Maria no estaba enamorada de ningún otro. Lo que había ocurrido era algo muy distinto. Al principio de llegar a Florencia no se había dignado a echar ni un vistazo a la ciudad. No hacía más que llorar porque sentía una nostalgia infinita de su pueblo, de su casa, de sus hermanos y sobre todo de Fonso, en el que pensaba día y noche temiendo que la lejanía hiciese que se le pasase el enamoramiento. Además, en Florencia no había hierba, no se oían los grillos y las ranitas de noche, ni las cigarras de día, y los árboles estaban solos en medio de los muros y las piedras.
Al cuñado lo veía a duras penas, pero Rosina estaba siempre a su lado y trataba de consolarla como podía diciéndole: «Qué te crees, los primeros tiempos también yo me sentía así, pero luego me acostumbré y aprendí a conocer esta ciudad que es una maravilla. Aquí hablan todos italiano, ¿sabes? No como entre nosotros, que lo hablan solo los señores y los pobres en dialecto».
Con el paso del tiempo las cosas habían mejorado un poco, sobre todo después de llegarle las primeras cartas de Fonso. Le costaba un poco leerlas porque no había hecho más que quinto de primaria, pero no quería que nadie la ayudase, porque eran cosa suya y algo que solo les incumbía a ella y a su prometido.
Rosina comenzó a llevarla al mercado a hacer la compra. Verlo era algo que dejaba sin habla. Allí cada día era como en el pueblo para la fiesta de la Virgen, un desfile de tenderetes de todos los colores que daban la vuelta a la plaza y que vendían de todo: piezas de tela, blusas, bolsos, chaquetas y pantalones, ropa blanca, pero también fruta y verdura que daba gusto verla. No había una manzana o pera que tuviera una señal, todas eran tan perfectas que una parecía la otra. Y además habían ido de paseo a la plaza mayor, donde había visto unos hombres de mármol altos como una casa y desnudos como Dios los trajo al mundo. Maria miraba hacia otra parte porque se avergonzaba y Rosina le tomaba el pelo:
—Pero ¡qué tonta, si no son más que piezas de mármol, no hombres de verdad!
—Pero ¿por qué no les ponen unos pantalones? —preguntaba Maria.
Rosina se había echado a reír y un señor que pasaba cerca había dicho con su acento florentino:
—¡Oh, oye tú a esta, quiere ponerle calzones al David de Miguel Ángel!
Rosina había tratado de explicarle que si los grandes artistas habían hecho las estatuas desnudas era porque debía de haber una razón, y que si les hubieran puesto pantalones habrían hecho un ridículo espantoso, pero ella no obedecía a razones. Poco a poco comenzaba a comprender, sin embargo, que el lugar en el que se encontraba era distinto de cualquier otro que hubiera visto y que había algo de mágico en aquellas calles y torres y campanarios, y en aquel río en el que hacia el anochecer se reflejaban las luces de las casas y temblaban y brillaban en las olas como piedras preciosas. A veces iban a ver la puesta de sol, otras veces también las estrellas y la luna y a escuchar las campanas que, al unísono, como en un coro, tocaban al avemaría.
La hermana la había llevado también a ver la catedral, que era la iglesia más importante de la ciudad. Pero también allí había pinturas de hombres y mujeres desnudos, cosa que le parecía un escándalo dentro de una iglesia.
—En presencia de Dios se va desnudo como se nació. No quiero de ninguna manera que les pongan calzones —respondió la hermana—. Y además esos están ya condenados, están en el infierno. ¿Ves a esa mujer de ahí con un diablo que le mete un tizón encendido en sus partes? Es porque en vida se comportó como una ramera. ¿Y ese otro diablo de ahí que se lo mete en el trasero a ese hombre? Sí, ese de más a la derecha: se ve que era de esos que…
Pero aquí se detuvo, porque Maria probablemente no habría comprendido. Y en cambio Maria entendió muy bien que las personas que iban a misa, al ver lo que les esperaba en el infierno, sentirían miedo y se comportarían como es debido, y también pensó en cuántas cosas tendría que contar cuando volviese a casa. Comprendió que, poquito a poco, estaba adquiriendo las costumbres de la ciudad y en el fondo no le desagradaban en absoluto. Por ejemplo, el hecho de que una se vestía cada día de forma distinta con los zapatos relucientes, la falda y la blusa, a veces con un chal. Pero los momentos más bonitos eran siempre cuando llegaban las cartas de Fonso, no muy a menudo, es cierto, pues también los sellos costaban lo suyo, pero eran inconfundibles. Tarjetas postales de un color gris claro con el sello estampado con la cabeza del rey. Hasta le caía simpático el rey.
En casa no es que todo fuese como una seda. El cuñado siciliano era muy arisco, no le tenía ninguna consideración y regañaba a menudo a Rosina. Una vez estuvo escuchando, mientras discutían en el dormitorio, y había oído que él decía:
—Y esa, ¿cuándo se volverá a su casa? Come y bebe y soy yo quien paga.
Rosina respondía:
—Pero es mi hermana y me echa una mano en casa: lava, plancha, hace las camas y alguna vez hasta cose.
Pero él insistía con la misma letanía y le decía también que debía estarse en casa y no ir por ahí con ella mientras él estaba en el trabajo. Una vez tuvo la impresión de que habían volado unos bofetones. Al día siguiente su hermana tenía unos moretones en la cara.
—¿Ha sido él? —le preguntó—. ¿Ha sido tu marido quien te ha pegado?
Aunque Rosina no había dicho nada, se le pusieron los ojos brillosos. No necesitó mucho Maria para comprender cuál era el motivo de las trifulcas. Rosina era hermosa como el sol, mientras que él era pequeñajo y feo, con esos bigotitos de ratón que tenía bajo la nariz. Era un celoso enfermizo, eso es lo que era, con todos los jovenzuelos que se volvían cuando ella pasaba. No quería que llevara trajes ceñidos, ni blusas escotadas, no debía ponerse carmín ni maquillarse, cosa que a ella en cambio le gustaba y se aplicaba un poco de rímel negro en las pestañas. Además no podían tener hijos, lo cual por su parte era considerado un baldón porque era como ser impotente. Pero ¿de quién era la culpa? Ni que decir tiene que de Rosina.
—¿Sabes? —le dijo ella en cierta ocasión—. En el sur de Italia piensan que las mujeres del norte son todas unas pelanduscas, porque a nosotras nos gusta vestirnos, pintarnos los labios e ir de paseo; pero ¿qué hay de malo en ello? Por ejemplo, a mí me gusta ir al teatro y a él no. No voy nunca sola, sino con amigas, pero es lo mismo, él siempre piensa en eso y solo en eso. Pero ¿a ti te gusta el teatro?
—Sí, me gustan los títeres.
—Pero ¡qué títeres ni qué niño muerto! Mañana en el teatro Verdi dan Cavalleria Rusticana de Mascagni.
—¿Y eso qué es?
—Una ópera. Es como una comedia, pero también es para llorar y además, en vez de hablar, cantan, y todos visten trajes muy bonitos y las mujeres gorjean como ruiseñores.
Una tarde Rosina decidió llevar a su hermana a ver Cavalleria Rusticana de Mascagni. Se vistieron elegantemente, se peinaron y salieron. Rosina llevaba un traje ceñido de organza que se había cosido ella sola, que hacía frufrú a cada movimiento, y un sombrerito con plumas que era una maravilla. Quería que Maria recordase aquella velada durante toda su vida y llamó incluso a un landó. La ciudad estaba iluminada y la gente paseaba adelante y atrás y Maria se sentía una señora, con un bonito vestido oscuro con un lazo en el trasero y zapatos nuevos que hacían ñic ñic.
A la entrada del teatro las miradas fueron todas para las dos recién llegadas y en particular para Rosina, y muchos hombres la atisbaban de reojo como si sus mujeres no se dieran cuenta.
—De haber sido una chica de aquí y no de pueblo —dijo Maria—, habrías podido casarte con un gran señor, ¿no ves cómo te miran todos y se te comen con los ojos? Pero ¿por qué te casaste con Rizzi?
—Había tanta miseria en aquel período… y un hombre con un sueldo tan seguro todos los meses no era algo que despreciar. Eso al menos pensaban nuestros padres y hermanos. ¿Qué debía hacer? Al menos tú tienes a Fonso, que no será guapo, pero tiene un buen físico y una labia que hace enamorar a las mujeres.
Subían, mientras hablaban así, de un piso al otro, hasta que entraron por una portezuela a una gran balconada que corría a lo largo de todo el teatro y desde allí arriba se veía todo, también el gran telón rojo con los flecos dorados y, en el techo, una lámpara tan grande y gruesa que no se comprendía cómo se sostenía.
—Pero ¿y si cae? —preguntó Maria.
—Ten la seguridad de que no se va a caer.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Lo sé y basta.
—¡Sssst! —dijo uno a su izquierda.
—Hay que guardar silencio —dijo Rosina en voz baja—, porque dentro de poco va a empezar. ¿No ves cómo se abre el telón?
El director alzó la batuta y la orquesta comenzó con la obertura.
—¿Quién es ese con la batuta? —preguntó de nuevo Maria, esta vez en voz baja.
—Es el director. La batuta le sirve para dirigir a los músicos, si no cada uno iría por su lado. Pero ahora guarda silencio, pues molestamos a los demás que quieren escuchar.
Maria no dijo nada más y trató de seguir el espectáculo, pero al cabo de poco se cansó de mirar a aquellos cantantes que chillaban sin que fuera posible comprender lo que decían. Se acercó a la hermana y le dijo:
—No entiendo nada. ¿No podríamos ir a ver los títeres en Pia de’Tolomei?
Rosina la miró con ojos como platos y se llevó el índice a los labios como diciendo: «Calla, que si alguien te oye se compadecerá de nosotras». Maria se quedó punto en boca y trató de nuevo de comprender algo. Le pareció que se trataba de una historia de cuernos, pero luego se durmió en la silla y cuando estalló el fatídico grito: «¡Han matado al compadre Turiddu!», abrió un ojo y dijo:
—¿A quién han matado?
—Déjalo correr —respondió Rosina—. Vámonos a la cama.
Y aquella fue la conclusión de la velada inolvidable.
La estancia florentina de la joven Bruni continuó con altibajos, pero la hermana hubo de revelar al marido, en un determinado momento, el motivo de una permanencia tan larga: sus hermanos querían que olvidase a un prometido del que ella estaba prendada.
—¿Y yo qué tengo que ver? —respondió Rizzi, visiblemente molesto—. ¡Que se las apañen solos!
Rosina se sentía incómoda, porque efectivamente era una historia que se prolongaba más allá de todo límite razonable. Además la hermana empleaba no poca parte de su tiempo en leer y releer las cartas de su enamorado, y sobre todo en responderle, empresa mucho más difícil. Entre las manchas que hacía en la hoja, las copias en sucio y las copias en limpio, cuando había terminado una había pasado una larga semana. Y, en cualquier caso, el objetivo de su exilio florentino era un claro fracaso. Rosina estaba ya decidida a coger ella pluma y papel y escribirle a Floti para convencerle de que se olvidara de su propósito de separar a los dos enamorados, cuando en la ciudad estalló una epidemia de encefalitis letárgica. Maria se contagió y fue inmediatamente llevada al hospital. La llamaban la enfermedad del sueño y, en efecto, la muchacha durmió siete u ocho noches seguidas. Mandaron enseguida un telegrama a los Bruni con unas pocas palabras esenciales: «Maria tiene enfermedad del sueño stop cuando se despierte querrá volver a casa stop Rosina».
La remitente del mensaje, en el ínterin, aunque contra la voluntad del marido, adelantó el dinero para una consulta con un médico muy reputado de la ciudad, quien, tras visitar a la paciente, sentenció que no podía asumir ninguna responsabilidad en el pronóstico, pero que la muchacha, joven y de fuerte constitución como era, podría salir de aquella.
—Una respuesta así hasta te la habría podido dar yo —comentó, muy molesto, Rizzi, y no puede decirse que estuviera equivocado.
Maria se despertó por fin, pero su organismo había sufrido hasta tal punto por la enfermedad que por fuerza la convalecencia tenía que ser larga, cosa de la que Rosina informó a la familia del pueblo.
Los Bruni, ya al enterarse de que la vida de su hermana corría peligro a causa de la epidemia que había azotado a la ciudad de Florencia, se habían preocupado mucho. Pero mientras Clerice se encomendaba a la Virgen y a todos los santos, los hermanos discutían, porque según algunos había sido culpa de Floti, que por un capricho había querido mandarla lejos de casa.
Entretanto, en Florencia, Maria trataba de recuperar las fuerzas. Rosina le llevaba a la cama tazas de caldo y algún vaso de vino toscano, que daba energía y buen humor. Luego, apenas los días comenzaron a hacerse más largos la acompañaba al jardincillo a tomar el aire al resguardo de un parasol que le había comprado expresamente. En cuanto le fue posible, Maria se hizo traer papel y pluma y quiso escribir a su familia y a Fonso para decir que lo que le había sucedido había sido como una larguísima noche sin sueños de la que se había despertado agotada y exhausta: parecía que, en vez de dormir, hubiese trabajado durante días y días. Fonso le respondió:
Queridísima Maria:
Estoy bien como espero que lo estés tú. Tu carta ha sido para mí un bálsamo. Durante todo el tiempo que he permanecido sin noticias tuyas mi vida ha sido un infierno. Pensaba en ti de la mañana a la tarde y por la noche no conseguía conciliar el sueño. Espero que lo que ha pasado convenza a tu hermano Floti de que no se puede ir contra el destino y que así podremos casarnos. Por fin están construyendo casas populares en el pueblo y he presentado una solicitud, para que, si nos casamos, podamos ir a vivir a una de ellas. No pienso en otra cosa que en el día en que vuelva a verte. Cuídate y ten la seguridad de que te quiero y te querré siempre mientras viva,
ALFONSO
Maria no dejaba de releerla, y cada vez se conmovía hasta las lágrimas. Ni Fonso ni los hermanos, sin embargo, le habían hecho saber que el establo había ardido para que no se sintiera mal.
Pasada la Pascua, la convalecencia pareció terminada y la muchacha dio la impresión de estar totalmente restablecida. El único síntoma de la enfermedad pasada era una cierta somnolencia que se apoderaba de ella hacia las siete de la tarde, hasta el punto de que las más de las veces iba a acostarse. Rosina le escribió entonces a su madre diciendo que ya estaban los tiempos maduros para la partida de Maria. Una vez de regreso se sentiría aún mejor y recobraría también el apetito, pues ahora no tenía grandes ganas de comer y había que forzarla para hacerle tragar algo.
Llegó así el gran día. Maria hizo la maleta y Rosina le dio otra para que metiera en ella todos los vestidos que le había comprado en el tiempo que había permanecido en Florencia. Se puso el mejor traje que tenía, se calzó los zapatos con los tacones altos y cogió un bolso de piel marrón brillante a juego con los zapatos. Quién sabe qué dirían en el pueblo y quién sabe qué diría Fonso cuando viera que parecía una señorita. Rizzi estaba tan contento de quitársela de encima que hizo llamar un landó para llevarla a la estación. La despedida fue conmovedora para ambas hermanas. Durante todo el tiempo que Maria había permanecido en Florencia se habían hecho mucha compañía, conversando, paseando, haciéndose confidencias. En los momentos de melancolía Maria siempre había encontrado consuelo y apoyo en la hermana que también mostraba signos de profunda tristeza, pero prefería no hablar de ello.
Todo hacía pensar que en su vida matrimonial no había alegría. En el mucho tiempo que se había quedado allí, Maria no había visto nunca un gesto de afecto por parte del marido, nunca un cumplido, una cortesía, y eso que Rosina era tan guapa y dulce. No tuvo nunca el valor de hacerle una pregunta clara, de pedirle que le contara cómo era su matrimonio, pero partió con el recuerdo de una sombra en la mirada clara de la hermana.
—Te escribiré —le dijo—, y cuando me case quiero que vengas. Será el más hermoso regalo que pueda recibir.
—Haré lo posible y lo imposible para ir —respondió—, pero en caso de que no pudiese, no te lo tomes a mal.
Y le caían las lágrimas de los ojos mientras se lo decía.
Maria la abrazó estrechamente.
—At voi bein, Rusein [Te quiero, Rossina] —le dijo casi al oído.
—Sube, que el jefe de tren ha dado ya el silbato de partida —respondió la hermana apartándose de ella.
Maria subió al coche y se quedó en la ventanilla para saludar con la mano mientras pudo ver el pañuelito blanco que la hermana seguía agitando. Luego se sentó y trató de mirar el paisaje. En breve el tren afrontó la colina y luego la montaña en dirección al puerto. Paraba en cada pueblecito y alguno bajaba mientras otros subían. Se requirió más de una hora para llegar a Porretta, y allí se apeó bastante gente. En las paredes de la estación había un gran cartel con la figura de una hermosa mujer con sombrero y busto ceñido que se tomaba un vaso de agua de una fuentecilla y debajo rezaba: TERMAS DE PORRETTA, FUENTE DE LA SALUD. Esto le hizo recordar que también Fonso iba de vez en cuando a Acqua Salata, cerca de Bazzano, a beber de la fuente para purgarse, y llenaba también dos o tres garrafas para llevarse a casa.
El tren volvió a partir resoplando y rechinando y empezó el descenso. Los postes de la luz desfilaban ahora más veloces delante de la ventanilla, señal de que iban más rápido y que dentro de no mucho llegaría. Pero también en descenso tocaba pararse en las estaciones para dejar subir y bajar a la gente, de manera que se requirió otra larga hora, si no más, para llegar a Casalecchio, donde Rosina le había rogado que bajara y tomara el coche de línea que llevaba al pueblo. Rosina le había explicado también con pelos y señales lo que debía hacer, pero enseguida se sintió desorientada y pensó en pedir información a un señor que pasaba por allí.
—Caballero —le preguntó—, ¿podría decirme, por casualidad, dónde puedo tomar el coche de línea para ir a mi casa?
—¿Y dónde está su casa? —le devolvió la pregunta aquel señor que se daba cuenta de que, a pesar del traje elegante, el bolso y los zapatos de tacón, aquella debía de ser una joven campesina inexperta.
Ella se lo explicó y él le dio toda la información para ir a la parada del coche de línea. Allí encontraría el horario con los diferentes destinos. La empresa pronto se reveló mucho más complicada de lo previsto y Maria, cansada de pedir información y de hacer el papel de campesina, al ver un letrero que indicaba BAZZANO decidió ir en aquella dirección a pie, pues no debía de estar muy lejos. Una vez que llegara a Bazzano no tendría ya ningún problema, porque llegar al pueblo sería cuestión de media hora o poco más. Y así se puso en camino a pesar de no ir con la indumentaria adecuada para un viaje a pie de aquel tipo, con tacones altos, dos maletas y un bolso, pero eran tantas sus ganas de llegar a casa y de volver a ver a su familia y a su novio que todo el resto pasaba a un segundo plano.
Tomó, pues, la carretera que pasaba por el pie de la colina, segura de que, más pronto o más tarde, llegaría a destino. Enseguida comenzó a darse cuenta de lo incómodo de su atuendo, pero trataba de no hacer caso contemplando los campos y la gente que trabajaba en ellos. De lejos, volviéndose hacia atrás, vio la iglesia de la Madonna di San Luca en su cerro y se santiguó y rezó tres avemarías para darle las gracias por haberla devuelto sana y salva.
Después de cinco o seis kilómetros tenía los pies llenos de ampollas; tras otros tres o cuatro los zapatos estaban húmedos de sangre y le dolían los tobillos, pero había resistido hasta aquel punto porque quería presentarse en casa bien vestida y con tacones altos como una verdadera señorita de ciudad. Sin embargo, al final el dolor fue más fuerte que su voluntad: se detuvo, se quitó los zapatos y se los puso en bandolera después de haberlos atado el uno al otro con los cordones. Pero hacía ya mucho tiempo que no iba descalza entre los rastrojos y había perdido las durezas de los pies, por lo que la gravilla de la carretera le hacía mucho daño. Se puso a caminar por el borde, donde había hierba, y la cosa mejoró algo, pero las maletas se hacían más pesadas a cada paso y se veía obligada a pararse cada vez más a menudo para recuperar el aliento y masajearse los brazos y los doloridos hombros.
Un carretero que pasaba por allí con una carga de habas, viéndola tan maltrecha y fatigada, se ofreció a llevarla.
—¿Adónde va así a pie, hermosa joven?
—Me contentaría con llegar al menos a Bazzano. Luego ya me las puedo arreglar sola.
—Está de suerte —respondió el carretero deteniendo el carro—, pues precisamente voy para esa parte. ¿Quiere subir?
—No digo que no —respondió Maria y, tras cargar primero las maletas, fue a sentarse al lado del conductor.
—¿De dónde viene?
—De Florencia.
—¿A pie?
—No. He llegado en tren hasta Casalecchio y luego he caminado hasta aquí. Estoy muerta de cansancio.
—No me extraña, con esos zapatos y dos maletas.
Prosiguieron charlando durante un rato, mientras Maria se informaba de lo que había pasado en su ausencia, justo para hacer compañía al carretero. Este, sin embargo, la miraba cada vez con mayor interés, impresionado por su muy atractivo aspecto. En un determinado momento debió de convencerse de que la muchacha estaba tan exhausta que haría cualquier cosa con tal de no reanudar el camino con dos maletas y los pies que le sangraban. Por lo cual, dicho y hecho, tomó por un caminito entre dos hileras de chopos que parecía perderse en los campos y se detuvo al lado de una espesa arboleda de robinias.
—¿Por qué nos hemos parado aquí? —preguntó Maria.
—Enseguida se lo digo —respondió decidido el carretero en dialecto bazzanés—, o ch’ am dèdi d’la figa o ch’andedi a ca a pi [O me concede sus favores o seguirá a pie hasta casa].
E hizo ademán de propasarse. Pero Maria fue lo suficientemente rápida como para estamparle el bolso en la cara, tan fuerte que le puso la nariz roja e hinchada como un tomate, y mientras el otro juraba e imprecaba ella se bajó, recogió las maletas y volvió atrás, hacia la carretera.
—¡Pero adónde va, loca más que loca! —gritaba él.
—¡Voy donde me parece y place, cerdo asqueroso!
Y reanudó el camino bajo un sol que calentaba cada vez más. Tras haber hecho unos pocos cientos de metros oyó el ruido de un carro que avanzaba y el paso de un caballo que se acercaba. Cuando lo tuvo casi al lado, segura de que era el molesto carretero de antes, gritó sin siquiera darse la vuelta:
—Aléjese de mí, cerdo asqueroso.
—Maria, pero ¿qué dices? ¡Soy yo, Iófa! —Por fin una voz amiga—. Pero ¿cómo andas tan maltrecha? ¿Y qué haces a pie con dos maletas?
—Vuelvo ahora de Florencia —respondió Maria—, ¿tú adónde vas?
Iófa iba precisamente al pueblo, gracias a Dios. La ayudó a subir y ese fue el golpe de gracia para el traje de la joven: después de los elegantes zapatos deformados por la larga marcha y llevados en bandolera, le llegó el turno al bonito vestido comprado en Florencia, empapado ya totalmente de sudor, que se emporcó con la harina de la que estaban cubiertos los sacos, pero ella no le dio importancia. En aquel momento tener a su lado a una persona conocida y casi de la familia, poder sentarse sobre algo blando y relativamente cómodo en vez de caminar sobre unos pies malheridos era tal satisfacción que el resto carecía ya de importancia.
El carretero se detuvo a descargar los sacos en la Compagnia, la hacienda de la que aquella mañana temprano había retirado el trigo para llevarlo al molino y luego siguió, por propia iniciativa, hasta el patio de los Bruni. Maria se apeó de un salto y le dio las gracias, y habría querido invitarle a casa a tomar un vaso de vino, pero ver de repente el establo quemado le produjo una fuerte impresión, dejándola espantada y apesadumbrada. Se arregló el vestido lo mejor que pudo y avanzó hacia el patio: el establo alzaba todavía hacia el cielo las pilastras de ladrillos renegridos; el heno estaba amontonado a un lado en una parva porque no existía ya el cobertizo donde ponerlo a cubierto. Maria no pudo contener el llanto. También para ella el establo era casi más importante que la misma casa: era allí donde había comenzado, en las largas veladas nocturnas de invierno, a hilar el cáñamo con su prometido y a charlar entre las otras mujeres de enamorados y maridos.
No había nadie en la era, pues habían salido todos al campo, y entró en casa. Estaba Ersilia, una de sus cuñadas, que se encontraba preparando la comida.
—Ha ardido el establo —dijo—, ¿cómo ha sido?
—Fueron los fascistas —respondió Ersilia—, por culpa de Floti que se metió en política.
Maria inclinó la cabeza en silencio sin saber qué contestar, luego preguntó:
—¿Dónde está mi madre?
—En su habitación durmiendo —repuso Ersilia con tono severo—, porque se pasa la noche despierta haciendo la guardia a tu hermano.