Gaetano pasó unos días desesperados: parecía que hubiese perdido la chaveta y estaba como aturdido, como si le hubiera caído el techo del cobertizo sobre la cabeza. Clerice lo miraba de reojo sin decir nada. Comprendía hasta demasiado bien de qué se trataba, porque no se le escapaba nada de lo que pasaba por la mente de sus hijos. Normalmente, en un pueblo tan pequeño, una cosa así se habría vuelto de dominio público en unos tres o cuatro días. No es que se sintiese ofendida porque su hijo había sido rechazado; al igual que Floti, también ella había sabido en todo momento que la cosa acabaría de aquel modo. Es cierto que no acostumbraba a ocurrir que una mujer dejase a un hombre, pero cuando ocurría quería decir que era una de esas que conocían a más de uno y gustan de pasar de este al otro.
—No has perdido nada —dijo Floti una vez que sorprendió a Gaetano en el henil con la cabeza reclinada contra una pilastra llorando en silencio.
Gaetano no respondió y Floti era lo bastante inteligente como para evitar la frase más odiosa en un momento semejante: «Ya te lo dije».
—No te merece —siguió diciendo—, te habría hecho sufrir, tal vez te habría traicionado, es más, es muy probable. Tú eres una buena persona, Gaetano, eres un buen mozo, fuerte como un león, no le temes ni al mismísimo diablo y eres más bueno que el pan. Hay muchas mujeres, y todas estarán felices de casarse contigo. De veras, eres serio y cuando dices una palabra va a misa, y una mujer contigo se siente protegida y defendida y tratada con consideración. No pienses en ello, Tanein: ahora te hace sufrir mucho, pero luego se te pasará. ¿Sabes cuando te das un martillazo en un dedo? Te parece que te mueras del daño, pero día tras día la herida se cura, cicatriza, la uña vuelve a crecer. Estamos hechos así. Se puede sufrir mucho, pero luego, con el tiempo, todo pasa.
»Solo la muerte no tiene remedio, Tanein. ¿Sabes una cosa? A veces voy a la tumba del pobre padre y me quedo mirando su retrato en la lápida en que parece vivo, y en cambio está bajo tierra consumiéndose hasta que no queden más que los huesos. Eso sí que es algo terrible. No sabes cuántas veces pienso: «Si estuviese nuestro padre le pediría este o aquel consejo», y en cambio ya no está, mientras que nosotros nos hemos salvado los siete, gracias a Dios. Recuerda lo que hemos pasado en la guerra: las heridas, los asaltos a la bayoneta, los cadáveres de nuestros camaradas que se pudrían bajo la lluvia durante días y nadie les daba sepultura, porque si salías al punto recibías un balazo en la frente. Es una lástima que perdiéramos a nuestro padre, pero por lo que hace a lo demás no falta nada. Estamos bien, Gaetano. Ánimo, vamos. Cuando necesites charlar un poco, siempre me tienes a mí. Y si quieres la calesa, cógela cuando te parezca.
Gaetano se sorbió la nariz, barbotó algo como para decir gracias y se puso a trinchar acelgas para los animales, con ímpetu, como si cortase cabezas.
Aquel fue un verano tórrido. El sol pegaba en la cabeza de la gente como un herrero en el yunque y alguno se ponía enfermo, montaba una escena y deliraba. El hijo de Martina Cestari, una viuda que poseía tres o cuatro fanegas de tierra, se colgó de una morera una tarde de agosto con el aire detenido y fosco, tan caliente y sofocante que ni siquiera las cigarras osaban cantar y las hojas pendían inertes de los árboles. Por fortuna don Giordano, el nuevo párroco, daba sepultura igual a los suicidas en tierra consagrada, porque sabía que aquella pobre gente no lo había hecho por ofender a Dios, sino solo porque no conseguía ya soportar el hastío, la desesperación y la angustia. Porque la vida les pesaba mucho más que la muerte. Los bendecía igual y decía: «Requiescat in pace, amen», asperjando el agua bendita con profusión. Luego se acercaba a la madre y decía: «Ánimo, que Dios no os abandonará». Bonitas palabras, pero Martina lloraba como una fuente y estaba inconsolable.
—Ya sé que se dice que luego se encuentra uno con él en el más allá —decía Clerice—, pero mientras tanto no lo ves de nuevo.
Martina lloraba y continuaba diciendo entre sollozos en su extraño dialecto montañés: «Puvrin e’ me bastèrd!» [¡Pobre bastardo mío!], que era una manera afectuosa de decir «hijo mío». Había también una razón concreta para aquellas palabras, porque las chicas montañesas, para no pasar hambre, bajaban al llano para hacer de criadas y casi enseguida se encontraban al amo dentro de la cama y era fácil que se quedasen embarazadas y eran devueltas a casa para que dieran a luz, precisamente, un bastardo. No era este el caso de Martina, que había tenido a su marido mientras Dios se lo había dejado y era también un buen diablo.
Floti y Gaetano, con Fredo y Dante, llevaron a hombros al hijo de Martina al cementerio, porque eran sus amigos y porque eran todos igual de altos y así la caja del muerto iba a la par. Y no pesaba nada, escuchimizado, reducido a un costal de huesos por los esfuerzos inhumanos que hacía él solo en aquella tierra. Armando no asistía a los funerales porque le tenía miedo a los muertos, por más que hubiese visto muchos en la guerra, y no quería pensar que un día u otro le tocaría también a él. En cambio, Savino, que había aprendido a matar a los diecinueve años en el frente, en el Piave, no le temía ni al mismísimo diablo en persona y era también muy echado para adelante, y Floti de vez en cuando tenía que hacerle callar como habría hecho un padre.
A partir de entonces, cuando era el tiempo de las labores en el campo, iban dos o tres a echarle una mano a Martina, que de lo contrario no habría sabido cómo apañárselas para salir adelante. Y cuando era el tiempo de la labranza se presentaban con una yunta de bueyes que parecían unos monumentos y que tenían una fuerza capaz de arrancar de cuajo una casa. En tres días el trabajo estaba despachado, y la tierra removida por la reja exhalaba un ligero vapor que sabía a hojas muertas.
Aquel año el invierno llegó gélido como una hoja de metal, la tierra se endureció y las hojas cayeron de los árboles todas en una noche. Por fortuna no faltaba la madera, pero Floti decía que era mejor venderla para sacar algo de dinero y gastar lo menos que se pudiera. Las largas noches de diciembre y de enero las pasaban en el establo. En la chimenea, Clerice encendía un pequeño fuego apenas suficiente para hacer esas pocas brasas que poner en el braserillo con el que calentar la cama.
Y para pasar el rato jugaban a las cartas o escuchaban una historia. Después de las primeras nieves comenzaron a pararse unos buhoneros, y esos sí que conocían historias que contar para ganarse un plato de sopa y un jergón en el que dormir. En cierta ocasión se detuvo un afilador. Un forastero que hablaba un extraño dialecto, que solo Floti reconoció porque había estado varios meses en Friuli. No solo servía para afilar cuchillos, que parecían navajas de afeitar, sino que también sabía hacer sillas, o scrane, como decía él. Cogía madera de acacia y con cuatro o cinco golpes de hoz hacía los montantes y luego los travesaños y por último los barrotes, y acto seguido las empajaba que era un portento. Pero sus historias daban miedo de verdad. Y a veces uno tenía la impresión de que estaba un poco chalado. Tal vez había sido la guerra y todo lo que había pasado. Decía que, en la casa en que vivía solo en lo alto de una montaña, se veían y se oían cosas y más de una vez había visto a su mujer muerta tres años atrás cruzar por su dormitorio con el niño en brazos, muerto también en un bombardeo de artillería, inmóvil como un hatillo de trapos. La mujer le miraba con los ojos enrojecidos por lo mucho que había llorado y si él trataba de decirle algo ella no respondía.
Todos enmudecían en aquel punto porque nadie tenía ganas de decir que no eran más que patrañas y menos darle pie para que continuase. Pero Clerice decía que acaso era cierto lo que contaba y que las que veía eran ánimas del purgatorio.
—Pero ¿y el niño? —preguntaba Maria—. ¿Qué quiere que tenga que purgar un niño tan pequeño, madre? ¿Qué pecados quiere que tenga, pobre criatura?
—Aunque no haya hecho nada, está con su madre. Es demasiado pequeño para estar solo.
Y luego se santiguaba y decía en voz baja unas jaculatorias.
También Fonso, el narrador de historias, había sobrevivido a la guerra y no había nadie como él a la hora de contar una aventura. Los Bruni lo aceptaban de buen grado, aunque a Floti no le gustaba que su hermana Maria se fijase en él, que no era nada apuesto y encima jornalero. Por si fuera poco, cuando regresó, estaba medio sordo porque había tomado parte en la batalla del Montello, con ocho mil bocas de cañón que disparaban todas a la vez produciendo un fragor espantoso, y sus oídos habían sufrido no poco.
Y sin embargo, cuando por la tarde llegaba envuelto en su tabardo, también las mujeres querían ir al establo con la excusa de hilar el cáñamo. Maria le escuchaba con la boca abierta y sus historias era tan hermosas que hasta él se volvía hermoso cuando las contaba. Al menos a sus ojos. Y cuando comenzaba con su acostumbrada fórmula de inicio «Habéis de saber que había una vez…», se hacía tal silencio que podía oírse el lento rumiar de los bueyes. A veces venía acompañado por amigos que esperaban así poder disfrutar de sus privilegios: algún vaso de vino o incluso, una vez terminado su relato, un pollo frito en el momento con una buena hogaza de pan. Pero esto sucedía muy raramente y, en cualquier caso, cuando la pandilla no era demasiado numerosa.
Y luego estaban las convenciones: si el narrador, por alguna razón, mencionaba al rey, significaba que se les debía poner de beber. Por eso, de vez en cuando, quien lo acompañaba le susurraba, justo al oído: «¡Nombra al rey, nombra el rey!», así les caería un vaso de vino también a los demás.
Durante el tiempo de la guerra el contacto entre él y Maria no se había interrumpido del todo. A veces él le mandaba una tarjeta postal con unos estribillos:
Fior di giaggiolo,
t’amo più che la mamma
il suo figliolo.
Fior di ginestra,
per te mi butterei
dalla finestra.
Da chi sempre ti pensa,
Alfonso
[Flor del gladiolo, te amo más que la madre a su hijo. Flor de la retama, por ti me lanzaría por la ventana. Por quien siempre piensa en ti, Alfonso]
Y ella no se cansaba nunca de leerla y releerla, a escondidas de sus padres.
La recompensa para el narrador era siempre proporcional a los recursos de su auditorio y de su clientela: podía ser una botella, un trozo de queso, o también un saco de trigo de unos treinta kilos que él cargaba sobre la espalda y se llevaba a casa caminando en plena noche hasta delante de la puerta de entrada. Su fama se había extendido a los pueblos vecinos y también le llamaban de bastante lejos: desde San Juan y también más allá si hubiese querido. Fonso era uno de los pocos que leían en el pueblo, aparte del párroco, el médico y el boticario. Leía novelas: Guerra y paz, El corsario rojo, El conde de Montecristo, El dueño de la herrería… Y luego las contaba en dialecto. En ocasiones la narración duraba más de una noche, especialmente las novelas largas. Guerra y paz, por ejemplo, llevaba tres tardes consecutivas.
Con el retorno de la primavera Gaetano comenzó a sentirse un poco mejor y en cualquier caso resignado. Después de todo, había que reconocer que Iole nunca habría elegido a uno como él. Seguro que se casaría con el hijo de un notario o de un farmacéutico o de un terrateniente como Barzini, por ejemplo. Se había ilusionado por nada. Paciencia. Pero a veces, bien pensado, le venía a la mente la última vez que se habían visto y que ella le había dicho aquellas palabras tan crudas. La verdad es que sus palabras no le habían dejado ninguna esperanza, pero, por un momento, le había parecido que los ojos de ella hablasen distintamente. O quizá, una vez más, había querido hacerse ilusiones.
Durante un tiempo se había comportado como un estúpido, precisamente como había predicho su hermano Floti, y más de una vez se había escondido detrás del seto para mirarla, sin ser visto, cuando iba al pueblo a hacer la compra o se detenía a charlar con sus amigas o con algún pretendiente.
Al final decidió apechugar con el pasado y una tarde que volvía en calesa de la cooperativa, adonde había llevado la cuenta de la leche entregada, encontró a una muchacha que se dirigía a casa a lo largo del Finaletto con un cesto de ropa que había lavado en las esclusas del Fiuma. Era de constitución menuda y la cesta debía de pesarle mucho, porque la cadera izquierda parecía casi ceder por el esfuerzo. Pero tenía una cierta gracia y unos bonitos cabellos negros recogidos en una trenza que le llegaba hasta la cintura.
—Buenas tardes, señorita —le dijo—, esa cesta debe de pesarle mucho. Si me permite, podría llevarla en mi calesa.
La muchacha respondió de modo brusco:
—Largo de aquí, caballero, que no necesito a nadie y no estoy acostumbrada a hablar con desconocidos.
Peleona, pero era buena señal: seguramente era una chica como Dios manda y trabajadora.
—No quisiera molestarla —respondió—, sino solo ayudarla. Eso que lleva es demasiado pesado. Por favor, deje que la ayude.
La muchacha se detuvo mirándole a los ojos.
—No pensará que voy a subir con usted solo porque tiene una bonita calesa.
Gaetano sonrió y dijo:
—Pero si no es mía, sino de mi hermano, y para demostrarle que no tengo malas intenciones le voy a hacer una propuesta: carguemos la cesta en la calesa, yo me bajo y la acompaño a pie lo que queda de camino.
Mentía, pero le interesaba la muchacha y además seguro que debía de vivir por aquellos lugares. Ella aceptó.
—Me llamo Gaetano —comenzó él— y vivo no muy lejos de aquí, ¿puedo saber cómo se llama usted?
—Silvana —contestó ella.
Y en el tiempo empleado en recorrer el camino hasta delante de la puerta de casa se dio cuenta de que tenía enfrente a un buen muchacho, sencillo y honesto, después de haber notado ya su buena presencia. En cuanto a Gaetano, no tardó en comprender que Silvana podría ser una buena mujer y una madre excelente. Además intuía, mirándola de reojo, que podría encontrar intrigante y atractiva su intimidad, cuando fuese el momento oportuno.
Y así continuaron viéndose. Gaetano la ayudó durante un tiempo a llevar a casa la ropa lavada, pero luego le pidió ser presentado a sus padres. Era un paso importante, casi un noviazgo, porque entraba en casa, se daba a conocer, de algún modo declaraba, con aquel solo gesto, que tenía intenciones serias. Y así, desde aquel día, empezó a ir a pelar la pava todos los martes, jueves y sábados, y a veces también los domingos, después de haber cuidado los animales y retirado el estiércol del establo. Los días, al hacerse más largos, permitían encontrar más tiempo para hacer otras cosas. Se lavaba también en el barreño, y Clerice le cepillaba la espalda y la cabeza con el cepillo de hacer la colada para quitarle así el olor a establo. Luego le daba una camisa de cáñamo planchada y aromatizada de espliego para que luciese palmito. También ella estaba interesada en que el noviazgo llegase a buen término, porque se había informado y sabía que la chica era honesta y con pocos pájaros en la cabeza.
Gaetano se preparaba para pedir su mano a finales de junio. Se habían dicho ya todo lo que se tenían que decir y no había incógnitas de ningún tipo, así que había que tomar una decisión.
—Me caso, madre. ¿Estás contenta de que elija a Silvana? —dijo un día a Clerice.
—Claro que sí. Los hijos cuanto antes vengan mejor, así se les ve crecer y se tiene tiempo de verlos también acomodarse. La muchacha además es una joya como no podías encontrar otra mejor, no se parece nada a esa…
—Por favor, madre —la detuvo Gaetano—, déjalo estar. Son cosas solo mías.
—No digas estupideces: a tu edad uno no entiende nada. Esa se te habría comido de un bocado.
—Madre, le he dicho que son cosas mías, no se meta, por favor.
Clerice se quedó sorprendida y apesadumbrada por la respuesta tan destemplada de un hijo que siempre había sido bueno y respetuoso, y todavía se convenció más de que ciertas mujeres les envenenan la sangre a los hombres y les hacen hacer lo que quieren. Por suerte la cosa había terminado. No dijo nada más porque habría sido peor, y discutir se la habría hecho recordar aún más.
Algún tiempo después, una mañana de finales de abril, mientras volvía del mercado de Sant’Agata, Gaetano la vio por la cuneta del gran roble mientras estaba recogiendo raíces silvestres con un cuchillito y un cesto de mimbre. Fue ella la que primero le saludó.
—Buenos días, Gaetano.
Él tardó un poco en responder al saludo.
—Buenos días, Iole —dijo al fin.
—Dichosos los ojos que le ven.
—No diga eso: fue usted quien no quiso verme más.
—Eso no es cierto. Solo dije que no me veía con ánimos de casarme. No por usted, que siempre me ha gustado y bien que se lo demostré…
Gaetano sintió hervir su sangre ante una referencia tan directa a unos recuerdos comunes. Una referencia descarada y por eso mismo todavía más seductora.
—Yo me esperaba que me propusiese otra vida: ir a la ciudad, abrir un negocio, por ejemplo, y cuando los beneficios se lo hubieran permitido, ir al teatro, pasear bajo los pórticos cogidos del brazo…
—¿Y cómo hago yo para llevarla a la ciudad, abrir un negocio y comprar género? Para eso hace falta un montón de dinero: ¿y quién me da a mí tanto dinero?
—Esas no son cosas en las que deba pensar yo, son cosas de hombres, y sé de muchos que partiendo de la nada se han abierto camino. Pero usted no se ha visto con ánimos y no puedo censurarle por ello.
Gaetano se quedó en silencio, atormentado por unos pensamientos que no conseguía dominar. La presencia de Iole, a la que no veía de tan cerca desde hacía mucho tiempo, había borrado cualquier otra imagen, cualquier otro acontecimiento, cualquier otra persona. Por suerte llevaba el traje bueno y una camisa limpia: se habría avergonzado como un perro de haber ido como un desastrado. Osó dirigirle nuevamente la palabra:
—¿Es cierto que siempre le he gustado?
—No me haga hablar. ¿Qué se cree, que me dejaba tocar y acariciar y besar por simple bondad? Lo hacía porque me gustaba. Pero yo no me veo con ánimos de hacer esa vida. Cuando nos veíamos iba usted siempre de punta en blanco, con la camisa planchada y perfumada, montado en esa bonita calesa. Pero luego le habría visto palear estiércol en el establo, sentarse a la mesa con esa peste encima, yo misma habría ido toda desastrada, en la era con las gallinas y las ocas, caminando por el barro en invierno y por el polvo en verano, haciendo hijos uno tras otro como hacen ustedes los labradores porque necesitan brazos… y a todo esto lo llaman trabajos ligeros.
Gaetano se sintió herido por esa descripción despiadada; se sentía un infeliz, un miserable: Iole le había hecho concebir la visión de una vida totalmente distinta, a su lado, hermosísima y tal vez enamorada, una vida que él sabía que le estaba negada por un destino inevitable, el de quien nace campesino y por fuerza debe hacer de campesino, porque de lo contrario es peor. Iole se le acercó y a él le pareció que estaba borracho. Se le acercó más aún, hasta rozarle los labios con los suyos.
—Piense en lo que se perdería, Gaetano —susurró.
Y se alejó por el sendero que atravesaba el campo. Él se quedó inmóvil, bañado en lágrimas, junto a la yegua que le miraba con sus grandes ojos húmedos como si tratase de comprender.
Volvió a casa trastornado y por espacio de varios días no fue a ver a su prometida, a tal extremo que esta, preocupada, le mandó un recado a través de un pariente suyo que frecuentaba a los Bruni: un joven llamado Tonino. Gaetano estaba en el establo ordeñando las vacas y él se le acercó y dijo:
—Gaetano, Silvana le manda decir que está muy preocupada por no verle. Pregunta si no se encuentra muy bien o tiene algún problema. Dice que no se preocupe por ser directo con ella y decirle, por favor, la verdad, sea la que sea. ¿Comprende lo que le quiere decir?
Gaetano se detuvo, apartó el taburete y el cubo de la leche y se acercó al improvisado mensajero.
—Tonino…, lo siento, he pasado un momento difícil…, dile que necesito unos días para recuperarme y que luego ya daré señales de vida personalmente y se lo explicaré todo.
—¿No se encuentra muy bien, Gaetano? —preguntó el muchacho.
—Sí… No, no. Pero ahora vete, puedes ir a referirle lo que te he dicho.
El muchacho volvió a montar en la bicicleta y se fue por donde había venido. Una semana después fue Gaetano a entregar un mensaje para Silvana a Iófa, porque había de pasar por ahí con el carruaje: la citaba para la tarde siguiente en la capillita de San Firmino, un lugar que no estaba lejos de casa, pero tranquilo y aislado. Silvana llegó a la hora convenida, poco antes de la puesta del sol, y encontró al novio sentado en el banco de piedra pegado al muro del lado de la puerta. Había un buen perfume a rosas en el aire.
—¿Cómo está, Gaetano? He estado muy preocupada por usted: cada día he esperado tener noticias.
Gaetano se levantó, le dio un beso en la mejilla y añadió:
—Perdóneme, Silvana, no me he encontrado… muy bien.
—¿No muy bien? Pero ¿de qué? Tonino me ha dicho que le encontró trabajando en el establo. ¿Qué tipo de mal ha tenido lejos de mí?
Gaetano comprendió que tenía escrito en la frente el motivo de su mal y que daba igual hablar sinceramente.
—El otro día me encontré por casualidad a mi antigua prometida, Iole.
—¿Por casualidad?
—Sí, por casualidad. Volvía de Sant’Agata y ella andaba por la cuneta donde está el gran roble recogiendo raíces silvestres. Desde que salgo con usted no la he buscado, se lo juro.
—¿Y qué pasó?
—Nada. Hablamos nada más, pero esto ha bastado para hacerme mala sangre. Desde entonces no pienso más que en ella y en lo que me dijo.
—¿Qué le dijo, Gaetano? —preguntó Silvana con los ojos brillosos, pero con voz firme.
—Me ha hecho saber que si yo estuviese dispuesto a cambiar de vida, ella me querría aún.
Bajó la cabeza, enrojeciendo. Sentía el dolor y la humillación que estaba sufriendo su prometida.
—¿Cambiar de vida? ¿Y por qué, qué hay de equivocado en nuestra vida?
—Hay…, hay que soy un campesino, un boyero, y ella quiere una vida distinta, quiere estar en la ciudad y si yo… sí, si yo pudiera complacerla, volvería conmigo.
—Entendido…, ahora, escúcheme bien, Gaetano: si por algún motivo desea volver con ella, si ha encontrado la manera de contentarla, yo no seré un obstáculo, le liberaré de su promesa. No me debe nada. Ve, no ha pasado nada entre nosotros. Me ha besado alguna vez en la mejilla, nada más, y por tanto siéntase libre. Le recordaré igualmente con afecto. Recordaré ese día en que me acompañó a casa poniendo el cesto de la ropa de mi colada en la calesa y caminando conmigo a pie. No se lo he dicho nunca antes porque no estoy habituada y porque soy tímida. Se lo digo ahora para que no piense que soy un ser insulso. Le quiero, Gaetano; es usted un buen hombre y a mis ojos es guapo y amable, y creo también que sería un padre excelente si tuviésemos hijos. Desde que nos vemos he pensado a menudo en cómo sería nuestra vida en común. No me asusta el esfuerzo, estoy acostumbrada. Y si por la noche me voy a la cama cansada, mejor. Tendré ganas de acercarme a usted —ahora era ella la que se ruborizaba— para calentarme, para hablar de la jornada pasada juntos y de nuestro futuro y de nuestra familia. Ese sueño me hacía feliz, pero ahora las cosas han cambiado. Comprendo que no haya olvidado aún a Iole y que yo tal vez no conseguiré nunca hacérsela olvidar: no soy guapa como ella, ni conozco sus artes y, sobre todo, no querría nunca verme desgraciada y lamentándome. Precisamente porque le quiero.
Gaetano estuvo a punto de decir algo, pero ella lo detuvo:
—No, unas pocas palabras más y termino. Piense en lo que de verdad quiere. Le esperaré durante siete días. Si dentro de este tiempo no viene a verme, no vuelva más, se lo ruego, porque me vería obligada a rechazarle.
Se levantó y le hizo una ligera caricia en la mejilla. Luego se encaminó por el sendero que flanqueaba el Finaletto hacia casa.
Seis días después, Gaetano, vestido con sus mejores galas, se presentó en casa de sus padres y pidió su mano.