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Bajo la mirada petrificada de los Bruni, los hombres de la camisa negra se acercaron al establo y lanzaron las teas encendidas sobre el henil lleno a rebosar de balas de paja. Bastaron unos pocos instantes para que el fuego se propagase lanzando hacia arriba una llamarada gigantesca que topó, crepitando, contra las viejas vigas de roble del techo.

Convencidos de que, en aquel punto, ni un milagro podría apagar el fuego, los incendiarios regresaron al 18 BL, aún en marcha, y se fueron cantando e imprecando.

Los Bruni se quedaron un tanto atónitos y como paralizados en medio de la era, enrojecidos por la reverberación del incendio y embestidos por una oleada de calor. El rugir de las llamas se confundía ahora con los mugidos de terror del ganado encadenado dentro del establo: diez vacas y cuatro pares de monumentales bueyes modeneses, orgullo de la familia en las ferias y en la temporada de labranza.

—¡Los bueyes! —gritó Checco—. Hay que liberarlos o arderán vivos. —Y se lanzó hacía el globo cegador.

Clerice, aterrada, trató de detenerle.

—¡No, Checco, por el amor de Dios! No hay nada que hacer por esas pobres bestias. ¡Se te vendrá encima el establo!

Pero era totalmente inútil: la idea de dejar arder vivos a los animales ni siquiera era concebible para alguien que había trabajado siempre la tierra. Checco había alcanzado ya el abrevadero, roto el hielo con una pala y empapado su tabardo y se lo había puesto en torno a la cabeza y los hombros lanzándose inmediatamente después dentro del portón del edificio en llamas.

El gesto temerario de Checco impresionó también a los hermanos que, tras un instante de vacilación, corrieron tras él mientras la madre, trastornada, se dejaba caer de rodillas en medio de la era gimiendo:

—¡Por el amor de Dios, por el amor de Dios, Virgen Santísima, auxílialos!

El establo no estaba afectado aún por el incendio, porque las llamas habían tirado hacia arriba y devorado el cobertizo y la parte del tejado que lo dominaba, pero unas lenguas de fuego habían penetrado por las junturas de las vigas y todo el recinto estaba invadido por el humo. Los bueyes, enloquecidos de terror, pateaban, coceaban y mugían desesperadamente. Algunos trataban de arrancar la cadena que los ataba a los postes, pero resbalaban en el suelo húmedo de sus excrementos y caían de forma estrepitosa; se volvían a alzar para caer de nuevo.

Fredo y Savino se precipitaron a abrir la puerta trasera para crear corriente y disminuir un poco el humo, luego todos corrieron a los postes tratando de soltar a los bueyes de sus cadenas. Era una empresa casi imposible porque las bestias tiraban con toda su fuerza hacia atrás y de aquel modo no se conseguía hacer pasar el seguro a través del anillo de fijación y soltar la cadena. Los largos cuernos de los animales lanzaban mandobles a derecha e izquierda y se corría el peligro de ser descuartizado a cada momento. Pero, un poco a fuerza de gritos, un poco con algún que otro bastonazo, los animales fueron primero empujados contra los pesebres y a continuación con un gesto fulminante, una vez aflojadas las cadenas, desatados.

Apenas liberadas, las bestias se lanzaron al galope hacia el patio iluminado por el incendio; pasaron furibundos por en medio de las mujeres que miraban atontadas aquella tragedia y se dispersaron por los campos.

Entretanto, las vigas del techo, ya completamente quemadas, cedieron de pronto y cayeron una tras otra en la hoguera levantando una nube incandescente y un torbellino de pavesas que subió hacia el frío cielo estrellado.

Clerice se acercó a la puerta del establo y comenzó de nuevo a gritar para pedir a sus hijos que abandonaran aquel infierno:

—¡Basta! ¡Basta! ¡Salid, si no queréis perecer todos!

En ese mismo instante salieron al galope otros animales mientras se desplomaban las últimas vigas del cobertizo alimentando todavía más el torbellino que se hinchó como una bola de fuego y luego se dispersó en mil lenguas llameantes contra la oscuridad de la noche. Ennegrecidos y medio sofocados por el humo, reaparecieron también los hijos, y de pronto Checco, que había contado todos los animales liberados, gritó:

—¡Nero! ¡Falta Nero!

—¡No, no! —imploró la madre llorando—. ¡Si entras, esta vez no sales vivo!

Checco se detuvo turbado por la invocación de Clerice, pero Savino le arrancó de los hombros el tabardo, lo empapó en agua, metió la cabeza y el tronco en el abrevadero, luego se envolvió la cabeza y los hombros y desapareció portón adentro, abierto de par en par.

Nero era un ejemplar no castrado de más de una tonelada, de pelaje muy oscuro, de mayor alzada que un hombre y dotado de una fuerza espantosa. En la monta había que meter a las vacas dentro de un armazón porque si no su peso las habría triturado. Ahora Nero se debatía en un infierno de humo, llamas y pavesas. Estaba plantado contra el pesebre y daba grandes tirones hacia atrás haciendo temblar la pared entera. La cadena estaba ya medio suelta, pero tirando de aquel modo el animal se estrangulaba. Savino comprendió inmediatamente que poner las manos en aquella cadena para hacer desfilar el hierro por la anilla significaba cortárselas de cuajo.

Gritó con todas sus fuerzas.

—¡Ooooh! ¡Ooooh! ¡Nero, sé bueno! ¡Sé bueno! —Y trató de acercarse.

Del techo que tenía encima llegó un crepitar siniestro. Savino hizo amago de escapar por la puerta de atrás, pero en ese mismo instante se recortó contra el resplandor de las llamas una figura que empuñaba un pie de cabra de hierro macizo.

—Hazte a un lado, que lo que hace falta es esto.

—¡Floti! —dijo Savino—. Vayámonos, que se nos vendrá todo encima.

Pero Floti había saltado ya sobre el pesebre de Nero. Enfilada la palanqueta en la anilla, de un golpe seco la arrancó del muro. Nero dio el último tirón y se lanzó al galope por el pasillo, salió entre mugidos con la cadena al cuello colgándole entre las patas y detrás de él Savino. Instantes después el edificio entero se vino abajo, con una última erupción de llamas, humo y pavesas que pudo verse desde todas partes.

Savino se acercó a los hermanos y preguntó:

—¿Dónde está Floti?

Menearon la cabeza.

—¿Dónde está? —gritó más fuerte—. Estaba allí dentro conmigo hace un minuto.

—Habrá salido por detrás —respondió Fredo y corrió hacia la otra parte del establo, pero no vio a nadie.

Clerice rompió en sollozos.

—Madre, no lo haga —dijo Checco—, ya verá como vuelve. Estará por los campos. No quiere dejarse ver.

Pero también él, para sus adentros, temía que estuviese allí, bajo aquel cúmulo de vigas y de detritos que ardían en una inmensa hoguera.

—¡Arden los Bruni! —gritaban en el pueblo los noctámbulos que regresaban entrada la noche de la taberna de la Bassa. Y la gente dejaba la cama y se asomaba a la ventana.

—¿Quién arde?

—¡Los Bruni! ¡Corred, vamos a echar una mano!

Pero pocos sacaron la nariz fuera de la puerta: era tarde, hacía frío, «y además», pensaron muchos, «cuando lleguemos el fuego lo habrá devorado ya todo». En cambio, quien sí acudió fue Fonso, aunque vivía lejos, y llegó en bicicleta a todo correr con un cubo en la mano. Pero no había ya nada que hacer. Los Bruni estaban de pie y en silencio, inmóviles como estatuas en la era, en medio de resplandor del incendio moribundo. Las mujeres lloraban con los niños cerca, atemorizados y temblorosos. De la campiña de alrededor se alzaba el mugido quejumbroso de los bueyes que vagaban por la oscuridad.

Fonso comprobó que, aparte de él, solo se habían presentado Iófa, Pio y otros ocho o diez. Dejó caer el cubo en el suelo y dijo:

—Arriba esos ánimos, os han dejado la casa y la vida y habéis salvado los bueyes. Para lo demás siempre hay remedio. Mañana volveré, después del trabajo, para echaros una mano. Alegraos de estar todos vivos.

—Falta Floti —dijo Savino—, me ha ayudado a sacar a Nero y luego no le hemos visto más. —Y miraba fijamente el gran brasero humeante.

—No está allí debajo —dijo Fonso—, no lo creo. Es demasiado listo y ligero de piernas. Ya veréis como aparece, pero ahora no.

Se puso el tabardo, montó en la bicicleta y se marchó. Nadie había acudido a ayudar a los Bruni, ninguno de aquellos que los domingos de verano estaban allí para jugar a las bochas y beber, nadie de aquellos que tantas veces se habían sentado en el establo a comer y a tomarse unos tragos de vino tinto que espumaba en los vasos.

—Sí —dijo Checco—, Floti estará ya lejos, por los campos, entre los rastrojos de la alfalfa y el maíz. Vamos a dormir como se pueda y mañana ya pensaremos en ello.

Aquella noche Fonso se volvió a casa con el corazón afligido y lágrimas en los ojos; no solo porque Maria estaba lejos, en Florencia, sino también porque había ardido la Posada Bruni, el establo grande como una iglesia donde en invierno dormía mucha gente pobre, y había sido precisamente un milagro que en aquella ocasión no hubiese nadie durmiendo. Aquel establo en el que tantas veces había estado sentado hasta entrada la noche contando fábulas, donde se había enamorado de Maria, y ella de él. Sentía que la hoguera de la Posada Bruni marcaba el final de una época pobre, pero quizá más feliz que la presente; que el pueblo, la gente y quizá el mundo entero no serían ya los mismos.

Se acostó tarde y no pudo conciliar el sueño, en parte porque Maria no le escribía desde hacía mucho, ni siquiera una tarjeta postal, y temía que se hubiese olvidado de él. Y luego quizá algún jovenzuelo de la ciudad con su fácil labia propia del joven toscano y trajeado elegantemente, a la moda, podía haberle hecho perder la cabeza. Pero luego se acordaba de la última vez que habían hecho el amor entre las ramas del gran olmo y cómo se habían jurado fidelidad recíproca, y le parecía imposible que ella se hubiese olvidado de él de aquel modo, y sobre todo sin una palabra, una alusión, dos líneas aunque fueran de despedida. Pensaba entonces en qué podía haber sucedido y no conseguía encontrar una respuesta. Soltó un largo suspiro antes de caer adormecido en un sueño ligero y agitado.

Si la atmósfera nocturna, el resplandor cegador de las llamas, las siluetas trágicas de los bueyes al galope, los gritos, los lamentos y los mugidos habían creado la percepción de una pesadilla y, por consiguiente, de un acontecimiento irreal, el alba gris y opaca que siguió, la ruina negra y humeante del establo hirieron la mirada de los primeros que se atrevieron a salir a la era con la cruda violencia de una realidad ineluctable, con la que por fuerza había que enfrentarse.

La campana llamó al avemaría y Clerice, que no había pegado ojo en toda la noche, pasó por entre los hijos y luego se volvió hacia atrás para mirarlos fijamente uno por uno.

—De rodillas —ordenó.

La mayoría dudaron.

—De rodillas —repitió, siendo la primera en dar ejemplo.

Uno tras otro, los Bruni se arrodillaron y ella rogó:

—Señor que naciste en un establo, entre un buey y un asno que te daban calor y te protegían del frío, míranos con compasión a nosotros, pobres, que hemos perdido por la crueldad de unos hombres injustos, mira las ruinas de estos muros que acogían a los pobres y a los desamparados. Nosotros perdonamos a esos desgraciados porque no saben lo que hacen, pero tú ayúdanos, danos fuerza para volver a empezar, haz ver que estás de parte de los débiles y de los agraviados. No nos abandones. Amén.

—Amén —respondieron algunos.

Otros callaron.

—Yo no perdono a nadie —dijo Savino.

—Y yo tampoco —le hizo eco otra voz.

—¡Floti! —gritó Clerice.

Floti se acercó a las ruinas del establo y se puso a contemplar los muros desmoronados como si no diera crédito a lo que veían sus ojos. Sentía sobre sí el peso de la desgracia y de la responsabilidad de lo ocurrido. Al final se dirigió a sus hermanos.

—Es culpa mía —dijo— y si pudiese os pagaría todo lo que habéis perdido. Pero lamentablemente lo sucedido no tiene ya remedio. Perdonadme si podéis. Lo que he hecho, lo he hecho de buena fe…

En aquel momento salió de entre la niebla otra figura.

—Floti…

—¡Asqueroso hijo de perra, traidor! —gritó Savino lanzándose contra el recién llegado.

—Detente —dijo Floti.

Savino se detuvo a un palmo de Nello y lo miró fijamente a los ojos con una expresión de desafío. Lo vio pálido y con ojeras, parecía quebrantado y abatido.

—¿Con qué cara te presentas en esta casa? Y yo que te creía un amigo. Vete, y no te dejes ver nunca más por aquí.

—¡Déjale hablar! —dijo Floti—. Seguramente hay un motivo que lo ha movido a venir aquí.

—Si no os han quemado la casa ha sido porque yo estaba presente —dijo Nello—, porque he querido estar, pero no hay que desafiar a la suerte. Te lo digo a ti, Floti. He venido a decirte que te la tienen jurada y que estás en peligro. Vete, cambia de aires. Si la situación fuera a mejorar, yo te lo haré saber. Si te vas, también tu familia saldrá ganando. Estaremos todos más tranquilos. Más no puedo hacer, Savino —añadió vuelto hacia su amigo—, pero lo que podía hacer lo he hecho. No me llames traidor, yo mantengo siempre mi palabra. Adiós, esperemos encontrarnos en unos tiempos mejores.

Desapareció.

—Tal vez lo que dice es cierto —dijo Clerice—, fue él quien habló en nuestra defensa, ¿recordáis? De no haber sido por él habrían prendido fuego a la casa. Pero ¿has oído lo que te ha dicho, Floti? Ha dicho que te la tienen jurada y que estás en grave peligro. Debes dejar esta casa o acabarás mal. No quiero perder a otro hijo.

Y le caían las lágrimas de los ojos mientras lo decía.

—Si queréis que me vaya, lo haré —respondió Floti mirando a la cara a sus hermanos—, pero no es fácil así de repente. No tengo dónde ir y no sabría cómo sobrevivir, sin un trabajo ni un alojamiento. Yo no creo que sea tan fácil matarme; no soy un manso cordero, antes tienen que cogerme. Os pido entre tanto poder quedarme hasta que encuentre algo y en ese momento os prometo que dejaré esta casa y no me veréis más.

Primero Savino y luego Checco dieron un paso adelante.

—Floti, te persiguen porque has sido el único que ha tenido los redaños de oponerse y nadie puede acusarte de tener valor, y por lo que a nosotros se refiere, puedes seguir aquí mientras te parezca y cuenta con nosotros para cualquier cosa.

Los otros farfullaron algo, pero no fueron tan explícitos y así Floti, para no crear molestias a nadie, se trasladó a un cuartito adyacente a la bodega, de donde se podía huir directamente a los campos, si fuera necesario, sin que le vieran a uno. Con el retorno de la buena estación se lo pensaría. Y, como así dejaba libre una habitación de matrimonio y alguien salía ganando con ello, no se oirían demasiados gruñidos. Aquella misma tarde se había dejado ver Fonso por allí. Arropado hasta los ojos, pero de bastante buen humor como era propio de él, se había informado de qué era lo que se proponían hacer.

—¿Pensáis levantar el establo? En mi opinión, hay paredes que todavía podrían servir, las vigas se pueden encontrar usadas a buen precio, e incluso nuevas.

De algún modo parecía que quisiera animarles a arremangarse enseguida y no dejarse vencer por el desaliento, pero las reacciones fueron tibias. Cada uno para sí mismo y Dios para todos, parecían pensar los Bruni después de aquella catástrofe. Tal vez solo Armando, dado su carácter y la escasa propensión a esforzarse, podía tener interés en mantener unida a la familia. Su mujer daría a luz una hija de ahí a cuatro meses.

En primavera llegó la noticia de que los herederos de los Barzini habían vendido la finca y también aquello pareció un signo del destino. El nuevo amo se llamaba Bastoni. Era un comerciante de ganado, un tipo tosco y presuntuoso que si ya antes se daba muchos aires, ahora todavía más, pues se había convertido en hacendado y podía dar órdenes y exigir obediencia. Floti había abdicado completamente de sus funciones de administrador, salvo para el reparto del dinero común depositado en el banco. Clerice estaba demasiado abatida y enferma a causa de los últimos acontecimientos y de las preocupaciones para el futuro y así no había nadie en condiciones de plantar cara a Bastoni. A diferencia de Barzini, que se pasaba a lo sumo una vez por año, el nuevo amo estaba allí en todo momento, porque, decía, a los campesinos hay que vigilarlos, ya que de lo contrario roban, esconden el trigo, venden a escondidas los huevos y los pollos, y había que callarse para no llegar a las manos. A menudo rezongaba:

—Sois demasiados, sois demasiados, no paráis de hacer hijos y luego me toca a mí mantenerlos.

En una ocasión Fredo le sorprendió poniéndose pesado con su mujer, y a veces le plantaba la horca en el culo. Una situación insoportable.

Nello dio de nuevo señales de vida a principios de verano y avisó a Savino de que Floti estaba de nuevo en peligro: se había sabido que se encontraba en casa y querían darle una lección. A partir de entonces se trasladó a la caseta de los aperos y luego incluso se iba a dormir al raso, en un jergón en medio del maíz. Pero no conseguía pegar ojo, porque no quería dejarse sorprender y había adelgazado y palidecido, con unas ojeras oscuras y profundas que daba miedo. Clerice, para que pudiese descansar, velaba toda la noche y le sostenía la cabeza en su falda. A cada ruido, agitar de alas en la oscuridad o canto de ave nocturna debía hacer un gran esfuerzo para no sobresaltarse ni gritar a fin de no despertarlo.

Al amanecer, a las primeras luces, Floti se despertaba y se ponía en pie, miraba a su madre y ella le miraba a él, en silencio, y luego se separaban. Ella volvía a casa para dormir unas horas y él vagaba por los campos como un alma en pena. Por si fuera poco, Clerice le dijo que desde hacía dos meses solo tenían noticias de Maria a través de su hermana Rosina, lo cual le creaba una gran preocupación, pues seguramente le ocultaban algo.

Una vez Fonso entregó a Clerice un libro para que se lo diese a Floti, Los hermanos Karamázov, de un escritor ruso. Floti lo llevaba siempre consigo en las largas tardes estivales, y se paraba a leerlo a la sombra de un roble o a lo largo de la orilla de la alberca, bajo un chopo. Cuando lo hubo terminado se lo devolvió a su madre, con unas pocas líneas escritas a lápiz en una hojita arrugada dirigidas a quien se lo había prestado.

Querido Fonso:

He escrito pocas cartas en mi vida, pero he querido escribirte esta para decirte que estoy arrepentido de haber mandado a Maria a Florencia. Desde hace tres meses solamente recibimos noticias a través de su hermana, lo que significa que nos ocultan una verdad que no quieren decirnos. Si fuera a ocurrirle algo desagradable, no me lo perdonaría jamás. Porque le habría hecho daño a ella y a ti, con la intención de hacer algo acertado. Tu libro no era fácil, pero lo he leído de punta a cabo. La parte en la que se habla de Dios y del mal en el mundo no la olvidaré jamás. Casi todo depende del azar, nuestra vida es un misterio.

FLOTI