24

Maria fue la primera en llegar en bicicleta y le dejó recado a Fonso, que no había vuelto aún a casa del trabajo, que había tenido que irse corriendo para ver a su madre porque se encontraba mal. Al poco llegó Savino, y después, mucho más tarde, Armando, que había conseguido que Iófa le llevara en su carro, y luego Fredo. El párroco había precedido a todos, porque Clerice le había convocado el primero: no quería presentarse ante Dios sin haber recibido los sacramentos.

Savino mandó a su mozo a avisar a Checco, pero el hermano no se presentó debido al viejo resentimiento con Dante.

Maria encontró a su madre en su habitación, casi sentada en la cama con dos almohadas tras la espalda, con la respiración fatigosa pero muy lúcida de mente.

—Se hizo mala sangre después de que le quemaran el establo —musitó la mujer de Dante al oído de Maria—, ya no se recuperó después del miedo de esa noche.

La estancia, aunque era pleno día, estaba sumida en la penumbra y el sacerdote le estaba impartiendo la extremaunción.

—Madre, ¿cómo se siente? —le preguntó Maria sosteniéndole la mano.

—Como Dios quiere, hija mía.

—Los chicos están todos abajo. Por desgracia falta Floti. Le hemos escrito que no se encuentra usted muy bien, pero no sé si podrá venir, abandonar el trabajo…

—Lo sé, es mejor que no se deje ver por aquí. Es demasiado pronto todavía. Pero tú dile que yo siempre le he recordado en mis oraciones y que rezaré por él también desde el más allá, si es que acabo en la morada celeste.

—Pero ¿qué dice, madre? Se recuperará.

—No lo creo. Para mí es hora ya de recoger los bártulos. Es una muy mala señal, hija mía, cuando te ungen los pies, muy mala señal —repitió con lágrimas en los ojos.

María le estrechó más fuerte aún la mano.

—Nunca se está preparado para dejar la vida, no creas. Hay tantas cosas que te retienen en este mundo: nuestros afectos, nuestras costumbres, los sacrificios que hemos hecho para ganarnos una vida decente… Muchas cosas.

No llegó al día siguiente. Murió llorando porque debía irse sin ver al hijo que más quería.

Checco no fue al funeral por el mismo motivo por el que no había acudido a la cabecera de su madre y ese detalle, en un pueblo tan pequeño, no pasó inadvertido. Se hicieron todo tipo de cábalas, pero lo cierto es que nunca se supo la verdadera razón. Los hijos que tomaron parte en el funeral no pudieron, en cualquier caso, llevar el féretro a hombros como hubieran querido, porque Armando era demasiado pequeño y la caja no habría ido a la par. A Floti, en realidad, habían decidido mandarle un telegrama solo después de haberla enterrado para que no se le metiera en la cabeza abandonar su refugio y acudir al funeral.

La muerte de Clerice fue vivida como el último acontecimiento importante en la casa de los Bruni desde que se habían separado. Tras la desaparición de Clerice cada uno se preocupó de sí mismo y de criar a sus hijos, y las oportunidades para reencontrarse entre los hermanos se fueron espaciando cada vez más. En definitiva, no se vieron más que de forma ocasional, salvo una vez, cuando Checco fue expresamente a hacerle una vista a Floti para ver cómo le iba y si necesitaba alguna cosa. Vio que los chicos habían crecido y que se encontraban perfectamente con su madre adoptiva, que los trataba como hijos suyos en todos los aspectos.

—¿Te gustaría volver? —le preguntó la tarde antes de irse, mientras Mariuccia lavaba los platos—. Antes o después las cosas cambiarán y…

—No creo —respondió Floti—, ahora mi vida está aquí.

—¿Y no echas de menos a los amigos, a nuestra familia?

—Sí, pero… trato de acostumbrarme. Saluda de mi parte a todos, te lo ruego.

—Sí, por supuesto —respondió Checco—, así lo haré.

Al día siguiente, al amanecer, Floti acompañó a su hermano al coche de línea. Había una neblina ligera, apenas perceptible, y las hojas del otoño comenzaban a cambiar de color. Las de los castaños, en particular, eran de un naranja intenso y los zurrones mostraban ya los frutos en su interior, relucientes como cuero. Al fondo de los bosques dorados se alzaban las montañas ya encapuchadas de nieve.

Alaura al salùt [Que te vaya bien] —dijo Checco.

—Ojalá nos volvamos a ver en alguna ocasión —respondió Floti.

Se miraron a los ojos unos instantes en busca de algo más que decirse, pero entonces llegó el coche de línea y Checco subió. Floti se quedó mirándolo hasta que desapareció.

Cuando se enteró Savino se llevó un disgusto porque también le habría gustado ir a ver a Floti, y se propuso hacerlo en cuanto tuviera oportunidad, aunque no fue hasta varios años después.

Entretanto su relación con Nello, aunque dificultada por las profundas diferencias de opinión, continuaba, porque a la postre era siempre la amistad la que vencía. Savino no podía olvidar que, de no haber sido por su amigo, tal vez los fascistas habrían quemado también la casa. Y luego era Nello el que siempre lo había avisado cuando existía peligro para Floti.

Tanto el uno como el otro tenían un hijo varón. El de Nello se llamaba Rossano, el de Savino, Fabrizio. Ambos frecuentaban el parvulario de las monjas y se encontraban bien juntos, tanto es así que Nello permitía a Rossano ir a ver a su amigo en bicicleta a la hacienda donde trabajaba Savino. A Rossano le gustaba mucho porque en la finca había una gran alberca ya en desuso, pues no resultaba ya rentable plantar cáñamo, y le habían puesto peces: peces gato, gobios, carpas y tencas y también peces rojos que eran los que más le gustaban. Cuando conseguían capturar uno con la red, Fabrizio cogía un bote de vidrio de esos para poner tomate, lo llenaba de agua limpia y metía dentro el pez para que su amigo pudiera llevarlo a casa.

Al crecer, los dos muchachos asimilaron las actitudes y convicciones políticas de sus padres, aunque era obligatorio para ambos ser inscritos en los balilla y llevar el uniforme cuando hacían los ejercicios militares el sábado por la tarde.

—¿Sabes qué significa balilla? —preguntó un día Rossano a Fabrizio.

—Quiere decir niño fascista —respondió el amigo.

—No. Balilla era el mote de un chaval genovés que tenía nuestra edad. Un día un grupo de soldados austríacos que ocupaban Génova se habían atascado con un cañón y querían obligar a algunos hombres a ayudarles a sacarlo de dentro del fango. Balilla entonces les lanzó una piedra y todos le siguieron y así expulsaron a los austríacos de la ciudad. Por esto nos llaman balilla.

Fabrizio no respondió porque su padre le había enseñado a no repetir nunca en público lo que se le decía en casa, es decir, que los fascistas habían transformado Italia en un cuartel y que antes o después arrastrarían al país a la guerra.

Terminada la primaria, los dos muchachos tomaron caminos distintos. Fabrizio se fue al campo con su padre para aprender a usar el rastrillo, la azada y luego, cuando fuera más alto y robusto, también la pala y la hoz para el heno, y por último para podar e injertar, que es el arte más difícil para un agricultor. Por la tarde su padre le mandaba también a clase con un viejo contable, para que le enseñase a llevar las cuentas de la hacienda. Un día, quién sabe, tal vez el suegro podría confiarle la gestión de sus propiedades, ya que no tenía hijos varones.

En cambio, a Rossano su padre lo mandó a una escuela del Partido, primero a Rávena y luego a Perugia. De haber sido un alumno brillante, habría podido llegar hasta Roma.

Los dos chavales tuvieron así cada vez menos ocasiones de frecuentarse; cuando llegaba el tiempo de las vacaciones, sin embargo, Rossano volvía a casa y los dos se veían en el centro deportivo donde jugaban al fútbol o incluso solo a las bochas. Trataban de evitar hablar de política para no estropear la amistad, pero no era fácil. El tema salía a relucir de todos modos y tanto el uno como el otro terminaban por verse en una situación embarazosa, tanto más cuanto que Rossano, al cabo de dos o tres años, comenzó a presentarse en uniforme con la camisa negra y el fez con el fleco de seda.

—¿A qué viene ese uniforme? —le preguntó un día Fabrizio—. ¿Es que no puedes ponerte un traje normal al menos cuando nos vemos?

—Este es mi traje normal, ¿no lo comprendes? Y significa que soy un voluntario de la milicia para la seguridad nacional.

—¿Es necesaria una milicia? ¿Es que ya no es la policía, no son los carabinieri los que se ocupan de la seguridad nacional? —repuso Fabrizio.

—Pero nosotros estamos a las órdenes directas del Duce y dispuestos hasta el sacrificio final por él y por nuestro país.

—Veo que te han adoctrinado bien.

—¡A ti te han adoctrinado los rojos, derrotistas y traidores! —soltó Rossano.

Fabrizio inclinó la cabeza sin reaccionar: había comprendido que no había ya nada que hacer. Su amigo había asimilado el sentido de una obediencia y un verdadero culto al jefe supremo.

—¿Hemos de discutir? —le preguntó.

Rossano se calló ante una pregunta que llevaba el debate a un plano de tranquila normalidad.

—¿Tú qué dices? —insistió Fabrizio.

—No…, no deberíamos, pero tú me provocas.

—Yo solo trato de hacerte comprender que desde que frecuentas esa escuela no eres ya el mismo, buscas un enemigo incluso donde no lo hay, parece que esperas la hora de llegar a las manos. En cualquier caso, te has puesto del lado de los que apalean a la gente, los mismos que quemaron el establo de la familia de mi padre solo porque no piensan como ellos. Ya sabes a qué me refiero. Piensa en ello, Rossano, y vuelve atrás mientras estés a tiempo. Una idea que divide a los amigos que han crecido juntos desde su nacimiento es seguramente una idea equivocada.

Se perdieron de vista. Rossano continuó frecuentando la escuela del Partido, primero en Perugia y luego en Roma, y las pocas veces que volvía al pueblo no se quedaba nunca mucho tiempo. Si se veían, después de los primeros momentos de alegría, se producía una especie de incomodidad que reflejaba sus divergencias de condición y de convicciones, pero también la sensación de no estar ya bien el uno con el otro. Sentían la nostalgia de los días de la infancia y de la primera adolescencia, cuando habían pasado juntos largas horas de juego y, después, de contemplación silenciosa y absorta, tendidos en la hierba mirando las nubes y el vuelo de los pájaros. Trataban de hablar de chicas, pero no funcionaba. Luego se despedían.

—Dichosos los ojos que te ven.

—Lo mismo digo.

Fabrizio, de vez en cuando, veía a Bruno Montesi, que era mayor que él. Había abierto una tienda por la parte de la Madonna della Provvidenza y por eso todos lo llamaban «el herrero de la Provvidenza». Cuando había que hacer algún trabajo en la hacienda de su padre lo llamaban porque tenía la forja y el fuelle. A veces se trataba de fabricar una reja, o una barrera para el chiquero. Otras veces había que sustituir la cazoleta de una bisagra en la puerta de la pocilga o bien afilar con el martillo las hoces para el heno y las hojas de las palas y de las azadas cuando se acercaba la primavera. Fabrizio se quedaba mirando a aquel muchacho flaco y seco que manejaba el martillo de un kilo como si fuese de madera y que siempre tenía encima aquel curioso olor a hierro y a fragua.

—Hueles a hierro —le decía.

—Normal, soy herrero. Tus braceros en cambio huelen a tierra.

—Y el boyero, a mierda de vaca —reía Fabrizio.

—Ya. Pero ¿sabes que tu nombre viene del latín y significa herrero?

—No, no lo sabía. Por tanto tenemos algo en común.

—No solo eso, espero.

Charlaban siempre, cuando había tiempo, y saltaba a la vista que Bruno leía y estudiaba o frecuentaba a alguien que había estudiado. Sabía de política, de economía y hablaba italiano con soltura, mientras que en su lengua materna era semianalfabeto.

Bruno tenía veinte años cuando las radios de todo el país transmitieron la voz del jefe supremo que anunciaba la restauración del Imperio en las colinas fatídicas de Roma. Fabrizio tenía quince años, pero ya sabía de qué se trataba.

Savino tenía una radio, una CGE con tres barritas de baquelita y una cortinilla de falso damasco que ocultaba el altavoz, y un ojo mágico iridiscente que permitía comprender lo centrada que estaba la frecuencia. También Bruno fue admitido a escuchar, aunque hubiese venido para trabajar.

—¿Qué te parece, papá? —preguntó Fabrizio cuando hubo terminado de hablar.

Savino dejó bambolear la cabeza entre los hombros apoyando los antebrazos sobre los muslos.

—Nada bueno. Grandes palabras para embaucar a la gente y hacer parecer derrotista a todo el que no delire con ellas.

—Una guerra que no podríamos permitirnos —comentó Bruno—, y precisamente nosotros, que hemos sufrido el dominio de los extranjeros, ¿hemos de ir a oprimir a otros pueblos? Mejor habría sido invertir todo ese dinero en Italia para mejorar las condiciones de nuestras clases más pobres.

Pero en el pueblo y en toda la circunscripción se organizaron celebraciones y desfiles en los que tomó parte también Rossano, desfilando en uniforme entre los de la vanguardia. Fabrizio se encontró al amigo de otro tiempo aquella misma tarde en el campo de fútbol, donde había programado un partido entre los equipos de dos pueblos limítrofes. Rossano, más alto y musculoso de lo que su edad habría hecho creer, con su uniforme negro ajustado, parecía uno de esos jóvenes héroes que se veían en la primera plana de la Domenica del Corriere y por un momento Fabrizio sintió admiración por su entusiasmo y su fascinación.

—Los ingleses y los franceses nos han atacado porque hemos conquistado Etiopía, pero ellos tienen los imperios coloniales más grandes del mundo y sin duda no los han conquistado sin causar estragos y matanzas.

—¿Y hemos de cometer nosotros los mismos errores? ¿No sería mejor imitarlos en lo bueno, como la democracia, el respeto a las leyes, el progreso económico y civil, la organización de los sindicatos?

—Son unos hipócritas. Lo han dicho también los americanos. Pero ¿quién te ha contado esas patrañas? Estás repitiendo la cantinela que alguien te ha enseñado.

Fabrizio hubiera querido responder: «Bruno», como era el caso, pero pensó que era mejor no revelar la fuente de sus discursos.

—Sé pensar también por mí mismo. Me pregunto si tú puedes hacer lo mismo —dijo.

Rossano apoyó una mano en su hombro y añadió:

—No tengo ganas de discutir contigo, hoy, Baruffa [Bronca]. —Le llamaba así cuando estaba de buen humor—. Soy demasiado feliz. Ya no seremos un país de emigrantes, un pueblo burlado y humillado, tendrán que respetarnos. Ahora tenemos un imperio de cinco millones de kilómetros cuadrados, rico en materias primas, en una posición estratégica para el tráfico con Oriente. Construiremos carreteras, aeropuertos, universidades, habrá trabajo para todos.

Fabrizio cambió de tema y dijo:

—¿Sabes que nuestros padres siempre han sido amigos?

—Es cierto, y lo siguen siendo, pero ahora los socialistas deben convencerse de que debemos estar unidos, un solo pueblo con una sola cabeza.

Fabrizio cortó por lo sano para no entablar ninguna otra discusión y lo saludó:

—Nos vemos.

—Nos vemos, Baruffa —respondió Rossano.

No se volverían a ver durante años.

En los meses siguientes, cuando la Sociedad de Naciones impuso las sanciones económicas a Italia por la invasión de Etiopía y se proclamó la autarquía, se lanzó asimismo la idea de que todas las mujeres del país ofrecieran las alianzas de matrimonio de oro que habían recibido del marido el día de su boda. La recogida de las alianzas se hizo en público, para que ninguna mujer se atreviera a negarse. En realidad no todas llevaban una alianza de oro, pero todas las que la tenían la pusieron dentro del caldero de cobre que al final se medio llenó. A cada una se le dio, a cambio, una alianza de hierro. Había una viuda en el pueblo que no tenía el anillo de boda porque, después de muerto el marido, lo había empeñado para seguir tirando y no había conseguido nunca recuperarlo. Un día, hacia finales de junio, fue con su hijo pequeño de unos diez años a la hacienda donde trabajaba Fonso y pidió poder espigar.

Fonso cambió dos palabras con el capataz, que por casualidad andaba por ahí, y volvió sobre sus pasos.

—Puede espigar cuanto quiera, Carolina. Y espero que encuentre muchas.

La mujer comenzó a recorrer de un lado a otro los rastrojos con un saco vacío en la mano bajo el sol ya alto, ayudada por el niño. A medida que pasaban las horas, el saco se llenaba. Ella procuraba prensar el contenido para que cupieran más espigas y al final de la jornada había llenado dos sacos, bien repletos. Había suficiente para hacer pan para seis o siete meses y madre e hijo estaban felices. Sin embargo, mientras se disponían a cargar los sacos en un carrito de mano con la ayuda de Fonso, entró en el patio una camioneta conducida por uno del pueblo con el pomposo nombre de Astorre, uno sin oficio ni beneficio que, no sabiendo qué hacer, se había puesto al servicio del comandante de la milicia de la cabeza de partido y hacía de recadero, llevando sobres, entregando despachos. Vestía siempre de uniforme porque no tenía otra cosa que ponerse y porque de aquella guisa se sentía más importante y respetado. La gente en cierto sentido le temía, no tanto por el uniforme como porque lo sabía capaz de hacer de espía y de contar falsedades y calumnias. En suma, le acreditaba cierto grado de peligrosidad, que ya era una manera de darse importancia. Entre ellos, sin embargo, cuando no lo oía nadie, le llamaban buférla [alcaudón], como el pájaro que se creía que se alimentaba de estiércol bovino.

Viendo a Carolina que estaba empujando los sacos del espigueo en su carrito, Astorre se acercó con las manos en jarras y dijo:

—Pero ¡si es la señora Carolina! —El niño, atemorizado, fue a esconderse detrás de la falda de la madre—. Por lo que me consta, no ha dado su oro a la patria.

—Pero si yo no lo tengo. El anillo que me regaló mi pobre marido lo empeñé y no he conseguido nunca recuperarlo. Se lo juro, señor Buférla —se le escapó sin querer a la mujer.

Irritado por verse llamado por el mote, rojo de ira como un tomate, le espetó:

—A mí no me venga con historias. Si no ha dado el oro, ¿sabe qué vamos a hacer? Cogeré la mitad de este trigo que ha espigado y así saldamos la cuenta.

Fonso, que había presenciado la escena, intervino:

—No lo dirás en serio, Astorre. Pero si es una pobre viuda que no sabe qué hacer para tirar adelante. Esas espigas las habíamos dejado aposta para ella, justo para que no pareciera que le dábamos una limosna. Y son las últimas. Se ha deslomado durante todo el día bajo el sol con el niño. Es su pan para buena parte del año.

—No me interesa. Es más, ahora échame una mano para cargarlo, Fonso, si no quieres que vaya a dar el parte a quien hay que darlo de que el otro día había aquí una bandera roja en la trilladora.

Fonso acusó el golpe, pero respondió resuelto:

—Haz lo que quieras, Astorre, pero yo no me prestaré jamás a esta infamia.

Buférla sabía perfectamente que Fonso era un hueso demasiado duro de roer y se las arregló solo para meter el saco de trigo dentro de la camioneta. Mientras tanto Fonso susurraba en voz baja a la viuda:

—No se preocupe, Carolina, ya me encargo yo de que no le falte el trigo para el pan.

Pero, mientras lo decía, el niño se lanzó furibundo sobre el hombre de negro golpeándole con puñetazos, patadas y mordiscos, y gritando:

—¡Ese saco es nuestro, es nuestro, déjelo estar!

Buférla, enfurecido, le propinó una patada y lo mandó rodando por el polvo. La madre trató de socorrerle, pero él se levantó de nuevo por sí solo como movido por un resorte, se acercó a su enemigo y le dijo:

Quand a soun piò grand at màz [Cuando sea mayor te mataré].