La guerra, como todos temían, llegó. Aunque con un año de retraso respecto al resto de los países que ya la habían declarado. Y los italianos se encontraron combatiendo contra los que habían sido sus aliados en el primer gran conflicto mundial y al lado de los que habían sido sus enemigos, cosa que creó problemas a no pocos.
En aquel punto, Nino, Vasco, Alberto, llamado Pace, y sus novias formaban desde hacía tiempo una sola pandilla y solían salir juntos a hacer excursiones al campo en bicicleta, o a dar paseos por la colina, o bien iban a bailar a casa de Nino, adonde iban también sus tres hermanas. Nino era el único que tenía moto y además, para poder estar en compañía de los otros, se había comprado una bicicleta preciosa, una Legnano de un verde pálido con las llantas de madera, una verdadera rareza. A menudo se encontraban todos en su casa, con otros amigos suyos. Preparaban un conejo con patatas, descorchaban alguna botella de Lambrusco y luego se ponían a cantar acompañándose con la armónica.
Pero muy pronto comenzaron a llegar las notificaciones llamando a filas: primero para Pace y luego para Vasco, un año después de la entrada en guerra. A los dos se les destinaba al frente ruso. Nino organizó para ellos y para sus novias una cena a fin de poder estar juntos por última vez antes de separarse. Hicieron de todo para permanecer alegres, para no pensar en ello, para contarse historias divertidas, pero había sentado con ellos a la mesa un convidado de piedra: la negra dama con la guadaña que los precedería y esperaría a su paso en los campos de batalla.
Al final, mientras preparaba el café, Nino trataba de convencer a Pace de que tenía una voz preciosa de tenor, para que cantara, pero no lo consiguió.
—No tengo ganas —respondió el amigo—. Me voy pasado mañana para Rusia, ¿cómo voy a poder cantar?
Y tras aquella frase la pandilla se disolvió porque no había ya ninguna razón para quedarse. Los tres amigos se abrazaron entre ellos y Nino dijo:
—Arriba esa moral, muchachos, que pensar solo en los problemas trae mala suerte. Yo apuesto en cambio a que nos volveremos a ver todos y haremos una de esas fiestas que serán históricas.
—Esperemos —respondió Pace.
—Eso, esperemos —dijo Vasco.
Luego se fueron a pie, abrazados a sus novias como si quisieran cargarse de su calor en aquellos rígidos inviernos, con los campos arrasados por el hielo y la nieve. También Nino fue con ellos para acompañar a casa a Eliana y seguir un rato más con sus amigos, a los que quién sabe cuándo volvería a ver.
A él le tocó presentarse, tres semanas más tarde, en un centro de clasificación próximo a Udine, de donde debían partir para los Balcanes.
También el hijo de Floti, Corrado, fue mandado al frente ruso, y así los Bruni que iban a la guerra eran dos en total, los únicos varones en edad de luchar, uno sin saber nada del otro.
El entusiasmo que había acompañado la declaración de guerra se esfumó. Las informaciones eran contradictorias y difíciles de descifrar a partir de los noticieros oficiales en los que las retiradas eran «rectificaciones del frente» y los pequeños éxitos sectoriales «arrolladoras victorias». Pero las condiciones de los cuerpos del ejército que luchaban en Rusia con medios escasos y equipos completamente inadecuados pasaron a ser poco a poco de dominio público, porque los muertos congelados y los heridos que atestaban los hospitales no se podían disimular.
El primero en volver fue Vasco, tras dos años de ásperos combates, de noches al raso, de marchas interminables, y la noticia de su llegada, más que traer alegría a sus padres, lo que trajo fue desconsuelo. Checco, tras haber sabido que Nino estaba en casa de permiso durante dos semanas, fue a verle para enseñarle una carta del comandante de división.
—Ha sufrido la congelación de un pie —le dijo— y no hay buenas noticias. Se habla de una grave infección. Ahora está cerca de Rímini en una de las viejas colonias para niños transformadas en hospital.
Nino quería a los padres de Vasco como si fueran los suyos propios, porque los dos jóvenes estaban siempre juntos, como hermanos, o en casa del uno o en casa del otro.
—¿Quieren que vaya con ustedes? —preguntó—. Iré con mucho gusto si no se sienten con ánimos de ir solos.
—Nos harías un gran favor —respondió Checco—. Tenemos miedo a ir solos. Miedo a perdernos…
Nino les abrazó, sabía que no temían perderse, sino miedo a lo que verían y encontrarían. Partieron al día siguiente de la estación de Bolonia, tras haber comprado en una frutería una bolsa de naranjas. Tomaron un tren directo a Rímini. Era un rápido que costaba poco, pero que paraba en todas las estaciones, e hicieron falta dos horas para llegar a destino. Allí subieron a un autobús que recorría la costa y que se detuvo delante de la colonia a orillas del mar donde estaba ingresado Vasco. Nino pensó en entrar primero él para hacerse una idea de la situación.
—Ustedes quédense aquí. Checco, dé una vuelta por la playa con Esterina, que luego ya me paso yo a recogerles —dijo, y entró en el edificio.
Se dirigió a la enfermera de guardia y añadió:
—Vengo a ver a Vasco Bruni, soy amigo suyo.
La enfermera le dio el número de una planta y de una habitación. Mientras subía se detuvo en un rellano y miró abajo a los padres de Vasco, que caminaban a lo largo de la playa desierta, lamida por las olas grises orladas de blanco, y sintió compasión.
Vasco sonrió cuando lo vio, pero no parecía él: al partir estaba sano como una manzana, uno de los chicos más guapos del pueblo. Ahora estaba pálido, demacrado y flaco, y tenía la frente perlada de sudor. Nino le abrazó y sintió que ardía.
—Tienes fiebre.
—Es la infección, Nino. No estoy mal, pero esta fiebre no baja nunca, y cuando disminuye, luego por la noche aumenta aún más.
—¿Qué dicen los médicos?
—No me parece que le den una gran importancia. Han sido muchos los pobres muchachos heridos, enfermos… Tal vez el problema no les parece tan grave. Todo indica que me mandarán a un hospital de Bolonia, donde saben curar estas cosas.
—¿Y cuándo?
—Espero que mañana, como mucho pasado. Hace ya varios días que me encuentro aquí y nadie toma medidas. Aquí no cuentan con los equipos adecuados y seleccionan a los enfermos para mandarlos a diferentes hospitales. Pero ¿dónde están los míos?
—Andan por ahí abajo caminando por la playa. He sido yo quien les ha dicho que esperaran, porque quería ver primero cómo estabas. Tu padre me ha pedido que le acompañara: temían perderse o no saber cómo moverse en estas situaciones. Tienen miedo, Vasco, se hacen ya mayores.
—Has hecho bien, te lo agradezco… ¿Cómo me encuentras? No estoy muy mal, ¿no?…, ¿y Rina?
—No —mintió Nino—, tienes buen aspecto y además te recuperarás pronto. Rina no deja de pensar en ti. Esperaba con ansiedad tus cartas, pero ha recibido pocas, creo.
—Se habrán perdido. ¿Sabes tú lo grande que es Rusia? Es tan grande que no te lo puedes ni imaginar. ¿Cómo es posible atacar a un país tan inmenso? Aunque no se tuviera que luchar, uno se vuelve viejo antes de llegar de un extremo al otro. Y luego qué absurdo: los rusos… no había visto ninguno antes y tenía que dispararles. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Voy a ir a buscar a tus padres.
—Gracias, Nino. Eres un amigo.
Nino bajó a la calle justo cuando Checco y su mujer se estaban acercando a la puerta de entrada.
—Les está esperando —dijo Nino—. Está ansioso por poder abrazarles.
—¿Cómo está? —preguntó Checco.
—Bah, podría estar mejor, pero no vayamos a deprimirnos. Vasco está fuerte, saldrá de esta.
Subieron juntos, pero luego Nino esperó fuera para dejar que los padres se quedasen a solas con el hijo y diesen rienda suelta a sus sentimientos. Al rato entró y ya se quedó durante el resto de la visita en compañía suya. Solo cuando salieron Esterina rompió en lágrimas.
Volvieron juntos a la estación y Nino observaba a Checco y a su mujer caminar encorvados bajo el peso de sus preocupaciones y de su dolor. En espera del tren que les devolviera a Bolonia se sentaron en un bar a tomar un café. Nino trató de darles ánimos.
—Ya verán como en el hospital encontrarán la manera de curarle. Tal vez tengan que amputarle el dedo; en el peor de los casos el pie, pero al menos podrá sobrevivir, que es lo más importante: a lo demás se acostumbra uno.
En realidad no tenía conocimientos para emitir un juicio y solo esperaba que en Bolonia le salvaran. Era joven, tenía un organismo fuerte, podía lograrlo, o al menos eso pensaba.
Tres días después lo trasladaron al hospital Putti y Nino, apenas lo supo, fue a verlo y le acompañó también Rina, su novia. El hospital se encontraba en las colinas. El lugar era bonito, con una panorámica de la ciudad, rodeado de un parque con árboles seculares. Nino dejó que Rina entrara sola y se fue a dar una vuelta durante media hora para contemplar los gigantescos cedros y las magnolias que despuntaban unos treinta metros de altura. A escasa distancia estaba la villa donde vivía el cardenal Nassalli Rocca, un lugar magnífico con dos árboles gigantescos, dos almeces de corteza gris y lisa, delante de una larga y majestuosa escalinata de entrada.
Dejó pasar un poco más de tiempo y luego subió a su vez a ver a Vasco a su nueva habitación.
—Ánimo —le dijo—, porque te curarán. Hay profesionales que andan por los pasillos con un séquito de asistentes, y tienen pinta de sabérselas todas. Yo voy a menudo a casa de tu familia y trato de mantener alta su moral. Te dejo el paquete que me han dado para ti: hay ropa interior limpia, galletas de tu madre y naranjas. Cómetelas, que te harán bien.
Vasco le dio de nuevo las gracias:
—Vuelve a verme, Nino, cuando puedas. Aquí el tiempo no pasa nunca y ver a alguien conocido es un alivio. Al menos por un rato olvido mis desgracias. He deseado tanto volver a casa, y mira a qué me veo reducido.
Rina le miraba con lágrimas en los ojos y le sostenía estrechamente la mano entre las suyas.
—Aquí estás cerca —le respondió el amigo—, con el coche de línea se llega en un instante. Rina seguro que vendrá a menudo a verte, ¿no es cierto, Rina?, y también tus padres. Trata de mantener la moral alta, así te curarás antes.
—Sí —respondió Vasco con los ojos brillosos.
Rina le dio un beso y siguió a Nino escalera abajo secándose las lágrimas con el pañuelo. Volvió al sábado siguiente con los padres de Vasco y, cuando se encontraron los tres en el coche de línea, debían de estar preparados para aceptar que a su chico le sería amputado un pie, porque era eso lo que se hacía para evitar la gangrena: sería algo duro, pero lo importante era que salvase la vida y volviese a casa.
—Solo pido que se salve —dijo Rina—, el resto no me interesa. Le acepto tal como está, incluso sin un pie, o sin una pierna, no me importa.
Y lloraba a lágrima viva mientras lo decía.
Cuando finalmente fueron admitidos en la habitación de Vasco le encontraron enyesado desde el cuello hasta la ingle, y no supieron qué pensar.
—¿Qué es esto? —preguntó Checco.
—Padre, no consigo comprenderlo —respondió Vasco—. Ayer tarde vinieron dos enfermeros y me enyesaron así. Al doctor no se le ha visto aún y no he conseguido hablar con él. No sé por qué lo han hecho.
Sus padres se miraron el uno al otro a los ojos y acto seguido bajaron la mirada al suelo, consternados. A partir de aquel momento dio comienzo el atroz calvario de su hijo, devorado por la gangrena en todo el cuerpo.
Nino tuvo que regresar a su compañía, que estaba acantonada en Albania, pero antes de partir para otro destino se hirió en una mano mientras limpiaba una pistola y fue declarado inútil. Algunos maliciaron por su cuenta, insinuando que se había producido él mismo la invalidez. Las autoridades militares, sin embargo, no abrieron ningún procedimiento disciplinario contra él y lo licenciaron sin la menor nota de censura. Apenas hubo regresado a casa, Nino sintió que la sospecha de deserción pesaba sobre él, pero no toleró jamás ni insultos, ni insinuaciones, respondiendo siempre con golpes y agarradas. Cuando volvió a ver a Vasco para hacerle una visita, las cosas habían empeorado mucho. A duras penas conseguía reprimir los conatos de vómito por el olor a putrefacción que llenaba la habitación.
A la semana siguiente Checco consiguió detener al médico jefe, mientras pasaba por entre un revolar de camisas blancas por un pasillo.
—Doctor, doctor, por el amor de Dios…
—¿Qué pasa? —le respondió el otro con fastidio.
—Soy el padre de Vasco Bruni, habitación 32, ortopedia. Ese pobre chico se está pudriendo dentro de ese busto de escayola que le ha hecho poner. En su habitación hay un olor insoportable.
El médico jefe apenas se dignó dirigirle una mirada y respondió altivo:
—¿Quién es el médico aquí, usted o yo? Dedíquese usted a lo suyo que yo me dedicaré a lo mío. —Y se alejó con su séquito de ayudantes.
Un día que estaban presentes tanto Rina como Nino, Vasco pidió a su amigo que le rascara la espalda porque no soportaba más el picor. Nino cogió uno de los hierros de hacer calceta con los que la muchacha estaba haciendo un jersey y se lo metió por entre la escayola y la espalda. Cuando lo retiró estaba lleno de gusanos. De algún modo Vasco se dio cuenta y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Dios, qué horror —dijo—, ¿por qué ha de ser tan difícil morir?
Después de otros cuatro meses de angustiosa agonía, Vasco Bruni, un joven guapísimo, inteligente y sensible, murió en medio de la fetidez de su propia carne corrupta y torturada, encogido en la cama como un perro rabioso. En el funeral del joven estaba el pueblo entero y, después de ser enterrado, su prometida continuó llevándole flores al cementerio durante años y años, incluso después de haberse decidido a casarse con un buen hombre que había pedido su mano.
Checco, que había sido siempre de carácter alegre, se entristeció, se encorvó hasta arquearse como si la fortuna maligna le hubiese asestado un puñetazo en la espalda. Un día Nino fue a hacerle una visita y le preguntó:
—¿Cómo está, Checco?
—¿Cómo quieres que esté? —repuso—. Estos son dolores que no te matan pero que te torturan todos los días de cada mes y de cada año, hasta que cierras los ojos.
Corrado, el hijo de Floti, desapareció en Rusia, en el frente del Don, y no se supo nunca nada más de él. El padre se vio duramente puesto a prueba, aunque con la experiencia de la Gran Guerra no se había hecho nunca ilusiones. La madre —que en realidad no lo era pero como si lo fuese— continuó durante el resto de sus días encargando decir misas y cada vez especificaba que ella seguía esperando a ese hijo al que había querido como si lo hubiera parido ella misma, y que un día u otro volvería a verle aparecer delante, sonriente, con ese mechón de pelos rebeldes sobre la frente.
De la agonía y la muerte de Vasco Bruni se siguió hablando largamente en el pueblo porque era difícil de creer y hasta de explicar. ¿Por qué un médico había tenido que condenar a un muchacho de veintitrés años a un final tan horrible? ¿Por qué hacerle pudrirse vivo dentro de una coraza de escayola, sin una explicación, sin un motivo?
Vasco estaba en aquel momento bajo la potestad de las autoridades militares y no había manera alguna de sustraerle a ellas. Es más, circulaba la terrible sospecha de que el médico quería castigar a su paciente, considerándolo uno que trataba de evitar los peligros y los duros esfuerzos de la guerra, y que por eso se había ensañado sádicamente con él para hacerle arrepentirse de no haber cumplido con su deber.
Fonso habló una vez con el doctor Munari, porque también su familia había quedado trastornada y herida por el desgarro del muchacho al que todos querían.
—¿Cómo ha sido posible, doctor? —le preguntó en cierta ocasión mientras le ayudaba a limpiar el jardín.
—También yo he sido médico militar —le respondió—, y aunque a menudo tengamos que operar en condiciones imposibles, siempre tratamos de salvar a los soldados confiados a nuestros cuidados. Pregúntaselo si no a tu cuñado Raffaele, si tienes ocasión de verle. Él me vio y creo que comprendió con qué hombre tenía que vérselas.
—Le creo, doctor, pero aquí hablamos de otro. Sabe que le aprecio mucho, como hombre y como médico.
—Te comprendo. Ver morir a un hijo de ese modo…, no se le puede desear ni al peor enemigo. Solo hay una explicación que podría darte y que incluso habrían podido dignarse ofrecer a los padres del chico. Es probable que una forma latente, es decir, oculta, de tuberculosis ósea se desarrollara en el momento de la congelación del pie y luego se propagase a todo el cuerpo, y que los médicos decidieran escayolarlo para que los huesos no se le rompiesen. Tal vez se habría salvado con ese tratamiento, tal vez consideraron que no tenían otra elección. De lo contrario, no sabría qué pensar.
Fonso dudó un momento en responder, tratando de comprender el sentido de lo que Munari le acababa de explicar, luego dijo:
—Una cosa es cierta de ese médico: si se hubiese tratado de su hijo, no le habría condenado a una muerte tan cruel.
El sol se había puesto ya y Fonso no quiso decir nada más. Se echó la azada al hombro y se despidió diciendo:
—Le deseo buenas noches, doctor.