llegaron a Monte Vignola, no lejos de Vergato. Y allí Bruno Montesi reconoció a Fabrizio en medio de sus compañeros y una veintena de hombres de la Stella Rossa. Se abrazaron.
—Eres un loco —dijo Montesi—, ¿por qué has venido aquí arriba? No has disparado nunca un tiro.
—Por desgracia, lo he hecho —respondió.
Y en aquel momento se miró las botas y pensó en el muchacho al que había dado el tiro de gracia y le parecía que se asemejaba aún más a Rossano, aunque la cosa pareciese imposible.
—Es inútil preguntarte si no querrías volver abajo, a casa, ¿verdad?
—Totalmente inútil —respondió Fabrizio—, ni hablar de ello. Mi puesto está aquí.
—Como prefieras, no quiero insistir, pero ten cuidado, esto no es un juego, morir es muy fácil.
Prosiguieron su marcha hasta el atardecer sin problemas, pero siempre alerta. Movimientos de tropas alemanas eran señalados en varias partes del territorio. Hicieron noche en un henil por la parte de Savigno y a la mañana siguiente llegaron a Castello de Serravalle, a una cota más bien baja. Lupo estaba nervioso y continuaba mirando a su alrededor como si se oliese el peligro. Un amigo de Montesi se presentó y les mostró dónde estaban las provisiones: un trastero utilizado hasta un par de días antes por un comando alemán.
En aquel punto Lupo recuperó su idea de volver a Monte Sole, pero se topó con la decidida oposición de Sugano:
—No contamos, en cualquier caso, con suficiente munición y sabemos seguro que los alemanes volverán con fuerzas y armas pesadas. Tiene razón Fabbro: tenemos que ir hacia Montefiorino y unirnos a los otros de la división Módena.
Lupo montó en cólera.
—Tú no vas a ninguna parte —dijo—, aquí decido yo dónde se va y todo este camino lo hemos hecho en balde.
—Los míos y yo mismo vamos a Montefiorino.
—¡Inténtalo y te mato! —gruñó Lupo.
—¡Hazlo, si tienes valor! —gritó Sugano.
Lupo quitó el seguro a su metralleta, pero Montesi intervino metiéndose en medio:
—Pero ¿estáis locos? Solo falta que nos disparemos entre nosotros. ¡Dejadlo correr y seamos razonables, por Dios! ¡Acabad ya, he dicho! —repitió dándoles unos empellones hasta separarlos.
Fabrizio estaba estupefacto de asistir a una escena semejante: dos personajes que él consideraba unos héroes se estaban apuntando el uno al otro. Pero su amigo Bruno estaba tomando las riendas de la situación.
—Escuchad, comportémonos como personas y no como bestias: aquí ninguno de los dos quiere aceptar el punto de vista del otro. No nos queda sino separarnos.
Se hizo un silencio sepulcral entre los hombres, desmoralizados al ver producirse un enfrentamiento entre sus mejores jefes. Lupo estaba trastornado. Nunca había ocurrido que su autoridad fuese discutida, pero probablemente se daba cuenta de que no era ya posible mantener unida la brigada. Montesi pensaba también que el obstáculo más grande para un arreglo era la negativa categórica de Lupo, cuando la Stella Rossa se uniera a la división Módena, de someterse al mando de otro. De cualquier otro.
Miraba primero a Lupo y luego a Sugano, y a continuación a los hombres inmóviles con el dedo índice en el gatillo, tratando de descifrar quién estaba con él. De repente habló Lupo:
—Está bien. No quiero obligaros: nunca lo he hecho. Siempre me habéis seguido con entusiasmo, siempre habéis reconocido mi mando. Si queréis iros, no os retendré, pero las armas debéis dejarlas aquí: son mías y de mis hombres, de quienes me son fieles y no me abandonarán.
Montesi pensó que la situación estaba a punto de precipitarse una vez más: la posesión de las armas era vital para cada uno de los dos jefes que se enfrentaban de nuevo con las metralletas apuntadas.
—Ya basta —dijo—, sabes perfectamente que aquí nadie puede sobrevivir sin armas. Lupo, estos hombres han tomado una decisión que no te gusta. Pero ¿es esa una razón para condenarlos a una muerte segura? Sabes que no se dejarán desarmar y sabes que la única manera de quitarles las armas es matarlos. No lo harás, Lupo, porque eres un comandante, porque no quieres que se derrame sangre entre aquellos que hasta ahora se han considerado hermanos, más que hermanos, que han compartido todos los peligros, los sacrificios, las noches al raso, las heridas, las marchas interminables. Deja irse a quien piensa distinto de ti, y te respetarán, te recordarán y hablarán de ti a sus hijos y sobrinos. Quedemos como amigos y esperemos reencontrarnos en una Italia mejor, más libre y justa.
Cuando hablaba, Montesi se emocionaba por sus propias palabras, por la mesurada retórica que había aprendido en la escuela del Partido, y no se sentía incómodo porque sabía que era el primero en creer lo que decía. Y aquella gente era también fácilmente influenciable. Al final Lupo aceptó dejar partir al grupo de Sugano con las armas y no trató de convencer a nadie de que se quedase con él. Le bastaban los que tenían un motivo para hacerlo. Sugano se alejó con cerca de doscientos hombres. Lupo volvió atrás con los otros. Eran todos oriundos del Valle del Reno, de Marzabotto, Grizzana, Vergaro, Monzuno, Pian di Venola. Volvieron porque sabían qué sucedería y, si tenían que morir, preferían al menos dar la vida luchando ante las puertas de sus casas.
No hubo abrazos ni lágrimas. Cuando llegó a la cresta de la montaña, Sugano se volvió hacia atrás para contemplar la columna de Lupo que regresaba hacia Monte Sole y en su fuero interno les deseó buena suerte, porque estaba convencido de que iban al encuentro de una muerte segura.
Aunque se hubiese unido desde hacía poco a la brigada, Fabrizio había pasado por una experiencia desgarradora y se sentía ya curtido como un veterano. De vez en cuando intercambiaba algunas palabras con Montesi, como si buscase consuelo para el remordimiento que sentía al haber dejado partir a Lupo y a los suyos hacia un destino marcado.
—No es culpa tuya, Fabrizio —le respondió Montesi—, cada uno de nosotros, en su interior, ha hecho la elección que ha considerado más acertada y nadie puede saber lo que le reserva el destino.
Al día siguiente la brigada de Sugano entró en Montefiorino poniéndose a las órdenes de Mario Ricci, «Armando», comandante de la división Módena, que los destinó inmediatamente a Frassinoro, no lejos del límite con Toscana. Pocos días después, una llamada telefónica del mando les avisó de que dos divisiones motorizadas alemanas habían desencadenado una gran ofensiva contra el extremo norte del territorio de Montefiorino, hacia el valle. Se trataba de resistir como fuera, pero el enfrentamiento era desigual en cuanto a los medios de transporte, hombres y armamento. El grupo de Sugano recibió la orden de desplazarse hacia el oeste de Frassinoro, hacia Val d’Asta, en el límite con Reggio, porque los alemanes estaban tratando de cercarla por aquella parte para cortarle la vía de fuga hacia Toscana y las líneas aliadas. La brigada se hizo fuerte en un pueblo de la cresta de la montaña que dominaba un vasto territorio y desde el que se podían ver eventuales movimientos de tropas. A las cuatro de la mañana un mensajero trajo la orden de desplazarse de nuevo hacia el suroeste en dirección al puerto de las Forbici. Era un traslado difícil y peligroso porque los alemanes se habían infiltrado ya en aquella zona y habían destruido completamente varios pueblos.
Hacia las diez de la mañana Spino refirió a Sugano que había novedades.
—Hay un pastor que ha pasado por el puerto de las Forbici, le he interrogado y parece que la vía está libre.
Sugano quiso verle.
—¿Qué? ¿Qué has visto allí arriba?
—Hay un grupo de los vuestros que defiende el puerto. Estoy seguro, porque los oí hablar.
—¿Estás seguro de no equivocarte?
—Como de que estoy aquí. Es gente de la división Módena.
—Bien, vamos a ver. Los ojos bien abiertos y listos para disparar a la mínima alarma.
La brigada se dispuso en abanico y comenzó a subir. Fabrizio perdió contacto con Bruno Montesi, que iba con otros dos del pueblo: Ando Banto y Amedeo Bisi. Hubiera querido llamarle para decirle que esperase, pero ya no conseguía ver dónde estaba. El terreno estaba descubierto porque la mayor parte de los árboles habían sido talados, pero los hombres que subían trataban de camuflarse de todos modos detrás de una vegetación de arbustos, matas de enebro y carrascas.
Había un silencio irreal, ni siquiera los pájaros cantaban, y Sugano, en posición avanzada, hacía una indicación, de vez en cuando, de avanzar hacia la cima. De pronto el aire inmóvil fue rasgado por un fragor ensordecedor de ametralladoras y de fusilería. Sugano gritó:
—¡A cubierto, a cubierto! ¡Hay alemanes! ¡Disparadle a ese pastor, cojones! ¡Matadle, lo quiero muerto!
Estaba furibundo, pero los suyos estaban demasiado ocupados como para disparar contra el pastor. Algunos fueron alcanzados, los otros trataron como pudieron de salir bien parados. Un infierno de hierro y fuego con miles de balas que caían como una granizada por todas partes.
Fabrizio, trastornado, trató de encontrar refugio dentro de un foso. Vio en la lejanía, a la izquierda, pasar a Montesi con Banti, Amedeo Bisi y otros tres o cuatro. Se arrastraban vientre a tierra sobre el terreno mientras las balas percutían contra las piedras y las rocas en torno a ellos, haciendo saltar miríadas de esquirlas candentes. Esperó a que el fuego cesase y se puso a correr doblado por la cintura en dirección a sus compañeros, pero las ráfagas se reanudaron inmediatamente. Sintió de golpe un dolor desgarrador en la pierna izquierda, que le falló, rota.
Gritó, pidió ayuda, pero no lo oía nadie. Comenzó entonces a arrastrarse por el suelo para ganar el colector y, una vez hubo rodado dentro de la pequeña hondonada del terreno, continuó arrastrándose dejando tras de sí una estela de sangre, siguiendo la pendiente del terreno, hacia abajo. En un determinado punto se vio protegido por un ribazo y salió del colector arrastrándose de nuevo penosamente hasta el tronco de un haya y allí se detuvo, apoyándose con la espalda. Pasó uno de la brigada y luego otro, a la carrera, pero ninguno de los dos se detuvo ni prestó atención a sus invocaciones de ayuda. Pensó que en poco tiempo estaría completamente desangrado y cerró los ojos para prepararse para morir. Habían muerto muchos, en definitiva, tan jóvenes como él, de un bando y del otro en aquella horrenda carnicería, ¿qué había de especial en su suerte? De hecho moriría por nada. Y la única empresa llevada a cabo le quemaba dentro como un hierro candente. Las botas…, las botas estaban aún casi nuevas. Tal vez servirían para algún otro. Las botas son tan importantes como una metralleta cuando hay que luchar y correr, correr…
El mundo se había detenido y pensó que había llegado su hora, pero alguien le había apoyado una mano sobre el hombro y lo sacudía como para despertarlo. Abrió los ojos y dijo:
—¡Bruno!
Fabbro estaba enfrente de él. Lo cargó sobre sus hombros y lo llevó hasta un bosquecillo de carrascas y allí esperó. Llegaron Bisi, Banto y otros compañeros, entre ellos los dos que habían corrido sin detenerse.
—Han sido ellos los que me han avisado de que estabas herido. —Y comenzaron a construir unas angarillas cortando ramas de fresno con la bayoneta.
—¿Dónde está Sugano? —consiguió decir Fabrizio.
—No lo sé. Nos hemos perdido de vista. Ahora tratemos de salvarnos si podemos.
Avanzaron hacia el pueblo habitado más próximo, a menudo teniendo que evitar patrullas de soldados alemanes, encontrando grupos aislados de partisanos, pero aún armados y organizados. No tenían nada que comer, el mismo Montesi perdía sangre por una herida en el cuello causada por una esquirla. Pasaron la primera noche sin pegar ojo, sin comer. Había solo agua clara y fría que bajaba en mil riachuelos desde las cimas de los montes. Fabrizio deliraba. Al día siguiente llegaron a un pueblo minúsculo, pero donde había dos médicos que hasta ese momento habían mantenido en activo una especie de hospital de campaña para los partisanos heridos. No tenían ya nada, ni instrumental quirúrgico, ni medicamentos.
Tuvieron que amputar, sin anestesia, con una podadora y una sierra de carnicero. Los gritos de dolor de Fabrizio se oyeron desde una gran distancia.
Montesi lloró.
Los que pudieron se refugiaron en Toscana detrás de las líneas aliadas. Sugano volvió, con un pequeño grupo de gente que le era muy leal, a Bolonia.
Lupo y los suyos, alcanzada la zona de Monte Sole, libraron batalla con los alemanes, a muerte, con metralleta y pistolas contra blindados, ametralladoras y cañones. Al final, de su grupo solo quedó él contra un oficial alemán. Se enfrentaron en un duelo de otros tiempos, uno contra otro, hasta que el campeón italiano agotó las balas y fue herido en un hombro.
Consiguió salir de allí y esconderse en el bosque, taponando lo mejor posible la hemorragia. Luego, precisamente como un lobo herido, buscó una guarida oculta en un recoveco de la montaña para morir.
Su cuerpo, acurrucado y encogido, fue encontrado un año después, terminada la guerra.