13

La mañana de un sábado de mediados de junio, víspera de su casamiento, Gaetano enganchó la yegua al carro para pasar a recoger la dote de su prometida: sábanas, ropa blanca, toallas, cortinas, telas bordadas, todo lo que una buena y honesta muchacha preparaba en espera de su boda. De camino, tal vez por casualidad o acaso con toda intención, pasó por delante de la casa de su antiguo amor. Iole, guapa como siempre, estaba en la puerta de casa desgranando guisantes y, cuando le vio pasar por delante de punta en blanco, le saludó:

—Buenos días, Gaetano, ¿adónde va vestido de veinticinco alfileres?

Gaetano fue aminorando la velocidad hasta detenerse. Todos sabían que al día siguiente se casaría y seguro que también ella estaba al corriente. La pregunta, pues, obedecía a otros motivos. Respondió:

—Voy a un lugar en el que podría estar usted de haber dicho que sí.

Iole dejó de golpe de desgranar guisantes y lo fulminó con una gélida mirada.

—Quiera Dios que no disfrute ni siquiera de la primera noche —bisbiseó.

Luego estampó los guisantes contra el suelo, que se desparramaron por todas partes, y entró en casa dando un portazo. Gaetano se quedó inmóvil durante unos instante como paralizado, mientras una sensación de hielo llenaba su corazón y le recorría como una serpiente el espinazo. ¿Por qué tanto odio? ¿Por qué lo maldecía cuando había sido ella la que lo había rechazado? Nunca comprendería qué le pasaba por la cabeza, nunca comprendería que Iole, a su manera, le había demostrado que experimentaba por él un sentimiento, pero que tenía una tal consideración de sí misma como para pensar que merecía algo distinto de la era, del establo o de la pocilga de los Bruni.

Gaetano trató de ahuyentar aquel sombrío presagio y dio una voz a la yegua, que reanudó el trote. El espectáculo de la naturaleza triunfante en el apogeo de la buena estación, los rosales trepadores en torno a las pilastras de las capillitas de los cruces de caminos, el trigo que comenzaba a amarillear le infundían ánimos y cuando hubo llegado al Finaletto se sentía ya mejor. Pensó que aquellas eran unas palabras sin sentido, que no tendrían consecuencia alguna, que era pura envidia de que se casase con Silvana y ella en cambio, a fuerza de esperar al que la llevara a la ciudad, se quedaría para vestir santos.

Cuando hubo cargado la dote en el carruaje, volvió hacia casa, donde hervían ya los preparativos para la boda. Clerice, empuñando el cucharón, daba órdenes a las mujeres que la ayudaban a preparar la comida: amigas, hijas, parientes. Aquella era una de las ocasiones más ansiadas para charlar, chismorrear, ocuparse de las vidas ajenas. Algunas, las que por propio natural tenían las manos más calientes, amasaban la harina con los huevos hasta que la masa se volvía lisa como el terciopelo y estaba lista para ser planchada con el rodillo. Se empezaba por los bordes a golpecitos acompasados y luego se avanzaba hacia el centro para volver de nuevo hacia atrás.

Cuando la masa en hoja era ya lo bastante fina, se envolvía como una pieza de tela en torno al rodillo y se hacía rodar hacia delante y hacia atrás para que se volviera fina como un velo de novia, transparente y dorada, tan ligera que volaba sobre la tajadera cuando le imprimían un movimiento ondulante para extenderla de modo uniforme y sin arrugas. Otras preparaban el relleno de los tortellini cortando el filete de cerdo, el jamón, los tocchetti de mortadela, con el olor reciente del salchichón. Luego, antes de poner al fuego toda aquella bendición del cielo, añadían sal, pimienta, así como una pizca de nuez moscada.

Aparte hervía la carne del caldo: costilla de ternera, gallina vieja con los huevos aún en la huevera, de medidas decrecientes y solo la yema, capón, y luego las hierbas aromáticas, los higadillos y la molleja de pollo pelada y abierta en dos. Otras se ocupaban también de los asados. Pollos jóvenes, cerdo, pintada, dos faisanes que Floti había cazado tres días antes en una colina de la parte de Savignano.

Luego había quien preparaba las pastas: los dulces en forma de anillos de boda, el pastel seco con chocolate y almendras y el croccante en forma de iglesita con dos figuritas de azúcar en lo alto que representaban a los novios. Por último, la sopa inglesa, hecha a base de capas de saboyanos empapados en licor de Alchermes con capas alternas de crema pastelera y crema de chocolate. El perfume salía de la cocina a la era, se expandía incluso por los campos, y los hombres se detenían a comentarlo y se les hacía la boca agua solo de pensar lo que sería la comida. Un banquete semejante era proporcional al carácter único del acontecimiento y ni siquiera se acostumbraba por Pascua y Navidad, ni tampoco para la fiesta de la Madonna della Provvidenza que duraba siete días, tanto es así que los habitantes de los pueblos vecinos habían acuñado una cantinela zumbona que decía:

Dein dan, dein don,

tri dé et turtlein

tri dé et turlloun

e ander inanz

puleinta e zrdoun.

">

[Ding dong, ding dong, tres días de tortellini, tres días de tortelloni y seguir con polenta y pepinos.]

En aquellas solemnidades bastaba un buen plato de tortellini, preparado con salsita verde picante y, para terminar, algunas rosquillas que mojar en el vino blanco.

Gaetano era el primero de la familia, entre los hermanos que habían vuelto de la guerra, en contraer matrimonio, y la cosa era de tal importancia que la hija mayor, Rosina, casada en Florencia con un aduanero siciliano, había decidido volver para la ocasión desafiando las iras de su celosísimo consorte. Llegaría a Bazzano en el tren de las once y Floti esperó el regreso de Gaetano para desenganchar el carro y enganchar la calesa.

Rosina bajó del estribo vestida con un bonito traje largo con el vuelo que ondeaba sobre la punta de las botitas. Llevaba bolso, un sombrerito con velo y se hubiera dicho una señora. Floti la abrazó, luego tomó su maleta y la acompañó a la calesa.

—¡Qué maravilla! —exclamó ella al ver el lustre tanto del vehículo como de la yegua, y se acomodó al lado de su hermano.

Recorrer aquellos pocos kilómetros con el sol y el aire de su tierra le produjo una alegría indecible. No callaba un momento, y a Floti le costaba Dios y ayuda seguirla: mira esto, mira aquello, y en aquella casa no había nadie cuando yo me fui y quién vive ahora y qué hacen y qué no hacen. Luego le habló a su hermano de las maravillas de Florencia: los paseos junto al Arno, la iglesia de Santa Maria del Fiore que tenía una cúpula en la que habrían cabido todos los del pueblo y en lo alto una especie de tabernáculo grande como su iglesia. Le contó, con una risita, que en la plaza principal había dos gigantes de mármol, más altos que la casa de ellos, como Dios los trajo al mundo, que se les veía todo.

—Si es por eso —respondió Floti—, también nosotros tenemos el gigante de la plaza, en Bolonia, igual de desnudo, con un tridente de pescador en una mano. Representa a Neptuno, el dios del mar, porque una vez la gente creía en los dioses en vez de creer en Jesucristo.

Cuando llegaron al patio, Clerice, Maria y las comadres salieron a la era con las manos y los delantales enharinados para recibir a la guapísima Rosina.

C’ma stèt, Rusein? [¿Cómo estás, Rosina?] —le preguntó Clerice como si la hubiera visto el día antes y utilizando el diminutivo masculino.

Rosina la abrazó estrechamente y le asomaron unos lagrimones a los ojos. Sin duda de la emoción, pero Clerice sabía perfectamente que había otro motivo: que su marido, siciliano como era, era un celoso patológico y la tenía bajo llave como al buen vino, pero ella se sentía mal, no estaba acostumbrada y sufría por ello. Y, si a veces protestaba, él le sacudía.

—Ahora disfruta de la fiesta —le dijo la madre—, y no pienses en ello. Quién sabe si con el tiempo se le pasa.

—Sí —respondió Rosina—, cuando sea vieja y esté arrugada y no me quiera ya nadie. Entonces estará tranquilo.

Al cabo de algunos minutos también ella, tras cambiarse de traje y ponerse un delantal, estaba ya en medio de las otras charlando y atareada en la cocina, y se sentía libre y feliz, en su casa, donde no había dinero pero sí mucha alegría y siempre se cantaba. Bettina, la mujer de Pio Patella, exhortaba a Clerice a que se diera un buen baño en el barreño de la colada en vista de que al día siguiente tendría que llevar al novio hasta la entrada de la iglesia, pero Clerice era reacia y contaba la vieja historia bien conocida por todas:

—Cuando me casé con el pobre Callisto mi vecina no paraba de decirme: «Lávate la cara con jabón, Clerice, que mañana te llevarán al altar». Yo no quería, pero ella insistió tanto que al final le hice caso, pero no soy ya la misma. Entonces tenía una piel lisa como una ciruela recién cogida, la tenía, pero mira cómo me he quedado ahora.

—Pero no es culpa del jabón, madre —respondía Rosina entre risas—, sino de los años, y con estos no hay nada que hacer.

Al día siguiente Gaetano fue con su madre a esperar a la novia delante de la iglesia mientras las campanas tocaban a fiesta y la gente se detenía a mirar. Llevaba un traje de fustán color cañón de fusil y dos zapatos relucientes como una patena que le hacían un daño horrible, pero que hacían también muy buen efecto. Tenía a su lado a su madre con un traje oscuro de algodón, una blusa blanca con puntillas en cuello y mangas y, en torno al cuello, tres vueltas de pequeños granates rojos como el fuego. Checco, con chaqueta de fustán gris, pantalones negros, camisa y corbata, era el testigo de boda. Y mientras estaba así esperando le vino a la mente el Pipetta, que antes de ir a morir contra los carros de combate le había llamado milórd. Silvana, vestida con un traje de algodón claro y una corona de margaritas entrelazada con los cabellos, llegó puntual junto con su padre y hermanos en un carruaje reluciente de aceite de muebles y con los cubos de las ruedas pintados de un negro brillante. El padre la ayudó a bajar y la acompañó hasta delante de la iglesia, donde la confió a su prometido para que avanzase con él hasta el reclinatorio cubierto de un paño rojo, delante del altar.

Silvana no pudo contener las lágrimas cuando el arcipreste le preguntó si quería por marido a Gaetano Bruni para servirle y honrarle para el resto de sus días y ella respondió el «sí, quiero», y se intercambiaron los anillos. Cuando salieron a pleno sol, una de las compañeras de banco le pasó un canastillo con unos dulces y algún confite para repartir entre los niños que esperaban impacientes. Ella lanzó algunos puñados sobre los niños que se abalanzaron sobre ellos a la rebatiña. Luego Floti les hizo subir a ambos a la calesa y, de pie como un antiguo auriga, los condujo al paso hasta casa.

Cuando todos hubieron llegado, se sirvió una comida en la era bajo el emparrado, con Iófa que tocaba la armónica y cantaba a voz en grito la canción del deshollinador en la que todo tenía un doble sentido, pero Clerice lo dejó correr porque no se casa uno más que una vez y hace falta un poco de diversión. Gaetano, extrañamente, no comió gran cosa, es más, poco y de mala gana, de modo que la mujer se quedó pensativa y dijo:

—¿No te sientes bien? ¿Cómo es que has perdido el apetito? ¡Todo está muy bueno!

Gaetano respondió con evasivas que estaba un poco cansado, y trataba igualmente de reír y bromear con los amigos, pero se veía que era algo forzado.

Los invitados en cambio comieron y bebieron durante horas, hasta la puesta del sol, repitiendo dos o tres veces de cada plato. Casi todos estaban achispados, alguno totalmente borracho, algún otro, por suerte, vomitó. Sandrone Burgatti, conocido como Pizìga, uno que pasaba hambre todo el año, se había dado tal atracón que no conseguía digerirlo y tampoco vomitar, de manera que se había puesto blanco como la nieve y barbotaba «odìo a mur, odìo a mur» [oh Dios mío, me muero, oh Dios mío, me muero].

—Id a llamar al médico —dijo Clerice—, porque este se nos muere de veras.

Floti no se lo hizo decir dos veces: enganchó la yegua y la llevó al galope fuera de la era y luego por la carretera hacia el pueblo.

Todos pensaban que volvería de ahí a unos minutos, pero, espera que te espera, Floti no llegaba nunca y no se sabía qué había sido de él. Tal vez el médico estaba en alguna otra parte y había ido a buscarlo, pero entre tanto Pizìga había tomado un colorido verdusco que no hacía presagiar nada bueno. Que si se hace, que si no se hace, en un momento dado uno de los viejos, un tal Anselmo Borzacchi, que se las sabía todas, dijo que había que enterrarlo enseguida en el estiércol hasta el pecho, si no la palmaría. Todos se miraron a la cara: ¿en el estiércol? Sí, señor, en el estiércol, porque solo allí hace un gran calor y le ayuda a digerir. Dicho y hecho: le quitaron a Pizìga el cinturón y le metieron dentro de un hoyo abierto en el estiércol y luego recalzado a todo alrededor. Borzacchi lo miró satisfecho diciendo que le recordaba, mutatis mutandis, no se sabe a qué personaje de la Divina Comedia y esperó pacientemente a que la cura hiciese efecto. No pasó mucho rato cuando Pizìga recobró un poco de color.

—Es buena señal —decía el viejo—, ¿qué os había dicho?

Mientras tanto llegó a la carrera Floti con el doctor, que, para sorpresa general, confirmó plenamente la terapia del viejo Borzacchi. Se hizo traer una silla, un plato de pintada con patatas asadas y una botella de Albana, y se quedó velando al lado del paciente, de charla con los tres invitados sentados en torno al estercolero. Hasta que el paciente experimentó una clara mejoría. Cuando oscureció, Pizìga fue sacado, sucio como un puerco y tan apestoso que era imposible estar a su lado, e inmediatamente pidió permiso para apartarse porque sentía necesidad de aliviarse. Al reaparecer del campo de cáñamo, lo metieron tal como iba dentro del abrevadero de las vacas y fue almohazado con el cepillo de la colada hasta que pareció recuperado y se fue a su casa por su propio pie.

Aquella misma noche Gaetano se sintió indispuesto.

No se llamó al facultativo hasta un día o dos después, porque se esperaba que las cosas mejorasen espontáneamente. El joven Bruni era un hombrón que había superado las pruebas más arduas durante la guerra, capaz de levantar del suelo un saco de un quintal y cargárselo sobre el hombro él solo: ¿qué podía hacer mella en semejante temple?

Ni el médico ni ningún otro supo nunca dar una respuesta. Se probaron diversas curas, tanto prescritas por el médico como por la sabiduría de Clerice, que conocía muchos remedios. Pero lamentablemente sin éxito. Armando y Fredo sustituyeron en el establo a Gaetano, que continuaba empeorando hasta que tuvo que guardar cama. Silvana estaba a su lado día y noche y cuando él se adormecía rezaba el rosario y rogaba a la Virgen que le conservara a su marido porque ella estaba en estado y no quería dar a luz a un huérfano de padre. A veces no podía soportar la angustia e iba a acurrucarse en el suelo en un rincón del dormitorio y estallaba en sollozos escondiendo el rostro entre dos paredes. Clerice venía, de vez en cuando, con un caldo caliente, con infusiones de hierbas, le hacía refriegas en el pecho con un ungüento especial cuya composición solo ella conocía, pero no obtenía más que pequeñas mejorías pasajeras. En cierta ocasión Silvana le oyó proferir frases en pleno deliquio y pronunciar el nombre de la rival. Se lo dijo inmediatamente a la suegra, a la arzdoura, la matriarca y suprema regidora de la familia, y Clerice bajó la cabeza oprimida por un profundo desconsuelo.

—Es por eso, pues —murmuró—, es ella quien lo hace morir…

—No hay nada más terrible que el odio de una mujer, hija mía.

—¿No creerá en el mal de ojo?

—La Iglesia nos obliga a no creer en él, pero yo sé cosas que ningún sacerdote conoce. ¿Has oído hablar alguna vez de mujeres traicionadas o rechazadas que quitan la pèdga? No sé cómo la llamáis vosotros en vuestro pueblo: es esa masa de barro que se pega a los zapatos de los hombres que trabajan en el campo en invierno cuando la tierra está húmeda, o incluso en verano después de una fuerte tormenta. Cuando se vuelve demasiado pesada se despega de la suela y queda en el suelo conservando la huella del pie de quien la ha dejado.

»Si una mujer tiene malas intenciones, la recoge y la coloca en la horcadura de las ramas principales de un roble. A medida que el viento, la lluvia y el sol empiezan a agrietar la forma del pie, el hombre que la ha dejado comienza a desmejorar y, cuando esa forma está completamente disuelta, el hombre muere. Antes de casaros hubo distintas tormentas y Gaetano salió varias veces al campo para traer a casa la hierba para los animales.

Silvana se llevó la mano a la boca y exclamó espantada:

—¡Oh, no!

Clerice la miró con los ojos húmedos, asintiendo.

—¿Y no se puede hacer nada?

—Si se consigue saber dónde se encuentra, hay que retirarla con sumo cuidado para que no se desmenuce, cocerla en un horno y luego esconderla en un lugar donde nadie pueda encontrarla. Así la persona afectada por el maleficio comienza a recuperarse, hasta que recobra completamente la salud.

Silvana lloraba a lágrima viva con la cara oculta entre las manos. Clerice miraba a su hijo, tan grande y tan fuerte, reducido a un pingajo. Durante unos instantes pensó que haría cualquier cosa por salvarlo. Silvana se le adelantó y dijo:

—Cogeré a esa mujer y, por las buenas o por las malas, le haré decir dónde ha escondido la huella de mi marido, aunque tenga que torturarla, arrancarle las uñas una a una…

Clerice alzó la mano para poner fin al delirio.

—No. Estas no son más que fantasías de mujeres desesperadas. Tú no harás nada, hija mía, porque podrías incluso cometer la más terrible de las injusticias. No sabemos nada, no hemos visto nada. Solo has oído, o creído oír, las palabras de un hombre enfermo que delira. Roguemos a la Virgen: ella que vio morir a su hijo puede comprendernos.

Gaetano murió seis meses después de haberse casado, reducido a un costal de huesos. Los hermanos lo condujeron al cementerio y lo enterraron junto a su padre. Antes de morir había dejado dicho a su mujer el nombre que debía ponerle a su hijo si era varón y cuál si, en cambio, nacía hembra.

Silvana dio a luz una niña que murió antes de cumplir el sexto mes, y durante mucho tiempo se encerró en un mudo y desesperado dolor. Clerice no dejó nunca de rezar y de encomendarse a la Virgen: si no había podido concederle la gracia de salvar a su hijo y a la pequeña, al menos que le diese fuerzas para soportar un dolor semejante y tirar adelante con fe y fuerza de voluntad, en la certeza de que un día se encontrarían todos en el más allá.

Durante algunos meses también Silvana se quedó en casa de los Bruni, y cada vez acompañaba a la suegra al cementerio para rezar en las tumbas de sus muertos. Luego, un día, le dijo:

—Clerice, he pensado en volver con los míos: es usted una buena mujer y la quiero. Aquí todos me tratan con respeto, como a una hermana, pero esta no es ya mi casa porque ya no tengo ni a mi marido ni a mi hija.

Clerice le hizo una caricia y añadió:

—Tienes razón y te comprendo, hija mía. Si por mí fuera con gusto te tendría, porque eres la mujer de mi hijo y le diste una niña, pero es justo que vuelvas con tu familia y, si lo consigues, que rehagas tu vida. Que sepas, sin embargo, que pase lo que pase, esta casa estará siempre abierta para ti, tanto de día como de noche, con buen o mal tiempo. Que Dios te bendiga.

Se fijó, pues, el día de la partida. Floti enganchó la yegua al carro y cargó en él la dote y las ropas de la cuñada. Silvana estrechó con fuerza a Clerice en un largo abrazo y las dos lloraron en silencio, luego abrazó a Maria y se despidió uno por uno de sus cuñados. Floti la ayudó a subir, dio una voz a la yegua y partieron.

Silvana no volvió nunca más: su familia se trasladó al Piamonte por motivos de trabajo y se perdió todo rastro de ella, pero Clerice no la olvidó jamás, la tuvo siempre en el corazón y en sus pensamientos, porque había querido a su hijo con un amor fuerte y sincero y, voluntad de Dios mediante, habría podido hacerlo feliz.

La muerte de Gaetano, ocurrida de forma imprevista e inesperada, arrojó una sombra de profunda tristeza sobre la familia, y la muerte subsiguiente de la hijita pareció el signo de un destino ineluctable. La buena suerte de los Bruni, que habían escapado los siete al azote de la guerra, se había esfumado de repente. El dolor inconsolable y siempre presente en el rostro y los gestos de Clerice hizo difícil para todos incluso el simple hecho de olvidar. Savino, por su joven edad, fue quien reaccionó mejor: era apuesto y estaba lleno de vida, y gustaba mucho a las mujeres que le concedían sus favores incluso sin una promesa de amor eterno. Floti, fuerte de naturaleza y de carácter, trató de reaccionar y de infundir valor a los demás y, sobre todo, se cuidó de la madre. La llevaba a dar una vuelta en calesa, a visitar a los padres o al mercado, donde le compraba algún pequeño regalo. Y hablaba con ella lo más posible.

—Madre, por desgracia son cosas que pasan en todas las familias, pero le quedan otros seis hijos y dos hijas que la quieren y desean verla sonreír de nuevo. Usted que tiene fe sepa que volverá a ver a Gaetano en la morada celeste, porque era un buen chico e incapaz de matar una mosca.

—Una madre no se resigna nunca a perder a un hijo —respondía ella—, pues es un dolor que no mata, pero que no te abandona jamás. Rezo todos los días para que Dios me dé fuerzas para tirar adelante y seguir siendo una buena madre para mis hijos.

Con el paso del tiempo Clerice consiguió retomar, al menos en parte, su vida de otro tiempo, ocuparse de las tareas domésticas y llevar la casa. Fredo y Dante se casaron y las nueras le reconocieron, con su comportamiento, el papel de autoridad que le competía. Era costumbre que, cuando una nuera entraba en casa, durante un cierto período de tiempo no tomara la palabra en la mesa si la suegra no se lo pedía, pero Clerice quiso que las dos muchachas se sintieran enseguida a sus anchas y les permitió de inmediato que tomaran parte en la conversación. Aunque las trataba con afecto, en su corazón Silvana seguía siendo la preferida, tal vez porque la había perdido, tal vez porque la había visto asistir a su hijo con una devoción conmovedora.

A la vuelta de año y medio parieron las dos, pero Clerice mandó llamar a la comadrona, aunque costase dinero, porque para ella suponía un dilema ayudar y asistir a las dos a la vez. Una dio a luz una hembra, la otra un varón, y la vida pareció sonreír de nuevo.

Luego sucedió un acontecimiento destinado a cambiar radicalmente la historia de toda la familia.