Dos días después Floti hizo saber, a través de Bruno Montesi, que había encontrado la manera de irse y que con gusto vería a la familia el miércoles siguiente para despedirse de todos. Checco mandó decir a su vez que estaba bien y que le esperarían.
Y cuando, al domingo siguiente, la Virgen dejó el pueblo para regresar a su santuario, Clerice la despidió y le dio las gracias con un nudo en la garganta. Había obtenido el favor que había pedido, pero era una amarga satisfacción. Se trataba de decir adiós a aquel hijo que se iría quién sabe dónde para escapar al peligro y sin saber cuándo volvería a verlo. Acompañó a pie a la imagen hasta el santuario, y cuando la banda al final entonó È l’ora che pia la squilla fedel lloró hasta la última lágrima mientras la Virgen le daba la espalda para entrar y desaparecer en la oscuridad.
El miércoles, pensaba, el miércoles sería la última vez, por quién sabe cuánto tiempo, que su familia se reuniría en su totalidad. Pensaba en los tiempos pasados, en las fiestas, en las bodas y en los bautizos, en las largas noches de invierno en el establo escuchando historias, y también en los funerales que le habían destrozado el corazón, y, mirando adelante, no conseguía ver razones para esperar tiempos mejores que los que tenía a sus espaldas. Las mujeres de sus hijos les incitaban para ir cada uno por su lado sin ser conscientes de que tenían todo que perder, que la unión hace la fuerza y que en unos momentos tan duros aislarse solo significaba tener muchas más dificultades para apañárselas. Llegó a casa cuando ya oscurecía y se puso a preparar la cena con la ayuda de Maria: un plato de potaje de alubias y luego crescente con jamón.
—Seimper cal parsutàz! [¡Siempre con este condenado jamón!] —se le escapó a Armando en vista de que el segundo plato era más o menos siempre lo mismo.
Pero Clerice no se la dejó pasar.
—Ya te acordarás de este condenado jamón, como tú lo llamas, cuando vivas por tu cuenta —respondió.
El día fijado se sentaron a la mesa todos juntos a esperar a Floti, que no apareció hasta que fue noche cerrada. Clerice, cuando fue a abrirle, vio también otras dos formas oscuras apoyadas contra el olmo, ambos con un fusil terciado.
—Son amigos, madre, me guardan las espaldas —dijo Floti, y entró.
Se sentaron a la mesa todos juntos por última vez. Quién sabe cuándo volverían a verse. Clerice había reservado parte del caldo y unos pocos tortellini de la fiesta de la Virgen, porque Floti no los había probado, y Maria los sirvió pasando alrededor para coger los platos y traerlos llenos y humeantes.
—¡Qué lujo! —dijo Armando esta vez, esparciendo sobre el plato abundante parmesano rayado—. Turtlein al dé d’in dé [Los tortellini de un día de feria]. —Y hundió la cuchara en el plato.
Por lo demás, hablaron poco y de cosas triviales como el tiempo, el cáñamo y el trigo. Por fortuna, Maria contó parte de sus aventuras florentinas, algunas ya sabidas, otras nuevas. Y no faltó la historia de los dos hombres de mármol, altos como una casa y desnudos como Dios los trajo al mundo, que Rosina había dicho que no había que hacer caso porque eran obras de arte y los artistas hacen lo que se les antoja. Pero tampoco este asunto dio para mucho. Todos continuaron comiendo con la cabeza dentro del plato porque era evidente que quien tenía que hablar no lo había hecho aún.
—¿Qué pensáis hacer? —preguntó en aquel punto Floti como diciendo: «¿Qué haréis después de que yo me haya ido?».
—Cada uno para sí, y Dios para todos —respondió Dante.
—Sí, es lo único que cabe hacer —confirmó Fredo.
Savino no dijo nada porque ya había hecho su elección y nadie podía censurarle. Checco además había puesto en marcha un pequeño negocio y no le debía de ir mal porque siempre tenía dinero en el bolsillo.
Floti se dirigió a su hermana y le dijo:
—He sabido que te sigues viendo con Fonso. Por lo que le quieres todavía.
—Es evidente que aún le quiero. Y él a mí.
—A t’al degh [Ya lo creo] —comentó Armando—, ¿y dónde va a encontrar a otra como tú ese cuentacuentos? —Olvidaba que Fonso tenía un trabajo fijo y le pagaban semanalmente.
—Bien —dijo Floti—, es mejor así: Maria se casa y los otros… cada uno por su lado y adiós muy buenas. En cuanto a mí, he encontrado un trabajo en Garfagnana, en Camporgiano.
—¿Dónde está eso? —preguntó Fredo.
—Es un lugar de Toscana. Hace unos años se produjo un terremoto y muchas casas están caídas, y se necesitan aún albañiles.
—Pero si tú no has cogido nunca una paleta —comentó Fredo.
—Cuando la necesidad aprieta uno aprende enseguida. No creo que sea tan difícil.
Siguió un silencio plúmbeo. Floti quería preguntar: «¿Y con quién se quedará nuestra madre?», pero no dijo nada porque sabía que plantearía una cuestión en la que no quería inmiscuirse. Miró a Armando, que era el más débil y enclenque: ¿quién le había tomado para trabajar al jornal con ese físico? Y para sus adentros se decía como Clerice: «Ya te acordarás de ese condenado jamón que tenías que comerte todos los días en casa de los Bruni».
La atmósfera era opresiva y nadie tenía ya ganas de hablar. En un momento dado Floti rompió el silencio.
—Bueno, entonces me marcho, antes de que se haga demasiado tarde. No me gustaría que me cogieran justo esta tarde que es la última. Así que adiós. Y suerte a todos.
—Buena suerte también a ti —dijo Checco—, bien que la necesitas.
Dante y Fredo se levantaron para irse a la cama y cada uno en aquel momento se dio cuenta de que también el alma de la Posada Bruni se desvanecía con la dispersión de la familia. Le hicieron una seña con la cabeza, como diciendo que tuviera cuidado, pero no consiguieron proferir una palabra porque también ellos sentían una profunda melancolía, y si hubiesen hablado tal vez les hubiera temblado la voz. Savino se le acercó y le dio una palmada en el hombro.
—A mantenerse en forma, Floti. Yo lo estoy siempre. Una palabra y me presento, no lo dudes.
—Lo sé —respondió Floti con voz cansina.
Maria, en cambio, se levantó y le echó los brazos al cuello diciendo:
—Escríbeme apenas llegues. Ya veré la forma de ir a verte, aunque sea al confín del mundo. Fui a Toscana y volví a casa a pie desde Casaleccio. No tengo miedo. Te querré siempre porque yo, cuando quiero a una persona, es para siempre.
—También yo te querré siempre —respondió Floti. Le secó las lágrimas con un pañuelo limpio y planchado que llevaba siempre en el bolsillo y le hizo una caricia—: ¿Me perdonas?
—No tengo nada que perdonarte. Lo hiciste por lo mucho que me querías.
A Floti le brillaron los ojos tras aquellas palabras.
—Así es. Cásate, pues, con Fonso. Es un buen chico y sabe contar historias preciosas. Escuchar una bonita historia es como soñar, pero luego hay que despertarse, y la vida…, bueno, la vida es una cosa muy distinta. No lo olvides nunca.
—No lo olvidaré, Floti.
—Mis niños… —Las lágrimas le rodaron por las mejillas hirsutas, pero la voz era firme—. Mis niños…, te los confío, Maria, no tienen a nadie. Un día volveré a recogerlos.
Salió por la puerta de atrás y desapareció en la oscuridad.
La campana mayor dio las doce de la noche.
Se despidió de sus amigos con el fusil y atravesó toda la finca en dirección a Samoggia pasando junto a los fosos y los colectores hasta que oyó en la lejanía el rumor del río. Atravesó un seto pinchándose con las espinas y saltó a la carretera, más allá de la cuneta que la flanqueaba. En ese mismo instante, sin embargo, irrumpió por una curva a su derecha un caballo al galope y casi fue arrollado por él. Rodó por tierra para evitar el impacto y vio una luz que lo cegaba.
—Desgraciado, pero ¿qué haces? —gritó alguien.
Sintió que las patas del caballo golpeaban el suelo a un palmo de su cabeza. Se levantó dolorido sacudiéndose el polvo de las ropas y se acercó. El hombre erguido en la silla le midió con la mirada.
—Cuidado que estoy armado. Si haces un gesto, te agujereo, ¿me he explicado?
Floti esbozó una excusa.
—Perdone, no le había visto.
Y mientras hablaba escrutó al hombre que sujetaba con una mano las riendas y con la otra la lámpara de carburo que lo iluminaba lo bastante como para que le recordara a alguien que había visto antes.
—No es necesario —prosiguió diciendo Floti—, ya sé que la gente de bien no va por ahí a estas horas, pero a veces las apariencias engañan: yo que camino de noche y salto cunetas y colectores no le he hecho daño a nadie, mientras que los verdaderos delincuentes son los que me persiguen y están tan tranquilos en su cama.
El hombre desmontó y se le acercó.
—¿Quién eres?
Floti agachó la cabeza.
Él le acercó la lámpara al rostro.
—Te he visto en alguna otra parte. Tu cara me suena.
—Y a mí la suya. Pongamos que yo sea el salteador de caminos y usted, a estas horas y en este lugar, no puede ser sino un cura o un médico. Pero los curas no andan merodeando a caballo y menos armados, por tanto es un médico…, ¡sí, señor, el teniente médico!
Y se llevó la mano a la frente como en un saludo militar.
—Codroipo del Friuli, el hospital de campaña: ¡ahí es donde te vi! Me estuviste dando la paliza hasta que le amputé un brazo a ese chaval.
—Exacto. E iba usted sucio de sangre como un carnicero. ¿Cómo acabó el muchacho?
—Quién sabe. ¿Cómo te llamas?
—Bruni, mi teniente…, doctor, Raffaele Bruni. Usted se llama Munari, si no me equivoco.
—Buena memoria, caramba. De todos modos, me licencié como capitán.
—¿Y qué hace aquí, capitán?
—Soy el nuevo médico. ¿Y tú?
—Huyo. Los camisas negras me quieren…
El doctor alzó la mano y dijo:
—Ni una palabra más. No serviría de nada. Lo único que cuenta es que tú y yo pasamos por el infierno y sobrevivimos. Y somos todavía unos seres humanos, por lo que parece. Lástima que te vayas.
—Ya…, lástima. No lo haría si no me viera obligado: es triste abandonar la propia casa.
—Saldrás adelante. Con lo que pasamos no deberíamos temerle a nada. Cuando vuelvas, da señales de vida. Nos tomaremos un café y charlaremos un poco.
—Con mucho gusto, aunque no será fácil. Me tomo este encuentro como una señal de buen augurio. Le deseo muy buenas noches.
—Buena suerte, Bruni, y esperemos que la noche no sea demasiado larga. Ya sabes a qué me refiero.
—Esperemos, doctor.
El doctor Munari arreó al caballo y se marchó en dirección al pueblo. Floti continuó caminando en dirección al Samoggia, hasta que vio brillar las aguas bajo la luz de la luna. Allí encontró una guarida que había utilizado en otras ocasiones, al resguardo de una arboleda de robinias. Se cubrió con un viejo tabardo que había dejado allí y trató de dormir.
Al día siguiente un amigo le llevó en un carro con el que iba a cargar grava a la estación de Módena. De ahí seguiría en tren hasta Parma y luego a Lucca, donde tomaría un coche de línea hasta Camporgiano. El pueblo estaba ya en parte reconstruido, pero quedaban todavía varios edificios derruidos.
Los Bruni continuaron el trabajo en la finca que habían cultivado y roturado terrón a terrón desde hacía más de cien años. Mientras tanto cada uno de los hermanos se preguntaba con quién de ellos elegiría ir a vivir Clerice. Era un honor y un privilegio al que cada uno aspiraba en su fuero interno, pero no era menos cierto que para algunos había impedimentos objetivos. Savino de hecho vivía en casa de su suegro y aparecía, de vez en cuando, para echar una mano. No sería fácil para ninguno de ellos convencer a la madre de que se estableciera en casa de otro después de haber tenido la sartén por el mango durante toda una vida en su casa. Fredo trabajaría como boyero en la hacienda de un terrateniente de Zola Predosa, demasiado lejos de todos los demás hermanos. Sería un poco como secuestrarla. El pobre Floti había terminado donde Cristo dio las tres voces y quién sabe cuándo estaría en condiciones de ganarse la vida por su cuenta, así que como para mantener a otra persona. Armando, el pobre, no tenía por el momento otra perspectiva que esperar ir algún día al jornal de bracero y conseguir un refugio para él y su familia en el tugurio que el párroco ponía a disposición de los necesitados en la parte vieja del pueblo. Triste perspectiva que él, de todas formas, trataba de tomarse con filosofía ironizando sobre ella.
—Tampoco los ratones, en este lugar —decía—, pueden dejar de llorar.
Quedaban Checco y Dante, y fue precisamente Checco el primero en tomar la iniciativa hacia comienzos del otoño.
—Madre —le dijo un día que se encontraron cara a cara en el gallinero—, ¿no le gustaría venir a vivir conmigo y mi mujer? Para nosotros sería un gran gusto. He alquilado una casa al final del pueblo, cerca de la casa de campo de los Morandi. Es bonita y amplia, seca, y hay una habitación para usted que tiene hasta el retrete justo delante, en el pasillo, porque en otro tiempo era la dependencia de la casa de campo y en ella vivía el capataz. Yo me ganaré bien la vida, porque he puesto en marcha un negocio al por mayor con un amigo mío que compra y vende sobras de harinas para los cerdos y las vacas. Estaría como una condesa.
Clerice le miró a los ojos.
—Gracias, Checco, mucho me gustaría, pero ¿sabes?, he vivido siempre en el campo, con mis gallinas y mis conejos. Me gusta despertarme con el canto del gallo e irme a la cama cuando dan las doce de la noche. Y estoy acostumbrada a tener espacio en torno a mi casa. Estar en un pueblo, donde todos viven pegados unos a otros y cada uno se mete en los asuntos ajenos, no me va. Con mucho gusto estaría contigo, porque eres un buen chico y tu mujer es una persona respetuosa y como Dios manda.
»Mi lugar, sin embargo, está con quien, entre mis hijos, tiene más necesidad de ayuda, sin que yo sea de importancia. He pensado, pues, que es mejor que me vaya a vivir con Dante. Le toman como aparcero en una finca de treinta fanegas cerca de la Cavazzona, tiene ya tres hijos y su mujer está embarazada. Todavía puedo ser útil, preparar la comida, cuidar de los pollos y calentar el agua para los cerdos, tener conmigo a los niños más pequeños mientras ellos están en el campo… Lo necesitan, Checco.
»En tu casa llevaría una vida que no he hecho nunca y a mi edad no es fácil cambiar. No sabría qué hacer de la mañana a la noche y estoy acostumbrada de siempre a trabajar. No te lo tomes a mal, iré a veros y a tomar un café el domingo por la mañana después de misa. Y tú podrás visitarme cuando quieras.
Checco inclinó la cabeza sin conseguir articular una palabra y Clerice comprendió que se había quedado mal. Tal vez no era lo que esperaba y su negativa le había herido. Se limitó a decir:
—Como quiera, madre.
Y salió.
Fonso hubiera querido casarse enseguida, en aquel punto, porque las casas populares estaban ya casi terminadas. Faltaban los acabados y las ventanas, pero era poca cosa. Maria, sin embargo, no podía, porque tenía la responsabilidad de los sobrinitos. Un día de finales de octubre Floti dio finalmente señales de vida: le hacía saber que se había instalado, tenía una casa y un trabajo y deseaba recuperar a sus hijos. Le pedía, pues, que se los llevara a la estación de Bolonia, porque él no podía ir al pueblo. Una mañana neblinosa Maria los vistió con sus mejores galas, los aseó, puso a la niña una bonita cinta en el pelo y luego hizo que el mozo enganchara el caballo y partieron. Sentía ya a aquellos niños como suyos, y lloró durante todo el viaje solo de pensar que tenía que separarse de ellos. Corrado, el mayorcito, le preguntaba de vez en cuando:
—¿Qué te pasa, tía?
Llegados a la estación, Maria poco menos que esperó que su hermano no estuviese. En cambio, enseguida lo vio asomar de la niebla y el humo de la locomotora de vapor e ir a su encuentro. Floti los abrazó a los tres y los llevó a un café a tomar algo caliente. Estuvieron juntos un par de horas antes de que llegara el momento de partir. Los niños mantenían los ojos gachos porque tenían miedo de aquel padre al que no veían desde hacía mucho tiempo y con el que habían perdido toda familiaridad. Maria miraba el gran reloj de encima de la estación y las manecillas que se movían a impulsos y marcaban, minuto tras minuto, la cercanía de la separación; más dolorosa, más triste quizá, que cuando había dejado a Fonso para irse a Florencia.
Cuando llegó el momento Maria estalló en un llanto incontenible, inconsolable, y se quedó mirándolos mientras subían al tren y se alejaban. La niebla los tragó enseguida y ella se volvió hacia el vehículo ciñéndose el chal alrededor de los hombros. No profirió palabra durante todo el viaje de vuelta, y el mozo, que había estado siempre enamorado de ella, decía de vez en cuando: «Arriba esos ánimos, Maria». Pero también él tenía un nudo en la garganta: sabía que ya no existía ningún obstáculo para el matrimonio de la muchacha, que, en efecto, se celebró inmediatamente después.
Había sido ella, en ese punto, la que le había pedido a su prometido que acelerase el proceso porque no quería ver a sus hermanos dejar la casa de sus mayores. Ella y Fonso no tenían más dinero que el estrictamente necesario para vivir y compraron a crédito los somieres y los colchones. Sin embargo, tenían una casa nueva flamante: un pequeño apartamento en las casas populares recién construidas, que a ellos se les antojaba una residencia palaciega. Y detrás había también una pequeña pocilga para criar un cerdo. Los primeros días, sin embargo, pasaron frío porque el carpintero todavía no había montado las ventanas y los postigos. Con aquella excusa permanecieron todo el tiempo que pudieron en la cama, y Maria se consoló así de sus no pequeños y no pocos disgustos. Cuando estuvieron listas las ventanas, fueron a vivir con ellos también la madre y la hermana soltera de Fonso.
Por San Martín, entretanto, los Bruni se despidieron. Y se fueron cada uno por su lado porque ya era más lo que los separaba que lo que los unía. Hubo quien dijo que habían sido sobre todo las mujeres las que habían dividido a la familia. A ninguna de ellas le había gustado nunca hacer de campesina, y vivir de alquiler les parecía ya subir un grado en la escala social. Los hombres, en cambio, partieron apesadumbrados porque, a fin de cuentas, habían sido felices viviendo todos juntos durante años. Algunos tenían lágrimas en los ojos mientras dejaban la Posada Bruni, más de cien años después de que la familia entrara en ella por primera vez.
Checco fue el último en dejar el patio y, aunque le esperase una vida más acomodada, se sentía lleno de melancolía. Miró el esqueleto renegrido del establo pensando en las largas noches invernales cuando la nieve caía a grandes copos y los bueyes rumiaban tranquilos el heno aromático; pensó en la gran bodega, amplia como una plaza de armas, donde el buen vino tinto hervía en las barricas; pensó en el rito alegre y sanguinario de la matanza del cerdo, en los bonitos días fríos de enero cuando se adobaba la carne para hacer salchichón, salchichas y jamones. No habría sabido decir si añoraba una felicidad desvanecida por culpa de la mala fortuna, o solamente su juventud pasada.
Se trasladó a la nueva vivienda con su mujer, el hijo pequeño Vasco y sus enseres domésticos. La casa de los Bruni quedó vacía.
A partir de entonces Checco y Dante no se hablaron más. Nunca se supo el verdadero motivo, y el hecho de que Clerice hubiese hecho su elección no parecía razón suficiente para provocar una discordia semejante. Tal vez Checco pensó que su hermano no había tenido escrúpulos en hacer trabajar a la madre siendo ya mayor, mientras él le habría ofrecido una vida cómoda y tranquila. La habría llevado al mercado de Spilamberto a comer en la fonda, a Bolonia a ver el santuario de la Madonna di San Luca, al que ella tenía tanta devoción, en vez de hacer que siguiera deslomándose hasta el último momento. No faltó quien dijo también que los dos se habían encontrado cara a cara y que había habido un enfrentamiento, tras el cual no habían cruzado ya palabra.
Mucho tiempo después, dos o tres años antes de morir, Checco escribiría su verdad sobre aquella historia en una carta a su hermana Maria. Pero la carta, entre un traslado y otro, se perdió y no se supo ya nada más de ella, y Maria, que era la única que la había leído, no reveló nunca su contenido.