A Floti se le había metido en la cabeza que Fonso no debía cortejar a su hermana Maria. No tenía nada contra él, es más, sabía que era una persona seria, que tenía ganas de trabajar y que gozaba en el pueblo de una buena reputación.
La suya era más bien una cuestión de piel. Para él Fonso no era la persona adecuada para Maria, feo como era, con una ancha barbilla prominente y también medio sordo como estaba. Sabía que las conversaciones entre su hermana y él estaban ya muy avanzadas y que había que interrumpirlas si no quería encontrárselo en casa un día pidiendo la mano de Maria.
Fonso, por su parte, se daba cuenta de que tenía que ofrecer a su prometida y a los hermanos de ella una garantía seria, es decir, un trabajo fijo, cosa no fácil en aquellos tiempos. La oferta de mano de obra era en cualquier caso mucho mayor que la demanda y el trabajo valía por tanto muy poco. Pero aquel no era un problema: lo importante era encontrar algo, luego uno podía demostrar lo que valía.
Existía la oficina de colocación, pero los patronos preferían servirse por su cuenta, pasando por delante del «murete»: un parapeto de ladrillos que se asomaba al foso medieval, ya sin agua, que rodeaba el pueblo con sus cuatro pequeñas colinas artificiales en terraplén que señalaban sus ángulos. Todos los braceros en busca de trabajo se daban cita allí y estaban apoyados o sentados contra el murete para charlar en espera de que pasase alguien a llamarlos para una jornada o dos, o, si eran muy afortunados, para una temporada. Fonso no iba a menudo porque, si no tenía un compromiso ya apalabrado, prefería ayudar a alguien gratuitamente antes que permanecer ocioso esperando. Al final de la jornada siempre caía algo: una frasca de vino, un pedazo de magro, una loncha de tocino para hacer el sofrito para la pasta; patas, cuello, alas y menudillos de gallina para hacer el caldo.
Una mañana, mientras paseaba por ahí, le hicieron pararse unos amigos que esperaban ser llamados para trabajar, y justo en aquel momento pasó el capataz de Baccoli, un abogado de Bolonia que poseía una vasta hacienda agrícola en los alrededores del pueblo. Señaló con el dedo, indicando uno tras otro a seis hombres y dijo:
—… tú, tú, tú y tú, id a la finca de via Emilia, pues hay que cavar una fanega de rastrojo para sembrar alfalfa.
Los llamados montaron en la bicicleta y en grupo se encaminaron hacia su destino. En ese mismo instante el capataz reparó en Fonso y su complexión maciza, y añadió:
—… ¡y tú también!
Fonso le dio las gracias y montó a su vez en la bicicleta tratando de alcanzar a sus compañeros, que le llevaban una ventaja de unos minutos. Dada su experiencia, se había hecho ya una idea del motivo de aquel reclutamiento. Para preparar un rastrojo para la siembra de la alfalfa no hacía falta cavar una fanega de tierra: una yunta de bueyes con un arado y luego una pasada con el rastrillo habría hecho el trabajo mucho mejor y más rápidamente. Aquella era casi sin duda una prueba de resistencia y sabía perfectamente cómo sería la cosa: se dispondría a todos los cavadores en una línea de salida y cada uno debería cavar lo más rápido posible ante la mirada del capataz que, por detrás, controlaría si alguno hacía trampas hundiendo menos el hierro en la tierra para avanzar más expedito. Al atardecer se irían por eliminación. Y así fue. A la puesta del sol Fonso había dejado atrás a todos y el segundo lo tenía a una veintena de metros. Era una regla despiadada, pero que todos aceptaban: era justo que venciese el mejor. Pero en muchos casos contaba también el hecho de que algunos estaban desnutridos y carecían de energía suficiente para resistir un trabajo tan pesado. Todos habían comprendido que estaba en juego algo importante y se comprometían al límite de sus fuerzas. El más débil, un bracero de cincuenta años llamado Marino, se vino abajo por dos veces en el mismo día, pálido y sudoroso y, cuando llegó al final, tenía lágrimas en los ojos porque sabía que nunca conseguiría ganarse el puesto de trabajo.
Y, en efecto, fue dejado en casa al día siguiente, luego el capataz despidió a otro al segundo día, a otro al tercero, dos al cuarto, otro de nuevo al quinto hasta que, al sexto día, Fonso fue el único que se presentó.
—Necesitamos al mejor hombre —le dijo el capataz—, y el puesto es para ti. Se te contratará como fijo, la paga es semanal y, si el patrón queda contento, tendrás también una gratificación por Navidad.
Fonso dio las gracias ocultando su satisfacción, pero cuando salió a la calle se puso a cantar sus estribillos a voz en grito porque finalmente había tenido un golpe de fortuna. Si aquellos amigos no le hubiesen hecho pararse delante del murete justo en el momento en que llegaba el capataz de Baccoli, este no habría reparado en él y no le habría llamado para cavar en la finca de via Emilia. Ahora era un hombre con un sueldo seguro y un trabajo fijo que podría durar toda la vida. Ahora estaba en condiciones de mantener una familia y podría pedir la mano de Maria sabiéndose capaz de asegurarle una vida decorosa.
¿Con quién hablar primero, con Floti o con Clerice? Pensó que convenía comenzar por el más difícil. Si el hermano decía sí, los otros se adaptarían. Pero se veía a la legua que la cosa no le hacía ninguna gracia, que de algún modo estaba celoso de su hermana. Clerice, en cambio, le quería y casi sin duda le aceptaría sin oponerse. Esperó dos o tres días, un poco para cobrar ánimos, en parte también para que se extendiese la noticia de que ahora era jefe de cuadrilla en una gran hacienda, tenía un trabajo estable y un sueldo fijo, en dinero contante y sonante cada final de semana.
Luego un jueves por la tarde, hacia finales de abril, se presentó en el patio de los Bruni y preguntó si estaba Floti, que quería hablar un momento con él.
—Está en el cobertizo —respondió Fredo—, desenganchando el caballo del carro.
Fonso se acercó y se lo encontró de frente cuando salía.
—Buenas, Floti —le dijo.
—Buenas tardes, Fonso. ¿Qué haces por aquí a estas horas?
—Me gustaría hablar un momento contigo.
—Te escucho —repuso Floti.
—El motivo es Maria.
—Maria no está.
—¿No está? ¿Ha ido a hacer la compra?
—No, se ha ido a Florencia y estará fuera por bastante tiempo.
—¿A Florencia? Pero ¿cómo, sin decirme nada?
—Ya sabes que tiene una hermana casada allí que ahora está pasando por un momento difícil y necesita compañía. Hemos pensado que le haría también bien a ella estar en la ciudad durante un tiempo, y además en Florencia hablan todos italiano, así lo aprenderá, pues siempre puede venir bien.
Fonso inclinó la cabeza con expresión sombría y dijo:
—Ojos que no ven corazón que no siente, ¿no es así?
Floti suspiró y añadió:
—Escucha, Fonso, es inútil que le demos largas. Es cierto que la he mandado a Florencia también por eso. No tengo nada contra ti, ojo. Eres un buen chico, honesto y trabajador. Sé lo que piensas: que cuando me encontraba en la cárcel estabas siempre aquí echando una mano en el campo, sacudiendo el cáñamo a la hora del mediodía, cuando son mayores el calor y la fatiga, o a sacarla de la alberca, cuando pesaba como plomo, empapada de agua y resbaladiza. ¿Ves? Todo esto lo tengo en cuenta, pues no soy un ingrato, sabré cómo pagártelo. No tienes vicios de ningún tipo, pero en mi opinión no eres adecuado para Maria, y así no se puede hablar de emparentar. Cuando las mujeres se enamoran no comprenden ya nada, pero quizá si alguno se lo hubiese hecho comprender cuando estaba todavía a tiempo…
Fonso lo detuvo con un gesto de la mano.
—Es suficiente, Floti. Entendido, lo comprendí incluso antes. Tú perdiste a tu mujer: era guapa y estabais enamorados, precisamente como tu hermana y yo, pero nosotros no tenemos la culpa. Nos queremos y deseamos casarnos, crear una familia. Es cierto, ella es mucho más hermosa que yo, pero ¿qué importa? Y además ahora soy una persona que tiene un trabajo fijo y una paga segura y bastante buena. Cometes un grave error: ¿quién te dice que estará más contenta con algún otro? Podrías arruinarle la vida dándolo a uno que te convenga a ti pero no a ella. Estaremos bien juntos. ¿Por qué quieres separarnos?
A Floti se le ensombreció el gesto ante aquellas palabras.
—Eso es asunto mío, Fonso, no te inmiscuyas. Maria está en Florencia y ya se verá cuando llegue el momento. Como se suele decir, lo que sea sonará, pero yo preferiría que no y no puedo hacer nada.
Fonso no se resignaba y añadió:
—Tú asumes una bonita responsabilidad, Floti, y no deja de asombrarme: precisamente tú que has sufrido la pérdida de la mujer que querías y has estado en la cárcel siendo inocente. Sabes lo que significa estar mal, sufrir. ¿Por qué la tienes tomada con nosotros? ¿Qué te hemos hecho?
—Nada —respondió Floti—. Es así y punto.
Fonso hubiera querido rebatirle, pero comprendió que no había más que decir. La voz le temblaba ya y no quería despertar compasión. Se fue con lágrimas en los ojos.
Salió al camino con la bicicleta sujeta con una mano y se dirigió hacia casa con el corazón inflamado mientras comenzaba a oscurecer. Cuando hubo andado unos diez metros oyó que le llamaban en voz baja:
—Fonso, Fonso…
—¿Quién es? —preguntó.
—Soy yo, Maria —respondió una voz desde el otro lado del seto.
—¿Maria? ¡Pero entonces no te has ido a Florencia!
—Ven para aquí, a esta parte: hay un boquete en el seto.
Fonso apoyó la bicicleta en el borde de la cuneta y saltó al otro lado.
—Pero ¿dónde estás? No te veo.
—Aquí arriba, en el olmo. Estaba recogiendo hojas para las vacas y te he visto. Espera, que bajo.
—No, no te muevas, ya subo yo, así no nos verá nadie.
Con unas pocas brazadas trepó por el enorme tronco y llegó hasta ella en medio de la copa del árbol. La abrazó con fuerza.
—Pero ¿qué es esta historia? Hace diez minutos tu hermano me ha dicho que estabas en Florencia.
—En cierto sentido ha dicho la verdad. Parto mañana. Me llevará él a la estación de Bolonia y allí tomaré el tren para Florencia. Te ha dicho que me había ido ya porque no quería que nos despidiésemos. Temía que yo cambiase de idea.
—¿Y no puedes hacerlo? Él no quiere que nos casemos, ¿lo sabes?
Maria bajó la mirada.
—Lo sé. Y espera que estando en Florencia te olvide. Escúchame bien, Fonso: yo no puedo desobedecer a mi hermano, porque él es el cabeza de familia y siempre me ha querido. Él cree que es acertado lo que hace; no se da cuenta de que se equivoca, pero si tú me esperas yo volveré, antes o después, y nos casaremos porque no te olvidaré. Pase lo que pase, nunca, ¿has comprendido?
—Pero si tu madre…
—No se puede, créeme. No faltan ocasiones de discusión en mi casa, y lamentablemente no es posible ni una más, y yo no quiero crear otra. Espero volver al menos por Navidad, y todo el tiempo que deberé pasar allí será como el infierno y el purgatorio juntos.
—Y también para mí. Te juro que no miraré nunca a ninguna otra, esperaré hasta que vuelvas, y te escribiré apenas me mandes la dirección.
Tenían los dos lágrimas en los ojos, aunque no se veía porque ya había oscurecido, e hicieron el amor en lo alto del árbol como una pareja de gorriones. Luego lloraron abrazados juntos y se juraron que nunca nadie podría separarlos, como los amantes en las fábulas de Fonso.
Al día siguiente Floti acompañó a su hermana, que lloraba como una fuente. Nunca había salido de casa e ir a Florencia equivalía para ella a irse al confín del mundo. Durante todo el viaje no consiguió articular una palabra, y también el hermano estaba sombrío y taciturno.
—¿Por qué me mandas? —le preguntó cuando llegó el tren.
—Por tu bien. Te mereces mucho más que el cuentacuentos. Un día lo comprenderás.
—No —respondió Maria—, no comprenderé nada.
Luego subió al tren y por la ventanilla miró a su hermano, que se hacía cada vez más pequeño, cada vez más pequeño…
Pasó el verano y luego el otoño, y comenzó el invierno, pero Fonso no se presentó más por la Posada Bruni a contar sus historias para no incomodar a nadie y así las noches pasaban aburridas y tristes.
Había corrido ya la voz por los alrededores de que Floti había vuelto y que había quien se la había jurado a aquel subversivo, y quería hacérsela pagar, a él y a toda su descendencia. El ajuste de cuentas no se hizo esperar mucho, lo que fue el mayor de los desastres en la historia de los Bruni. Sucedió justo unos pocos días antes de Navidad, cuando estaba a punto de terminar la novena. Clerice había vuelto de la iglesia, arrebujada en su mantón de lana, y se había puesto a preparar la masa para el panone y los ravioli: harina, miel, uva secada en casa en el horno tibio, compota de miel, membrillo y licor de mosto de uva roja.
Aquella noche estaban ya todos en la cama porque, desde que no venía Fonso, la Posada Bruni había perdido su principal atracción, pero ella estaba aún despierta, ya fuese porque presentía algo o simplemente porque no tenía sueño, porque los viejos saben para sus adentros que con poco dormir tendrán incluso demasiado.
En medio del gran silencio creyó oír voces: parecían gritos, o canciones, o ambas cosas, y el ruido de un motor que se acercaba. Así era, cantaban al unísono y estaban ya tan cerca que se oía lo que cantaban.
—¡A las armas, somos fascistas, terror de los comunistas!
El corazón le dio un vuelco y murmuró:
—¡Virgen Santísima, auxílianos!
Clerice, que nunca había sentido interés por la política, estaba acostumbrada sin embargo desde hacía tiempo a ver grupos de exaltados yendo por ahí zurrando, repartiendo leña, humillando de todas las formas posibles a los que consideraban unos facinerosos y derrotistas enemigos de la nación. Y estaba segura de que aquella vez venían a por ellos y a por uno en especial: su hijo Floti. Subió enseguida al piso superior, todo lo deprisa que podía, vela en mano para despertarle.
—¿Qué pasa, madre? ¿Qué hace aquí? —Apenas lo había dicho cuando escuchó fuera los gritos y vio el terror en los ojos de la madre.
—Vístete y escapa por atrás, enseguida, que tenemos aquí a los fascistas. ¿No oyes lo cerca que están? Es cuestión de minutos. ¡Vienen a por ti, venga, vamos!
Tenía razón y el canto resonaba ya bajo las vigas del dormitorio. Floti se puso los pantalones y un jersey, se echó sobre los hombros un abrigo y bajó las escaleras a la carrera. Clerice fue tras él con una bufanda, porque hacía frío y amenazaba nieve, se la enrolló en torno al cuello como un abrazo y le hizo escapar por la puerta de atrás, campo a través. Le miró por un momento alejarse y lo último que vio de él fue la bufanda que ondeaba en la oscuridad como una bandera. Cerró enseguida con cerrojo y fue a la puerta delantera para hacer otro tanto. Inmediatamente después oyó el ruido de un camión que se detenía y un gran vocerío. Debían de ser varios y Clerice miró por una rendija de los postigos. Habían dejado el motor en marcha y los faros encendidos porque era noche cerrada. Los conoció porque se habían dejado ver en otras ocasiones; venían de Sogliano, tal vez los mismos que le habían atizado a Graziano Montesi.
—¡Bruni, sal fuera! —gritó uno—. ¡Sabemos que estás ahí!
No cabía duda de que era a Floti a quien buscaban.
—¡Entrégate, Bruni! —gritó un segundo, y Clerice contaba los pasos de Floti en la noche para imaginarse en dónde estaría en aquel momento.
—¡No está! —gritó desde detrás de la ventana cerrada.
Entretanto se habían despertado todos los demás. Los hombres habían bajado a la cocina, las mujeres ateridas y cubiertas a la buena de Dios llevaban a los niños a la bodega y trataban de calmarlos para que no llorasen. Una de ellas, que había oído los gritos de los fascistas, dijo:
—¿Cómo que no está? Si yo lo he visto irse a la cama.
Los hombres la hicieron callar con la mirada.
—Si nuestra madre ha dicho que no está, es que no está.
—¡Entregadlo o prenderemos fuego a la casa y os asaremos a todos! —gritó el mismo de antes blandiendo una tea encendida. Sus compañeros, uno tras otro, encendían sus teas con la suya y en poco rato el patio estuvo todo iluminado. Llevaban camisas negras y botas, casacas de piel o de paño gris verdoso. La amenaza resonó hasta en la bodega, aterrorizando a las mujeres que lloraban a causa del frío y el miedo.
—¡Por el amor de Dios! —gritó Fredo desde el interior—. A quien buscáis es a Raffaele Bruni, pero no está; no volvió anoche.
—¡Mentira! —gritó otro de los sitiadores—. ¡Hacedle salir o prendemos fuego a la casa! Es el último aviso.
Checco miró uno por uno a sus hermanos y, aparte de Savino, que parecía bastante tranquilo, solo vio caras aterrorizadas.
—¿Qué hacemos?
—Hay poco que hacer —respondió Clerice—, en vista de que Floti no está. Solo cabe esperar que nos crean.
—¡Si estuviera, saldría él por propia voluntad! —gritó Checco—. Hay mujeres y niños aquí.
—Entonces, abrid o echamos la puerta abajo y lo destruiremos todo. ¡No os dejaremos ni los ojos para llorar!
—Está bien —respondió Checco—, os abro. Comprobadlo vosotros mismos.
Descorrió el cerrojo, pero no le dio tiempo a abrir porque un violento empujón contra el batiente abrió la puerta de par en par y lo tumbó al suelo. Otros ocho o diez hicieron irrupción en la casa casi caminando por encima de él y se dispersaron por todas partes a inspeccionar los diferentes ambientes. Bajaron también a la bodega, donde las mujeres se apretujaron unas contra otras temblando y los niños se pusieron a llorar y a gritar aterrados por el estruendo.
No encontraron nada y se enfurecieron aún más.
—¿Es que queréis tomarnos el pelo con estos subversivos? —gritó uno de ellos—. Estoy seguro de que ese cobarde anda escondido por aquí. Prendamos fuego a la casa y ya veréis como sale.
—Sí, démosles un escarmiento —gritó otro—, así aprenderán a hacerse los listos.
—Bien —aprobó el que parecía el jefe—, ¡fuera todos! ¡Por esta vez salvaréis el pellejo, bastardos!
Salieron, y Clerice, que hasta ese momento había estado solo a la defensiva, pasó al ataque: había reconocido a algunos y los trató como una madre que tiene chavales a los que corregir.
—¡Avergonzaos! ¡Mira que venir de noche armados con palos como los carceleros de Cristo! La emprendéis con unos hombres pacíficos y desarmados, con mujeres y niños. ¡Y tú! —dijo señalando con el dedo a uno de ellos—. Conozco a tu madre, estuvimos juntas en la cofradía del Santísimo, pobre mujer, la compadezco. ¡Vuelve a casa con estos exaltados y que no te vuelva a ver nunca más por aquí!
—Déjalo correr, madre —dijo Fredo, tirando de ella hacia atrás por el brazo—, así es peor.
Savino reconoció a Nello, que bajó la mirada al no conseguir aguantar el asombro, la desilusión y el espanto que leía en los ojos de su amigo.
Checco cogió del brazo a su madre y a su mujer, que llevaba al cuello al pequeño Vasco, y guio el breve éxodo del resto de la familia hasta el centro de la era.
Uno de los fascistas con la tea encendida se acercó a la puerta abierta e hizo ademán de arrojarla dentro, pero Nello le detuvo.
—¡Espera!
—¿Qué pasa? —respondió el hombre volviéndose hacia él e iluminando su rostro.
—No podemos dejar en la calle a mujeres y niños que no tienen ninguna culpa. Aquí hay también buena gente, que no ha hecho otra cosa que deslomarse en el campo sin crear problemas nunca a nadie. Dentro de unos días será Navidad, ¿es que queréis que unos niños inocentes se queden sin casa y sin hogar?
—Prendamos fuego, pues, al establo —replicó el otro.
—¡Sí, sí, fuego al establo! —gritaron todos como ebrios, y se volvieron con las teas encendidas hacia la casa de labranza que se erguía, sombría, en el límite opuesto de la era.
Los Bruni se miraron unos a otros atónitos e incrédulos, con los ojos llenos de lágrimas: querían prender fuego al lugar de las fábulas y de las historias fantásticas, el refugio de los pobres, de los vagabundos y de los desamparados. ¡Querían quemar la Posada Bruni!