25

Cuando su suegro enfermó del corazón, Savino tomó a su cargo la administración de sus propiedades, proyectó una serie de mejoras en los edificios, en los sistemas de riego y también en la maquinaria, comprando un Landini de cincuenta caballos, motor monocilíndrico de culata caliente y un arado de roturación. Fabrizio enloqueció cuando vio llegar el tractor reluciente, flamante, recién salido de la fábrica, y al representante del concesionario que lo conducía y hacía girar el pesado volante venciendo la resistencia del único cilindro grueso. Lo único que no le gustaba era el anodino color gris y pensaba en lo bonito que habría sido en color rojo o naranja.

A su alrededor se habían reunido los braceros, los dos mozos y el boyero para asistir al extraordinario acontecimiento. A sus ojos la máquina retumbante era un prodigio de la técnica, capaz, probablemente, de cualquier empresa.

—¿Tú crees que arrancaría ese roble? —preguntó uno de los presentes indicando un roble secular.

—Yo diría que no —respondió otro.

—Y yo digo que sí —rebatió el primero—, ¿por qué no lo probamos?

Savino, obviamente, se opuso. Pero no cabía duda de que, de haber consentido y haber tenido el tractor potencia suficiente, aquel hombre habría tratado de buen grado de arrancar de raíz un roble secular por el simple gusto del desafío entre el medio tecnológico y el elemento natural. Otros argumentaron en una discusión ociosa cuántos pares de bueyes habrían podido equivaler a la potencia y otros se preguntaban también si realmente tenía la fuerza de cincuenta caballos, cosa que parecía difícil de creer. Al día siguiente, de todos modos, Savino araría una media fanega de rastrojo y se vería de qué era capaz aquel caballo de acero.

Por desgracia no tuvo la posibilidad de hacerlo personalmente porque el suegro tuvo otra crisis y fue necesario ir a recoger al médico con la calesa.

Llegado a la cabecera del paciente, Munari se puso a auscultarlo varias veces y en diferentes puntos del tórax. Al final le prescribió aspirinas, una pastilla al día y también alguna copita de coñac. Luego salió junto con Savino.

—No durará mucho —le dijo—, un año o dos con suerte. Tiene una insuficiencia cardíaca y no hay remedio.

—Perdone, doctor, si tan mal se encuentra, ¿de qué puede servirle una aspirina y alguna copa de coñac?

—¡Ah, la ignorancia! —suspiró el médico—. ¿Sabes por qué tu suegro está tan cascado? Porque ha comido demasiado en su vida. Llega un momento que el corazón no puede ya bombear la sangre a todos los puntos de ese corpachón. Entonces acumula agua en los pulmones y… —Se santiguó con el dedo corazón y el índice unidos—. Amén. La aspirina mantiene la sangre más fluida y el alcohol del coñac dilata las arterias, y por tanto el corazón se fatiga menos. Por eso lo llaman «cordial».

—Comprendo.

—Bien. Es así como podría durar dos años en vez de uno, pero no más.

Savino y su mujer, Linda, observaron al pie de la letra las prescripciones del médico y el suegro todavía les duró dos años exactos, lo cual inspiró en ellos una estima por él que se hubiera dicho más digna de un profeta que de un médico de cabecera.

Pero no era lo mismo para todos en el pueblo. Muchos pensaban que el doctor iba a visitar solo a los ricos que podían pagar y no a los pobres. No era cierto en realidad, porque también curaba a los hijos de los gitanos que sin duda no tenían dinero con que pagar, pero la gente cree lo que quiere creer y a veces niega hasta la evidencia.

La hija de Fonso, Eliana, estaba a menudo en casa del doctor, donde se la trataba como a una hija y también a ella le gustaba mucho estar con la señora del doctor, como todos la llamaban. En casa, aparte de su madre que le gritaba a menudo, estaba la abuela, la madre de su padre, y luego la tía soltera, y cada una tenía órdenes que darle: haz esto, haz lo otro, aprende a coser y aprende a extender la pasta en hoja. A veces la señora Munari le daba a probar hasta una banana, fruto exótico de aroma intenso y único y totalmente ausente de las mesas de la gente normal.

—Cómetela aquí —le rogaba la señora—, pues si sales y te ven las otras niñas se lo tomarán a mal porque ellas no la pueden tener.

De vez en cuando le hacían una fotografía, cosa que también era un lujo. La señora la peinaba, le ponía una bonita cinta en el pelo y la hacía sentarse en la barandilla de la escalera exterior o en el columpio y el doctor le sacaba una foto.

Eliana se daba cuenta de sus privilegios y sabía también que la señora del doctor era de buen corazón y cada año por Reyes hacía la befana [regalo de Reyes] a los niños pobres: una naranja, una mandarina, cacahuetes y, a las niñas, muñecas de trapo que compraba en la ciudad.

En una ocasión el doctor tuvo la impresión de que la chiquilla se estaba doblando de espaldas y convocó a Maria.

—No me gusta lo que le pasa a esta niña —le dijo—, se está encorvando y hay que tratar de remediarlo. Haz exactamente lo que te digo si no quieres que se vuelva jorobada.

Maria desorbitó los ojos aterrorizada.

—Pero no será nada. Entonces, óyeme bien: cada mañana, apenas levantada, haz que se desnude y envuélvela en una sábana empapada en agua fría. Llorará y se pondrá a gritar, te pedirá que no la tortures más, pero tú no te dejes conmover, hazlo hasta que yo te diga que lo dejes. Luego tendrá que saltar a la cuerda media hora como mínimo y tomarse al menos dos vasos de leche todos los días y una cucharada de aceite de hígado de bacalao.

—No le gusta ni pizca —respondió Maria—, pero se lo tomará igualmente.

Las instrucciones del médico fueron seguidas punto por punto y también en este caso se logró el resultado, y la consideración de la familia de Fonso y de su madre por Munari aumentó incondicionalmente.

Así Eliana se encaminó hacia la adolescencia fortalecida por el aceite de hígado de bacalao, los baños fríos, las sábanas empapadas pegadas al cuerpo tierno con un efecto de drapeado mojado, igual que las cariátides del Erecteión, y con los hombros rectos como los de una princesa. Su madre, tras haberle dado una hermana, Tommasina, había retomado sus actividades preferidas porque no podía parar nunca quieta y soportaba mal las quejas de la suegra. La vieja no les ahorraba las críticas: por qué estaba cocida y por qué cruda, por qué la pasta para los tagliatelle estaba agujereada, y ni siquiera se podía dejar la puerta abierta para que la gente que pasaba por la calle no viera que era una vergüenza.

Ella no se lo tomaba tan mal: en su casa había crecido más bien salvaje en medio de siete hermanos varones, libre en los campos para trepar a los árboles y buscar nidos. La casita en la que había ido a vivir, aunque confortable, le resultaba estrecha. Apenas podía se escabullía detrás de casa, montaba en la bicicleta y andando. Le gustaba ir a ayudar a las comadres en las casas de campo, ordeñar las vacas, remendar un par de calzones de sus maridos y sobre todo estar de charla. No volvía nunca de vacío: alguna hogaza recién salida del horno, un pedazo de panceta o de salchichón, un bote de manteca para freír los ñoquis.

Las rezdòre le confiaban a menudo sus secretos, porque sabían que Maria era reservada y no dejaba escapar una sola palabra, ni siquiera con su marido o las hijas. A veces, al pasar por los senderos del campo en las horas de más calor del día, cuando los hombres estaban echando la siesta en sus dormitorios orientados al sur, veía a las mujeres que se distraían de otro modo en medio de los campos de cáñamo y de trigo o a la sombra de alguna morera. Y cuando alguna amiga trataba de hacer ciertos comentarios sobre una que se acostaba con no sé quién, ella respondía:

—No me parece, y aunque así fuera, ellos no hablan a espaldas de nadie.

Que era como decir que la calumnia y la maledicencia eran pecados peores que las flaquezas de la carne.

Con el paso del tiempo y la costumbre de tomar un piscolabis con las comadres empezó a engordarse, en parte por despreocupación, en parte por las muchas horas pasadas durmiendo, efecto póstumo de su letargia florentina, pero Fonso jamás se lo hizo notar ni le privó nunca de sus atenciones, como si fuese tan esbelta y hermosa como cuando era adolescente.

El principal apoyo de la familia seguía siendo el marido, mientras que Maria hacía trabajos de temporada como la recogida de las cerezas, mostrando, a pesar del aumento de su peso, una agilidad sorprendente. La habilidad consistía en llegar a las ramas más largas y fuera del alcance porque esas eran las que producían los frutos más hermosos y nutritivos. Solo que eran demasiado delgadas para soportar el peso de una escalera de mano y de la persona que se subía a ella. Entonces los hombres, para no dejar a los pájaros tanta bendición del cielo, tendían dos cuerdas de un tronco a otro, una para caminar por ella con los pies descalzos, y la otra, más arriba, para sujetarse con las manos y colgar de ella el cesto.

Eran muy pocas las que eran capaces de ello, por lo que eran muy solicitadas. No solo se requería una habilidad de funámbulo, sino también valor, porque a veces la recogedora estaba suspendida a diez metros del suelo. Se iba a destajo, a tanto el cesto, y el capataz controlaba que fuesen unas bonitas cerezas y que el capacho estuviera bien colmado, porque así de cada tres se ahorraba uno. Maria no dejaba nunca de cerrar su falda entre las piernas con un alfiler porque sabía perfectamente que los hombres atisbaban desde abajo. Otras, en cambio, hacían lo contrario y enseñaban las bragas aposta, para alegrar la vista, como se decía. De una en particular, una muy negrita y rozagante que bajaba de la colina, se contaba que a veces no llevaba bragas ni nada cuando estaba con alguno de los hombres que le interesaba, pero Maria no se había preocupado nunca de comprobar si eso era cierto o no, porque no era su problema y cada cual con lo suyo tiene derecho a hacer lo que quiera.

Si la vida privada seguía básicamente las viejas y consolidadas costumbres, la vida pública no era más que un desfile y una parada, los uniformes negros eran omnipresentes y la radio transmitía discursos pomposos y belicosos. Con el paso del tiempo los adultos del pueblo temían cada vez más que estallara una nueva guerra. Muchos tenían vivo aún el recuerdo de la otra y de lo que había significado para cada uno de ellos, para las familias, los amigos. Muchos habían perdido un hijo, un hermano, un marido. En la plaza del ayuntamiento había un monumento que representaba a un soldado con el capote y el casco y la mano apoyada sobre el fusil. Detrás de él, en una lápida de mármol, figuraban grabados los nombres de todos los que no habían vuelto: decenas y decenas, demasiados para un lugar tan pequeño como aquel.

Sobre todo infundía miedo el hombre que tenía el poder en Alemania: un hombrecillo con un bigotito como un sello pegado debajo de la nariz que vociferaba como un loco y asistía a unos interminables desfiles de soldados que se movían como si fueran uno solo. En el cine del pueblo, antes de la película programada, proyectaban un noticiario Luce donde mostraban que Alemania era el más fuerte de todos los países europeos y que Italia venía inmediatamente después, pero no eran muchos los que se lo creían, aunque no lo dijeran para no ser considerados unos derrotistas.

Entretanto Eliana se había hecho una muchacha y le hubiera gustado empezar a frecuentar las salas de baile, pero Maria no obedecía a razones.

—Es mejor que estés en casa ayudando a la abuela a hacer las tareas, que luego un día estarás contenta. Encontrarás un novio que te hará bonitos regalos y se casará contigo, porque a los hombres les gustan las que van a bailar y se dejan probar, por no decir cosas peores, pero luego no quieren casarse con ellas y buscan a las que nunca dan que hablar.

—Pero, madre, si van todas mis amigas, ¿por qué he de quedarme solo yo en casa?

—Deja que vayan, y mañana te sentirás igual que las que han ido, incluso mejor. Y, además, tampoco tu padre quiere que vayas.

Maria se había vuelto tan celosa de la hija que si la veía salir de casa enseguida preguntaba:

—¿Adónde vas?

—Madre, pero si voy a casa de Rina para charlar un poco. Y no está más que a diez pasos.

—Pues entonces poneos aquí delante —respondía Maria.

La muchacha no podía más y empezaba a pensar que, de haber tenido novio, al menos él la habría llevado afuera, tal vez al cine o a la plaza a pasear el domingo por la tarde. Y por Pascua le habría regalado el huevo de chocolate como ocurría con el resto de sus amigas. Pero quién sabe cuándo ocurriría.

Al año siguiente Rina comenzó a verse con su primo Vasco, que en el ínterin se había convertido en un chico guapísimo además de muy simpático. Había salido seguramente a su tío Checco, o incluso al tío Armando, que siempre hacía reír con sus ocurrencias. Con Vasco, a veces, había otros dos jovenzuelos unos dos o tres años mayores que él. Uno se llamaba Nino y el otro Alberto, pero todos, quién sabe por qué, lo llamaban Pace. Eran simpáticos, pero a ella, que apenas tenía dieciséis, le parecían demasiado mayores.

Todas las tardes, cuando regresaba del trabajo, Fonso iba a darse un baño al Samoggia si era la buena estación, o bien en la bañera si era invierno. Luego se sentaba a la mesa servido a cuerpo de rey por cinco mujeres: la esposa, la madre, la hermana y las dos hijas. Antes de bajar a cenar se detenía en el dormitorio, se apoyaba en la cómoda y leía en voz alta un libro retomándolo donde lo había dejado la tarde antes. Y así la casa resonaba con las palabras de Dumas o de Tolstói o de Cervantes. Solo si leía libros prohibidos, como el de Carolina Invernizio, lo hacía en voz baja. Cuando lo llamaban porque la mesa estaba ya preparada, bajaba y contaba cómo había ido la jornada. O lo que había leído en el periódico, deteniéndose en casa de Bastianino, el sastre: malas noticias, cada vez peores.

—Si la cosa sigue así, habrá guerra —decía—, aunque nuestra familia no corre ningún riesgo. Yo tengo un defecto de la vista y no me llamarán y no tengo hijos varones, pero los otros…, pobres de ellos. Y luego cuando va mal, va mal para todos, incluso para los ricos. Las bombas no hacen distingos. Todavía pagamos las consecuencias de la Gran Guerra. Cómo es posible, me pregunto.

Cuando habían terminado de comer, de quitar la mesa y de lavar los platos, se iban todos a la cama para ahorrar corriente.

La primavera siguiente, uno de los amigos de Vasco se acercó a Eliana cuando esta volvía a casa en bicicleta después de haber ido a hacer la compra.

—¿Puedo acompañarla a casa, señorita? —dijo Nino acercándose montado en una flamante motocicleta negra y cromo. Era muy elegante: pantalones de montar, botas de cuero lustroso, camisa blanca abierta por el pecho y cazadora de piel. Tenía el pelo ondulado y despeinado por el viento, entrecano en las sienes, y los ojos verdes.

—Sé llegar perfectamente a casa sola —respondió la muchacha de acuerdo con las instrucciones de su madre.

Pero el joven le había entrado por los ojos con su aire chulesco en aquella máquina deslumbrante con aroma a gasolina y a cuero nuevo.

—No me cabe ninguna duda —respondió Nino, manteniendo la moto por delante y al mínimo para regular su velocidad con la de la bicicleta—, era solo para hacerle un poco de compañía.

—Pero ¿cuántos años tiene? —preguntó ella impresionada por las sienes entrecanas del joven.

—Veintidós —respondió él.

Ella se detuvo y dijo:

—No me lo creo.

—Hagamos una apuesta. Si yo le demuestro que esa es mi edad, usted me permitirá acompañarla a casa. Dejo la moto aquí y voy caminando a pie, pero si le parece un día la llevo a dar una vuelta.

—Está bien, está bien —respondió ella observando de cerca los ojos luminosos, la piel lisa recién afeitada, el pecho musculoso—. ¿A cuánto va a todo gas?

—Llega a cien, pero si me tumbo sobre el depósito y la carretera está asfaltada incluso a ciento diez, ciento veinte. Depende de la carretera.

Estaba hecho, pensó Nino, había conseguido que le escuchara y se sentía seguro de que ella acabaría aceptando. Por otra parte, ¿qué mujer se le habría resistido?

No solo era una cuestión de planta y de moto flamante. Era su labia, suelta, chisporroteante, la capacidad de mantener una conversación sin aturrullarse, sin quedarse nunca sin palabras. Y en un italiano perfecto.

—Habla usted bien, ¿dónde ha aprendido? —le preguntó la muchacha.

—En la escuela, como todos. Solo que yo no me quedé en la primaria, hice también el bachillerato. Luego tuve que dejarlo.

—¿Por qué?

—Porque era un poco travieso e indisciplinado y además porque no me parecía bien que mis hermanas trabajasen en el campo y yo hiciera el señorito… Pero ¿no podríamos tratarnos de tú?

—Vas rápido en tomarte confianzas —respondió Eliana con una sonrisa.

—Me parece haberlo pedido, y en condicional.

Eliana se quedó más impresionada aún. Luego su mirada se sintió atraída por las manos de él. Manos que trabajaban, con el calor y el frío, con la madera y el hierro. Manos de una persona seria que no eludía las obligaciones y afrontaba cada día duros esfuerzos.

—Ahora me voy a casa sola porque, si llego escoltada por uno como tú y encima en moto, mi madre perderá el oremus. Sé que sales con mi primo Vasco, su chica es amiga mía. Tal vez si salimos todos juntos mis padres me den permiso. Siempre que tú no tengas otra chica.

Nino comprendió que aquella joven merecía atención y que para él no se trataría de una aventura.

—Con mucho gusto —respondió—, el domingo hay feria y vendrán los tiovivos y las otras atracciones. Nos divertiremos. Adiós.

Giró la moto, puso la marcha y desapareció a toda velocidad por el fondo de la carretera. Al cabo de un mes, Fonso y Maria le dieron permiso para entrar en casa y pelar la pava con su hija.