Checco contrajo matrimonio con una buena chica del pueblo, llamada Esterina, una mujer inteligente, tranquila y afectuosa, que inmediatamente se ganó el favor de Clerice. El suyo fue un matrimonio feliz porque se encontraban bien juntos y se contentaban con lo que tenían. Checco no quería trabajar en el campo toda la vida, y pensaba aprender un oficio que le permitiera ganarse el sustento y dejar a su mujer en casa dedicada a sus labores sin cansarse demasiado, con un poco de tiempo para charlar con las vecinas del pueblo. Por eso se andaba con cuidado de hacerle hijos, porque una vez que se trasladase a una casa de alquiler no dispondría ya de mucho espacio. La suerte además le echó una mano en su propósito porque la mujer, tras la primera vez, no se quedó más encinta.
A su único hijo le pusieron por nombre Vasco, un nombre que habían tomado de una de las historias de piratas que contaba de noche Fonso en el establo. Los recuerdos de la guerra y de la batalla de Bligny estaban ahora ya mucho más lejos en la memoria de Checco de lo que lo estaban en el calendario, pero en su mente seguía vivo el Pipetta cantando a voz en grito su canción para dominar el fragor del cañoneo y apostrofándole con un chulesco at salùt milórd antes de dirigir su carro contra los monstruos de acero y hundirse en los infiernos como en Los siete contra Tebas.
También Floti comenzó por fin a frecuentar a una muchacha de manera estable y con intenciones muy serias. Pero también en esto, como en otras cosas, su comportamiento se diferenció del de sus hermanos: fue el único en infringir el refrán que reza «La mula y tu mujer de tu tierra han de ser» y se buscó una novia fuera de su pueblo natal, en uno vecino, a orillas del Samoggia. Para mezclar un poco las cartas, como él decía. Se llamaba Mafalda y era guapa sin ser llamativa, de una belleza que requería ser descubierta y apreciada. Solo los ojos resplandecían sin velos: negros como carbones, sombreados por unas largas cejas, vivos e intrigantes. Hablaban mucho más que su boca, que permanecía a menudo cerrada, incluso en compañía.
Y era esta una cualidad suya que había gustado mucho a Floti: le parecía una manifestación importante de inteligencia. Cuando finalmente se la encontró de frente desnuda, la primera noche de casados, las formas apenas dibujadas por la luz de una vela que ella distraídamente había olvidado apagar se manifestaron en toda su sensual perfección. Sus pechos eran duros y fuertes como los de las sirenas de bronce en la gran plaza de Bolonia. En el suelo había dejado las ropas abandonadas, como mudas de crisálida, y los pliegues informes y grises de la tela contrastaban con la maravillosa sinuosidad de su cuerpo.
Floti, que había permanecido en calzones hasta aquel momento, por su pudor natural, se desnudó a su vez, animado por el imprevisto e inesperado impudor de su esposa, y cuando la estrechó contra sí en la cama le preguntó:
—¿Por qué siempre te has ocultado con ropas largas y sin forma? Nunca habría imaginado que fueses tan hermosa.
—¿Por qué habría tenido que dejarme admirar por hombres que no me interesaban? Solo me habrían procurado el fastidio de rechazarlos. Esperaba este momento para mostrarme solamente a ti.
Floti sintió que su mujer era una amante digna de un hombre rico y poderoso, una especie de milagro que le hubiera ocurrido a él. Pensó que la amaría sin reservas y sin límites y que estarían juntos durante toda la vida. Se dio cuenta de que quería ese cuerpo, esos ojos y esa sonrisa solo para él, y que no lo deformaría con una serie ininterrumpida de embarazos, ni lo enervaría con esfuerzos, ni lo quemaría con el sol y el frío intenso. La mantendría y defendería como el trigo a punto de segar, como la uva madura.
Pero también el hecho de tener una mujer hermosa, que lo seguía siendo, había de provocar finalmente envidia: tanto la de los hermanos como la de sus mujeres. Floti lo administraba todo y vivía bien. No se manchaba las manos en el establo, ni se ensuciaba los zapatos en el barro o en el polvo. Y cuando salía se ponía una camisa siempre limpia y planchada, chaqueta y pantalones de algodón en verano y de lana en invierno. Pocos recordaban que había vuelto de la guerra con una esquirla en un pulmón y que los médicos le habían prohibido hacer esfuerzos o trabajos pesados, ni que el bienestar de todos dependía en gran medida de él. Vendía el queso al mejor precio estando atento a cómo evolucionaba durante la temporada, su heno no estaba enmohecido, la fruta sin una señal, el vino sin ningún defecto. Y todo porque sabía también elegir a los hombres adecuados para las diferentes tareas. Por lo demás, no se daba aires, trataba a todos con respeto y cuando había hecho buenos negocios nunca se olvidaba de traer a casa alguna pieza de tela de fantasía para las cuñadas y algún juguete para los niños.
Durante todo el invierno la vida continuó como siempre en la hacienda: las grandes nevadas habían llevado a no pocos clientes a la Posada Bruni. Vagabundos y caminantes, hasta peregrinos que se dirigían a Roma para rezar en la tumba de san Pedro. La casa, como desde tiempos inmemoriales, estaba siempre abierta para quien pasaba hambre, frío y soledad.
Fonso contaba sus historias y las noches transcurrían tranquilas en el establo donde todos lo escuchaban. Maria era ya su prometida, aunque a escondidas, porque Floti no quería. Los Bruni atravesaron, se podría decir, un momento de gracia. Habían encajado el duro golpe de la desaparición de Gaetano, que en gran medida había recaído sobre Clerice, e iban formando cada uno su propia familia.
Floti, pese a las apariencias, no era un señor, sino un hombre de campo, totalmente dedicado a mejorar las condiciones de su rústico y numeroso clan. Tuvo primero un varón, al que pusieron por nombre Corrado, y luego una niña a la que quiso llamar Inés, un nombre español que tenía un no sé qué de exótico a la par que de aristocrático.
Fue acaso el mejor momento en la historia de los Bruni, pero no duró mucho. Poco después del nacimiento de la pequeña Inés, Floti fue golpeado duramente por la pérdida de su mujer. Tal vez debilitada por el parto, o afectada por una infección, Mafalda cayó enferma y al cabo de una semana se fue al otro mundo. Floti no la dejó ni un momento y sostuvo su mano hasta el final, siempre esperando que se recuperase. Le hacía compañía y escuchaba cada una de sus palabras como pensando en el tiempo futuro en el que el sonido de su voz le faltaría.
Era insólito para los hombres de su carácter ser tan afectuoso con la propia mujer, pues ello era considerado casi un signo de poca virilidad, pero Floti la colmaba de caricias y la servía como a una princesa, le traía siempre naranjas frescas que costaban un ojo de la cara.
—¿Crees que nos volveremos a ver en el más allá? —le preguntó poco antes de morir.
Floti no se sintió con ánimos de mentirle en un momento tan terrible.
—No lo sé —respondió—, tal vez tendría que decirte que lo creo sin más, para contentarte si esta es tu esperanza. Pero ello no cambia nada para mí. Yo el paraíso ya lo he conocido: los momentos que he pasado contigo en esta habitación han sido los más hermosos de mi vida y no habrá ya otros iguales. Yo continuaré pensando en ti para el resto de mis días, y aunque tuviera que volver a verte no creo que disfrutásemos de nuestro amor más de lo que hemos disfrutado en esta cama, ni que pudiéramos mirarnos aún con tanto deseo.
Al escuchar aquellas palabras sus ojos se llenaron de lágrimas, y cuando sintió que su hora había llegado le estrechó la mano con toda la fuerza que le quedaba, diciendo:
—Cuida de nuestros niños y dame un beso, luego vete, que ahora he de morir.
Floti la besó, luego bajó la escalera y se dirigió a Maria.
—Dentro de poco ve tú, ve tú a vestirla de muerta —le dijo—, yo no me veo capaz.
Aquel invierno fallecieron otras personas en el pueblo, por desnutrición, frío y tuberculosis, y más veces el fúnebre doblar de la campana mayor resonó por las calles heladas. Clerice fue a menudo llamada a la cabecera de los moribundos, sobre todo de las mujeres, a rezar el rosario después de muertos. Maria la acompañaba y cuando la agonía se prolongaba por la noche se estremecía al canto de la lechuza, sincopado como un sollozo.
—Qué cierto es que las lechuzas traen desgracia —decía a la madre.
—Las desgracias también ocurren sin necesidad de las lechuzas, hija mía —le murmuraba al oído la madre, pero sin conseguir convencerla.
Desde aquel momento en adelante, Maria, cada vez que encontraba un nido de lechuzas —cuando recogía hojas en los olmos o buscaba cerezas—, lo destruía y, si había crías, las mataba, así habría menos desgracias.
Cuando el invierno perdió intensidad y la gente dejó de llorar a sus muertos se reanudaron los trabajos en el campo. Muchas familias comenzaban a ver de nuevo algún dinero y a poder comprar comida, pero no pocos niños, por la mañana antes de ir a la escuela, iban a pedir limosna. Y pronto también las relaciones entre quien trabajaba la tierra y los propietarios se volvieron tensas. Después de extenuantes negociaciones, los sindicatos habían llegado a conseguir unas condiciones más ventajosas para los aparceros, que iban a poder quedarse con el sesenta por ciento de la cosecha para ellos y dejar el cuarenta para el amo. Todos los terratenientes se habían coaligado para presentar a los socialistas como si fueran unos revolucionarios subversivos y compararlos con los bolcheviques, que en Rusia habían derrocado al zar y masacrado a toda su familia.
Para lograr su objetivo, desde hacía años habían financiado y sostenido el movimiento de los Fasci di Combattimento, liderado por Benito Mussolini, y sus grupos de choque, que propinaban palizas, intimidaban y aterrorizaban a todo el que quería alinearse a favor de los braceros y los campesinos.
Savino era el único en interesarse por estas cosas en la familia, aparte de Floti, y un día le preguntó a su hermano qué pensaba del tal Mussolini.
—Es un hombre que ha defraudado muchas esperanzas legítimas —respondió Floti— y se ha pasado al lado de los más fuertes porque solo ellos pueden proporcionar el poder. Al comienzo de su carrera propuso la jornada laboral de ocho horas y la jubilación a la edad de cincuenta y cinco años, fue militante socialista y escribió en Avanti, el periódico del partido. Ahora es nada menos que el jefe del gobierno y ha llegado a mandar él solo. Se llama dictadura cuando manda uno solo, y la cosa no puede acabar sino mal.
Floti, con sus palabras, daba por descontado demasiadas cosas. A Savino nadie le había hablado nunca de ciertas cuestiones. Él, sin embargo, por su parte, llegó de todos modos al convencimiento de que ya no podía permanecer al margen asistiendo a la negación sistemática de los derechos de quien trabaja de sol a sol. La pérdida de la mujer le empujaba todavía más a interesarse por la política, porque así tenía la mente ocupada en otros pensamientos. Decidió presentarse a las elecciones municipales para el consejo, a pesar de que Clerice le suplicase que no lo hiciera, que no se metiese en política, porque ello solo podía traerle problemas.
Un día de primavera Savino se encontraba a lo largo del colector que separaba su tierra de la colindante y observó que un grupo de personas se estaba reuniendo en la linde de un campo, en medio de dos grandes maizales. Dos o tres de ellos eran mozos que trabajaban en las fincas que lindaban con la suya. Gratis, a cambio nada más que de sustento y alojamiento. No era tierra suya, por lo que se quedó mirando un rato lleno de curiosidad, pero uno de ellos reparó en él y le hizo seña de que se acercase. Savino lo reconoció y también, entre los presentes, a un amigo suyo que había estado en la guerra con él y había luchado en el Piave, uno de los «chicos del 99», como los llamaban. Savino se acercó saltando el pequeño canal de desagüe: un gesto que recordaría a continuación como alegoría de una decidida elección de campo.
El amigo se llamaba Antonello, pero todos lo llamaban Nello. En la guerra había demostrado ser un formidable combatiente, valiente como un león. El hombre que le había hecho el gesto de acercarse era de Magazzino, una aldeúcha distante poco más de un kilómetro; se llamaba Graziano Montesi y era herrero. Tenía una frente alta y espaciosa y la barbilla fina, el pelo negrísimo que se peinaba hacia atrás con una pasada de brillantina. Llevaba un traje de fustán, una camisa de algodón color avellana y una corbata de lana gris. Eran indumentarias modestas, pero le conferían distinción y elegancia como si aquella rústica asamblea mereciese el mismo respeto que el Senado del Reino.
—Tú eres un Bruni, ¿no? —preguntó.
—Sí, me llamo Savino.
—Sé bienvenido entre nosotros. Tu hermano Floti se ha presentado como candidato para el concejo municipal, ¿no? Bien. Yo estoy aquí para recomendar a todos que le voten porque es un socialista como nosotros. Y espero que también tú le votes. Somos gente que trabaja, y deberíamos ser respetados, deberíamos ver reconocidos nuestros derechos de ciudadanos de este país.
Para Savino el país era el pueblo en el que había nacido, mientras que el hombre que le estaba hablando en aquel momento se refería a Italia entera, pero lo esencial no cambiaba mucho.
El discurso del improvisado tribuno se prolongó por espacio de casi una hora y Savino no perdió ripio. Montesi habló en tono inspirado de libertad, de derechos, de igualdad, de los sufrimientos y de las pérdidas irreparables causadas por una guerra que había beneficiado sobre todo a los grandes grupos industriales, a sus dueños, que ahora habían contratado a los fascistas para impedir que los obreros, los braceros y los campesinos obtuviesen condiciones de vida más humanas.
—No queremos hacer ninguna revolución —concluyó—, ya hemos visto correr bastante sangre. Solo pedimos ser tratados como seres humanos, ver reconocido el valor de nuestro trabajo y nuestro esfuerzo, pedimos que sea reconocida nuestra dignidad de ciudadanos. Y queremos un Estado que haga pagar impuestos a quien más tiene para socorrer a quien posee menos. Ni regalos ni limosnas, que no son más que una manera de humillarnos, sino lo que nos corresponde por derecho.
»Pero no será este gobierno, ya en el camino de la dictadura, el que nos proporcione todo esto. Palabras vacías y pomposas en el Parlamento y en la plaza pública, pero la verdad la vemos nosotros aquí en los campos donde no hemos sufrido más que violencia y vejaciones. Y el rey no está haciendo nada por defender las instituciones libres. No debemos rendirnos, sino continuar la lucha hasta la victoria final.
Siguió un silencio que pareció interminable, luego cada uno manifestó su propio parecer: uno quería cortarles el cuello a los patronos, porque todos eran unos bastardos; otro, en cambio, pensaba más o menos como el orador; otros consideraban que se debía abolir la propiedad privada, como en Rusia, de manera que todos tuvieran el mismo trato, el justo según las necesidades de cada uno, y no el lujo de unos pocos y la miseria de todos los demás, y que había que confiscar las grandes propiedades y hacer cooperativas con ellas.
Mientras todos decían lo que pensaban y Montesi trataba de responder como mejor podía, Savino y Nello se alejaron juntos saltando de nuevo el pequeño canal de desagüe.
—En mi opinión, ha hablado muy bien —dijo Savino.
—Sí, hermosas palabras, pero, por favor, no hacen más que alimentar el odio. ¿Los has oído? Todos desbarraban: que si yo haría esto, que si haría lo otro, como cuando están en la barbería. Y nadie se da cuenta de que si uno es campesino en vez de jefe de Estado debe de ser por algo. ¿Quién era Mussolini hace solo tres o cuatro años? Nadie. ¿Y quién es ahora? El hombre más importante de Italia, con proyectos grandiosos. Demasiada gente habla únicamente para decir sandeces.
—Bueno, pero los fascistas que nosotros conocemos son solo unos prepotentes. Apalean, humillan a la gente que no piensa como ellos. Un sindicalista de Sant’Agata fue apaleado hasta que perdió el conocimiento. Y cuando volvió en sí le obligaron a tomarse media botella de aceite de ricino, delante de sus hijos y su mujer. Se pasó toda la noche en el retrete. Era un buen hombre, un padre de familia… Si alguien me hace a mí una cosa así voy a por él hasta encontrarle y me lo cargo, como que hay Dios, así que aceite de ricino…
—Cálmate, Savino. Es cierto que son unos cabezas locas, pero luego volverá el orden…
—¿Qué orden, el de Mussolini?
—¿Acaso el de los rusos es mejor?
Savino se detuvo para mirarlo bien a la cara y preguntó:
—¿Eres fascista, Nello?
—¿Existe alguna diferencia?
Savino se quedó unos instantes en silencio reflexionando, luego respondió:
—No, un amigo es un amigo. Hemos luchado juntos en la guerra. Uno al lado del otro. Y cada minuto, cada segundo era cuestión de vida o muerte. Para mí eres más que un hermano, pero ten cuidado por dónde vas: vigila, Nello, que si tomas por ese camino no sé dónde acabarás. Es mala gente, unos perdidos sin oficio ni beneficio, bandidos y aventureros.
—No es cierto, son unos patriotas.
—Nosotros somos los patriotas. Nosotros que rechazamos a los austríacos en el Piave. Podíamos ceder, escapar, volver a casa. Solo teníamos dieciocho años. ¿Te recuerdo cuántos compañeros vimos caer? —Y Savino tenía lágrimas en los ojos mientras lo decía—. Piensa en los arditi, que tras la guerra se alinearon en defensa del pueblo, que conservaron Parma contra los fascistas para defenderla de su violencia y de sus atropellos. ¡Nello, arditi! Gente que en la guerra iba al asalto con el puñal entre los dientes, incluso a las tres de la madrugada, ¿recuerdas? Balbo y sus fascistas tuvieron que tragarse el sapo. Fueron rechazados. Esos sí que son patriotas, porque la patria no es esa señora vestida de verde, blanco y rojo que se ve en los libros escolares, sino que somos nosotros: los campesinos que producen el pan para todos, los obreros que hacen funcionar las fábricas, y también todos los demás, si quieren comprenderlo de una vez para siempre.
Nello agachó la cabeza y dijo:
—Te comprendo, Savino, pero vuestros jefes os envenenan con sus teorías para que os alcéis contra las clases burguesas que guían a la nación, os llenan de odio para luego hacer la revolución, para transformaros en unos fanáticos facinerosos. También ese Graziano Montesi al que has escuchado antes y que tanto te ha gustado. Y conozco a muchos de ellos. Pero no lo conseguirán. Mussolini hará grande a nuestro país y nos ayudará a todos. Dará tierra y simientes, ayudará a las mujeres y a sus hijos, construirá vías férreas y puertos, abrirá nuevos astilleros y dará trabajo a todos, aquí o en nuestras colonias. Esta violencia lamentablemente es inevitable. No podemos permitirnos el derrotismo, el partidismo, las rebeliones.
—He aquí la diferencia entre vosotros y nosotros —replicó Savino—, nosotros sufrimos abusos casi a diario, vosotros nos los infligís porque nos atribuís, en vuestras mentes enfermas, unas intenciones que no tenemos, aunque no nos falten motivos para rebelarnos contra nuestra esclavitud. No, no es como tú dices, pero comprendo que en este momento no conseguiremos ponernos de acuerdo. Hoy por hoy, lo único que podemos desear es no encontrarnos con un fusil en la mano, el uno contra el otro esta vez, en bandos opuestos.
—No sucederá. Nunca uno contra el otro, te lo juro. ¿Me crees?
—Te creo.
—Bien. Nos vemos, Savino.
—Nos vemos, Nello.
Se separaron.
Floti se presentó a las elecciones y fue elegido para el consejo municipal convirtiéndose en vicealcalde. Inició una política a favor de los trabajadores más desfavorecidos: los braceros y, entre los aparceros, los que vivían en las condiciones más duras. Trataba de crear oportunidades de trabajo en las obras públicas para unos, y de organizar formas de colaboración entre los otros, de manera que sus productos pudieran ser vendidos a los mejores precios en el mercado y generar beneficios. En el entusiasmo de su papel llegó a cometer estupideces como la de apostar a sus hombres en las calles, detener los carros de trigo de los grandes terratenientes que se dirigían a los almacenes y desviar una parte hacia las viviendas de los campesinos miserables que pasaban hambre. Su amigo Pelloni habría estado orgulloso de él de haberle podido ver. En general, sin embargo, trataba de aplicar a su gente los mismos criterios con los que había mejorado las condiciones de vida de su familia y esto, si bien por una parte lo volvía muy popular, por otra, sin embargo, hizo que fuera tildado inmediatamente de «rojo» y pasar a ser, por tanto, un blanco para las escuadras fascistas.
Comenzaron a aparecer en las paredes escritos amenazadores: «Muerte a Bruni».
Clerice estaba aterrada y por eso trataba de convencerle para que dejara su cargo y la política. Ella veía solamente la eventualidad de perder a otro de los hijos, que, sin embargo, la guerra había perdonado milagrosamente. Y le parecía pedir demasiado a la Virgen, que ya había salvado en una ocasión a su Floti, implorarle que se lo salvara de nuevo, porque antes él no lo había elegido, mientras que ahora se había metido por propia voluntad en aquella desagradable situación.
—Siempre puedes decir que no te encuentras bien, que no puedes cansarte mucho, que además es la pura verdad. Sin duda encontrarán a otro que quiera hacer de vicealcalde, no estás tú solo.
—Madre, la gente me ha elegido porque tiene confianza en mí y no puedo abandonarla justo ahora que la situación se hace cada día más difícil.
—Yo no quiero que te pase nada. Ya he perdido a Gaetano y no me quedan lágrimas para llorar más. No quiero perderte también a ti, prefiero morirme.
—Madre, no me pasará nada. No me matarán. Están también los jueces, la policía y los carabinieri. Los fascistas son muy valientes para meterse diez contra uno y machacarte a patadas, pero matar a un hombre es otra cosa: uno va a la cárcel, va. Está la cadena perpetua, se pasa uno toda la vida en prisión y lo saben.
—Aunque sea como dices tú, son unos cabezas locas y en esas refriegas los más violentos pueden volverse peligrosos: basta un golpe un poco más fuerte, caer en una mala postura, golpearse la cabeza y estás muerto. Y tú además, con lo que tienes, eres de cristal. Si te dan una paliza, la esquirla que llevas en los pulmones puede hacer reaparecer la herida, hacerla sangrar… ¡oh, Dios mío, Dios mío! No desafíes a la suerte, Floti, hazle caso a tu madre.
—Madre, le ruego que esté tranquila —respondía él—, no estoy solo. Mis amigos mantienen los ojos abiertos y me pasan información de continuo. Los vigilan y cuando los ven moverse de noche tratan de dar aviso a quienes podrían ser los blancos, para que se escondan, para que se pongan a salvo. No estamos dispuestos a dejarnos degollar como ovejas. Y si las cosas fueran a ir de mal en peor, siempre sabremos defendernos: hemos hecho la guerra.
—Sí, ¿ves? ¿Ves como piensas en usar las armas? ¡Dios Nuestro Señor, auxíliame!
E invocaba a la Virgen y a todos los santos para que cambiasen la forma de pensar de ese hijo obstinado.
Una tarde, hacia mediados de marzo, llegó jadeante un chiquillo a casa de los Bruni preguntando por Floti. Podía tener diez o doce años, flaco, con el pelo húmedo de sudor y con unos ojos pasmados como si hubiese visto al mismísimo diablo. Floti salía en aquel momento del establo, donde Guendalina acababa de parir un ternero, y se lo encontró de frente.
—Soy el hijo de Graziano Montesi —le dijo con la respiración fatigosa—, esta noche los fascistas se han presentado en nuestra casa y le han dado una paliza a mi padre, puñetazos, patadas, bastonazos. Le han escupido encima y le han dicho que si no deja de meter ciertas ideas en la cabeza de la gente de campo lo matarán.
Floti trató de calmarlo.
—¿Tú estabas presente? —le preguntó.
—Sí. Aunque me han encerrado en la trastera, la puerta tenía una rendija y lo he visto todo.
—¿Has reconocido a alguno?
—Me parece que sí. Mi padre dice que eran de Sogliano.
—¿Cómo está tu padre?
—Está en la cama, tiene la cara hinchada, toda negra, un labio partido y un ojo completamente cerrado, le duele todo, da miedo; si lo viera no lo reconocería. La abuela llora. Aunque mi tío ha tratado de defenderlo, lo han encerrado en la pocilga y le han dicho que le matarán como diga una sola palabra. Le he sacado yo cuando se han ido.
—Espera, voy enseguida.
Enganchó la yegua a la calesa, hizo subir al chaval y partió a la carrera hacia Magazzino.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Floti mientras iban de camino.
—Me llamo Bruno.
—¿Vas a la escuela?
—Todos los días.
—Eso está bien, debes aprender a leer y escribir bien si no quieres que nadie te enrede, y leer muchos libros. Es así como se aprende a estar en el mundo. ¿Y qué quieres ser de mayor?
—Herrero. Como mi padre y mi abuelo.
Apenas llegaron, Floti saltó a tierra, ató la yegua a una anilla de hierro que pendía de la pared y subió la escalera detrás del muchacho. Graziano, tumbado en la cama más muerto que vivo, parecía Cristo en la cruz. Su madre, sentada junto a la cama, lloraba sosteniéndole una mano.
—Mire lo que le han hecho, Floti —dijo apenas lo vio entrar—, dígale también usted que se vaya lejos en cuanto se sostenga en pie. Si se queda aquí lo van a matar, ¿comprende? Lo van a matar.
Y rompió de nuevo a llorar, secándose los ojos con el pañuelo.
Montesi asintió.
—Tal vez tu madre tenga razón. Te haré llevar a un sitio donde te ayuden a recuperarte y donde podrás permanecer escondido y protegido hasta que se pase la tormenta. ¿Ha venido el médico?
—Sí. —E indicó con el dedo el vendaje en torno a la frente.
—¿Te ha dado alguna medicina?
La madre intervino:
—Ha dicho que le ponga unas compresas frías y que tome algunas pastillas que quitan el dolor.
—Mañana iré a denunciar este crimen a los carabinieri, pero tú debes irte —repitió Floti—. Te llevaremos.
Montesi meneó débilmente la cabeza y le hizo señal de que se acercarse. Floti se acercó a la cama.
—No puedo escapar. ¿Quién asistirá a nuestra gente? No podemos dejarlos a merced de esos exaltados.
—No digas tonterías. Estás tan maltrecho que das pena. Ya te llevaré yo, mañana mismo, después de haber oído al médico. E inmediatamente después iré a denunciarlos a los carabinieri.
Montesi apoyó una mano en su brazo y dijo:
—Yo no me voy, Floti. No debemos dejarles el campo libre. Tú vuelve a tu casa. Yo me quedo.
No hubo forma humana de convencerlo y Floti volvió a casa con expresión sombría.