28

Fabrizio dejó la casa y la familia tres meses después de la marcha de Rossano. Se había producido en la montaña un enfrentamiento durísimo entre un regimiento alemán, apoyado por los fascistas de las brigadas negras, y la formación partisana Stella Rossa. Los alemanes habían sido derrotados y habían dejado sobre el terreno más de quinientos hombres. Una batalla en la que el comandante Musolesi, llamado Lupo, había aprovechado su conocimiento del territorio como consumado estratega. La noticia se había extendido con la rapidez del rayo por toda la zona, provocando gran entusiasmo. Tras la constitución, en la montaña, de la República partisana de Montefiorino, aquel era otro gran éxito militar. Querían combatir y hacer su contribución al rescate de la nación.

Desde hacía tiempo Fabrizio acariciaba aquella aspiración, pero no había querido hablar de ello con el herrero por temor a verse disuadido, y fue uno de los primeros en partir. Antes del amanecer, a las cuatro de la mañana. La madre, bañada en lágrimas, le preparó la mochila con las provisiones y hasta el final esperó poder convencerlo para que renunciase. Su padre, que se había dado ya cuenta de la imposibilidad de pararle, le regaló un par de botas nuevas.

—Me hubiera gustado llevarte con la camioneta, al menos hasta el Sasso, pero no tengo gasoil y no se encuentra en ninguna parte. Te llevará Iófa, ahí está con el carro, pero solo hasta el Sasso, porque después tiene que volver.

Antes de dejarle le dio un fuerte abrazo llorando en silencio.

Fabrizio trató de controlar sus propias emociones.

—Tranquilo, padre, volveré. Sé cuidar de mí mismo.

—No es eso lo que temo. Es todo lo demás. Tú no te das cuenta de lo que es un combate, de lo que significa la violencia pura, matar para que no te maten, en la refriega, o golpear a sangre fría, tener las manos, los brazos, el rostro cubierto de sangre, sangre de otros hombres como tú. Pero te comprendo y, si pudiese, te lo juro, me iría contigo, pero he de proteger a tu madre, defender nuestra casa.

—Lo sé, padre. Fuiste un combatiente valeroso y lo serías aún y sería hermoso estar uno al lado del otro. Pero las cosas son así. Trataré de mantener el contacto. No os dejaré sin noticias.

Montó en el carro y Iófa dio una voz al caballo.

Savino se quedó mirándole hasta que él se volvió para el último saludo, con la mano, antes de desaparecer.

Llegado al Sasso, Fabrizio dio las gracias a Iófa por haberle llevado y se puso en camino. Anduvo ininterrumpidamente durante todo el día, parando solo para comer algo y beber un sorbo de agua de la cantimplora de su padre, reliquia de la Primera Guerra Mundial. Las carreteras estaban estropeadas y habían sido arregladas lo mejor posible con grava, y sus botas, uno de los productos de mala calidad de la autarquía, al cabo de algunos kilómetros comenzaron a dar muestras de deterioro.

Hacia el atardecer, cuando ya avanzaba en subida por el Apenino, se encontró con otro muchacho que iba, como él, arriba a la montaña. Llevaba un fusil de caza en bandolera.

—Me llamo Fabrizio —le dijo—, ¿vas tú también arriba?

—Sí.

—¿Conoces el camino?

—Me lo ha indicado uno que ha estado.

—¿Puedo ir contigo?

—Si quieres.

Caminaron juntos por espacio de casi una hora sin decir una palabra, luego Fabrizio rompió el silencio.

—¿Tú cómo te llamas?

—Sergio.

—¿Has luchado antes?

—No.

—¿Crees que saldremos de esta?

—Cuando coges un fusil aprendes muy pronto lo esencial para que no te maten.

—Ya ha oscurecido, ¿qué hacemos?

—Tiene que haber un secadero de castañas más arriba. Allí se puede dormir.

Llegados al refugio que habían elegido para la noche, se dieron cuenta de que otros habían tenido la misma idea: tres jóvenes como ellos, Albino, Corrado y Filippo, los primeros dos de Savignano, el otro del Sasso, también voluntarios de las fuerzas combatientes, entre veinte y veintitrés años de edad. Descansaron durante unas horas, tumbados sobre las hojas secas, tras haber extendido el paño de lana que cada uno llevaba consigo.

A medianoche se oyó el diluviar repentino de un aguacero, el agitarse de las copas de los castaños, el seco estrépito del trueno. El batir de la lluvia contra las pizarras del tejado junto a la sensación de estar al resguardo y en lugar seco los reconfortó. Aquella hubiera tenido que ser, para la mayoría de ellos, una especie de vela de armas, pero la juventud y el cansancio se impusieron y en poco tiempo todos dormían como niños en su cuna. Hasta las primeras luces del día.

Retomaron enseguida el camino por un sendero muy pronunciado y pedregoso y las botas de Fabrizio, ya puestas a dura prueba, quedaron en un estado lamentable. Al atardecer llegaron al puesto de control que vigilaba el territorio de Lupo y de su brigada.

Inmediatamente se dieron cuenta de que la situación era turbulenta. Tendido bajo la techumbre de un aprisco había un herido que aullaba, y llegaban gritos del bosque junto con un rumor de hojas secas pisoteadas. El que estaba próximo al abrevadero, con cinto, pistola y cartuchera, no podía ser sino él: Lupo. ¿Habían llegado demasiado pronto o demasiado cerca?

—¿Quiénes son esos de ahí? —vociferó Lupo indicando a cinco muchachos.

Fabrizio se adelantó.

—Somos voluntarios. Queremos luchar a vuestro lado.

Lupo alzó los ojos al cielo.

—Quieren luchar, por Dios bendito, quieren luchar y con qué coño quieren hacerlo, si no tienen una mierda, si hasta llevan las botas rotas, y quieren luchar. Y yo tengo que darles de comer a todos estos, armarlos y vestirlos.

Se oyeron otros ruidos y llegó una patrulla que empujaba hacia delante con los cañones de las metralletas a un grupo de republicanos de las brigadas negras. Vestían todos de uniforme y eran muy jóvenes, poco más que adolescentes. Lupo se volvió para mirarlos, luego se giró para mirar a los recién llegados.

—Queréis luchar, ¿eh? Bien, pues venid aquí, que vamos a ver si tenéis pelotas.

Los jóvenes voluntarios se adelantaron mientras los muchachos con el uniforme negro eran puestos contra la pared con las manos atadas a la espalda.

—Dadles un puñal a esos cinco.

Fabrizio, Filippo, Sergio y los otros cogieron cada uno en silencio su propio puñal.

—Ahora adelante —ordenó Lupo—, venga, moveos.

Los cinco se encontraron delante de unos chicos de su misma edad que habían luchado en el frente enemigo. Tanto unos como otros ya sabían lo que les esperaba.

—Estos son unos criminales de guerra —dijo Lupo— y deben ser ajusticiados de inmediato. No quiero desperdiciar ni una bala y no queremos que se oigan los disparos. Emplead el puñal que tenéis en la mano. Ahora.

Los cinco muchachos estaban a poco más de un metro de distancia de sus adversarios de la camisa negra.

—¿Qué? —gritó Lupo—. ¿A qué esperáis?

Fabrizio fue el primero en adelantarse con el puñal en la mano y llegó casi a estar en contacto con uno de los prisioneros: sentía el olor, el terror, o quizá el odio, percibía una vibración de locura, que lo contagiaba de un temblor irrefrenable. El muchacho de negro lo miraba a los ojos con una expresión indescifrable: tal vez trataba de controlarse, de no demostrar miedo, de no caer de rodillas, de no llorar. Fabrizio vio en él a Rossano. Tenía su misma edad, sus mismos ojos. A cada instante que pasaba se le parecía cada vez más. Ahora el puñal estaba a pocos centímetros de la garganta del chico.

—Vamos —le dijo él—. Acaba de una vez. No puedo soportar más este momento. No quiero dar el espectáculo. Empuja, coño.

Sudaba a mares. Fabrizio sintió algo que caía, se volvió: Filippo se había desmayado, y Sergio a duras penas lograba contener los conatos de vómito. Dejó caer el puñal.

—Entendido —dijo Lupo—, sois unos cagados. ¡Sugano! ¡Suganooo!

Acudió un hombre de unos treinta años con metralleta terciada y pistola en la cartuchera.

—Encárgate tú. Llévalos a la hondonada.

Sugano llamó a dos de los suyos, que empujaron a los prisioneros dentro del bosque. Diez minutos después se oyeron una ráfaga de metralleta y un par de disparos.

—Ya está —dijo Lupo, y acto seguido, señalando a Fabrizio y a Sergio, añadió—: Vosotros dos, id a la hondonada y ved si esos tienen unas botas buenas, que con las vuestras no llegaréis a ninguna parte.

Los dos se miraron el uno al otro, perdidos.

—¡Qué cojones! —tronó Lupo—. ¿Es que he de decíroslo todo? Moveos, he dicho, u os mando para allá de una patada en el culo.

Echaron a andar y en pocos minutos llegaron a la «hondonada»: una depresión del terreno donde, en medio de un charco de sangre, yacían los cuerpos de los muchachos de camisa negra. Fabrizio vio que uno de ellos, tal vez el mismo que hubiera tenido que apuñalar, llevaba un par de botas de montaña con las suelas de caucho «carrarmato», casi de su medida: se armó de valor y comenzó a desatarlas. Apenas sacó la primera el muchacho, aún vivo, reaccionó.

—¡Mátame, cobarde! ¡Mátame!

Sugano le alargó la pistola.

—Es mejor comenzar cuanto antes. Deberás curtirte, y además, en este punto, le haces un favor.

Fabrizio cogió el arma y disparó. Los ojos del muchacho se apagaron. Él terminó de sacar la bota. Unas botas malditas, pensó mientras volvía hacia el campamento.

—Sé lo que sientes —dijo Sugano—, pero no hay alternativa. Cuando es tiempo de lobos, las ovejas deben estar encerradas.

Entretanto Bruno Montesi, que había sido nombrado comisario político de la brigada Stella Rossa comandada por Lupo, estaba a punto de llegar. Antes de partir, le había sido fijada por el Partido una cita con un elemento de la Resistencia, en una taberna de Casalecchio, enfrente de via Porrettana. El hombre respondía, en código, por Martino y era el comandante de un batallón de asalto de los Bianchi que se encontraba por la parte de Palagano, en la vertiente modenesa. Montesi lo reconoció por los bigotes caídos a la tártara y por una cicatriz de quemadura en la mano izquierda.

—Eres Martino, ¿no? —le preguntó.

El hombre asintió y respondió:

—Y tú eres Montesi.

—En efecto.

—Siéntate y come: judías con patatas guisadas. Aquí las hacen buenas y el pan es tierno.

Montesi se sirvió y se llenó el vaso de vino blanco.

—Así que quieres reunirte con Lupo.

—Si lo consigo, es mi intención.

—Entonces necesitas un nombre de guerra.

Fabbro [herrero] me parece adecuado.

—Si te gusta… En cualquier caso, buena suerte, la necesitarás.

—Tengo una carta de presentación del CLN.

—¿Ya sabes lo que se va a hacer con tu carta de presentación?

—No me lo digas, me lo imagino. Pero, de todas formas, he de reunirme con él. Convenceré a Lupo de que le conviene entrar en el CLN.

—Escúchame bien: Lupo no soporta a los comisarios políticos. Según él, hablan mucho y hacen poco. Y, además, ha escapado ya a dos atentados y ahora no se fía de nadie. Uno de los suyos trató de apuñalarlo y se salvó de puro milagro, solo porque sus hombres lo adoran y velan por él toda la noche. Y el que detuvo la mano del sicario, Olindo Sammarchi, compañero suyo de juegos de la infancia, amigo de siempre, y que gozaba de una confianza todavía mayor por haberle salvado la vida, fue el que lo traicionó y organizó por cuenta de los nazis otros atentados contra él. ¿Te das cuenta? Al final fue descubierto y pasado por las armas inmediatamente. En mi opinión, ¿de quién podía ya fiarse Lupo? Si no se podía fiar de su mejor amigo, puedes imaginarte cómo tratará a un desconocido.

—Pero ¿por qué trató de apuñalarlo?

—¿Quién, el traidor? Se llamaba Amedeo Arcioni. Dijo que había sido obligado a hacerlo porque los nazi-fascistas tenían en su poder a su familia. Y Lupo le perdonó. El hecho es que ha derrotado tantas veces a los alemanes que ahora lo consideran ya el enemigo número uno. Hizo hasta descarrilar un tren y se apoderó de la carga. Los nazis darían cualquier cosa por eliminarlo. En estas condiciones también tú desconfiarías, ¿no crees?

—Pero ¿es cierto que los de la Stella Rossa son diez mil?

Martino se encogió de hombros.

—¿Bromeas? ¿Y cómo se las arreglarían para mantener a diez mil personas? Serán setecientas u ochocientas, que en cualquier caso son una cifra respetable, el máximo que puede soportar un territorio tan pobre. El hecho es que la movilidad de sus grupos es tal que aparecen en los puestos más lejanos y dispares, y actúan con tal rapidez que dan la impresión de ser muchos más. Sabes lo que pasó en Monte Sole, ¿no?

—Hubo una gran batalla —respondió Montesi.

—Lo puedes decir bien alto. Los alemanes estaban decididos a jugarse el todo por el todo, porque la situación se les escapaba ya de las manos y una vasta porción del territorio de montaña estaba bajo el control de la Stella Rossa. Organizaron, por tanto, con el apoyo de los republicanos, una operación de rastreo a gran escala también con armas pesadas, ametralladoras y pequeños cañones. El objetivo era rodear completamente el Monte Sole, donde Lupo tenía el cuartel general de la brigada…

—Lo que significa que contaban con informadores.

—Por fuerza: el distrito que controlamos comprende cinco o seis pueblos habitados, más todos los pequeños caseríos rurales. Es fácil para ellos infiltrar a alguien. Un campesino que cava, un pastor que lleva a pacer a las ovejas…, cualquiera puede ser un espía. A muchos los hemos identificado y pasado por las armas, pero siempre aparecen otros. En cualquier caso, ¿qué hace Lupo? Tiene a sus hombres concentrados en lo alto hasta el último momento y luego, cuando los mensajeros le señalan que los alemanes están a un kilómetro, más o menos, los divide en muchos grupos y los lleva abajo, al pie del monte, los emplaza, bien escondidos por la vegetación o dentro de un campo de grano, en torno a todos los senderos de acceso. Los alemanes comienzan a subir, él mantiene quietos a sus hombres con el dedo en el gatillo, todos chicos de veinte años. Hay también soldados ingleses que han quedado aislados de sus propias unidades.

»Cuando los mensajeros le señalan que el último alemán ha entrado en el bosque, Lupo desencadena el infierno. Están rodeados, no tienen escapatoria. Dejamos fuera de combate a quinientos cincuenta. Los otros se salvaron huyendo… Desde entonces hemos tenido voluntarios que llegaban en tropel, hasta treinta por día.

—¿Estuviste tú también? —preguntó Montesi.

—¿Por qué, no ha quedado claro?

—Desde luego. Por tanto puedes ayudarme.

—Hasta cierto punto. ¿Sabes? También nosotros tenemos nuestras agarradas, sobre todo por el reparto del contenido de los lanzamientos de víveres en paracaídas, a veces con palabras agresivas, y es mejor que no me deje ver por ahí durante un tiempo. Te conduciré hasta un par de kilómetros de su cuartel general y te indicaré el camino. Luego tendrás que apañártelas por ti mismo. Pero ¿estás seguro de que quieres verle cara a cara ahora?

—Bueno, esas son las órdenes. Y tampoco creo que vaya a comerme.

—Yo no estaría tan seguro. Si llegas a verle, te encontrarás frente a uno con cara de chiquillo, pero no te fíes, pues puede convertirse en una fiera de un momento a otro: porque ha tenido una mala noche, o ha dormido poco o no ha echado un polvo, por lo que sea…

—Lo tendré presente. Entonces, ¿qué hacemos? Se han acabado las judías.

—Nos fumamos un cigarrillo y luego nos vamos. Tengo la camioneta aquí fuera.

Martino sacó un paquete de Chesterfield y le ofreció uno.

—Cosa fina. Un Virginia, rubio, en el último suministro en paracaídas había unos cincuenta paquetes.

Partieron después de medianoche y recorrieron el valle durante casi una hora hasta llegar a Pontecchio, luego el Sasso y a continuación Fontana, Lama di Reno y Marzabotto. Hacia las cuatro de la mañana Martino detuvo el camión al inicio de un sendero.

—Estamos en el territorio de la brigada Stella Rossa. Allí está la guarida de Lupo. Apenas empiece a clarear toma ese sendero y sigue adelante hasta que encuentres una bifurcación, allí toma a la derecha y sigue durante otro kilómetro en que atravesarás un bosque de castaños: cuando veas que comienza el hayedo quiere decir que casi has llegado.

—Y una vez allí, ¿qué hago?

—Nada. Te encontrarán ellos. Apenas oigas una voz que te ordena alto, levanta las manos. Esos primero disparan y luego preguntan quién va. ¿Estás armado?

—No.

—Bien. No soportan a la gente armada si no se trata de alguno de los suyos. Entonces estarás en la boca del Lupo. —Rio sarcásticamente—. Todo hay que decirlo.

Le dio lo que quedaba del paquete de Chesterfield.

Montesi le miró mientras invertía el sentido de la marcha y tomaba pendiente abajo, hasta que desapareció más allá de la primera curva. Mientras Martino daba la vuelta y emprendía el descenso, Montesi se encaminó por el sendero para dejar el camino y se detuvo al resguardo de una roca, se encendió un cigarrillo y esperó a que se hiciera de día. Aunque la vertiente de la montaña por la que subía estaba aún en sombra, el cielo era de un azul aguamarina. El canto de la corneja, débil, se desvaneció del todo al primer soplo de viento. Llegó a la bifurcación en unos veinte minutos y continuó subiendo por el sendero cada vez más empinado en medio de unos castaños de troncos gigantescos cubiertos de musgo. No había alrededor un alma viva, se oía tan solo algún agitarse de alas y se veía aparecer y desaparecer, por entre las frondas, la cumbre del Corno alle Scale estriada de blanco.

—Un paso más y eres hombre muerto —dijo una voz desde su izquierda, ni baja ni fuerte, una enunciación más que una orden y, por eso, también más eficaz. Montesi levantó las manos.

—Estoy desarmado y estoy aquí por encargo del CLN. He de ver a Lupo.

—Lupo no tiene muchas ganas de ver a gente. ¿Quién eres?

—Bruno Montesi, Fabbro. Tengo conmigo una carta de credenciales del CLN.

—Toma ese sendero de la izquierda y sigue adelante sin volverte hasta que yo te diga que te detengas.

—¿Puedo bajar las manos?

—Sí, pero no te vuelvas ni hagas movimientos extraños o…

—… soy hombre muerto.

—¡Muy bien!

Anduvo aún durante media hora hasta que se encontró ante un claro rodeado por un bosque de hayas y, al fondo, una casucha ruinosa y un secadero para las castañas. Era un puesto de control con dos partisanos armados con metralletas inglesas Sten. La voz de detrás de él dijo:

—Quiere ver a Lupo: tiene una carta del CLN.

—¿Eres tú, Spino? ¿Dónde cojones lo has encontrado?

—Abajo en el hayedo. ¿Qué coño hacemos con él? Avisar a Lupo que tiene visita, ¿no?

Uno de los del puesto de control se dirigió hacia la casa y poco después salió junto con otro.

—Has tenido suerte —dijo Spino—. Lupo te recibe. Es ese de la izquierda.

Spino estaba ahora a su lado: seco, ataviado con una guerrera, aparentaba no más de dieciocho años, y también los otros que veía alrededor de él eran todos muy jóvenes. Los nombres de guerra, la jerga, la jactancia de quien quiere parecer mayor de lo que es diciendo cojones y coño cada dos palabras les hacían parecer chavales que juegan a la guerra, pero en cambio actuaban endiabladamente en serio.

—Ese de la derecha es su hermano Guido —dijo Spino en voz baja—. Y el que está cerca de la puerta es Sugano, su brazo derecho.

A Lupo se lo encontró de frente, tal como se lo habían descrito. La barba hirsuta, el pelo ligeramente ondulado, los ojos negros y más grandes de lo normal, bajo una frente muy espaciosa, los labios carnosos y la nariz aquilina, de rapaz, le conferían la expresión inquietante de una tranquila ferocidad. Del cuello le colgaba una medallita, quizá de san Antonio.

—¿Quién eres y qué quieres? —le preguntó.

—Soy Fabbro y me manda el CLN como comisario político de tu brigada.

—No te he visto nunca y no me gustas. Y no necesito ningún comisario político. El que tenía era un rompecojones.

—Lamento que pienses así. Es importante que los combatientes tengan una motivación política.

—Soy yo quien decide lo que es importante para mi brigada. Muchos de mis hombres son de estos lugares y luchan por sus familias y sus casas, y me parece una motivación más que suficiente.

—Pero yo tengo disposiciones concretas del Comité de Liberación para instalarme aquí como comisario político. Estoy seguro de que nos pondremos de acuerdo…

No había terminado de hablar cuando llegó a la carrera uno de los hombres de Lupo y le musitó al oído:

—Han indicado que está subiendo una unidad de la SS por Pian di Venola.

Lupo hizo una seña a Sugano de que se acercara.

—Llévalo a la carbonera.

—Pero ¿qué pasa? —preguntó Montesi alarmado—. ¿Qué es esta historia? ¡Eh, mira, tengo aquí una carta del CLN, léela!

Pero Sugano ya estaba a su espalda y lo empujaba hacia el sendero con el cañón de la metralleta.

Montesi se sintió perdido.

Caminaron durante unos diez minutos en silencio y luego preguntó:

—Oye, soy un partisano, enviado del CLN, ¿por qué me tratáis así? ¿Qué es esa carbonera? ¿Qué vamos a hacer allí?

—Morir —respondió Sugano—. Tengo orden de Lupo de eliminarte.