El golpe asestado por la guerra a los Bruni fue, pues, durísimo, tanto por el martirio de Vasco como por la desaparición de Corrado y, lamentablemente, no ayudó a solucionar las diferencias entre Dante y Checco. Por lo general, quien se considera ofendido, viendo la desgracia del otro, piensa que el azar y la adversa fortuna lo han castigado suficientemente y tiende a mostrarse magnánimo o, cuando menos, dispuesto a dar el primer paso, aunque se considera que hace lo que es justo hacer. Pero no fue así entre los dos hermanos, a los que ni siquiera la muerte de la madre había contribuido a reconciliar, y siguieron ignorándose.
Armando, que era el más débil de todos, continuaba enfrentándose con la miseria, con las dificultades que no le daban tregua, en especial por la enfermedad mental de su mujer, a la que sin embargo seguía queriendo con gran arrebato y cariño. También la familia era una carga. Pero para él era también la razón más importante de la vida y demostraba a las hijas todo el afecto que podía, aparte de su extraordinaria capacidad de vivir con ironía incluso las más duras estrecheces. En esta situación, el enfrentamiento con el doctor Munari empeoraba cada vez que el médico debía tomar la resolución de internar a su mujer en la clínica psiquiátrica de Reggio. Armando sufría esa decisión como una violencia; no comprendía, si él estaba dispuesto a tenerla tal como estaba, por qué otro cometía la arbitrariedad de arrebatársela y llevarla a un hospital donde la trataban seguramente peor y donde los cuidados no daban ningún resultado.
La suerte de la guerra no hacía sino empeorar y la entrada de Estados Unidos en el conflicto, con todo el peso de su enorme potencia económica y militar, había rebasado desde hacía tiempo las relaciones de fuerza en todos los campos de batalla. Ahora ya eran muy pocos los que aún alimentaban ilusiones sobre quién conseguiría la victoria. Por el cielo cruzaban cada vez más a menudo los aviones aliados, que venían a bombardear no solo las instalaciones militares, sino también las civiles, como las industrias y las estaciones ferroviarias.
Muchas familias pasaban hambre y solo quien tenía dinero para pagar los precios exorbitantes del mercado negro podía alimentarse suficientemente. Los agricultores eran una excepción, porque la tierra no traiciona a quien la trabaja y la comida, al menos, no falta nunca. Se dividían, sin embargo, en dos categorías: las que vendían en el mercado negro sus productos y se enriquecían, y las que —más numerosas— daban generosamente a quien sufría el hambre. Nino y su familia estaban entre estos últimos y ni un kilo de trigo, ni un trozo de queso era vendido si no al precio oficial; a menudo era regalado. Su madre, una mujercita menuda medio emiliana, medio véneta, asumía en primera persona la tarea, y una vez que se había quedado sin un puñado siquiera de harina y se encontró ante un niño demacrado y flacucho que había esperado su turno, no teniendo nada más, le llenó los bolsillos de manzanas.
Fonso aceptaba trabajos cada vez más duros y arriesgados para ir tirando. En invierno iba a la ciudad a descargar la nieve de los tejados jugándose la piel cada vez. Resbalar sobre las tejas mojadas y heladas era cosa de un instante y casi siempre le llamaban de las comunidades de vecinos de edificios de tres o cuatro pisos. Ninguna esperanza si uno se hubiese caído desde esa altura.
Una tarde Nino se presentó en su casa a pedirle la mano de su hija. Le hubiera gustado comprar el anillo, como era costumbre, pero su amigo Pace, que había sido el designado, había desaparecido en la guerra y no se tenían noticias de él desde hacía bastante tiempo. Así, más que sustituirlo con otro, cosa que le habría parecido una traición, fue solo.
Fonso lo apreciaba como una persona seria y concedió de buen grado su aprobación. La boda se celebró al cabo de poco con una cierta modestia, porque los tiempos eran los que eran y ciertamente no se podía estirar más el brazo que la manga. Los recién casados fueron de viaje de novios a Venecia, donde Nino tenía parientes por parte de madre, por lo que no tuvieron que gastar dinero en el hotel. Y fue precisamente allí, en el pueblecito de montaña a los pies de la planicie de Asiago, donde se enteraron por la radio de que Mussolini había sido destituido y trasladado a un lugar secreto en los montes de los Abruzos.
—¿Dices que la guerra terminará? —preguntó Eliana.
—No lo creo. El rey formará un nuevo gobierno que deberá pactar con los americanos, y si las negociaciones llegan a buen fin, que significa de hecho la rendición de Italia sin condiciones, nos las tendremos que ver con los alemanes que están por todas partes.
Los hechos habían de darle la razón.
Eliana, una vez de regreso, vio enseguida que en la casa del suegro estaban vigentes las costumbres de la región de Módena y que las cuñadas trabajaban todas en el campo como los hombres, así que no quiso comportarse de manera muy distinta para no poner en un aprieto a Nino frente a su padre. Tras la primera jornada de trabajo, las manos con las uñas pintadas eran una pura llaga y le sangraban. Tuvo que adaptarse a llevar las bastas ropas de trabajo, encallecerse pies y manos y hacer trabajos extenuantes desde el amanecer hasta entrada la noche.
Pero la más oscura de todas fue la del 8 de septiembre, cuando junto con Nino escuchó en la radio el anuncio del armisticio: Italia se había rendido a un general americano con cara de mastín en un pueblecito de Sicilia. Luego el rey escapó con su familia al sur y sus generales se despojaron del uniforme y fueron a esconderse. En los días siguientes, de un extremo al otro de la península, el ejército, completamente abandonado a sí mismo, sin órdenes, sin apoyos de ningún tipo, sin coordinación, huyó a la desbandada y casi por todas partes fue arrollado por los alemanes.
En el pueblo, muchas familias se sumieron en la angustia porque no sabían ya nada de sus chicos. Nino decidió permanecer con su familia porque su mujer esperaba un hijo.
Muchos soldados italianos fueron hechos prisioneros por los alemanes y mandados a un campo de concentración, entre ellos un primo de Fonso que acababa de regresar de la guerra en África. Muchos se echaron al monte, pero conservaron las armas y se organizaron en grupos de resistencia, a menudo con sus oficiales, manteniendo el uniforme y la bandera.
Al cabo de seis meses el país tuvo que afrontar una calamidad peor aún, si cabe, que la guerra.
La guerra civil.
Liberado por los alemanes con una operación de paracaidistas, Mussolini constituyó una república en el norte y tocó llamada a todos los jóvenes fascistas dispuestos a batirse contra los invasores angloamericanos. Al menos esta era la razón principal por la que se propagaba el reclutamiento. Sin embargo, no tardó es hacerse evidente que estas tropas serían utilizadas sobre todo para reprimir las acciones de las brigadas partisanas.
En pocos meses todo joven italiano al norte de los Apeninos fue llamado a hacer una elección de bando dramática: o echarse al monte y unirse a los partisanos o vestir el uniforme del ejército republicano fascista o incluso el de las brigadas negras. Y como los jóvenes raramente son moderados, varios miles de ellos acudieron bajo las banderas del príncipe Junio Valerio Borghese, que estaba al mando de un cuerpo de asalto aguerrido y feroz: la Décima Legión MAS. Italia estaba dividida en dos. El rey, tras huir al sur en vez de permanecer en Roma para luchar con sus soldados, había perdido la última ocasión de redimir lo que quedaba del honor nacional.
«Un rey debería servir para esto —pensaba Fonso al leer el periódico en la sastrería de Bastiano—, para ponerse a la cabeza de su pueblo y si fuera necesario morir empuñando las armas, no para huir llevándose con él a su familia mientras los pobres muchachos hijos de la gente común y corriente mueren combatiendo en Rusia o son deportados a Siberia para morir de frío, hambre y desesperación». Pensaba en su sobrino Vasco y en el otro sobrino, Corrado, hijo de Floti, y aunque no fuesen de su sangre, le asomaban las lágrimas a los ojos.
En el pueblo, entretanto, se habían producido las mismas divisiones que había en toda la Italia aún no conquistada por los Aliados. Muchos, extenuados por el hambre, la miseria y la dolorosa pérdida de hijos, novios y padres, habían llegado a desear que sus propios soldados fueran derrotados y puestos en fuga, las propias ciudades bombardeadas, los barcos hundidos con tal de que la guerra acabase, con tal de que se pudiera dejar de llorar y empezar de nuevo la reconstrucción a partir de lo que quedaba.
Una tarde de septiembre Rossano volvió de Roma y se presentó ante su padre, que regresaba del trabajo, para decirle que había decidido partir:
—Voy a alistarme voluntario, padre, voy a luchar en el ejército de la República Social.
Al oírlo se le heló la sangre en las venas.
—Pero ¿por qué, hijo mío? —le preguntó—. No es tu deber partir ahora.
—Ahora es el momento de que hasta el último hombre luche —respondió Rossano— para devolver la dignidad a nuestra patria invadida y humillada, para salvar lo salvable. En cuanto a los rojos, son unos traidores y deben ser eliminados sin piedad. Reciben armas y refuerzos del enemigo.
Nello se dio cuenta en aquel momento del efecto terrible que habían tenido la educación y el adiestramiento que él mismo había fomentado. Su único hijo podría morir a la vuelta de unos meses o semanas, o quizá días. Agachó la cabeza buscando las palabras para convencerlo de que renunciase, pero no encontró ninguna.
—Has sido tú quien me ha enseñado estos principios y ahora que me toca a mí querrías que me echase atrás.
—Tienes solo veinte años, Rossano, no es aún tiempo de que cojas un arma: debes estudiar, prepararte…
—No hay tiempo para esas cosas, padre; no son libros lo que se necesita, sino fusiles. Lo único que hay que hacer es luchar.
La mujer de Nello, Elisa, oyó que discutían y se inmiscuyó, alarmada:
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Rossano quiere alistarse voluntario —respondió Nello— y no he conseguido convencerle de que espere.
—¿Y te asombras? —respondió la mujer—. Fuiste tú quien quiso mandarlo con esos exaltados y aquí tienes las consecuencias. Recuerda que si le pasase algo serías tú el responsable, tú que lo has incitado. Yo no querré hablarte ni verte para el resto de mis días.
—Déjalo, madre —dijo el muchacho—, ya no soy un niño que se deja manipular. Hago esta elección por mi propia voluntad, nadie me lo ha pedido, y ni tú ni papá podéis obligarme a renunciar. ¿No comprendes que me ofendes con esas palabras? ¡Deberías estar orgullosa de mí!
Elisa rompió a llorar. En los ojos de su hijo, en la sangre que afluía a su rostro había leído una determinación irrevocable. Vio que su marido también tenía lágrimas en los ojos.
—¿No hay nada que podamos hacer para que te pares a reflexionar? —preguntó Nello.
—Nada, padre. Te lo juro. Siento causarte este dolor, pero no sentiría respeto ya por mí mismo si no partiese.
—Tú no has matado nunca a un hombre, ¿sabes qué quiere decir eso? Pues que deberás disparar, acuchillar, quitarles la vida a otros chicos como tú. O perder la tuya. No serás ya tú, te convertirás en otro, en un ser que ahora te daría miedo, tal vez horror, si lo conocieses.
Elisa se dio cuenta de los sentimientos de su marido y se dirigió al hijo:
—Escucha lo que te dice tu padre, Rossano, por el amor de Dios; te arrepentirás si no le haces caso.
—Lo siento, madre. No hay nada que pueda detenerme. Créeme, no busco la muerte, sino la vida, para todos, también para vosotros. Y volveré, os lo aseguro.
Siguió un largo silencio, porque también el muchacho estaba emocionado y no quería dejarlo entrever.
—¿Cuándo partirás? —preguntó Nello.
—Cuanto antes: mañana, pasado mañana, no quiero arriesgarme a dejarme convencer. No soy de hierro.
Nello meneó la cabeza al oírle decir palabras que le superaban.
Cenaron casi en silencio. Apenas hubo terminado, Rossano salió y se fue al bar que frecuentaba después del trabajo, al que todos llamaban simplemente «el Después». No se sentía con ánimos de quedarse en casa con sus padres para ver llorar a su madre. Pidió una cerveza y se sentó en un rincón fingiendo leer el periódico deportivo que algún otro parroquiano había dejado abierto sobre la mesa. En un momento dado vio que había alguien de pie delante de él, inmóvil, y alzó la mirada: Fabrizio.
—¿Tomas algo conmigo? —le preguntó.
Fabrizio se sentó.
—Sí, una gaseosa, gracias.
—También en esto somos distintos —dijo Rossano con una media sonrisa—, a ti te gustan las bebidas dulces y a mí las amargas.
E hizo una seña a Gianni, el camarero.
—Es cierto: a mí me gusta el rojo y a ti el negro. Pero podemos ser amigos igual, ¿no?
—Son tiempos duros, Fabrizio —respondió serio Rossano—, y cada uno de nosotros debe llevar a cabo su elección. Me marcho mañana, o pasado como mucho.
—¿Y adónde vas?
—Me alisto voluntario en la Guardia Nacional Republicana.
—Estás de broma. ¿Te unes a los nazis?
—Los nazis no tienen nada que ver. Me meto donde me sugiere mi conciencia. Y estoy dispuesto a entregar mi vida. Es un paso serio, muchacho.
—Lo siento, no puedo siquiera desearte buena suerte.
—Ya, no puedes. Pero al menos debemos desearnos que nos vaya bien, Baruffa —dijo Rossano con los ojos brillosos.
—¿Hasta más ver? —dijo Fabrizio.
Rossano asintió.
—Hasta más ver —respondió.
Partió a los dos días con una mochila a la espalda directo a Cremona, primero en coche de línea y luego en tren. En la oficina de clasificación le entregaron el uniforme y lo asignaron a un regimiento.
Tres meses después Fabrizio tuvo conocimiento de que Bruno Montesi, el herrero de la Provvidenza, había evitado su apresamiento por los alemanes y que había vuelto al pueblo, pero que se mantenía escondido para no ser reclutado por los fascistas. Una tarde se lo encontró en el patio, flaco y con la barba larga, casi irreconocible. Se abrazaron.
—¿Sabes que mi amigo Rossano se ha alistado en la Guardia Republicana? —le dijo.
—No, no lo sabía, pero no me extraña.
—Yo creo que lo ha hecho de buena fe.
—A su edad es probable, pero el día en que mate a alguno será en cualquier caso culpable y digno de sufrir la misma suerte. Yo me he pasado a la Resistencia. Me estoy preparando para ser comisario político.
—Es decir, ¿uno de los que predican a los combatientes la ideología comunista?
—No sé qué pretendes con esa pregunta. Para mí significa sobre todo alinearme contra quienes empujaron al suicidio a mi padre golpeándole y humillándole de todas las formas posibles. Es la elección de luchar a favor de los más débiles y los más pobres, contra los más fuertes y los más ricos.
—Entiendo. Entonces, buena suerte, Bruno.
—No creo que haya suerte para nadie en esta situación, pero si quieres otra razón por la que considero que estoy en lo cierto es que, después del 8 de septiembre, los nazis han deportado a decenas de miles de soldados italianos a sus campos de concentración, también a amigos míos de mi regimiento. Nuestros soldados no son ni blancos ni negros ni rojos, ni ricos ni pobres, porque son los hijos de todo el pueblo, de todos los padres y de todas las madres. Quien colabora con sus esbirros es un enemigo de la nación. Por tanto los patriotas somos nosotros, y ellos, los traidores. Adiós, Fabrizio, dale recuerdos a tu padre cuando le veas.
—¿Adónde vas?
—A Bolonia, por ahora, luego a la montaña. Hay allí un hombre de treinta años que ha creado una brigada partisana. Están luchando como leones. Es uno de Sant’Agata, le llaman Lupo.
—¿Es su nombre de guerra?
—No. Le llamaban así sus compañeros ya en primaria porque, cuando había una pelea, él mordía como un lobo… Es un inadaptado, pero un combatiente formidable.
—¿Es un comunista como tú?
—Qué va, figúrate, es católico devoto de san Antonio. Tiene las ideas un poco confusas: necesita que le guíen.
—Cuidado, Bruno, los lobos muerden.
Montesi sonrió y partió.