14

Hacía poco que había comenzado la estación de la vendimia cuando llegó el cartero con una carta certificada dirigida a la «Distinguida Señora Clerice Ori, viuda de Bruni». La destinataria se quedó no poco turbada al recibir semejante mensaje, que olía a oficina estatal y a lenguaje incomprensible. Acto seguido llamó a Floti, que era más capaz de manejarse en estas lides. Tuvo que firmar él, porque bastaba con la firma de un familiar, y abrir el sobre. Entretanto el cartero, tras montar en la bicicleta, se iba haciendo sonar el timbre para avisar a ciclistas y carreteros de que estaba saliendo a la carretera.

Floti cambió rápidamente de expresión mientras leía la carta.

—¿Malas noticias? —preguntó Clerice para cerciorarse.

—Al contrario, madre. Vamos adentro, que hace frío.

—¿Qué? —preguntó de nuevo Clerice cerrando la puerta tras de sí.

Floti se sentó, dejó la carta sobre la mesa y dijo:

—Madre, ha heredado.

—¿Qué?

—Así es. Esta es la carta de un notario de Génova que la convoca a usted en su despacho para leerle el testamento de un pariente suyo. Por lo que parece, la ha nombrado heredera universal.

—¿Y qué quiere decir eso?

—Quiere decir que le ha dejado todo cuanto poseía.

—¿Y cuánto es? —preguntó Clerice.

—La carta no lo dice, y es por eso por lo que se la han mandado. Lo sabrá cuando esté ante el notario. Él le leerá el testamento en presencia de dos testigos, así que nadie podrá poner en duda lo que se dice en él.

—Y por tanto tendré que ir a Génova.

—Creo que sí.

Clerice, que hasta ese momento había permanecido en pie, tomó asiento y se quedó en silencio pensando con los codos apoyados en la mesa.

—¿Está muy lejos Génova?

—Madre, no es necesario ir a pie. Se toma el tren y se va. A cada parada el jefe de estación dice dónde te encuentras. Cuando oyes decir «¡Génova! ¡Estación de Génova!», debes bajarte porque si no el tren te lleva a otro sitio, y hasta que no has llegado a la estación siguiente no se detiene.

—Tengo que pensármelo —respondió después de habérselo pensado largamente.

—Madre, no hay nada que pensar. Hay una herencia y podría ser una oportunidad muy importante para nuestra familia. Piense si tiene parientes en ese lugar. Debe de haber una manera de saberlo. Habrá oído hablar de ellos a sus padres o abuelos. Alguien que se fuera en busca de fortuna…

Clerice parecía cada vez más confusa. Dijo de nuevo:

—Tengo que pensármelo, luego hablaremos de nuevo de ello.

—Haga como quiera —respondió Floti secamente—, pero tenga presente que, tras un cierto período de tiempo, si nadie se presenta a reclamar el dinero y las propiedades, se las queda el Estado.

Durante algunos días ni Floti ni su madre volvieron a tocar el asunto y ninguno de los dos habló de ello con nadie, ni siquiera en familia. Luego fue Clerice la que rompió el silencio. Detuvo a Floti cuando salía con el carro cargado de lecheras para la quesería.

—He pensado en ese asunto, Floti, y me parece que lo mejor es hablarles de ello a todos en un consejo de familia. Esta noche.

—¿Lo mejor, madre? Yo no estoy seguro. ¿Y si después alguno de nosotros habla de ello fuera? Armando, por ejemplo. ¿Sabe dónde para? Yo no. Apuesto a que, si me paro en la taberna, me lo encuentro allí charlando con unos holgazanes.

—Aunque sea más débil que tú —repuso Clerice—, no por eso deja de ser tu hermano. Tiene buenas intenciones y no haría daño ni a una mosca. Esta noche, Floti, después de la cena. Y tenéis que estar todos.

Floti salió a la carretera y se dirigió hacia la quesería. El hecho de que su madre no se hubiera confiado a él, que no supiera ciertamente más que el resto de los hermanos, lo irritaba, y también el tener que someterse a una mujer anciana, que nunca había salido del pueblo en toda su vida. Pero era su madre y tenía que respetar su voluntad.

La misma tarde se encontraron en torno a la mesa. Estaba también Maria.

Clerice esperó a que todos hubiesen terminado de cenar antes de comenzar a hablar. Habían hablado del tiempo, del establo, de la Lola que había parido un ternero tres días antes, de cuándo empezar a podar la viña, de Checco que se casaría en primavera y había que organizarse para la boda. A eso de las nueve Clerice tomó la palabra:

—Hay una novedad —comenzó— y por tanto debéis escucharme con atención. Se trata de una carta que recibí hace cinco días. Solo Floti está al corriente de ello, porque estaba presente cuando llegó y me ayudó a entender lo que decía.

—¿Una carta? —preguntó Fredo—. ¿Qué carta?

Todos prestaron atención, hasta Armando que estaba contándole a Savino el último chiste aprendido en la taberna. No ocurría a menudo que llegasen cartas.

—¿Buenas o malas noticias? —preguntó Checco.

—Más buenas que malas, eso seguro —respondió Clerice—, pero las cosas no son tan simples. Habla tú, Floti, que te explicas mejor.

Floti, investido del cometido que lo ponía en realidad en la posición del padre que había muerto, en el papel de regidor, aunque no fuese el primogénito, tomó la palabra:

—Es la carta de un notario a nuestra madre, y dice que ha muerto un pariente suyo y le ha dejado todo en herencia.

—¿Y cuánto hemos heredado? —preguntó Dante.

—Es nuestra madre la que ha heredado —especificó Floti—, nosotros no hemos heredado nada.

—Sí, pero… —Hizo amago de replicar Dante.

—Pero nada: es cosa de nuestra madre.

—La herencia es mía —dijo Clerice—, pero no viviré eternamente y cuando muera será repartida entre vosotros a partes iguales. Un padre vive siempre para sus hijos.

El pensar en una herencia, es decir, en dinero y propiedades que llovían del cielo y no eran fruto de unos esfuerzos durísimos, era algo lo bastante perturbador como para despertar quizá en la mente de alguno de los presentes horribles pensamientos, como el hecho de que la muerte de Gaetano aumentaba la parte que les quedaría a cada uno de ellos. No era malicia ni cinismo, sino probablemente solo un pensamiento automático. Clerice tuvo que intuir una idea de este tipo en la mirada de alguno de sus hijos, pero continuó sin interrumpir el hilo de su discurso.

—Los sentimientos son la parte mejor de cada uno de nosotros y en este momento nadie debe olvidar que somos una familia antes que cualquier otra cosa, y que el dinero no lo es todo en la vida, aunque viene bien en muchas situaciones. Recordad que el dinero crea envidias, celos, discordias y malignidad. Mucha gente se ha arruinado por no haber sabido contentarse.

Floti prosiguió diciendo:

—Hay problemas de todos modos: para recibir la herencia hay que ir a Génova. O sea, nuestra madre debe ir a Génova. Tendrá que firmar ante el notario que acepta la herencia con todo lo que ello supone…

—¿Qué quiere decir? —preguntó Fredo.

—Que uno puede heredar también deudas y por tanto debe decidir si le interesa o no.

—¿Qué? —preguntó Dante—. Pero ¿qué herencia es esta, pues?

—Así es. Guste o no guste. Pero si os fijáis, los que heredan están muy contentos y casi siempre mejoran mucho sus condiciones de vida.

Algunos, al escuchar las palabras de Floti y las de Dante, se habían ya perdido y lo único que tenían claro era el concepto de que todo era sumamente confuso, algo de gente instruida, y que un pobre sin conocimientos se vería enredado por notarios, abogados y consejeros y luego desplumado. Y cuando Floti finalmente preguntó a la familia reunida en asamblea: «Entonces, ¿qué decís de hacer? Hemos de tomar una decisión porque, si dentro de un cierto período de tiempo no se presenta nadie a reclamar la herencia, se la queda el Estado, si hay algo que quedarse», siguió un largo silencio.

Armando trató de bromear con uno de sus chistes —tenía uno para cada oportunidad—, pero los otros le hicieron callar:

—Cuando se habla de intereses no se dicen sandeces —le amonestó Dante, y Armando calló, no antes de haber dicho:

—Lástima, porque este era realmente muy bueno.

—Entonces, di lo que tengas que decir, Dante —exhortó Floti, preguntando a cada uno de los hermanos por orden de edad.

—Yo no veo que valga tanto la pena —dijo Dante—. En primer lugar Génova está bastante lejos. Hay que coger un tren, luego ir a un hotel, comer en la fonda. Además, solo para dar con la oficina de ese notario hará falta quién sabe cuánto, a menos que se coja un coche de plaza. Todo son gastos. Luego, como tú has dicho, hay que ver si se acepta o si son todo deudas. No sería la primera vez. Y ¿qué me decís del notario? Hay que pagarle también a él. ¿Y cómo se hará para calcular si hemos de pechar o recibir? También habrá que pagarle a un contable para que haga números. Yo lo dejaría correr. En el fondo, no nos va tan mal: ¿quién nos manda ir a buscarnos engorros?

Floti no dejó traslucir ningún sentimiento o emoción y siguió pidiendo la opinión de sus hermanos.

Fredo pensaba como Dante. La ciudad estaba lejos, desconocida, y ya se sabe, la gente de ciudad no deja pasar oportunidad de burlarse de la gente de campo, de zaherirlos y de hacerles pasar por tontos. Demasiado complicado, y luego lo único seguro eran los gastos. Mejor dejarlo correr.

Armando hizo un discurso, a su manera bastante sensato, que en cierto modo se hacía eco del de su madre: mientras no había nada que repartirse las cosas iban bien, pero en cuanto hubiera dinero y propiedades de por medio se matarían por un centavo. A él no le parecía de gran interés esa herencia y, además, ¿había dinero para todos aquellos gastos? Le parecía que no y esto era definitivo.

Floti se esperaba que al menos Checco sería favorable a la empresa y en cambio se mostró muy frío, más a favor del no que del sí. De algún modo mostró un cierto fatalismo: cuando se nace pobre es mejor resignarse a la propia condición. Tratar de salir de ella comporta más riesgos que ventajas. También él estaba perplejo ante la idea de que Clerice se dirigiera a una ciudad tan lejana: ¿y si enfermara? ¿Y si se producía algún tipo de accidente? ¿Cómo volverían a dar con ella? ¿Cómo la traerían de vuelta a casa?

«Y cuatro», pensaba Floti para sí y se daba cuenta de que en aquel punto había ya perdido, a menos que su madre no se mostrase favorable. Se arrepintió de haber exhibido tanto los pros como los contras, cuando solo hubiera tenido que destacar los pros.

Le tocaba, en cualquier caso, hablar a él ahora y debía mostrar toda su habilidad para hacer cambiar de idea a su madre y a los que habían expresado ya su parecer. Sobre todo a Checco, que era un muchacho inteligente.

—Yo pienso, en cambio, que estáis todos en un error. Tú, Dante, y tú, Armando, y Fredo y sobre todo tú, Checco, que has visto mundo y has estado en Francia, me dejas asombrado. ¿Cómo puedes decir algo así? Se sabe de muchísima gente que ha cambiado profundamente de estado: quien se ha ido sin un céntimo y ha amasado una fortuna en un país extranjero, quien ha comprado a crédito y ha vendido a un valor diez veces más alto. El riesgo es la sal de la vida. Pero ¿cómo es que solo veis las dificultades y los problemas? Si nunca se hubiese intentado nada nuevo, estaríamos aún como los salvajes. Los problemas existen, pero se pueden resolver. ¿El dinero? Siempre se puede ir a un banco, enseñar esa carta y decir: «Aquí hay una herencia. Si tú, banco, nos prestas el dinero para ir a recogerla, nosotros te damos el cinco por ciento». ¿No lo comprendéis?

»Nuestra madre podría heredar tierras, fincas, por ejemplo. ¿Os imagináis trabajar por fin cada uno su tierra sin tener que repartir nada con nadie? ¿O bien iniciar otra actividad? Siempre con el permiso de nuestra madre, claro está, ni qué decir tiene. Pero dejarlo todo tal cual, al Estado, me parece una locura. Mi parecer es que debemos reunir el dinero para el viaje y el hospedaje de nuestra madre en Génova, de manera que pueda recibir su herencia. Si queréis puedo acompañarla yo y no creo que tengamos ningún problema.

Y ese fue su error. Ya su función de arzdour, de regidor, sin ser el hermano mayor no era bien vista por todos. Callaban porque los resultados eran buenos, pero un poco de envidia sí había. Cuando se brindó a acompañar a la madre, más de uno pensó para sí que algún interés particular debía de tener para hacer aquella propuesta. ¿Y si la había convencido para favorecerlo de algún modo? ¿O si se ponía de acuerdo con el notario? En pocos instantes el «mejor nada para todos que mucho para uno solo» se impuso entre los hermanos. La ignorancia, que siempre va acompañada de la desconfianza, hacía lo demás.

Fue Savino, en cambio, quien habló abiertamente en su favor. Demasiado joven aún para determinados pensamientos, estaba fascinado por la personalidad de su hermano mayor, por su saber siempre qué hacer, sin tener casi nunca dudas, y si las tenía, se las guardaba para él cogiendo siempre el toro por los cuernos. Además, Floti era amado por las mujeres. Pero no era fácil de enamorar. Las hacía sufrir; cuando aceptaba una relación era para llevar él las riendas, no para sufrirla como había hecho el pobre Gaetano que al final había visto destruida su vida. Aún estaba por nacer la que le hiciera perder la cabeza a Raffaele Bruni, llamado Floti.

—Floti tiene razón —dijo al punto Savino cuando lo interpelaron—. Es él quien debe ir con nuestra madre. Él sabe qué hacer, los abogados y los notarios a él no le enredarán y no se dejará tomar el pelo por nadie. Además es nuestro hermano, ¿de quién deberíamos fiarnos si no?

Floti trató de implicar en el asunto también a Maria, que era su preferida. Siempre le traía del mercado algún vestidito, algún trapito para la dote: un encaje, una toalla bordada, a veces un perfume. Pero fue Clerice quien le paró los pies.

—En esta casa y en todas las demás que yo conozca no se ha tenido nunca por costumbre que sean las mujeres las que se ocupasen de los intereses de la familia, al margen de la arzdoura, y por tanto mi palabra vale también para ella, y la mía ya la conoces.

La discusión había terminado, la decisión estaba tomada. No se hacía nada. Y aquel no acontecimiento se volvió legendario: durante años en el pueblo se fantaseó con una herencia fabulosa dejada perder por la simpleza de los Bruni. Nadie supo nunca a cuánto ascendía. Pero no hubo duda de que existía de verdad, porque un año después llegó otra carta del notario de Génova que escribía para decir que, no habiéndose presentado nadie a reclamar la herencia, esta había pasado a ser propiedad del erario público. Armando dijo que este erario público era el único afortunado y que ellos habían sido unos estúpidos, pero que era ya demasiado tarde. Floti no dijo nada, porque solo habría conseguido hacerse mala sangre.

Al cabo de algunos días la vida continuó como si nada hubiese pasado.