11

También los muertos volvieron al pueblo, al menos los que habían sido reconocidos, y fueron entregados a sus progenitores desgarrados por el dolor, pues los habían visto partir sanos y llenos de vida y los veían volver entre cuatro tablas de abeto para ser enterrados. Otros no volvieron jamás, porque sus cuerpos habían sido simplemente destruidos por las bombas, arrastrados por la crecida de los ríos, precipitados en las quebradas de las montañas. Lo que había quedado de ellos se confundió con los restos dispersos de muchos otros, en espera de que se erigieran grandes cementerios de piedra y mármol en los lugares en los que se habían librado las batallas más feroces de la Gran Guerra.

Pero la gente quería olvidar, los hombres deseaban volver a las viejas ocupaciones, a los oficios que habían dejado al partir, al ritmo de una vida tranquila sin gritos ya de dolor, quejidos agónicos, explosiones, fulgores cegadores. Una vida iluminada por el sol y por la luna, sostenida por el trabajo y por el duro esfuerzo cotidiano.

Hacia la primavera del año siguiente Gaetano comenzó a verse con una chica del pueblo que se llamaba Iole y trabajaba de zurcidora. Un día la madre le había pedido que acompañara a su hermana Maria a llevarle unos trajes para que los arreglara, porque ella no veía mucho y Maria no era muy amiga de remendar. Le gustaba más cuidar los terneros en el establo, o ir a buscar nidos en primavera para criar un bonito mirlo o un jilguero o un ruiseñor, y oírle cantar una vez que hubiera crecido. No le gustaban los trabajos sedentarios.

Y así Gaetano acompañó a su hermana llevando el hatillo de la ropa que había que remendar y, mientras las dos muchachas charlaban, él observaba a Iole porque era realmente bonita: morena, con ojos de un verde azulado, un hermoso pecho lleno y unas atractivas caderas. El tipo de chica con la que él siempre había soñado. Ella se había dado cuenta de ello y buscaba su mirada sin bajar los ojos, señal de que no era tímida. Y así Gaetano fue a su casa solo, llegado el momento, a recoger la ropa remendada, y le pidió a Floti que le prestara la yegua y la calesa. Y él se la dejó porque quería que Gaetano hiciese buen efecto, por todas partes por donde tuviera intención de ir, a condición de dejar en casa el látigo porque no lo necesitaba.

Iole no logró disimular una cierta alegría en la mirada cuando lo vio, ni la curiosidad por aquel tiro bruñido y señorial que, sin embargo, contrastaba con la condición campesina del joven que tenía delante y a cuya familia conocía bien.

—Qué bonita calesa que tiene usted, Gaetano —fue lo primero que le dijo.

—Me alegra que le guste —fue la respuesta de él.

—Le habrá costado un ojo de la cara.

—Ha costado lo que ha costado —respondió Gaetano, respetando la norma de que los intereses de familia no deben ser divulgados—. Lo importante es que cumpla su función.

—Tiene usted razón. Era un decir.

—Tal vez le gustaría dar una vuelta en ella, ahora que va a empezar el buen tiempo, para la feria de San Juan, por ejemplo, que falta ya poco. Creo que juntos podríamos lucirnos.

La muchacha le miró con dos ojillos maliciosos y dijo:

—No se imagina lo que diría mi madre. Porque tiene pinta usted de ser un poco pillastre.

Gaetano sonrió incómodo, pero para sus adentros casi no podía creer que estuviera hablando de tú a tú con Iole, y que ella le sonriera y le diese a entender que estaba a gusto en su compañía. Solo tres años atrás, cuando había partido, no se habría atrevido siquiera a alzar los ojos hacia ella ¡y ahora le había parecido todo tan fácil y espontáneo! Mientras decía la última frase se le había acercado y él había sentido el perfume a espliego de su blusa de lino, que se le subía a la cabeza como un vaso vino de Albana en ayunas.

—Su madre sabe que soy una persona honesta y que la respetaría.

—Siendo así, le doy permiso para pedírselo. Quién sabe si no dirá que sí.

Gaetano pensó que en poco rato había avanzado bastante simplemente charlando, pero que tal vez estaría bien hacer hincapié. Pensó también que la calesa de Floti y la yegua de pelaje reluciente y ojos inteligentes habían sido una inversión excelente y que, si todo iba bien, se la pediría prestada de nuevo a su hermano para la feria de San Juan.

—¿Y dónde está su madre? —preguntó.

—Está dentro desgranando guisantes. Anímese entonces, ¿a qué espera?, ¿a que cambie de idea?

Gaetano entró.

—Con su permiso…

—Adelante, jovencito —respondió una voz desde el interior.

—He venido a preguntarle cuánto le debo por el trabajo de su hija.

La anciana, que se llamaba Giuseppina, contestó:

—Solo cuatro sueldos en total.

Gaetano los contó sobre la palma de la mano y antes de que terminase de darle las gracias prosiguió:

—También quisiera pedirle…

—Diga, joven —le animó ella.

—Quería preguntarle si le parecería bien que acompañase a su hija a la fiesta de San Juan, dentro de ocho días, con mi calesa.

La anciana se puso en pie dejando el cestillo con los guisantes sobre la mesa y se acercó a la ventana para mirar fuera.

—¿Es esa la calesa?

—Sí, señora Peppina —respondió Gaetano, seguro de que al tratarla de señora y llamarla con el diminutivo cariñoso noble la predispondría a su favor.

—Seguro que lucirán un montón usted y mi Iole.

—Entonces, ¿puedo llevarla a la feria?

—Por supuesto, si me da usted su palabra de honor de que se comportará como es debido.

—Palabra de honor, señora Peppina —respondió Gaetano y se despidió saludando todo ceremonioso.

Salió y se acercó a Iole, que observaba de cerca la yegua.

—Ha dicho que sí, que puedo venir a buscarla para ir a la feria de San Juan. Si está usted contenta de ir, entonces la cosa está hecha.

—Le espero, Gaetano —dijo la muchacha con un tono de voz y dos ojos que habrían hecho aflojar las piernas al mismísimo bandido Musolino. Gaetano se habría puesto a hacer cabriolas de la alegría, pero sabía perfectamente, por haberlo oído decir, que no hay que mostrar a las mujeres que uno está enamorado, porque si no se aprovechan de ello y se convierte en su hazmerreír. Se sentía feliz, como no lo había estado nunca desde que estaba en el mundo, y todo le parecía hermoso. En un instante había olvidado los horrores que había visto en la guerra, y no pensaba más que en ella mientras volvía a casa con el hatillo de la ropa remendada.

Floti vio a la legua que no cabía en su pellejo del contento.

—¿Cómo ha ido? —le preguntó.

—Bien, tengo la ropa remendada y he pagado lo justo.

—No me vengas con cuentos, sabes muy bien a lo que me refiero. Te has enamorado de Iole, ¿verdad? Te ha hecho dos muecas y tú te has enamorado como un pavo.

Gaetano se puso rojo como la grana.

—¿Y qué? Me gusta, ¿qué hay de malo en ello? Y además…

—¿Además qué?

—Me ha dicho que le parece bien que la acompañe a la feria de San Juan.

—Y necesitas la yegua con la calesa…

—Si tú no la necesitas…

—Y mira que decir que había cometido una estupidez, que me había dejado enredar, que había traído a casa un penco que para lo único que valía era para hacer una piel de tambor con él…

—Tenías tú razón —respondió Gaetano—, y no sabes lo que he experimentado al presentarme con esta maravilla de tiro: ella no dejaba de mirar tanto a la yegua como a la calesa.

—Escucha: el hábito no hace al monje y una golondrina no hace verano. No basta con una calesa para ser unos señores. En cuanto a ella, ándate con cuidado: es demasiado guapa y lo sabe, está acostumbrada a que todos la requiebren. Hoy te hace una caída de ojos y mañana no te mirará por más tiempo que le hayas dedicado. Una mujer así sabe que un día puede echarle el ojo un terrateniente, el hijo de un abogado o de un notario, puede pedirla por esposa y permitirle llevar una vida de señora con mujer de servicio, criada y todo lo demás. Mientras tanto no le desagrada darse alguna pequeña satisfacción, algún capricho, como tener a sus pies a alguien que la adora como si fuese la Madonna di San Luca, y que se hace ilusiones.

Gaetano bajó la mirada y enrojeció de nuevo.

—Solo la acompaño a la feria de San Juan…

—Entendido. Puedes usar la calesa, pero te repito que tengas cuidado, porque si una mujer así te coge y luego te deja, te vuelves loco. No consigues renunciar a ella. Sueñas con ella día y noche, te parece sentir su olor encima cuando te acuestas, tratas de mirarla a escondidas cuando ella no te quiere ver más, tú te haces ilusiones de que un día volverá y ese día no llega nunca.

Gaetano lo miró perplejo y percibió en las palabras de su hermano algo desagradable, como si hubiera ido demasiado lejos, pero trató de no pensar en ello. Llegó al establo, desenganchó la yegua y la dejó libre dentro de su recinto, luego lustró bien la calesa y apoyó los varales en alto contra el muro.

Desde aquel momento no hizo más que contar los días que faltaban para la feria y cuando llegó el momento se presentó con el mejor traje que tenía, una camisa limpia, los zapatos relucientes y la calesa que parecía una joya de tan lustrosa. Ayudó a Iole a subir a ella, dio una voz a la yegua y partió al trote.

El día antes había hecho viento y el aire claro olía al leve perfume de las flores invisibles del trigo. El verde de los campos estaba punteado de ranúnculos amarillos y amapolas rojas, la carretera estaba flanqueada por ambos lados por dos hileras de cerezos seculares cargados de frutos rojos, y de vez en cuando Gaetano se acercaba al borde de la carretera, se ponía en pie para recoger algunas y ofrecérselas a Iole. Ella sonreía y él se quedaba mirando sus labios que se teñían de color bermellón cuando las suculentas cerezas se disolvían en su boca. Hubo un momento en que, a causa del traqueteo de la calesa, una gota de jugo le cayó de los labios entre los pechos, roja como la sangre, y él se sintió presa de un fuerte vértigo, como en la guerra en ese momento que precedía a un ataque.

En la feria le dio el brazo mientras paseaban por entre los tenderetes, y cuando vio que ella se detenía delante de un vendedor de azúcar hilado le compró dos sueldos y añadió un pedacito de almendrado. Notaba que las comadres les miraban de soslayo y luego sonreían guiñándose el ojo, y le parecía oír sus comentarios. Cuando llegó la tarde le preguntó:

—¿Tiene hambre, Iole?

—No se moleste, Gaetano —respondió ella—, ya ha gastado bastante.

—No se preocupe —replicó él—, venga conmigo.

La llevó al estacionamiento de la calesa, la hizo subir y cogió del pescante un cestillo con dos pedazos de hogaza y fragante jamón. Luego abrió la frasca del vino joven escanciando el bonito líquido rojo en dos vasos relucientes.

—Es lo poco que puedo ofrecerle —dijo—, pero de corazón.

Ella hincó el diente en la hogaza y comió a gusto mientras tomaba largos tragos de vino. De vez en cuando se limpiaba los labios y reía divertida. Esperaron a que llegase la hora del teatro de marionetas y luego los fuegos artificiales que coloreaban el cielo y las mejillas de ella de prodigiosos reflejos metálicos.

Llegó la hora de volver a casa. Iluminaba la noche una bonita luna casi llena, de manera que la yegua avanzaba a buen paso por la blanca carretera. En un determinado momento, cuando estuvieron en campo raso, Iole se apoyó en un hombro de Gaetano como si buscara su calor en el fresco de la noche, o temiese las sombras que la luz de la luna imprimía en la carretera. Él sintió que el corazón le daba un vuelco y una oleada de calor le subía del pecho hasta cubrir su rostro de rubor. No había experimentado nada parecido en toda su vida. El perfume de las flores del trigo y el de la piel de ella se confundían en una sola fragancia indistinta y suave, tan ligera que ningún otro, quizá, la habría percibido. Él sí: desde niño ese era para él el perfume de la primavera. Quiso compartir con ella aquella sensación.

—Iole, ¿no siente ese perfume?

—Sí —respondió ella—, me parece que sí.

—¿Y sabe qué es?

—¿Algún tipo de flor?

—Sí, un tipo muy especial…, son las flores del trigo.

—¿Me toma el pelo? El trigo no echa flores, sino solo espigas.

—Es cierto que lo hace: todas las plantas, antes de hacer el fruto, hacen las flores. Solo que algunas se ven y otras no porque son muy pequeñas. Espere —dijo.

Hizo detenerse a la yegua, bajó de un salto de la calesa y se acercó a las espigas que ondeaban apenas a causa de la brisa que soplaba de las colinas. Cogió una y se la trajo.

—Este es el perfume que sentíamos en el aire.

—Tiene razón. Nunca lo había pensado.

Le estrechó las grandes manos callosas entre las suyas menudas y delicadas y se las llevó, junto con la espiga que encerraban, hasta las ventanillas de su nariz. Gaetano temió que el olor a establo se le hubiera quedado adherido a los dedos a pesar de los recios aseos con jabón de lavar, pero ella no dio señales de advertir nada desagradable. Aspiró hondo y añadió:

—Tiene razón: es el más bueno que he sentido nunca. Y es de aquí, pues, de donde viene el perfume de la primavera y también el del verano. ¿Quién lo hubiera dicho?

Depositó un beso sobre aquellas manos enormes y Gaetano sintió que el corazón le palpitaba como loco, pero también una sensación de sutil, indecible extenuación. ¿Era aquello el amor? ¿Un fino perfume como el de las flores del trigo?

Ella se acercó de nuevo hasta que sus labios estuvieron casi rozando los de él. Lo besó.

Gaetano no había besado nunca a una mujer y respondió de modo embarazoso y torpe, pero sus manos se posaron sobre ella buscando las formas de aquel cuerpo que siempre, y solamente, había tratado de imaginar. Ella le dejó hacer. Solo lo detuvo cuando él trató de introducirse entre sus muslos. Y también él se acordó en aquel punto de haberle hecho una promesa a la madre de ella de comportarse como un caballero. Pero el rechazo de Iole en el fondo le gustó, porque significaba que era una muchacha como Dios manda que quería salvaguardar su pudor.

Continuaron viéndose durante todo el verano y para él fue cada vez más difícil controlarse. Iole le había entrado en la sangre y ya solo soñaba con el día en que se tumbaría con ella en una cama con la bendición de Dios, de su madre y de la madre de ella. Y la vería desnuda antes de que soplase la vela e hiciera suyo todo lo que quería y no se atrevía a confesar ni siquiera a sí mismo.

¿Cuál podía ser un buen momento para pedirle que se casara con él? ¿El otoño o la primavera? Seguro que el otoño, pues la gente se casa en primavera y él sería el primero en la familia tras el regreso de la guerra. Sin embargo, todas las veces que pensaba en ello y se hacía el propósito de hablarle de ello, luego le faltaba el valor y lo dejaba para otra ocasión. Al final se decidió a hacerle su petición de matrimonio para San Martín. A menudo se preparaba para el momento crucial, se miraba al espejo mientras se afeitaba tratando de pronunciar las palabras de modo desenvuelto y espontáneo: «Iole, yo la quiero a usted y quisiera que fuese mi mujer, y si está usted de acuerdo pienso que el día de San José sería una buena fecha para ello». ¿Qué se podía decir mejor que eso? Ni siquiera Floti lo habría mejorado.

A veces le daba por imaginar también en la posibilidad de que ella le dijese que no, pero ni siquiera quería considerarla, porque en aquel caso sucedería precisamente lo que le había predicho Floti y habría hecho el papel de un estúpido.

Cuando llegó el día establecido, se presentó en calesa con un cestillo en el que había metido salchichón, un queso parmesano, una docena de huevos frescos y una hogaza enriquecida recién sacada del horno. ¿Quién habría sido capaz de resistirse? Y en efecto, Iole, y más aún su madre, parecían dichosísimas por toda aquella bendición del cielo. La señora Giuseppina, con la excusa de vaciar el cestillo para devolvérselo, se fue para la cocina y Gaetano se encontró a solas con Iole. Le dijo:

—¿Le importaría salir un momento, pues necesito hablar con usted?

—Claro —respondió Iole echándose un chal sobre los hombros.

Fueron a sentarse en un banco de madera en el lado derecho de la casa, donde habían pasado charlando a menudo largas tardes de verano. Hacía un tibio sol de noviembre y una parra que trepaba por el muro exhibía unas hojas de un encendido color bermellón.

—La encuentro bien —comenzó Gaetano.

—También usted tiene un aspecto excelente —repuso ella.

—Quiero decir que está usted maravillosa.

—Gracias por el cumplido, pero no se merece.

—Quisiera pedirle una cosa.

—Si está en mi mano, con mucho gusto le complaceré.

Gaetano tragó saliva, había llegado el momento.

—Yo la quiero, Iole, no hago más que pensar en usted todo el santo día, y cada noche antes de dormirme… —Él mismo se asombró de que le hubieran venido espontáneamente algunas palabras que no había preparado. Ella bajó la cabeza—: La quiero y quisiera que fuera mi esposa. He pensado también que para San José podría ser el momento adecuado…

—Va usted deprisa, Gaetano —respondió ella—, tiene decidido ya hasta el día.

Sus palabras le helaron la sangre.

—Perdone, era un decir. Para mí cualquier día está bien, y si le parece bien casarse conmigo yo seré el hombre más feliz del mundo. Elija usted el día o el mes… o el año. No quiero meterle prisa.

Iole alzó la mirada y Gaetano leyó en sus ojos una absoluta indiferencia que le hizo morir el corazón en el pecho. En un instante pensó en todo cuanto ella le había dejado hacer, en cómo le había enseñado a besar con la lengua dentro de la boca, en cómo se había dejado tocar los pechos y los muslos y todo el cuerpo a excepción de una sola cosa. ¿No era eso acaso amor?

—Gaetano, yo no me veo con ánimos.

—Pero ¿por qué? Yo creía que también usted… —Y no consiguió continuar porque se le había hecho un nudo en la garganta.

Iole inclinó de nuevo la cabeza, no por incomodidad, ni por ningún otro motivo. Parecía que estuviese pensando en una excusa cualquiera.

—Porque…, porque produce demasiado cáñamo, Bruni.

Gaetano pareció recuperar el valor y dijo:

—¿Demasiado cáñamo? No, no se preocupe por eso: es cierto que recogemos mucho cáñamo, pero esa es una labor de hombres. Somos siete y no nos asusta el esfuerzo. En mi casa a las mujeres se las respeta. Únicamente trabajos ligeros, como cuidar los animales, recoger los huevos de los nidos por la mañana, dar de comer a las gallinas y a los conejos. Y cuando una se queda en estado se está tranquila en casa preparando el ajuar para el niño que va a venir. Tres meses antes y cuatro después. De verdad.

Iole apoyó una mano en uno de sus hombros como para interrumpir la afligida peroración y añadió:

—Todos dicen lo mismo. Y luego un embarazo tras otro y lavar y planchar y las gallinas, los cerdos, la azada y la pala: y las manos se ponen como suelas de zapato, y la cara se llena de arrugas… No, Gaetano, hablo en serio, no me veo con ánimos.

Gaetano se levantó y dijo:

—Pero lo que hemos hecho juntos…, yo creía que me quería.

—No hemos hecho nada, Gaetano —respondió ella, y con el mismo tono habría podido decir «y ahora córtate también el cuello, que me importa un comino».

No había más que hablar.

Se fue con la calesa mientras Giuseppina, tras haber aparecido entretanto en la puerta, gritaba:

—¡El cestillo, el cestillo!