Floti había llegado la primera vez a Camporgiano hacia finales de junio, tras un día entero de viaje. Aunque fuese por la tarde, fue enseguida a presentarse a la persona que le indicaron los amigos que le habían ayudado a buscar trabajo. Era un viejo maestro de obras de gran experiencia y se levantó de la mesa para abrirle la puerta.
—Tú debes de ser Bruni —le dijo mirándole de arriba abajo.
Floti llevaba una maleta y una bolsa en bandolera con lo que podía contener de efectos personales.
—Pasa —le dijo el maestro de obras—, ¿has comido?
—Algo, sí.
—Toma asiento, que ha quedado un plato de sopa y una hogaza. Debes de estar cansado.
Floti dio las gracias y se sentó. La sopa le devolvió un cierto vigor y también el encontrarse una familia, los olores de la cocina y el perfume de las flores de castaño que aún no sabía reconocer, pero que le recordaba el de los manzanos.
—Aquí estás seguro, y no vendrá nadie a buscarte. ¿Has trabajado de albañil?
—No, pero estoy dispuesto a hacer lo que sea para ganarme el sustento.
—Me han dicho que fuiste herido en la guerra y por tanto no puedes hacer de peón: debes empezar de maestro albañil. Aprenderás aquí a levantar conmigo la pared del gallinero y la del cercado. Por el momento estarás con nosotros, y cuando puedas trabajar me devolverás poco a poco el dinero de la pensión. Aquí la gente de primeras es un poco desconfiada, ya sabes cómo son los montañeses con los forasteros, pero si sabes ganarte su aprecio serán tus amigos y podrás contar siempre con ellos.
»Nadie sabe quién eres y por qué has venido aquí. Pero veo que hablas bien italiano y eso será una ventaja. Entretanto te he encontrado un alojamiento, una casita abandonada al final del pueblo. Era de una anciana que murió sin herederos. El terremoto la dañó. Ya te la arreglarás tú cuando yo te haya enseñado cómo se hace. Así te la harás a tu gusto.
—Puedo pagar la pensión. Tengo mis ahorros guardados. Y en cualquier caso no sé cómo agradecértelo —respondió Floti—, pues ni siquiera me conoces.
—Claro que te conozco —replicó el maestro de obras—, eres uno que se ganaba la vida trabajando, fuiste perseguido porque te comportaste como un hombre libre, caíste herido en una guerra que nunca quisiste pero en la que luchaste como un hombre, con valor, y te llamas Raffaele. No necesito saber nada más de ti.
Cuatro meses después de su partida, antes de Todos los Santos y del día de Difuntos, Floti escribió a Maria una carta en la que le contaba que se había instalado de forma definitiva, tenía un salario regular y había transformado su refugio provisional en una vivienda confortable. Fue entonces cuando le anunció que iría a recoger a sus hijos a la estación de Bolonia.
Los niños, tras un período de desorientación, se habían ambientado y se sentían bien. El muchacho iba a la escuela y la pequeña al parvulario, donde había unas buenas monjas que se cuidaban de ella y la tenían incluso fuera de horario si él se retrasaba por la tarde. Cenaban juntos y era él quien preparaba la cena, cosa que no había hecho nunca en su vida. Algunas veces incluso se atrevía con los buñuelos de harina de castaña, que allí abundaba, y a los niños les gustaban mucho.
En aquel pueblecito perdido entre los montes, entre bosques de castaños milenarios, con el musgo que se extendía formando alfombras de terciopelo a sus pies, con el río que se precipitaba en terraza rebullendo entre pedruscos enormes y remansándose luego en pozas de agua cristalina, Floti había aprendido a respirar de modo distinto y a aficionarse a una tierra salvaje y muy pobre, pero capaz de provocar sentimientos fuertes y genuinos.
Una tarde de febrero, hacia la caída de la tarde, había ido a buscar un cubo de agua a la fuente por necesidades domésticas, y se había sentido incómodo, siendo el único hombre entre mujeres, al desempeñar semejante tarea. No es que fuera la primera vez que iba, sino que lo había hecho en horarios distintos. Al final se quedó él solo con una mujer de quizá unos treinta años. No era bonita, pero tenía unos ojos azules muy claros y una figura muy agraciada. Él insistió para que se sirviese primero y ella aceptó con una sonrisa, y mientras llenaba el agua le dirigió la palabra:
—Es usted ese señor forastero que vive en la casa del final del pueblo, ¿no?
—Sí, señorita, soy yo.
—Y le toca hacer también el trabajo de las mujeres, por lo que veo.
—Soy viudo, por desgracia, y hago lo que puedo.
—¿Tiene a alguna que le ayude?
—No, claro, no me lo puedo permitir.
—Comprendo. Si no le ofende, me encantaría echarle una mano. Yo trabajo más que nada por la tarde. Por la mañana, si me deja los niños, los puedo arreglar y llevar a la escuela, y me pasaría a recogerlos por la tarde, y los tendría conmigo hasta que pasara a buscarlos a su vuelta. Yo vivo en esa casa de ladrillo de allí, la que tiene el emparrado. No está lejos de la suya.
Floti de entrada no supo qué decir, pero luego pensó que la joven tenía con él solo un acto de gentileza y aceptó.
—La verdad es que es usted demasiado amable. No sé cómo pagárselo.
—No se preocupe —respondió ella—, para morir y para pagar las deudas siempre hay tiempo.
Y lo dijo con una sonrisa tan abierta que Floti se quedó encantado.
—Se lo agradezco mucho. Y… permítame que me presente. Me llamo Raffaele.
—Y yo Maria, pero todos me llaman Mariuccia.
—Gracias, Mariuccia, gracias realmente de corazón.
Se ofreció a llevarle también el cubo a la muchacha y la acompañó hasta la puerta de su casa.
A comienzos de la primavera siguiente Floti escribió de nuevo a su hermana para decir que había conocido a una buena chica que se llamaba Maria como ella, pero que todos la llamaban Mariuccia porque era físicamente menuda. Pensaban casarse. Ella estaba contenta de cuidar de los niños aunque no fuesen suyos. Decía que estaban olvidando su dialecto y habían aprendido el habla y el acento toscano como si tal cosa. Le rogaba que les dijera a Checco, a Fonso, a Savino y también a Dante que echaran una mano a Armando, que era el que más lo necesitaba.
Al principio Maria había sufrido por la falta de sus sobrinitos, pero luego tuvo ella misma una niña y se sintió más tranquila. Las cartas que intercambiaba con Floti se fueron espaciando con el paso del tiempo, pero no cesaron nunca y, por Navidad, la cuñada toscana le mandó por correo una bolsita de harina de castaña y una tarjeta de felicitación. Los otros hermanos se habían acomodado a su nueva situación y parecían encontrarse bien, aparte de Armando, que trataba de encontrar trabajo, pero era tan gracioso e ingenioso que a veces le tomaban al jornal para reírse y estar alegres.
Armando contraía deudas durante todo el invierno en espera de pagarlas en verano, pero no siempre lo conseguía. Había acabado viviendo en una buhardilla donde llovía casi más dentro que fuera, y cuando hacía mal tiempo había que poner cacerolas y palanganas para recoger el agua que goteaba en el interior. En verano, el techo se ponía al rojo vivo y el calor, abajo, era insoportable. Había colocado la cama en el único rincón donde no caía agua y en ella dormían todos: él con su mujer y también las niñas. Vinieron al mundo tres, una tras otra, porque, ya se sabe, a ese trabajo no se renuncia nunca, aunque se sea pobre de solemnidad y se pase más frío que siete viejas.
—Por lo menos —decía— ya no hay ratones, porque han comprendido que no hay nada para nosotros, así que mucho menos para ellos.
Cuando era el tiempo de la siega, Fonso, que era jefe de cuadrilla en la hacienda donde trabajaba, trataba de incluirle entre los trabajadores que iban en la máquina, es decir, detrás de la trilladora. Armando iba de buen grado, por más que fuera un trabajo infernal: durante días y días en medio del polvo y del cascabillo, con las aristas del trigo que pinchaban por todas partes. Sin embargo le gustaba, porque le traía el recuerdo de cuando estaban todavía en familia y aquellos eran días de fiesta, con los niños que retozaban en la paja y miraban boquiabiertos cómo la gran máquina roja llena de correas y poleas se tragaba por arriba gavillas y más gavillas, y escupía por delante el cascabillo, por un costado un bonito trigo limpio y reluciente y por detrás defecaba paja que luego era embalada por la llamada «cabeza de asno».
Los compañeros trataban de reservar a Armando los trabajos menos pesados, como ensacar el cascabillo y llevarlo bajo el cobertizo, porque aunque los sacos eran grandes resultaban ligeros.
Cuando llegaba la hora de la comida y se sentaban todos a la sombra de un árbol para comer algo, era evidente que también entre los braceros y los jornaleros había quien estaba mejor y quien estaba peor. Algunos tenían un plato de pasta seca condimentada con ragú de carne y parmesano, y luego un trozo de queso con pan recién hecho; otros, en cambio, comían pan y cebolla o incluso una manzana nada más. Y Armando era de estos últimos.
No tenía el valor de pedir ayuda a sus hermanos, porque era pobre pero tenía su orgullo, y le faltaban fuerzas para conseguir un trabajo de un mayor compromiso y mejor remunerado. Al final sus compañeros de cuadrilla le daban algo que llevarse a la boca porque sentían compasión por él.
Pero su problema principal no estaba en los campos y en los patios de las haciendas, en ganarse la supervivencia, sino que lo tenía en su propia casa y era su mujer. Con el paso del tiempo, y a causa de las condiciones de vida cada vez más difíciles, a menudo era presa de depresiones. Se pasaba días enteros sin decir una palabra, con la mirada perdida en el vacío, o bien, de improviso, montaba en cólera, gritaba, se agitaba y de nada servían los intentos del marido por calmarla ni los gritos y el llanto de los hijos pequeños asustados por su comportamiento.
Y sin embargo Armando la amaba porque era hermosa, tenía unos bonitos ojos y un buen cuerpo y para él no contaba nada más. Floti le había puesto en guardia en su día, pero no había servido de nada porque, cuando se está enamorado, no hay recomendación que valga, y el destino sigue simplemente su curso. Por desgracia Lucia fue a peor, y los vecinos, que oían continuamente gritos, llantos, ruido de objetos estampados contra las paredes, convencieron al marido para que llamase al médico.
El hombre no era de los que se hacen querer precisamente: era brusco, a menudo rayando lo grosero, no ahorraba nunca la cruda verdad a sus pacientes porque lo consideraba su deber, y miraba a las mujeres con la expresión rapaz de quien ha visto cara a cara la muerte infinitas veces y se ha acostumbrado al pensamiento de que, a sus puertas, solo es posible hacer dos cosas: rezar y joder. Él de rezar no sabía, y si sabía lo había olvidado en el frente, ante los cuerpos destrozados de chicos de veinte años que tenía que sajar, amputar, coser como mejor sabía mientras ellos aullaban bajo su instrumental quirúrgico sin anestesia. El veredicto fue lacónico:
—Tu mujer está loca, hay que llevarla al manicomio.
—Ni pensarlo —respondió Armando, encontrando casi milagrosamente el valor para oponerse a un hombre que no sabía mucho más que él.
No quería separarse de su mujer, no podía siquiera pensar en vivir sin ella. Pero cuando un día Lucia dio muestras de no estar realmente en sus cabales y corrió por la carretera gritando y exponiéndose a acabar entre las patas de un caballo, mandó llamar de nuevo al médico.
—Ya te lo dije y no quisiste hacerme caso. Ya ves por ti mismo que no puede estar sola. Ven esta tarde a las cinco, que haré la solicitud para que sea internada en el hospital psiquiátrico de Reggio Emilia.
Las palabras «hospital psiquiátrico» sonaban mucho mejor que «manicomio», o al menos eso le parecía a Armando, y le ayudaron a resignarse a la idea. Se presentó en la consulta del médico a la hora convenida. Fue a abrirle la esposa, una mujer joven y atractiva, que le introdujo inmediatamente en la consulta de su marido.
El médico estaba sentado a la mesa de trabajo y rodeado de muebles librería con pies en forma de pata de león, llenos de libros, uno de los cuales estaba abierto sobre la mesa y se podía ver la ilustración que representaba el grabado de un absceso. A los lados de la chimenea había dos panoplias de armas árabes: escudo, lanzas cruzadas, yelmo cónico con visera, cimitarra, todas ellas finamente damasquinadas. Le hubiera gustado preguntarle si había leído todos aquellos libros, pero no quería hacer mal papel. El doctor le preguntó los datos personales de la mujer y se puso a rellenar un formulario mientras él estaba de pie con el sombrero en la mano.
—Siéntate —le dijo sin levantar la mirada de la hoja.
Armando así lo hizo.
—Eres un Bruni, ¿verdad?
—Sí, señor, me llamo Bruni.
—¿Y eres pariente de Raffaele?
—Sí, es hermano mío, pero nosotros le llamamos Floti.
—Le conocí, coincidimos en la guerra en mi hospital de campaña. Es un buen chico. La otra noche por poco lo aplasto: saltó en mitad de mi camino poco después de doblar una curva.
Armando no pareció dar importancia al relato.
—¿Qué diferencia hay entre un hospital psi…, psiquiá…
—Psiquiátrico —le ayudó el médico.
—Sí, ¿entre eso y un manicomio?
—Son lo mismo.
—Entonces ni hablar. Yo creía que…
—¿Qué creías tú?
—Que era un hospital.
—Óyeme bien. Tu mujer no puede curarse. De algún modo su cerebro se ha estropeado. Apuesto a que es un mal de familia, ¿tú no sabes nada de eso?
Armando inclinó la cabeza porque siempre lo había sabido; aunque nunca había querido admitirlo ante sí mismo. El médico cerró el libro que tenía entre las manos y prosiguió diciendo:
—No hay remedio: las cosas solo pueden empeorar. Sin embargo, puede haber períodos, ¿cómo decir?, intermedios de mejoría en los que tu mujer te parecerá casi normal, pero no debes hacerte ilusiones. El que está atravesando ahora es un período negativo y debe ser ingresada.
Armando meneaba la cabeza, como un asno que se niega a seguir a su amo.
—No quiero: si no hay remedio ¿para qué debo llevarla a un manicomio?
—Para que no cree problemas más gordos: mira que si pasa algo el responsable serás tú.
—Entendido —respondió Armando—, pero yo no firmo. Me despido.
Se puso en pie y se fue.
—Pero ¿adónde vas? ¡Detente, maldita sea! —le gritó el médico, pero Armando ya había bajado al patio.
El suyo fue un encuentro difícil y brusco en el que ninguno de los dos había querido comprender al otro. El hecho es que Armando mantuvo con él a su mujer varios meses más, con altibajos, pero eran más los días malos que los buenos. Lucia estaba encinta por segunda vez y soportaba de mal grado el embarazo, estaba nerviosa, lunática. A veces parecía tranquila y, aunque no careciera de una cierta benignidad en la mirada y en los gestos, otras veces era sombría y huraña y podía tener crisis de cólera irrefrenables. Dio a luz a mediados de enero del año siguiente, después de una Navidad fría y miserable sin nada de la atmósfera a la que Armando estaba acostumbrado en su casa, excepto la comida, que llegó gracias a la generosidad de su madre y de alguno de los hermanos que no quería ser reconocido.
Fue Clerice la que le mandó la comadrona cuando llegó el día del parto, y al atardecer Lucia trajo al mundo una niña. Parecía que fuese todo bien. La pequeña era sana y tenía salud; la madre, que incluso durante los dolores del parto había gritado tan fuerte que la habían oído en todo el pueblo, yacía ahora amodorrada y extenuada por el esfuerzo.
En los días siguientes las cosas empeoraron. La niña lloraba continuamente y no había un momento de sosiego, ni de día ni de noche. Tal vez porque la madre tenía poca leche, explicó la comadrona cuando le preguntaron. Y por otra parte, si una mujer come poco y mal la leche se retira, y la niña grita porque no se llena el estómago.
Una tarde Armando, al abrir la puerta de vuelta del trabajo, la detuvo justo a tiempo cuando trataba de arrojar a la niña por la ventana. No dijo nada, no le gritó. Es más, trató de calmarla y entretanto tomó en brazos a la niña, que no paraba de llorar, y se puso a acunarla, cantándole una nana en dialecto montañés que había aprendido en cierta ocasión que había hecho la temporada de las castañas. La niña, como por ensalmo, se tranquilizó y Armando la mostró a la mujer diciendo lo bonita que era, que se parecía a ella. Y poco después mandó llamar al médico.
—¿Estás convencido? —le dijo el médico apenas se dio cuenta de la situación—. ¿Te das cuenta de que puede volver a intentarlo en cualquier momento? E te ’sa fèt? [¿Y tú qué vas a hacer?] ¿Estar todo el santo día vigilándola? ¿Y quién va a ganarse los garbanzos?
Armando rompió a llorar y se rindió. Su mujer fue trasladada al manicomio de Reggio y allí permaneció durante el resto del año. De vez en cuando él iba a hacerle una vista aprovechando un viaje o tomando el tren o un coche de línea, las pocas veces que conseguía reunir dinero para ello. Con gusto hubiera ido también en bicicleta, de haber sabido ir, pero nunca había conseguido aprender. Lucia estaba cada vez en unas condiciones más penosas. Los médicos la curaban, pero los huéspedes eran muchos, el personal limitado y los enfermeros tenían unas formas duras y expeditivas.
Ella estaba en la sección femenina y las enfermeras, unas mujeronas de aspecto hercúleo, asistían a las conversaciones con los brazos cruzados y luego se la volvían a llevar a la habitación que compartía con otras dos o tres desgraciadas. Él le decía:
—Ánimo, solo necesitas volver a casa y te encontrarás mejor. Este es un lugar desagradable, que solo te perjudica. Las niñas te esperan y tienen ganas de verte —mentía—, ¿y tú tienes ganas?
Lucia lo miraba con unos grandes ojos acuosos y una expresión de extravío que podía significar cualquier cosa. Armando fue también a ver al médico de los locos, pero no consiguió comprender gran cosa porque hablaba de forma complicada. Al final trató de obtener una respuesta clara con una pregunta clara:
—Pero ¿cuándo me la podré llevar a casa?
—No lo sé, dentro de un mes, o dos. Ya veremos.
—Pero ¿cómo podré yo enterarme?
—Enviamos una carta a tu médico de cabecera, con la fecha y todo lo demás, y tú deberás venir aquí para hacerte cargo de tu mujer y firmar que asumes la responsabilidad.
La carta llegó tres meses después, no tanto porque la paciente estuviese curada, le dijo el médico, sino porque no había más plazas en el manicomio y hacían turnos; mandaban a casa a alguno que no consideraban peligroso e internaban a algún otro que estaba en peores condiciones. Sin embargo, el reanudar una vida más o menos normal, el ver rostros conocidos, la casa en que vivía desde hacía tiempo y el pueblo en cierto sentido sentaban bien a Lucia. Le daban al menos la apariencia de una vida normal.
Munari no fue delicado ni siquiera esta vez y dijo:
—Te la llevas a casa porque no consigues estar sin…
—Y aunque así fuese, ¿qué? —respondió Armando resentido—. Es mi mujer, ¿no? Y la quiero.
—Haz lo que te parezca, yo ya te he dicho lo que pienso y, si quieres un consejo, trata de no dejarla embarazada otra vez, que bastantes problemas tenéis ya.
Tiempo perdido. Pasaron unos meses y Lucia estaba de nuevo en estado, otra vez deprimida y lunática, con cambios repentinos de humor, peloteras, llanto. Una tragedia, decían los vecinos. Pero Armando había descargado todas sus frustraciones en el médico. Él era la causa de sus males, no la enfermedad de su mujer. ¿Qué derecho tenía a inmiscuirse en sus asuntos? Era un bastardo, vulgar y sin corazón. ¿Era porque a él no le gustaba acaso hacerlo? Tenía una mujer que habría podido ser su hija y quién sabe de dónde la había sacado. Corrían rumores, en el pueblo la gente murmuraba. Que se preocupara de lo suyo.
En casa, sin embargo, no perdía nunca la paciencia, era siempre afectuoso y comprensivo con sus hijas y su mujer, cuando podía llevaba a casa algún pequeño regalo, unas pocas cerezas que robaba a escondidas de los árboles, algún melocotón temprano que le traía Fonso, y disfrutaba de ver la alegría de las niñas.
Algunas veces Fonso iba a echar una mano en las propiedades del médico porque vivía a escasa distancia de su residencia, una casa de campo estilo liberty con el piso sobrealzado y la balaustrada de la escalera exterior de cemento blanco. En torno había un terreno con manzanos que daban reinetas y perales que daban peras de San Juan, y ciruelos y melocotoneros, que se podaban, y un viñedo que había que tratar con cardenillo. Normalmente pasaba después de que hubiera terminado la jornada de trabajo y, antes de ir a casa, se detenía a saludar.
—¿Cómo va, doctor?
—Mal, Fonso, la artritis me tortura y a decir verdad no consigo moverme. He tenido que vender el caballo porque no consigo ya montar en él. Tengo que meterme en la cama, atiborrarme de aspirinas, sudar y esperar que mejore un poco.
—¿Por eso lleva siempre las botas, si me permite la pregunta?
—Por eso, Fonso. Me alivia un poco. Sabes, el otro día vino Mario Gabella, ¿le conoces?
—¿Y quién no le conoce? En una noche ganó una finca al tres siete y luego, antes del amanecer, perdió dos.
—Gran putero —comentó el doctor—, también él padece de artritis y viene a jorobarme un día sí y el otro también. ¿Y sabes qué le he dicho yo? «Mira, Gabella, tú la artritis la pescaste yendo con unas buenas botas a cazar patos, yo operando a unos pobres muchachos en la guerra, en las trincheras con el agua hasta la rodilla. ¿Sabes qué te digo? Que te aguantes la tuya como yo me aguanto la mía».
«He aquí por qué la gente se lo toma mal —pensó Fonso para sí—, es demasiado brusco y arisco».
—¿Qué piensa la gente de mí? —preguntó el doctor como si le hubiese leído el pensamiento.
—Depende —responde Fonso—. Muchos, mejor dicho, la mayoría, son ignorantes y tiquismiquis y miran más la forma que el fondo. Para mí lo esencial es que un médico debe conocer lo que se trae entre manos, saber reconocer las enfermedades y cómo curarlas en la medida de lo posible. El resto no cuenta. Cada uno tiene su carácter.
—Tú eres un hombre fino, Fonso, hasta diplomático, y se puede hablar contigo. Cuando se habla con cierta gente es como hablarle a la pared.
—Se lo agradezco, doctor, me honra lo que dice.
—¿Sabes algo de tu cuñado, el que se fue?
—Sí, está instalado en Toscana, encontró trabajo y ha rehecho su vida. Lo único que siento es que no será fácil volver a vernos: la distancia es grande, el lugar, de difícil acceso. Él y yo tuvimos nuestros más y nuestros menos, porque él no quería que yo me casase con su hermana, pero es una persona honrada e inteligente y en estos tiempos son cualidades raras.
De vez en cuando Fonso y su mujer iban a ver también a Clerice, porque también ella tenía problemas de movilidad y era cada vez más raro ver al hermano con el que la madre vivía, y así, de un modo o de otro, era Maria la que mantenía los contactos y hacía saber a los hermanos cuando los veía. Y de tanto en tanto escribía también a Rosina a Florencia. Habría dado quién sabe qué por ir a verla o porque viniese al pueblo, pero ahora que cada uno había seguido su propio camino era cada vez más difícil porque no habría sabido con quién estar.
En una ocasión fue ella quien le escribió: una carta extraña, llena de alusiones inquietantes sin decir nada explícito. Lo único que se comprendía era su infelicidad, una especie de malestar oscuro que Maria había relacionado siempre con su matrimonio. Antes de irse con el marido estaba llena de alegría, con ganas de vivir, y ahora Maria hubiera querido estar cerca de ella y devolverle el afecto y el calor que Rosina le había dado durante su exilio florentino. Había preguntado también a Fonso si era posible telefonearla.
—Es un asunto complicado —respondió Fonso—, aparte de lo que cuesta. Hay que saber cuál es la centralita de teléfonos más próxima de donde ella vive, luego hay que darse una cita. Y llegado el momento tendremos que ir a la oficina de Correos y llamar. Pero además no es un gusto, porque sabes que cada minuto que pasa debes pagar un tanto y estás deseando terminar para no arruinarte.
Así pasaron cuatro años, con Lucia que entraba y salía del manicomio, las cartas tranquilizadoras de Floti y las cada vez más raras y melancólicas de Rosina desde Florencia. El quinto año, hacia mediados de agosto, Clerice comenzó a declinar y hacia principios del otoño hubo de guardar cama. Una noche de octubre, una de las hijas de Dante llegó a casa de Fonso en bicicleta diciendo que la abuela estaba grave.