17

Aquel invierno Fonso fue invitado a contar sus historias en varias haciendas, algunas más bien distantes del pueblo, aunque no tanto como para no poder llegar a pie. Lo hacía con mucho gusto: en primer lugar porque le gustaba tener un auditorio que escuchaba encantado sus cuentos, y luego porque todos le regalaban algo, sobre todo comestibles, vino y madera para quemar, lo que en aquellos tiempos no era poco. Uno le daba salchichón, otro un pollo joven ya desplumado y un tercero un buen tronco de roble o de olmo para quemar en la chimenea. Los más generosos le dejaban, por así decir, elegir, diciéndole: «Fonso, el tronco que seas capaz de cargar y llevarte a casa es tuyo». Y él sonreía burlón como diciendo «ya veréis, mis espaldas no serán menos que mi lengua». Y cuando había terminado de contar su historia y todos se deseaban buenas noches y se iban a la cama, él salía al patio a la luz de la luna, cargaba sobre un hombro el tronco más grueso que podía levantar y a pie, en medio de la nieve, se lo llevaba para casa a lo largo de un trecho de un kilómetro. De vez en cuando apoyaba en el suelo el extremo delantero y así descansaba, luego se agachaba de nuevo, lo levantaba y seguía adelante.

Pero a casa de los Bruni habría ido incluso de balde, porque su premio era muy distinto, pues estaba perdidamente enamorado de Maria. Aquel año, además, habían llegado para pedir hospedaje unos personajes nunca vistos. Había un individuo que afirmaba haber sido miembro de la banda de Adani y Caprari —los dos bandidos que, montados en una Frera como unos caballeros andantes, robaban a los ricos para dárselo a los pobres— y que había sido salteador de caminos durante cuatro años antes de ver a sus cabecillas muertos por los disparos de los carabinieri del subteniente Capponi en los campos de la Bassa. Cuando había bebido un vaso de más, los Bruni le oían vociferar en plena noche:

«Quando la luna la scavalca i monti

E noi siam pronti e noi siam pronti

a assassinaaar!»

[¡Cuando la luna asoma tras los montes, nosotros estamos preparados para matar!]

Maria sentía un gran miedo cuando él la miraba desencajando los ojos y decía, como el ogro de las fábulas: «Tengo hambre de cristiano, tierna y bella criatura» y estallaba en una carcajada ruidosa y gorgoteante mientras ella dejaba deprisa en el suelo el plato de la sopa y ponía pies en polvorosa.

Nadie, obviamente, le daba importancia. Pero cuando Armando, tendido inmóvil en su cama con los ojos abiertos al lado de su esposa lenta y fría, sentía la voz de aquel jactancioso rasgar la noche, se estremecía:

«Il primo assalto che abbiam fatto

Abbiam’ ssaltato una signora

Le abbiam piantato un cortello in gola

Ed il denaro el il denaro abbiam piglàaa!»

[¡Nuestro primer asalto fue a una señora, le clavamos un cuchillo en la garganta y le rapiñamos su dinero!]

Aquel año el frío era punzante, los carámbanos pendían de los canales cual puñales de cristal durante semanas y la escarcha revestía los árboles de una canosa fantasmagoría que el pálido sol invernizo no conseguía disolver. Era en estaciones como aquella cuando la Posada Bruni registraba el todo completo. El boyero abría dos o tres balas de paja, la esparcía por el establo y los recién llegados se tumbaban cómodos y calientes. A la hora de las comidas, Clerice les mandaba un plato de sopa humeante y una frasca de vino convencida de que en cada uno de ellos podía ocultarse Dios Nuestro Señor en persona, que andaba merodeando por la noche para ver quién era duro de corazón y quien sentía caridad por el prójimo.

No faltaba también quien se las arreglaba para hacerse merecedor de aquella gracia de Dios: ayudaba a cuidar los animales o a sacar el estiércol o incluso tan solo a empajar las sillas o a hacer nuevos mangos para las palas y azadas, y en este caso era admitido a la mesa junto con los familiares, porque quien trabaja justo es que ponga los pies debajo de la mesa.

Podía suceder que, en estaciones como aquella, llamasen a la puerta también mujeres. Si bien muy raramente. En tal caso, Clerice abría para ellas el cuartito de guardar el vinagre, porque no quería líos de ningún tipo. Había una, un poco tocada del ala, que había venido ya en varias ocasiones, y aquel año había llegado a primeros de diciembre y a finales de enero no daba señales de querer irse. Cuando le preguntaban quién era y de dónde venía, ella siempre respondía con la misma frase y cantinela: «Pobre de la Desolina, enfermedad mental, pobrecita…», la maquinal repetición de un diagnóstico y sabe Dios dónde se lo habían hecho. Una de las raras ocasiones que había parecido lúcida de mente había dicho que, antes de descubrir la Posada Bruni, había llamado varias veces a la puerta de la vicaría, en tiempos de don Massimino, pero que nadie le había abierto.

—No me extraña. —Fue la respuesta de Clerice—. Los curas no pueden tener mujeres en casa por la noche.

Hubo quien dijo que conocía su historia: se trataba de una viuda que vivía en una colina con su hija única, trabajando de sol a sol en un campito ingrato, todo piedras y mala hierba. La hija dio muestras de no estar bien: palidez, desmayos repentinos, náusea y vómito.

—¿No estarás por casualidad embarazada, eh? —le había preguntado—. Mira que si estás preñada te mato. Te dije que el patrón nos despedirá si se entera. ¡Nos veremos condenadas a pedir limosna, nos moriremos de hambre!

La muchacha estaba aterrorizada por aquellas amenazas y era incapaz de serenarse, se sentía culpable de todas las desgracias que les pasarían y al final, no pudiendo soportar más el sentimiento de culpa que la abrumaba, se bebió un sublimado corrosivo, yendo al encuentro de una muerte espantosa. La madre enloqueció de dolor y el médico de su pueblo hizo que la internaran en el asilo de locos de Reggio, de donde, no se sabe cómo, había sido expulsada o había conseguido huir. Debía de haber aprendido allí aquella frase: «Pobre de la Desolina, enfermedad mental…, enfermedad mental…».

Nadie habría podido decir si aquella historia tan cruda era cierta o una invención, pero la mirada permanentemente extraviada de la mujer hacía pensar en una perpetua lucha contra sí misma, en un intento incesante de olvidar o de remover recuerdos e imágenes intolerables. Sin embargo, pese a todo, las historias de Fonso parecían de cualquier modo apaciguarla y actuar sobre ella como un bálsamo. Le escuchaba embelesada sin pestañear y, de haber podido, le habría escuchado durante horas y horas. Es cierto que, de aquel modo, huía de la realidad de un pasado que no le daba tregua, emigraba a otro tiempo y lugar, transportada por la voz del narrador.

Una vez que todo había terminado y ella tenía que regresar a su alojamiento atravesando el patio, se ceñía el mantón andrajoso y su figura se encogía hasta casi desaparecer, presa de nuevo de los recuerdos.

Una noche, hacia finales de enero, mientras Fonso estaba contando una de sus historias, se oyó llamar, en medio del silencio profundo de una pausa, al portón del establo.

—¿Quién es? —preguntó Checco.

—Soy yo —respondió una voz ronca por el frío.

Checco fue a abrir y se encontró de frente a Floti, pálido, con el rostro demacrado, la barba larga y los ojos brillosos, casi calenturientos. Maria le saltó al cuello y Clerice se secó los ojos con el pico del delantal. Los otros, tanto familiares como forasteros, se quedaron desconcertados ante la imprevista aparición. Los hermanos, en particular, no sabían qué decir. Fonso fue lo bastante rápido para romper aquel silencio pétreo yendo a su encuentro con la frasca para servirle un vaso de vino.

—¿Cómo va, Floti?

—Mucho mejor, ahora que estoy en mi casa —respondió.

Vació de un sorbo el vaso y se lo alargó de nuevo.

—Sírveme otro —dijo—, pero vosotros seguid con lo vuestro, no quiero interrumpir la historia. Que es tu preferida, ¿verdad, Fonso? —Y se puso a citar de memoria:

«Dal di là dal mar io son venuto

Per prender l’acqua del fiume

Ossillo Che fa guarire ogni sorta di male».

[De allende los mares he venido para coger agua del río Ossillo que cura toda clase de males.]

Aquí hubo otro momento embarazoso. La circunstancia habría exigido que salieran todos, que cada uno volviera a casa o a su yacija con el fin de dejar solos a los Bruni para que se las vieran con el hermano, salido —¿tal vez evadido?— de la cárcel. Pero nadie se movió y Fonso comprendió que debía realmente continuar. Y así lo hizo.

—Sigue, Fonso, que ahora viene lo bueno, si no recuerdo mal —repitió Floti haciendo una indicación a Checco de que le siguiera puertas afuera. El hermano, envuelto en el tabardo, fue tras él.

Estaban el uno enfrente del otro, en la era helada, y el cielo les mandaba una nevisca.

—¿Cómo andan las cosas, Checco?

—Mal. Cada uno piensa solo en sí mismo y nuestra madre no consigue mantener unida a la familia. Savino quiere irse. Ha conocido a una chica y encontrado trabajo en la finca de Ferretti. Se casará.

—Nos hemos casado todos. Es normal.

—Sí —respondió Checco—, es normal.

—¿Novedades?

—Hemos comprado un toro para cubrir a las vacas.

—Ya lo he visto, en el poste del fondo de la izquierda. Un bonito animal.

—Sí, y he pagado lo justo por él. Se llama Nero.

—Quisiera saber quién ha hablado mal de mí mientras estaba a la sombra.

—¿Por qué, Floti, de qué iba a servir?

—Quiero saber quién organizó la trampa para mandarme a la cárcel.

—Te has maleado en la cárcel y te puedo entender, pero debes tratar de olvidar. Con la venganza no se va a ninguna parte: con los vientos que corren uno puede acabar muy mal.

—Me enteraré igualmente. ¿Y qué pasa con el cuentacuentos? Está más aquí que en su casa, tengo la impresión.

—Maria le quiere, y él a ella. ¿Qué tiene de malo? Es un buen chico, un gran trabajador, muchas veces ha venido a echarnos una mano cuando hay necesidad.

—Lo ha hecho para que se le acepte. Pero este es un asunto que ya arreglaré yo más adelante. ¿Tienes idea de quién me traicionó?

—Floti, uno se muere de frío aquí fuera. ¿Por qué no hablamos de ello mañana? ¿Qué prisa hay? ¿O hay un motivo? ¿Cómo has conseguido salir?

—He sido absuelto. Ese cretino que me acusó no tuvo la astucia de desembarazarse de la chaqueta agujereada por el disparo de pistola. El juez la secuestró y los peritos han demostrado que el disparo partió del interior y no del exterior. Un estúpido accidente que alguien quiso aprovechar para enredarme.

—Esta vez has salido bien parado, lo que no quiere decir que la cosa se acabe aquí. Quien nos ha puesto a prueba una vez nos pondrá a prueba de nuevo. Pero ahora vete a dormir, tu habitación te espera. Nuestra madre la ha tenido siempre limpia y en orden. Estaba segura de que volverías.

Floti asintió con aire grave.

—Buenas noches —le dijo Checco—, bienvenido a casa.

Entraron juntos y Floti subió a su dormitorio. Por la ventana vio a Fonso despedirse de Maria delante de la puerta del establo y luego cubrirla con su tabardo y estrecharla contra sí en una furtiva intimidad. Sintió que le subía la sangre a la cabeza y hubiera querido bajar, pero Fonso se iba ya camino de su casa.

Floti estaba convencido de que, con su regreso, las cosas volverían a ser como antes, pero se equivocaba. En su ausencia la situación familiar, que presentaba ya fisuras, se había deteriorado. La entrada de muchas mujeres había multiplicado los motivos de roce o de discordia. Cada una creía ver en las cuñadas privilegios y ventajas que ella no tenía o pensaba que su marido no era tenido en la debida consideración, que uno hacía mucho y el otro demasiado poco. Los maridos, por su parte, querían parecer importantes y dignos de respeto a los ojos de las mujeres y tendían a picarse por menudencias, descortesías involuntarias que antes habrían dejado pasar o ignorado por completo. Por si fuera poco Clerice, debilitada por las graves pérdidas sufridas, ya no tenía la misma energía y le faltaba la garra para gobernar una tribu tan numerosa.

Floti volvió a tomar las riendas en sus manos, pero las feas costumbres habían arraigado y no era fácil volver atrás. Hubiera hecho falta un golpe impactante para restaurar su prestigio y la oportunidad se presentó inesperadamente hacia finales de la primavera siguiente. El notario Barzini había pasado a mejor vida, y como ninguno de sus herederos tenía interés en ocuparse de la agricultura habían decidido de común acuerdo vender las fincas rústicas y repartirse equitativamente el dinero. Se les ofreció a los Bruni comprar la finca que su familia cultivaba en régimen de aparcería desde hacía más de cien años, con un aplazamiento además del pago.

Se convocó de inmediato el consejo de familia: este estaba formado por Clerice y sus seis hijos varones. Tomaron parte todos, incluido Armando, que en el ínterin debía de haber convencido a su esposa para que le concediese sus favores, puesto que estaba encinta. La reunión tuvo lugar en la cocina, en torno a la mesa en la que se comía, y Floti tomó inmediatamente la palabra:

—Ya sabéis el motivo por el que nos hemos reunido. La última vez fue para decidir si debíamos pagar el viaje de nuestra madre a Génova para aceptar su herencia. Ya sabemos cómo acabó la cosa: la herencia se la quedó el Estado. Ahora se presenta otra oportunidad y yo pienso que no debemos dejarla escapar: los herederos del patrón están dispuestos a vendernos la finca.

»Nuestra familia cultiva esta tierra desde hace más de cien años, pero el fruto de nuestros esfuerzos siempre se lo ha quedado el amo. Antes nos permitía a duras penas sobrevivir y luego, gracias a la lucha de la Liga Obrera, hemos obtenido unas condiciones más humanas, pero lo que nosotros le damos es siempre demasiado, puesto que el esfuerzo es siempre nuestro y él no viene a ayudarnos ni un solo día, qué digo, ni una hora.

Dante temía que su hermano fuese a parar a la política, y dijo:

—Vayamos al grano.

—Enseguida estamos —repuso Floti, sin ocultar una cierta irritación—. Lo que quiero decir es que hemos de comprar nuestra finca. Los herederos nos permiten ir pagándola poco a poco en diez años, y por su parte es un gesto positivo: significa que reconocen que siempre hemos trabajado y que merecemos pasar a ser propietarios de esta tierra. Tenemos ahorrado un poco de dinero…

—¿Tenemos dinero en el banco? —preguntó Fredo.

—Claro —contestó Floti—, todo lo que he conseguido ahorrar lo he dejado aparte a nombre de nuestra madre, y nos ha dado también intereses.

—Tampoco yo sabía que tuviésemos dinero en el banco —intervino Dante.

—¿Cuánto es? —preguntó Armando.

—El suficiente para pagar las dos primeras cuotas de la deuda que vamos a contraer y para vivir discretamente.

Floti se dio cuenta de que todos los presentes estaban haciendo cálculos en aquel momento de cuánto les tocaría si se repartían el depósito en partes iguales y trató de interrumpir sus cálculos:

—Sé lo que estáis pensando, pero os equivocáis. Teniendo esa suma junta obtenemos un buen interés; si la dividimos, cada uno de nosotros tendrá algo en el bolsillo, pero podrá hacer bien poco con él. Es la unión la que hace la fuerza, como bien sabéis. Nos piden treinta mil liras a pagar en diez años, lo que quiere decir que nos lo dan por un pedazo de pan, aunque la cifra en sí parezca alta. Si permanecemos unidos, podremos conseguirlo, os lo aseguro. Y una vez que la hayamos comprado, seremos los amos en nuestra casa, nadie podrá decirnos lo que tenemos que hacer y lo que no, nadie nos podrá despedir de un día para otro. Y ese cuarenta por ciento que le damos al amo nos lo repartiremos entre nosotros cada año, o bien compraremos otra tierra y labraremos un futuro para nuestros hijos.

Floti concluyó su peroración sin advertir que el entusiasmo y el ardor que había puesto en ella, lejos de haber convencido a los presentes, los había vuelto desconfiados. Pero ya era tarde para morderse la lengua. Comprendió lo que estaban pensando: si se calentaba tanto era porque debía de haber un interés. Sintió que la atmósfera era pesada y el silencio que siguió a su discurso no prometía nada bueno. De haber tenido ganas de comprar, lo habrían dicho enseguida.

Clerice esta vez lo defendió:

—Floti tiene razón, la tierra no traiciona jamás. Quien tiene tierra está seguro de no pasar nunca hambre, pase lo que pase, y cuando quiere venderla siempre gana. Pensadlo, muchachos. Floti no se ha equivocado nunca en estas cosas. Y además, ¿no os dais cuenta? ¡Los Bruni, que han trabajado la tierra durante cien años, se convierten a su vez en terratenientes!

Pero nadie se sintió con ánimos de darle una respuesta. Armando esbozó una frase ingeniosa que no hizo reír a nadie.

—Pero ¿qué pasa? —preguntó Floti—. ¿Es que no os fiais de mí? ¿Pensáis acaso que vamos a endeudarnos? No ocurrirá. Si uno contrae deudas sin tener un capital, entonces sí que es un problema, pero si uno tiene un capital, es decir, la finca, si se ve en dificultades siempre puede venderla y recuperar el dinero. Podemos comprarla, en cualquier caso, nuestra tierra, podemos asociarnos con alguno que esté protegido y no corra riesgos. Pensadlo, por favor.

Los hermanos dijeron que se lo pensarían, que no podían decidir a bote pronto, que treinta mil liras no eran moco de pavo y, por último, que le darían una respuesta dentro de unos días.

Dos días después, cuando Floti fue al mercado con el carro a vender una cerda, los hermanos aprovecharon la ocasión para reunirse por su cuenta y discutieron por espacio de más de una hora. Y tras haber discutido, cada uno de ellos habló con su propia mujer, lo que empeoró aún más la situación. Clerice se dio cuenta de ello y sintió un gran disgusto, porque significaba que la familia estaba dividida y difícilmente se podría unir de nuevo como en otro tiempo. Floti recibió el veredicto a su regreso por la tarde, a la hora de la cena. Habló Dante por todos y dijo:

—Es demasiado dinero y tendríamos que hacer muchos sacrificios para pagar las cuotas. ¿Y si las cosas van mal? El trabajo de una persona de campo está a merced de los caprichos del tiempo. ¿Y si cae una granizada y el trigo y el cáñamo se enmohecen antes de la cosecha? Yo propongo que sigamos tirando tal como estamos. En el fondo no nos ha faltado nunca nada.

Floti hizo una última tentativa y añadió:

—Pero ¿no os dais cuenta de que si no la compramos nosotros la comprará algún otro? Y puede suceder que sea un amo peor que Barzini, que a fin de cuentas siempre ha sido comprensivo con nosotros. Junto con la tierra, en cierto sentido, seremos vendidos también nosotros y lo sabéis. Si compramos, seremos dueños de nosotros mismos y de nuestro destino.

No hubo nada que hacer. El verdadero motivo de la negativa era otro: todos, quien más quien menos, pensaban que para ellos no cambiaría nada, que seguirían deslomándose en los campos, ordeñando, vaciando el establo, cavando la tierra, esparciendo el estiércol, sacudiendo el cáñamo en medio del bochorno de la canícula; y en invierno podando las vides con las manos heladas por el frío y por la escarcha, porque él no podía, el pobre, pues tenía una esquirla en un pulmón. Y por tanto tenía que ir al mercado, comer en la fonda con los corredores y los comerciantes, ir en calesa, llevar traje, camisa y corbata, porque no se puede hacer mal papel, sobre todo cuando se va al banco a ingresar el dinero. Él sería el verdadero amo, se quedaría con los intereses y este era un asunto que no era del agrado ni de ellos ni mucho menos de sus mujeres, que echaban leña al fuego a cada oportunidad.

Cuando se enteró de este asunto, Fonso, que había estudiado en los libros, dijo que aquella desagradable historia era como el apólogo de Menenio Agripa, pero nadie le hizo caso porque nadie había oído mencionar jamás al tal Meno Grippa.

En el pueblo corrió el rumor, porque Armando no se aguantaba ni el pis, y mucho menos un secreto. Y la causa de la frustrada compra fue atribuida por muchos a la envidia de los hermanos hacia Floti y a la influencia que sus mujeres tenían sobre ellos. Pero Dante y los otros no andaban en el fondo tan equivocados. Una deuda de aquella entidad y una inversión tan importante podían atemorizar, especialmente a una gente que estaba habituada a llevar una vida dura pero siempre igual, una vida en la que las sorpresas podían venir solo de los elementos naturales.

Fuera quien fuese el que llevase razón o estuviese equivocado, lo cierto es que aquella fue verdaderamente la única ocasión que el destino brindó a los Bruni para liberarse de su condición eternamente subalterna y preparar un futuro distinto para ellos y para sus hijos. Era una simple cuestión de tiempo: el tiempo que pasase desde entonces hasta el momento en que los Barzini encontrasen un comprador. En aquel punto los Bruni deberían tomar por fuerza una decisión.