Aquel año la primavera había llegado tarde y las primeras golondrinas no se veían más que hacia la primera mitad de abril. Habían empezado sus vuelos rasantes sobre las ruinas del establo chillando como almas en pena porque con el cobertizo habían ardido también sus nidos. Habían continuado volando en torno a los escombros durante horas, como si no pudieran resignarse al desastre; luego, al oscurecer, finalmente se habían dispersado.
Fonso se presentó en el patio de los Bruni dos días después del regreso de Maria. La encontró dando el cebo a las gallinas y fue a su encuentro. Ella quedó tan impresionada al verle después de tanto tiempo que dejó caer el pico del delantal y todo el cebo se fue al suelo, luego corrió a su encuentro y le echó los brazos al cuello. Fonso se sentía incómodo al saber lo que pensaba el hermano, y le decía al oído:
—Maria, si nos ve Floti…
—Floti no dirá nada. Sabe que lo que ha ocurrido es culpa suya. Esta vez decido yo: puedes venir a pelar la pava todos los días pares, como de costumbre, mientras no estemos casados, si aún me quieres.
—Claro que aún te quiero. Has leído mis cartas, ¿no?
—Muchas veces. ¿Y tú las mías?
—Sí, por supuesto, y han sido los únicos momentos hermosos en todos estos meses. Pero ¿dónde está Floti?
—Por ahí —respondió Maria, y no dijo nada más porque no era necesario.
En mayo, Clerice, que no se había dejado ver en el pueblo durante largo tiempo, no había podido evitar ir a rezar el rosario a la columna del cruce de via Bastarda con via Celeste, y las comadres, tras el último avemaría, se habían apretujado a su alrededor para preguntarle si tenía noticias de Floti, al que hacía mucho que no se le veía. Respondió que se había ido y también ella recibía noticias de tarde en tarde.
El joven Montesi, hijo del desventurado Graziano, era su informador y le decía continuamente que no paraban de buscar a su hijo y que no debía dejarse ver porque si le echaban el guante su vida corría verdadero peligro. Y también Nello había hecho saber que corrían malos vientos y que no cometiera ninguna imprudencia. Y así, ahora que la estación era de nuevo favorable, Floti no pasaba ya la noche en casa, en el cuartito ciego al lado de la bodega, sino en el campo, en la caseta de los aperos o en el maizal, durmiendo con la cabeza en la falda de su madre después de que ella le hubiera llevado la cena en su escudilla de soldado.
No se dormía enseguida; permanecía largo rato con los ojos abiertos de par en par y fijos, y de vez en cuando intercambiaba algunas palabras con ella. Eran momentos de una intensidad angustiosa de la que ambos sentían pudor y por eso sus silencios eran más conmovedores todavía que las palabras. Luego, cuando finalmente Floti cedía al cansancio y a la tibieza del seno materno, Clerice, con la cabeza alta y la espalda erguida, velaba sola y su silueta se recortaba contra la noche como una especie de sombría Mater dolorosa. Se dirigía al cielo con una plegaría llena de fervor y ansia que duraba hasta el primer toque del avemaría, momento en que los dos de nuevo se separaban y Floti reanudaba su vagabundear por los campos, a lo largo de los colectores y las filas de arces y de vides, al resguardo de las miradas de quienes querían su perdición. No pocos labradores y aparceros sabían ya quién era aquella figura solitaria que atravesaba sus campos a paso lento, pero no le habrían traicionado ni por todo el oro del mundo, porque la íntima satisfacción de proteger a un rebelde, a un hombre de honor y de coraje, era una compensación inestimable.
Así, sin embargo, no se podía seguir y fue la propia Clerice la que le dijo a Floti que se fuese donde nadie pudiera ya encontrarle.
—Todavía eres joven y reharás tu vida. Yo soy cada día más vieja, ya no soy la que era.
—No es cierto, madre, es usted fuerte: ahora que ha vuelto Maria y que estamos de nuevo todos juntos las cosas irán mejor.
—La preocupación que siento por ti me mata, no hay nada que me contente. Si me quieres, vete.
Floti reflexionó en silencio, cabizbajo y añadió:
—Es duro para mí irme. Aquí lo tengo todo; mis recuerdos, mi familia, mis amigos. Irse…, se dice enseguida. Para mí es como si me arrancasen un brazo. Pero quizá tenga usted razón. Haré correr la voz, esperaré las respuestas y luego tomaré una decisión.
A Maria, que estaba enjuagando los platos en el cubo y había oído la conversación, le asomaron las lágrimas a los ojos, porque Floti era el hermano al que más quería, aunque estuviera en contra de que Fonso la festejase. Clerice, ya hecha a las preocupaciones y al miedo, ante la idea de que el hijo se decidiera realmente a partir se sintió casi desfallecer, pero trató de cobrar ánimos y se apoyó con la mano izquierda en la mesa.
—¿Está bien, madre? —preguntó Floti inquieto.
—Estoy muy bien. Tú preocúpate de ti que buena falta te hace.
Floti asintió lentamente y salió por la puerta de atrás hacia los campos.
Clerice se preparó a partir de aquel día para la llegada al pueblo de la Madonna della Provvidenza para el octavario, porque tenía que pedirle una gracia y esperaba ardientemente que no se la negara. Cuando llegó la mañana del penúltimo día de mayo se encaminó a buena hora con los trajes de la fiesta, acompañada por Maria, que se había puesto el vestido, lavado y planchado, con el que había vuelto de Florencia. Las entradas de los patios que daban al paseo de la procesión estaban adornadas con escritos o imágenes en honor a la Virgen, hechas con pétalos de rosa. A lo largo de la carretera estaban extendidos los adornos rojos, amarillos y blancos y las campanas tocaban de forma ininterrumpida. Doblaban en dirección al santuario, mientras que el sol asomaba entre las copas de los cerezos seculares cargados de magníficos frutos rojos y relucientes como granadas. A ratos, al aspirar un poco de brisa, se podía sentir el perfume delicadísimo de las flores del trigo. Haría un día radiante.
Las dos mujeres llegaron a la taberna de la Bassa y giraron a la derecha. En pocos minutos llegaron a la Cappacella, una capillita apenas fuera del pueblo, y saludaron con un movimiento de la cabeza a las mujeres más mayores, que estaban reagrupadas en espera de que la procesión pasase por allí para ir a la zaga y recorrer con la Virgen el último trecho de camino hasta la iglesia arciprestal. Los trabajadores fronterizos sacaban fuera sus sillas para poder sentarse a descansar. A medida que avanzaban, los grupitos de personas se hacían más numerosos hasta formar una única concentración en la plazuela de delante del pequeño santuario. El párroco estaba ya en su sitio con sobrepelliz y estola, rodeado de los monaguillos con la sobreveste de raso rojo de las grandes ocasiones y la sobrepelliz con el encaje blanco, que parecían otros tantos pequeños cardenales. Luego salió la imagen de la Madonna della Provvidenza: una pequeña terracota esmaltada inserta en un panel de terciopelo color burdeos rodeado de una rica guirnalda de flores de seda. Todo el aparato estaba montado sobre una base de madera atravesada por dos barras para los porteadores, papel ambicionado por todos los jóvenes creyentes.
La procesión se puso en movimiento. Delante avanzaba el cruciferario, un mocetón ataviado con tirantes y cinturones de cuero que portaba una cruz de medio quintal de peso durante la mitad del recorrido, flanqueado por uno de los pares que le daría el relevo en ese momento. Al lado, otros dos jóvenes sostenían los frontales, dos estandartes rígidos con imágenes de la Virgen y de Santiago, patrono del pueblo. Seguían los hombres, luego la banda y, al final, la imagen. Detrás, las mujeres, tocadas con el velo y la corona del rosario en la mano, cerraban el cortejo.
Los notables no se mezclaban con el pueblo, sino que aguardaban en la iglesia sentados en el coro, detrás del altar; una costumbre en vigor desde siempre, que les colocaba en una situación de superioridad y de reserva frente a la gente corriente. Tenían hasta una entrada lateral para ellos, que atravesaba la sacristía y que nadie más se atrevía a recorrer.
Cuando la procesión llegó a la vista de la Cappacella, el encargado de gobernar el cortejo, el contable del Credito Romagnolo, hizo señal de aminorar la marcha para permitir que las personas de edad más avanzada que estaban esperando se unieran a los demás. En aquel mismo instante un hombre atravesó el seto vivo que delimitaba los campos de la izquierda y penetró por un espacio libre de la fila entre el barbero y el cartero. Floti.
El rumor de que el perseguido por los camisas negras se había dejado ver a plena luz del día y que él, librepensador como era, se había unido a la procesión de la Madonna della Provvidenza corrió por la fila de la izquierda adelante y atrás, llegó hasta donde estaba el párroco, que desencajó los ojos atónito, luego alcanzó, como una ola en reflujo, la fila de las mujeres y volvió a subir por la otra parte interceptando a Clerice y Maria, que se quedaron estupefactas:
—¡Floti está en la procesión!
Clerice pensó por un momento en darle alcance para hablar con él, pero se dio cuenta de que un gesto semejante aún habría provocado más la curiosidad y llamado la atención. Continuó entonces rezando el rosario en la esperanza de convencer a la Virgen para que protegiera a ese hijo tan irresponsable y temerario e inducirlo a un comportamiento más prudente.
Llegaron así a la Cappacella donde, inexplicablemente, la noticia ya había llegado volando y todos los ancianos fieles que estaban esperando alargaron el cuello para ver la prímula roja de los campos de maíz que avanzaba, entre el barbero y el cartero, charlando, ya con uno, ya con otro, como siempre acostumbraban hacer los hombres en aquella circunstancia. Cuando apareció la torre del municipio de la puerta oriental, a una alusión del contable que avanzaba fuera de las filas como un oficial de granaderos, el cortejo se detuvo, y la banda comenzó a tocar. Todos se daban cuenta de que, poco después, Floti transitaría junto con los demás por delante de la Casa del Fascio, ante los ojos de los hombres con fez y camisa negra, pero también bajo la protección del manto impenetrable de la Madonna della Provvidenza, y nadie podría mover un dedo contra él, sin olvidar también a los dos carabinieri en uniforme de gala que hacían funciones de honor y de seguridad pública. También los hombres del Lictorio estaban ya informados y asistieron impotentes a la insolente aparición de Bruni, como lo llamaban en lenguaje burocrático-judicial, pero alguno se puso en acción para que no se perdiese la oportunidad de tenerlo bajo vigilancia, para así poder estrechar el cerco en torno a él.
Al final la procesión se disolvió en la plaza central del pueblo, delante de la iglesia, y, mientras Floti aparecía entre la multitud, la imagen hizo su entrada gloriosa en la nave central, acogida por el pleno orquestal del órgano y del canto del coro:
«Mira il tuo popolo, o bella Signora
Che pien di giubilo oggi ti onora.
Anch’io festevole corro ai tuoi piè,
O santa Vergine, prega per me!»
[¡Mira a tu pueblo, oh bella Señora, que lleno de júbilo hoy te honra. También yo, con ánimo festivo, corro a tus pies, oh Santa Virgen, reza por mí!]
Luego la imagen era llevada detrás del altar y depositada sobre la plataforma de un mecanismo de madera que, accionado por una manivela, la alzaba lentamente hasta la parte más alta del fastigio y la colocaba allí. El efecto, visto desde la nave, tenía algo casi de milagroso, una especie de breve ascensión que al final permitía a todos los presentes ver a la Virgen, coronada de oro, en el punto más alto del presbiterio. Durante todo un año había estado encerrada en su capilla y ahora, finalmente, había vuelto a visitar a su pueblo, a escuchar las plegarias y las invocaciones.
Clerice esperó a que terminara la misa y que la gente saliera de la iglesia. Dijo a su hija que la esperara fuera y fue a arrodillarse en el primer banco para estar sola, en un tú a tú con la Virgen.
«Madre Santísima —rogó en silencio, para sus adentros—, tú sabes lo que significa perder a un hijo y, por desgracia, ahora también lo sé yo. No podría resistir otro dolor semejante, por lo que te suplico que hagas que mi Floti encuentre la manera de irse de aquí, donde lo quieren muerto, especialmente ahora que se ha burlado de ellos participando en la procesión delante de ti y no ciertamente por devoción, ¡perdónale! También esto será muy doloroso, pero al menos sabré que está vivo y quizá de vez en cuando pueda incluso verle. Te suplico, Virgencita, que me concedas este favor y yo te prometo que haré una ofrenda cada mes al asilo de los desamparados».
Encendió un cirio, hizo una genuflexión santiguándose y se dirigió, más aliviada, hacia la salida. La embistió la luz cegadora de mayo, que inundaba la plaza, y el sonido festivo de las campanas. Maria la cogió del brazo y se encaminaron hacia casa sin siquiera buscar a Floti con la mirada, a sabiendas de que las vigilaban. Él, entretanto, rodeado por un grupo de amigos, había conseguido alcanzar la puerta de la herrería del jorobado Lazzari, otro librepensador, que lo llevó antes a un sótano y luego, de ahí, a través de una antigua galería subterránea, fuera del pueblo, donde lo esperaba un carro. Al cabo de media hora o poco más estaba ya en una casucha abandonada por la parte de Fossa Vecchia. Lazzari le dejó alguna hogaza, salchichón y un trozo de parmesano como medios de subsistencia, pero Floti gentilmente lo rehusó:
—No te preocupes, jorobado, que yo ya me las apañaré, quédate esto para ti, que lo necesitas más que yo. Gracias, de todos modos. Todos creen que tú eres un demonio, cuando en cambio eres un hombre extraordinario. Hasta la vista.
—No creo —respondió el jorobado—, ahora tienes que quedarte aquí por un tiempo y luego deberás irte.
—Pero ¿por qué, demonios? Si no he hecho nada malo, he nacido aquí, siempre he trabajado, he hecho la guerra, ¿es que no tengo derecho a estar en mi casa?
—No hay derechos ya —repuso el jorobado—. Me despido. Y no te muevas hasta que yo no te dé vía libre. Pero ¿por qué una bravata semejante? ¿Qué te ha dado para ir a la procesión?
—Porque quería demostrar que voy donde me parece y que no acepto intimidaciones de nadie.
El jorobado meneó repetidamente la cabeza rezongando en voz baja, luego se dirigió hacia el carro con el que lo había transportado bien escondido debajo de una carga de fajina.
Maria y Clerice habían llegado mientras tanto a casa. En aquel momento lo hacía también Savino, en bicicleta, con su niño sentado dentro de un asiento enganchado al manillar.
—Te quedas con nosotros a comer, ¿verdad? ¿Y viene también tu mujer? —preguntó Clerice.
—Me quedo solo yo con el niño. Ella no puede. Ha de custodiar la casa porque no hay nadie.
Se sentó en la cocina con el niño sobre las rodillas mirando a su madre y a Maria, que estaban preparando la mesa para veinte personas y ponían a hervir el caldo para cocer los tortellini.
—¿Dónde está Floti? —preguntó cambiando de tono de voz.
—¿Quién sabe? —respondió Clerice con los ojos brillantes—. Después de la que ha armado hoy, si le queda un poco de lucidez debe ahuecar el ala, y rápido. Hasta ahora tu hermana le llevaba algo de comer al campo, pero ahora… Sabes lo que ha hecho, ¿no?
—¿Y quién no lo sabe, madre? En el pueblo es la comidilla general. De todas formas, yo estoy siempre dispuesto a echarle una mano. Estoy armado y no le temo a nadie.
—Calla, por el amor de Dios. No quiero oír decir esas cosas. Ahora estás casado, tienes un niño, debes ser juicioso, también por tu hermano. Hoy comeremos sin él… ¡Menuda fiesta de la Virgen! —dijo, secándose los ojos con el pico del delantal.
Tres días después, Bruno Montesi se presentó en la casucha abandonada de Fossa Vecchia con un recado para Floti.
—Es de parte de Nello —dijo—, te manda decir que esta vez la has hecho realmente gorda…
—¿Eso es todo? Ya lo sabía.
—Dice que habría una escapatoria.
—Ah, ¿sí? ¿Y cuál es?
—Nello dice que querrían acabar contigo y hacerlo pasar por un accidente…
—¿Y en cambio?
—En cambio… —El muchacho dudaba.
—¿Qué? ¿Se te ha comido la lengua el gato? ¿De qué se trata?
—Dice que se contentarían con un castigo ejemplar, con tal de que tú te comprometieses luego a mostrarte juicioso.
—¿Y cuál sería ese castigo ejemplar? —preguntó Floti con una mueca sarcástica.
—No sé yo si debo…, pero antes que ver que te matan…, nadie podría criticarte: todos aprecian su vida.
—Tranquilo, habla libremente. Como se suele decir: «no se mata al mensajero». Mira, me vuelvo de espaldas, así te será más fácil hablar.
—Les has ridiculizado ante todo el mundo apareciendo en la procesión a plena luz del día en el centro del pueblo. Y ellos te quieren pagar con la misma moneda: tendrían que ir a la taberna de la Bassa…, te harían beber aceite de ricino…, una botella, dos…, hasta que te cagues encima, delante de tus amigos. Sí, este es el precio que deberías pagar.
Floti se volvió de golpe, con el rostro rojo, los ojos encendidos por la ira y dijo:
—¡Nunca! ¿Me has comprendido, chaval? ¡Nunca! Antes tendrán que pasar por encima de mi cadáver. Tu padre murió a causa de esas humillaciones, más que por los palos que le propinaron, ¿lo sabes, verdad? —El muchacho asintió—. Dile a Nello que no me conoce si me propone una cosa así. Y ahora vete.
—Es lo que me esperaba de ti —respondió el muchacho—, no menos. Dentro de una hora conocerán tu respuesta, ¡la única que podía dar Raffaele Bruni, más conocido como Floti!
Salió y se fue corriendo por los campos.