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Floti se dirigió al cuartel de los carabinieri de la cabeza de partido al día siguiente de la paliza propinada a Montesi y, en calidad de vicealcalde, fue recibido inmediatamente por el subteniente Curto, una buena persona, aunque no precisamente un corazón de león.

—Señor subteniente —comenzó Floti—, ayer noche Graziano Montesi sufrió una paliza por parte de un grupo fascista llegado de Sogliano, y está en estado grave. ¿Sabe usted algo de ello?

Curto respondió con otra pregunta, signo de evidente incomodidad:

—¿Está presentando una denuncia?

—Sí, si usted no actúa de oficio. Por eso le pregunto si no sabe nada.

—Sí que sé, el colega de Sogliano me ha telefoneado para decirme que un grupo salió hacia Magazzino. El objetivo era fácil de intuir.

—¿Y por qué no ha intervenido?

Curto suspiró y dijo:

—Querido Bruni, yo me encuentro entre dos facciones aguerridas al borde del enfrentamiento físico y dispongo en total de cinco carabinieri y un brigada. Usted querría que yo procediese de oficio contra los fascistas que han propinado una paliza a Montesi, pero ¿nunca se ha preguntado si no debería proceder de oficio también contra ustedes? Varias veces han detenido junto con sus amigos los carros de trigo de Ferretti, Borrelli, Carani, y no sé cuántos otros propietarios, se han apoderado de la carga y la han desviado hacia otros destinos.

—Si hemos de jugar a cartas descubiertas, subteniente, entonces le diré que esos carros no fueron secuestrados, sino solo parcialmente aligerados de algún saco de trigo o de harina en favor de unas familias de braceros o de campesinos que se morían de hambre, después de lo cual los carreteros fueron liberados para que llegaran a su destino. Si no me cree, pregunte a las personas afectadas.

—Ya lo he hecho, y puede fácilmente imaginar el motivo por el que los autores de esta proeza y usted mismo no han sido detenidos bajo la acusación de hurto.

—¿No querrá poner las cosas en el mismo plano? Esos son unos delincuentes que han dado una paliza a sangre fría a una persona que no había causado ningún daño. Nosotros hemos tratado de ayudar a quien sufría.

—Cometiendo un delito. Los grupos fascistas cuentan con el apoyo del gobierno. El gobierno está legitimado por el rey. ¿De veras piensa que un modesto suboficial del Ejército, en un pequeño centro de la Emilia, podría arremeter contra unos poderes de esa importancia? Existe evidentemente un acuerdo tácito: por parte de ellos ningún muerto y por parte nuestra…

—¿Connivencia?

—Modere sus palabras, Bruni. Nosotros estamos tratando de salvar lo salvable, de evitar lo peor. No podemos faltar a nuestro juramento de fidelidad al rey y mucho menos desencadenar una guerra civil. Hágame caso: aconseje lo mejor que pueda a Montesi. Haga que se aleje, al menos por un tiempo, luego ya se verá. Él se dedica a la propaganda y esto es visto como una actividad subversiva, ligada también a los hurtos cometidos por sus hombres, Bruni. ¿Entendido? Es una serpiente que se muerde la cola.

—Está bien, subteniente, nosotros interrumpiremos las sisas, pero cumpla usted con su deber con los fascistas.

Curto se encendió un toscano y expelió una nube de humo, como si quisiera ocultarse detrás de su propio embarazo.

—Si ustedes interrumpen esas intervenciones me lo pondrán todo más fácil —respondió—, más no puedo prometer. Pero dígale a Montesi que se vaya, al menos hasta que las aguas se hayan calmado.

Floti consiguió convencer a los suyos para interrumpir las acciones que perjudicaban a los productores de trigo, al menos por un cierto período, pero no consiguió convencer a Montesi, que, apenas restablecido, se puso de nuevo a buscar braceros y obreros y a organizar la resistencia. Los fascistas volvieron más veces, no ya armados con palos y barras de hierro sino recurriendo a un arma más solapada y devastadora. Le sometían a todo tipo de humillaciones y abusos, pero sin dejar ningún signo de violencia, hasta que cayó en un estado de total postración. Ya no hablaba con nadie, estaba encerrado en su cuarto, en la oscuridad como en una tumba. Una mañana le encontraron colgado de una viga del dormitorio.

Prefirió irse de aquel modo antes que huir.

Floti comprendió que en aquel punto se convertiría él en el blanco, pero lo que luego realmente sucedió nunca se lo habría imaginado.

Una tarde, a la hora de la cena, mientras estaba a la mesa con la familia, llamaron a la puerta. Eran los carabinieri.

—Raffaele Bruni —dijo el brigada que los mandaba—, queda usted detenido y le ordeno que nos siga.

—No comprendo —respondió Floti alarmado—, ¿de qué se me acusa?

—Lo sabrá usted a su debido tiempo. Ahora síganos.

Clerice se desesperaba.

—¿Por qué se lo llevan? ¡Pero si no ha hecho nada! —Y también los hermanos estaban trastornados: los carabinieri no hubieran tenido que poner nunca los pies en casa de una familia honrada.

Floti trataba de calmar a su madre y le decía:

—Esté tranquila, madre. Seguramente se trata de un malentendido, ya verá como mañana estaré de nuevo aquí.

En cambio se trataba de algo muy serio.

—Intento de homicidio —le dijo el subteniente Curto cuando lo tuvo delante de él.

—¿Es una broma? —preguntó Floti—. Sabe muy bien que no es posible.

—Debería convencer al juez, Bruni, y temo que no será fácil.

—¿Y a quién intenté yo matar, si puede saberse?

Curto, que masticaba una colilla de cigarro casi apagado, respondió:

—Renato Marassi, ¿le dice algo?

—Desde luego. Es un bastardo, un miembro de las escuadras fascistas…

—Cuide sus palabras. Marassi le acusa de haberle disparado.

—¡Qué hijo de perra! ¿Y cómo se atreve a decir semejante cosa?

—Bueno, tiene una herida en un muslo, y afirma que ha sido usted quien se la hizo de un disparo y que si hubiera tenido mejor puntería le habría matado.

Floti montó en cólera, pero no hubo nada que hacer. El subteniente le aconsejó que se buscara un buen abogado si podía, porque, a su modo de ver, era una trampa para quitarlo de la circulación.

Al día siguiente fue trasladado a la cárcel de Reggio Emilia y el juez, que había tenido ocasión de leer un informe de la policía que lo describía como un subversivo, lo tuvo en la trena largo tiempo.

Clerice iba a verlo cada dos semanas: Checco la llevaba hasta la estación de Castelfranco con el carro y luego proseguía en tren con Maria. Llevaban pan, salchichón, algún trozo de parmesano, una media panceta, un par de botellas, la ropa remendada, lavada y planchada, y se quedaban el mayor tiempo posible para enterarse de cómo iban las cosas, si habría un juicio y lo que había dicho el abogado.

Junto a Floti había otros «políticos» provenientes de varias localidades de la región, algunos de los cuales hablaban con el mismo acento que el pobre Pelloni. Y él compartía con ellos lo que le traían.

Para Clerice toda la historia era una pesadilla. No es que tuviese ninguna duda acerca de la inocencia de su hijo, sino que se sentía profundamente apenada por una situación que trastornaba tanto la vida de ella como la de su familia. Tener que vérselas con los jueces, la policía, los carabinieri y los abogados era lo peor que podía pasarle a uno, y todo porque Floti no había querido hacer caso de sus recomendaciones. Pensó que los jóvenes están siempre convencidos de saber más que los viejos, que en cambio han experimentado ya muchas cosas, y no se resignan hasta que no se la han dado. Y cuando finalmente se dan cuenta, el daño ya está hecho.

Aparte de los problemas con la justicia estaban los problemas en casa: nadie se hallaba en condiciones de sustituir a Floti en la administración de los asuntos de familia y en general las cosas iban mal. Su desventura, además, había generado también mala fama sobre los demás, y la relación de toda la familia con la comunidad no era ya la misma. Los otros hermanos, en su ausencia, tendían a pelearse más a menudo y Clerice tenía que tratar de mantener unida a la familia y defender al hijo ausente.

—Recordad —decía— que se ha dedicado siempre más a los intereses de todos que a los suyos propios; cuando volvía del mercado siempre tenía un regalo para vuestras mujeres y las trataba como a hermanas, sin hacer diferencias. Los fascistas y los señores lo han encarcelado, pero que encima le ataquéis vosotros es vergonzoso.

Los gruñidos cesaban en torno a la mesa para reanudarse en los campos, donde la madre no podía oírlos. El único que se abstenía de la crítica era Checco y, desde un cierto punto de vista, también Armando. Un poco porque era flacucho, un poco porque las ganas de trabajar no eran su fuerte. De golpe desaparecía y no se dejaba ver antes de la noche, especialmente cuando había que sacudir el cáñamo en la hora del mediodía bajo la canícula. Por otra parte, era el único que había mantenido una cierta relación con la gente del pueblo. Sus historias eran siempre hilarantes, sus salidas, memorables. Era insuperable en crear y difundir alegría y, en unos tiempos difíciles y duros como aquellos, su inocente locura era un alivio para los que le rodeaban, y a veces hasta una bendición. La gente gustaba de su compañía porque era divertido, pero no le apreciaban porque era débil con los más fuertes, con los más arrogantes y con el alcohol. Por lo demás, no eran muchos los que continuaban manteniendo relación con los Bruni. Iófa, el carretero, se dejaba ver de vez en cuando por cuestiones de trabajo y para tener alguna noticia. A pesar de su constitución enclenque, sus andares de cojitranco y el aspecto extraño, no le temía a nadie, en parte porque nadie le temía a él.

El verano de aquel año fue más tórrido y sofocante de lo normal y las labores del campo todavía más duras y fatigosas. El agua en las albercas se pudría, emanando un olor nauseabundo y difundiendo una sutil neblina cuando oscurecía y el aire de la noche refrescaba. Solo sobrevivía en aquel turbio líquido pútrido el pez gato, que anidaba en el cieno del fondo, inmóvil.

Cuando hacia el otoño el fuerte calor pareció aflojar, dio comienzo la vendimia. Uvas doradas y dulcísimas que dieron un vino extraordinario. Durante la vendimia se continuaba cantando, un poco para olvidar los afanes, un poco porque los colores, los aromas y la luz parecían en cualquier caso una bendición de Dios.

Las golondrinas se fueron la tercera semana de octubre, por San Martín el vino estaba ya en las cubas y el viento se llevaba las hojas amarillas y rojas a lo largo de las filas y las hacía revolotear como si fueran mariposas. También Armando decidió casarse y Clerice se quedó no poco sorprendida por ello. ¿Qué mujer podía decidirse a casarse con ese hijo suyo estrafalario?

—Lucia, Lucia Monti, mamá. ¿La conoce? —le explicó Armando.

Clerice le miró con expresión de perplejidad y dijo:

—¿Lucia Monti? ¿Y de dónde es? ¿No será de esos Monti del Botteghetto?

—¡Exacto! —exclamó satisfecho Armando.

Clerice puso cara sombría.

—Es guapa, mamá.

—Es guapa, sí, pero sabes por qué nadie ha querido tomarla hasta ahora por mujer, ¿no?

Armando inclinó la cabeza y se limitó a decir:

—A mí me gusta. El resto no me importa.

—Son una raza que ha sido siempre tarada. Esa mujer será guapa, pero es una desgracia. Déjala donde está y búscate otra.

—Madre, yo la conozco bien. Es cierto que a veces es un poco extraña, pero nada más, basta con no hacerla rabiar.

—Ya eres mayor, hijo, así que no necesitas que te diga lo que debes y no debes hacer. Pero recuerda que te he avisado y te lo digo de nuevo: déjalo correr mientras estés a tiempo. Que mujeres con un buen culo y un buen par de tetas no faltan y, además, ¿qué te crees?, a los cinco o seis años se te pasará la calentura y te quedarás con una criatura sobre tus espaldas con la que no sabrás qué hacer.

Armando no obedeció a razones y se casó con Lucia Monti a finales de noviembre, en un día gris y frío. Temía que cambiase de idea y no quería perderla esperando hasta la primavera, la estación que elegían casi todos para casarse. Pensaba que una muchacha tan guapa no volvería a encontrarla.

Le fue dado el dormitorio que había sido de Gaetano y de Silvana, porque ningún otro había querido ocuparlo, por más que el espacio de la casa era ya reducido y había que adaptar una parte del henil como dormitorios. El banquete de bodas fue sencillo y con escasas pretensiones porque, desde que Floti no estaba, había poco que despilfarrar. No faltó, de todos modos, la alegría, aunque la ausencia de Floti pesaba como un peñasco. Para calentar el ambiente, Armando contó una buena cantidad de historias picantes sobre el tema del matrimonio.

La saviv quala dal gob Lazar? [¿Sabéis esa del jorobado Lazzari, el herrero?] —comenzó—. Pues bien, el jorobado Lazzari se había puesto a malas con un vecino que le había hecho un menosprecio y quería pagarle con la misma moneda. Sabía que el vecino se levantaba todas las mañanas aún a oscuras para ir a trabajar. Esperó, pues, a que hubiese salido, se introdujo en su casa a sus espaldas y a la chita callando se metió en la cama de su mujer, que dormía a pierna suelta. Primero, en la oscuridad, hizo lo que una mujer puede esperar que le haga el marido en la cama; luego, cuando ella, bien relajada, se volvió a dormir, el jorobado Lazzari le hirió el trasero con un tenedor e inmediatamente después se largó en plena oscuridad sin ser reconocido.

»Cuando al atardecer regresó el marido muerto de cansancio, ella le esperaba en la puerta con el rodillo para preparar la hoja de pasta y le propinó tal paliza que durante tres días le fue imposible ir a trabajar.

Estallaron las risas y los comensales, ya achispados, contaron las suyas hasta que llegaron el pastel y el café. También la recién casada rio, pero de una manera chabacana y excesiva que creó incomodidad entre los presentes e hizo ensombrecerse a la suegra. Al anochecer el grupo se disolvió.

Para la cena Clerice sirvió a los suyos un poco de lo que había quedado y luego todos se retiraron, primeramente los recién casados, mientras ella junto con Maria y un par de nueras ordenaban la cocina y fregaban los platos. Apenas habían terminado de quitar la mesa cuando se oyó, proveniente del piso de arriba, un aullido de terror, como si estuviesen matando a alguien.

—¡Misericordia! —exclamó Clerice, dejando el jabón en el cubo—. ¿Qué ocurre ahí arriba?

Se quitó el delantal y subió a toda prisa la escalera deteniéndose delante de la cámara nupcial.

Armando fue a abrir en camisa de noche y con el pelo alborotado, y Clerice pudo ver, en la otra parte de la estancia, a la mujer con los ojos desencajados, medio desceñida, temblando de miedo y de frío, de pie en un rincón.

—Estás chalado —dijo a Armando—, ¡la que has armado!

—No, madre, se lo juro, me he acercado a ella para…

—Entiendo, entiendo. Pero ahora lárgate porque esta está fuera de sí.

Entró rezongando:

—Ya lo decía yo, ya lo decía…

Armando se fue a la habitación de su madre porque tenía frío y se metió en la cama, esperando con los ojos abiertos de par en par hasta poder volver al puesto que le correspondía, pero pasaba el tiempo y no se oía nada. Finalmente apareció Clerice, vela en mano.

—¿Dónde estás? —preguntó alzando la vela y buscando en torno a la estancia.

—Estoy aquí, madre. Me había metido en la cama porque tenía frío.

—Escucha un momento, ¿estás seguro de que no le has hecho nada extraño?

—¿Bromea? Me he acercado a ella y… ¿cómo decirlo?, yo estaba listo y… —trató de explicar Armando, incómodo.

—Entiendo, entiendo. Ahora puedes volver a tu cama. Le he explicado que no le harás nada y que dormiréis y basta. Luego ya se verá, un poquito cada vez, deberás tratarla como a una niña, ¿entendido? No le saltes encima como un macho cabrío.

—Madre, no es así, yo… —se justificó Armando, pero Clerice lo frenó.

—Lamentablemente los problemas han comenzado antes de lo que yo me esperaba.

Evitó añadir «ya te lo dije», porque le pareció totalmente inútil.

Al día siguiente nevó.