10

Checco se despertó en un catre de campaña y durante unos minutos no consiguió darse cuenta siquiera de si estaba vivo o muerto, pero no tardó en comprender que estaba vivo porque no había un centímetro de su cuerpo que no le doliera. Parecía que le hubiesen descargado encima una carretada de piedras.

—A buena hora —dijo una voz—, por fin te has despertado. ¡Menuda panda de mariconazos! Todos los zánganos tienen suerte.

Checco reconoció al oficial médico que lo miraba masticando un medio toscano.

—¿Qué ha pasado, mayor? —preguntó.

—Ha pasado que has salvado tu pellejo. Tu regimiento se vio diezmado mientras trataba de contener a los alemanes. ¡Lucharon como leones mientras tú estabas cómodamente tumbado en la cama, pedazo de haragán!

—Pero, mayor —trató de explicar Checco—, pero si yo ni siquiera sé cómo he acabado aquí dentro.

Se levantó para sentarse y se llevó una mano a la sien, suspiró, tosió, escupió y comenzó a palparse por todas partes. Estaba lleno de morados, tenía la piel despellejada en varios puntos, los pies requemados como si hubiese caminado sobre unas ascuas.

—Lo único que recuerdo es que Pipetta se dirigía hacia un tanque con un carro y dos mulos cantando Bella spagnola che canti. Y que antes me preguntó «mo ’sa fèt que milórd?» [¿qué tal, figura?].

—Pero ¿qué coño dices? Pero ¿qué coño estás diciendo? —vociferó el médico.

—Sí —replicó Checco—, y luego estalló una bomba y yo dije «estoy muerto» y luego ya no recuerdo nada más.

Miró a su alrededor: estaba en una gran sala de veinte metros por diez por lo menos, llena de catres como el suyo en los que reposaban un centenar de muchachos masacrados. A este le faltaba una pierna, al otro un brazo, a un tercero las dos piernas. Estaban vendados con gasas sucias de sangre, otros tenían la cabeza rota, muchos se quejaban, había quien pedía agua, quien vociferaba «¡Enfermero, enfermero!», quien blasfemaba y quien llamaba a su madre, a la Virgen y a Cristo bendito. A medida que recobraba la conciencia, Checco reparaba también en los otros, en el infierno y el purgatorio en el que había ido a parar. Entretanto el médico se había llevado a la boca una botella de grapa y, tras darle un buen trago, se alejó jurando y gargajeando por la crujía principal.

Luego entró una dama de la Cruz Roja con un delantal blanco y la cruz roja en medio de la toca rígida y almidonada, con un peto alzado que se hubiera dicho un bersaglieri, llevando una bandeja con una jeringuilla y una cubeta con unas ampolletas. Precisamente se acercó a su catre, le pidió que se diera la vuelta y antes de que pudiera darse cuenta le plantó una aguja en el trasero.

—Bueno —le dijo a renglón seguido—, ya estás curado. Mañana podrás volver a tu regimiento.

Checco se frotó el trasero durante unos instantes, luego se volvió de costado y trató de dormir. Pensó que a fin de cuentas le había ido bien en comparación con esos pobres que pasaban las penas del infierno en aquel gran dormitorio frío y desnudo. Pensó en el Pipetta, que seguro que no cantaba ya, y se le encogió el corazón.

Al día siguiente un enfermero le dio la hoja del alta, le hizo entrega de sus harapos y de sus botas y le explicó cómo llegar hasta el mando de su regimiento. Se vistió, apoyó los pies en el suelo y, un paso tras otro, ganó la salida. Fuera hacía sol.

Sus compañeros habían logrado contener a los alemanes, pero muchos de ellos se habían dejado la piel en el intento. Su capitán ya no estaba. Había muerto en combate. Llegó otro que hizo tocar a asamblea para decirles que el general francés les daba las gracias y elogiaba su valor porque con su sacrificio habían impedido que los alemanes se abriesen paso hacia París.

Checco tenía al lado a su amigo el albañil emigrado que lo acompañaba al camión cuando iban a cargar las municiones. Se volvió hacia él y le dijo:

—No es cosa de poca monta: los franceses no dan las gracias ni a su padre, piensan que todo les es debido, sobre todo con nosotros los italianos.

Luego el oficial continuó y dijo que lo más importante estaba hecho y que los alemanes ya no conseguirían romper el frente, y anunció también el contraataque italiano en Piave.

—¿A cuánto estamos hoy? —preguntó Checco a su amigo.

—A 25 de julio —le respondió el otro.

Checco hizo un poco de cuentas y calculó que había permanecido en el hospital más de tres semanas, señal de que no debía de estar muy bien cuando se lo habían llevado, y si no le habían mandado de permiso quería decir que todavía habría que pasar penalidades y no pocas.

Hubo para cerca de tres meses y, casi de improviso, llegó la noticia de que se volvía a casa.

A casa.

Era para no creerlo. Para no pensar en ello, para que luego le vinieran diciendo que había sido un error, que no era cierto. Y en cambio, sí. Una mañana se despidió de su amigo el albañil emigrado porque él se quedaba allí en Francia, donde tenía familia y donde su mujer y su hijo hablaban francés.

—Adiós, Beppe —le dijo—, si por casualidad vuelves a Italia no dejes de venir a verme. Cuando llegues al pueblo pregunta por la Posada Bruni y todos te indicarán dónde está mi casa.

—Adiós, Checco —respondió el otro dándole una palmada con la mano en el hombro—, buena suerte.

Luego cada uno siguió su camino.

Los llevaron a una estación y los metieron en un tren todo lleno de banderas tricolores: algunas con el azul y otras con el verde. Durante horas y horas decenas de paradas, y las estaciones tenían nombres franceses. Y luego llegó la noche y después el día y los nombres se volvieron italianos: Ventimiglia, Albenga, Génova. Sí, Génova la había oído nombrar varias veces y conocía a uno que incluso había estado. Era de allí de donde partían los buques que cruzaban las aguas hasta América.

A medida que avanzaba el convoy, los soldados bajaban, quien en un lugar, quien en otro, para cambiar de tren y dirigirse a otras ciudades, a otros campos, en medio de los montes o en el mar, donde había pueblecitos que habían abandonado al partir para el frente. ¿Qué se encontrarían en su casa? ¿Y qué se encontraría él? Sentía escalofríos. Tras el entusiasmo por el final de la guerra llegaba el temor, el pánico, solo de pensar en las desgracias que en el ínterin debían de haberse acumulado, encaramadas como cuervos en los tejados de la casa familiar.

Toda la nación estaba embanderada porque el último pedazo de Italia había sido anexionado al resto del país. Había costado caro, pero ya estaba hecho y había que mirar adelante. En muchas estaciones había una banda que tocaba la marcha real y rendía honores a los veteranos de regreso. A los que cojeaban con sus muletas, a los que todavía caminaban, a los que lloraban y a los que bajaban mudos, asombrados e incrédulos de pisar el suelo nativo. Pasó otro día y otra noche y luego llegó la mañana y el tren se detuvo mientras una voz gritaba:

—¡Módena, estación de Módena!

Checco volvió a la realidad y miró a su alrededor: muchos de sus compañeros de viaje bajaban y pasaban todavía adormecidos por delante de la banda que tocaba la Marcha Real y el Piave mormorava calmo e placido al passaggio… Él, en cambio, se quedaba, porque faltaba aún una parada, y seguro que no estaría la banda esperándole.

El tren partió de nuevo y el sonido de la banda se perdió detrás del último vagón. Checco comenzaba a reconocer los lugares y sentía que le palpitaba el corazón: la Fossalta, el puente de Sant’Ambrogio; ahora era cuestión ya de minutos. Vio que un soldado con la mochila a la espalda pasaba por delante de él. ¡Mecachis! ¡Pero si era Pio Patella! Un bracero que vivía en via Menotti.

—¡Pio! —gritó—. Pio, mo indun vèt? [Pero ¿adónde vas?]

Luego se volvió y añadió:

Mo it té, Checco? [Pero ¿eres tú, Checco?]

Y claro que era él, ¿quién podía ser si no? No es que hubieran sido nunca muy amigos, pero encontrarse así, en el mismo tren después de tres años de guerra y dirigirse ambos al pueblo le parecía un milagro, algo muy hermoso. Harían los últimos kilómetros a pie juntos.

El tren se detuvo y bajaron, pero Pio quería pasar a saludar a su hermana, que vivía a escasa distancia de la estación. Así que Checco se encaminó solo con la mochila a la espalda. Habían pasado hacía poco el día de Todos los Santos y el de Difuntos y había en el aire un perfume a hojas de arce de los setos vivos, y las bayas rojas del espino blanco brillaban entre las hojas color herrumbre. Los petirrojos y los reyezuelos saltaban de una rama a otra y lo miraban llenos de curiosidad con sus ojillos negros y relucientes como cabezas de alfiler. De vez en cuando un perro ladraba y comenzaba a correr adelante y atrás haciendo desplazarse el eslabón de su cadena a lo largo del cable tendido entre el cobertizo y la casa. Luego, una vez que había pasado, se detenía aullando, resignado a su vida siempre igual. De perros.

El aire era punzante y el sol resplandecía frío en el cielo claro.

Pasó por delante del Pra’ dei Monti y miró con el rabillo del ojo los cuatro túmulos excavados aquí y allá por los buscadores de tesoros. Estaba tranquilo: la cabra de oro ya no reaparecería porque una desgracia mayor que la guerra recién pasada no podría ocurrir nunca. Y si reaparecía sería en una noche de tormenta con los truenos sacudiendo la tierra y los rayos rasgando los negros nubarrones o en una tormenta de nieve con grandes copos como jirones y no ciertamente en una clara mañana de finales de noviembre.

Llegó al Chiusone, a orillas del Fiuma, y luego a los lavaderos, con las mujeres que restregaban la ropa contra las piedras y cantaban para no pensar en el frío que atería sus dedos; luego al puentecillo en la alameda de tilos, que llevaba a la villa del señor Goffredo. A la entrada del pueblo, cerca del molino de San Colombano, comenzó a encontrar gente, pero nadie que le dispensase el menor recibimiento, a duras penas un cabeceo, media sonrisa con suerte. Esto no le gustaba nada, pues era señal de que el final de la guerra no había traído alegría, señal de que muchos, demasiados, no acudían a la llamada y no volverían nunca más a casa, y quien había vuelto ya no era el de antes: herido, inválido, mutilado.

Llegó finalmente a la plaza: a la izquierda, el muro bajo de Poldo con los sarmientos de las vides asomando por encima de las tejas árabes que lo recubrían, en el centro la fuente con la bomba de émbolo, a la derecha la iglesia con la imagen del Sagrado Corazón en el luneto de la sobrepuerta y el campanario, que daba la hora para todos: la hora de nacer, de casarse, de morir. Y justo en aquel momento la campana mayor comenzó a dar los lentos repiques de una passata [entierro]. En el mismo instante, desde la puerta del oratorio salían cuatro sepultureros con unas andas y detrás el cura con la estola morada y la sobrepelliz blanca sobre la negra sotana. Un monaguillo llevaba el acetre con el hisopo.

Pasaron por el lado del torreón y luego de la Casa del Pueblo, y Checco tuvo la impresión de que querían doblar a la derecha a lo largo de la reguera, en cambio siguieron recto haciéndole casi de guía. Dejaron atrás la farmacia y, en la taberna de la Bassa, Checco tuvo casi la seguridad de que proseguirían hacia la Madonna della Provvidenza. Inmediatamente después comprendió que la suya no era una conjetura sino una esperanza. En cambio, doblaron a la derecha, por entre los campos, y prosiguieron en dirección al cruce y Checco trataba de convencerse de que allí sus caminos se separarían. Ahora estaba a menos de medio kilómetro de su casa. Volvería a abrazar a su madre y a su padre, tal vez alguno de sus hermanos había ya vuelto, Gaetano o Floti, quizá…

El pequeño cortejo dobló a la izquierda, donde también él giraría de ahí a poco, pero se le ocurrió que antes del cruce con via Celeste vivía la vieja Preti, ya muy achacosa en el momento de su partida. Seguro que iban a buscarla a ella.

En cambio, entraron en el patio de los Bruni.

La primera en verlo fue Maria, que estaba en la era cuidando de los pollos y corrió a su encuentro y le echó los brazos al cuello entre lágrimas. No conseguía articular palabra. Llegó inmediatamente Clerice. Lo abrazó y lo besó, luego agachó la cabeza secándose los ojos con un pico del delantal y dijo:

—Tu padre, Checco, no ha podido soportarlo. Tanto tiempo sin saber nada de sus hijos, tantas noticias terribles del frente. Se había hecho a la idea de que la mitad de vosotros no volvería, porque estos eran los números que llegaban del frente, e incluso peor. Yo lo he intentado todo para animarlo, pero no ha habido manera.

—Mamá, ¿dónde están los otros?

—No están, Checco, eres el primero que vuelve y te encuentras con este desagradable recibimiento. Ahora ven, ven a saludar a tu padre antes de que se lo lleven al cementerio.

Entraron y Checco miró a su padre y lloró. Lo habían colocado en la caja como a un muerto, cuatro tablas de olmo clavadas del mejor modo, con el único traje bueno que tenía, la camisa de cáñamo blanco abotonada en el cuello, el rosario entrelazado entre las manos del color de la cera. Tenía una barba de dos días porque nadie había intentado afeitarlo por temor a hacerle un corte.

—No se resignaba. Todas las noches le oía suspirar «¿Dónde estarán nuestros chicos, Clerice, donde estarán? Quién sabe qué tierra los cubre», y luego se daba la vuelta y se revolvía en la cama, sin conseguir tranquilizarse. No dormía casi nada. ¡Cuántas veces le he oído llorar! Cuando veía pasar a soldados con la mochila por todo equipaje y el fusil, muertos de cansancio y extenuados, los llamaba y les decía: «Pasad dentro, comed y bebed». Y cuando partían de nuevo decía: «Quién sabe si otros no hacen lo mismo con nuestros hijos». Tu padre era un hombre bueno, Checco, no habría podido encontrarlo mejor y os quería como si os hubiera parido él. Ha muerto por la gran pena que sentía por vuestra lejanía.

Los sepultureros esperaban para clavar la tapa y llevárselo. Checco apoyó una mano sobre la frente helada y dijo:

—¿Por qué no me esperaste, padre, al menos un día, para que hubiera podido despedirme de ti?

Clerice le dio un beso y se tapó el rostro con las manos. El párroco tomó el hisopo y asperjó agua bendita sobre la caja de olmo musitando unas plegarias, luego los sepultureros depositaron la caja sobre las andas y salieron mientras el cura comenzaba a decir en voz alta el rosario.

Entretanto, había llegado al patio la gente del pueblo, los amigos, los parientes. Clerice se quitó el delantal, se arregló el pelo y se puso a seguir al féretro entre Maria y Checco, que la sujetaba del brazo. Detrás, las mujeres con el pañuelo a la cabeza, a continuación el mozo y, por último, los hombres envueltos en sus tabardos y sombrero en mano. En la iglesia estaba preparado el catafalco, revestido de un paño negro con un ribete dorado. El párroco dijo la misa y pronunció un breve elogio, diciendo que Callisto había sido un buen cristiano y el señor seguramente lo acogería en el Paraíso.

El cortejo se encaminó hacia el cementerio y los sepultureros ni siquiera se turnaron porque el pobre Callisto estaba en los mismos huesos y no pesaba nada. Checco no tuvo el valor de ver enterrar a su padre y se marchó. Anduvo vagando por los campos, de los que comenzaba a alzarse una fina neblina y pensaba que ahora le tocaba a él preocuparse de quién volvería y quién no, pensaba en cuando el cartero trajera una carta con la mala noticia y en cómo se lo diría a su madre. Porque, como dice el refrán, «Al maré al pasa al fté. Al fiol al pasa al cor». [El marido aja el vestido, el hijo marchita el corazón].

Cuando volvió a casa se hizo traer un plato de sopa al establo, como hacían los caminantes que venían a la Posada Bruni, y luego se tumbó sobre la paja porque seguro que en su cama no habría conseguido conciliar el sueño. Sintió que en un determinado momento entraba Clerice y le echaba encima el gabán militar para cubrirle los hombros, como cuando venía a doblarle las sábanas de pequeño, pero no dijo nada y fingió estar durmiendo.

Una semana después regresó Gaetano. Estaba íntegro, pero se quedó de piedra cuando supo que su padre había muerto y que acababan de enterrarlo. No se lo esperaba, había soñado muchas veces con el momento en que pondría de nuevo los pies en el patio y abrazaría a los suyos y atravesaría acto seguido la era e iría a ver las vacas y los bueyes del establo, y por el contrario era un momento triste, más triste que todos los que había pasado en la guerra. La emprendió con Secondo, el mozo, que no tenía culpa alguna, y dijo que no había necesidad ya de él. Cuando luego supo que se había enamorado de Maria, se quedó desconcertado, diciendo que seguro que tenía las orejas pálidas de tanto pajearse pensando en ella, que hiciera el hatillo y ahuecara el ala al día siguiente.

Checco hizo un aparte con él.

—Déjalo correr, Gaetano, que enamorarse no tiene nada de malo, y él no le ha faltado nunca al respeto a nuestra hermana. Además, como sabes, ella está enamorada de Fonso, el narrador de historias, al que ve desde hace mucho tiempo. Despedirlo ahora que estamos cerca del invierno es como condenarlo al hambre, al frío y a la más negra miseria. La suya es una familia montañesa que no tiene ni con qué calentarse y no comen otra cosa que pan de castaña. Hemos dado de comer y de beber a muchos trotamundos que no sabíamos siquiera quiénes eran. En realidad, cuando nosotros estábamos en la guerra él ha ayudado a nuestros padres a tirar adelante por un plato de sopa y un pedazo de pan. Te echa una mano en el establo, sabe empajar las sillas y arreglar los aperos… Esta primavera nos lo pensamos, ¿te parece?

Gaetano rezongó algo que quería decir que estaba bien y se largó. Clerice iba al cementerio en días alternos a decir las oraciones junto a la tumba de su marido, y como no había ya flores ponía en un vasito dos ramas de espino blanco con sus bayas rojas, que lucían lo mismo. Cuando terminaba sus oraciones le contaba cómo iban las cosas, segura de que él la escucharía. Que habían regresado Checco y Gaetano y estaban bien. Checco seguía machucado y cojeaba un poco, pero no era para quejarse.

—Ya ves desde donde estás ahora a nuestros chicos, y si puedes ayudarles, que el Señor te oiga porque siempre has sido un buen hombre y nunca has hecho mal a nadie, es más, has hecho solo el bien. Haz que vuelvan a casa.

Y luego se interrumpía porque se le hacía un nudo en la garganta.

—Si…, si por casualidad alguno estuviese allí contigo, mejor para ti y peor para mí.

Luego se sonaba la nariz, se enjugaba las lágrimas y, paso a paso, se volvía para casa.

Y sin embargo, en medio de aquella angustia, de aquellas continuas preocupaciones, a veces no faltaba alguna ocasión para reír. Como cuando, una semana después del regreso de Checco, llegó al patio Pio Patella gritando como un desesperado:

Clériz! Clériz, avrì la porta! Che a g’ho dal coran acsé grandi c’anch pas brisa! [¡Clerice! ¡Clerice, abre la puerta! ¡Que llevo unos cuernos tan grandes que no paso por ella!]

Ella ya sabía que teniendo los hombres lejos durante años las había en el pueblo de esas que se consolaban con otro, pero no menos sabía que los cuernos era el mal menor y que era preferible olvidar que tener que empezar de nuevo.

Mo parche dit acsé, Pio? [Pero ¿por qué lo dices, Pio?]

Pio contestó que al llegar a casa había encontrado que la familia había aumentado sin su participación. No uno, sino dos niños, y que él no quería saber nada de ellos.

Clerice le hizo sentarse y le sirvió un vaso de vino para levantarle la moral. La verdad es que uno, pase, pero dos era demasiado. Había que encontrar una solución a aquello y la manera de tranquilizarlo.

Mo quant it sté via, Pio? [Pero ¿cuánto tiempo has estado fuera, Pio?]

Zdòt mis [Dieciocho meses] —respondió.

Clerice tuvo una idea.

¿Y entonces? ¿Qué problema había? Nueve más nueve, dieciocho, calculó. Dado que el embarazo de uno dura nueve meses, el de dos, pues el doble. ¡Todo en regla!

Pio Patella se quedó un momento perplejo, pero, dado que Clerice era una mujer experta y sabía todo cuanto había que saber, la abrazó, dándole las gracias y diciendo que ella era la persona más cuerda y buena que había en el pueblo y que le había quitado una gran angustia de encima. Volvió a casa de excelente humor y, ahora que estaba tranquilo respecto a su honor, se disculpó con la mujer por haber pensado mal de ella y enseguida le indicó la escalera que llevaba arriba al dormitorio, lugar donde se dirimían todos los conflictos, o al menos los que tenían remedio.

Después de Gaetano regresó Dante, a continuación Armando, seguidamente Savino, Fredo y, por último, Floti. Este había recibido una esquirla en un pulmón durante la Batalla del Solsticio, lo que le había retenido en el hospital durante un mes hasta que estuvo en condiciones de viajar. Ninguno de ellos sabía que el padre había muerto y a todos les pareció una burla del destino que el pobre Callisto se hubiese atormentado hasta el final pensando que de siete hijos seguramente perdería dos o tres y quizá incluso más. Sabía de batallones diezmados, divisiones enteras aniquiladas. ¿Por qué la Dama de Negro había de perdonarles a ellos la vida? ¿Por qué no había de pasar con la guadaña por el campo de los Bruni? Clerice pensó, en cambio, que la Virgen la había escuchado, que en cualquier caso el sacrificio de su marido había pagado para que sus chicos regresasen a casa, uno tras otro, sin dejar ninguno atrás.

Se habían salvado los siete, incluso Savino, el más pequeño e inexperto. Solo Floti volvía disminuido, pero exteriormente no se notaba: era el buen mozo de siempre, al que las chicas se volvían para mirar cuando pasaba por la calle. Solo que los médicos le habían prohibido hacer esfuerzos y excesos, así como trabajos pesados, porque no habían podido operarle y la esquirla, una esquirla muy pequeña, se le había quedado incrustada en el pulmón izquierdo. Nadie le dio mayor importancia, en primer lugar porque era también natural que él se ocupase sobre todo de los asuntos de la familia, que fuese al mercado, que comiese fuera en las fondas con los corredores de comercio, que fuese a negociar con el amo, dado que era el más despierto. Pero a la larga su posición sería considerada más ventajosa que la de los demás, a los que tocaba el duro trabajo en los campos, en el establo, en la era, y nacería la envidia o cuando menos el descontento.

Una vez volvió a casa del mercado con una yegua flaca extenuada, con la mirada apagada y el pelaje hirsuto y deslucido. Y la cola pegoteada por la diarrea.

—Pero ¿por qué has malgastado dinero en este penco? —le preguntó Gaetano—. Se morirá antes de finales de mes y no conseguirás vender ni su pellejo.

—Porque no ha recibido más que un mal trato por parte de un amo estúpido y malvado.

—Y tú ¿cómo lo sabes? No te has ocupado nunca del ganado.

—Un caballo no es ganado. Y, además, porque se ve. Mira aquí, y aquí, las señales de los latigazos y también las heridas en las comisuras de la boca. Quien golpea a un caballo y le tira del freno de este modo no solo es un malvado, sino también un idiota, porque perjudica a su propio patrimonio.

Gaetano no dijo palabra, pero se veía por su expresión que era escéptico.

—Y además —concluyó Floti—, he pagado cuatro chavos por él. Dame un mes y verás qué maravilla.

Fue él quien se cuidó personalmente del jamelgo. Le daba agua pura del pozo y heno de hierba médica que es más nutritivo, y cuando se hubo recuperado comenzó también a darle pienso: una mezcla de triturado que preparaba él mismo con cebada, farro, trigo, avena, algarrobas y habas. Y cuando encontraba, hasta guisantes secos. Al cabo de una semana el animal había enderezado ya las orejas y abierto dos bonitos ojos oscuros y relucientes y el morro se había vuelto suave como el terciopelo. Luego el pelo, día tras día, se había vuelto reluciente y espeso y la crin y la cola parecían de seda. Una maravilla. Tanto es así que el propio Gaetano hubo de admitir que nunca se habría imaginado una cosa por el estilo.

Al cabo de un mes comenzó a enganchar a la yegua entre los varales de un calesín que había comprado a un ropavejero y restaurado poco a poco. Lo había pulido por entero, luego había puesto masilla en las partes agrietadas, a continuación lo había barnizado de negro brillante, y los varales los había lustrado con copal. Una joya. Cuando enganchó la yegua era para quedarse sin habla: un tiro digno de unos verdaderos señores. Los seis hermanos, Maria y Clerice, en jarras, formaron un semicírculo en torno al magnífico vehículo, estupefactos. Ni siquiera el administrador de Barzini tenía uno parecido.

—Pero ¿no será demasiado? —preguntó Clerice—. No querrás ir por ahí con este trasto.

—Pero ¿qué tiene de malo, madre? —repuso Floti—. El domingo por la mañana quiero acompañarte a misa con él, como una señora.

Clerice cargó la mano y dijo:

—Si llega a oídos del amo, dirá que le hemos robado dinero.

Floti inclinó la cabeza, molesto por la acogida negativa a su éxito.

—El amo no dirá una palabra cuando vea que aumenta la producción en esta finca y crecen los beneficios para él y para nosotros. En cuanto a este tiro, lo usaré durante un cierto período, no tanto para disfrutar con él —aunque también eso, sí, pues he trabajado mucho en él—, sino sobre todo para que la gente que se dedica a los negocios se dé cuenta de quién soy yo. Deben hacerse a la idea de que son ellos quienes me necesitan a mí y no yo a ellos. Con poco se obtiene poco y no se atan perros con longaniza. Confiad en mí. En la guerra he aprendido unas cuantas cosas y también he pensado y razonado, a solas y con otras personas, porque en el ejército hay gente de todo tipo.

Las palabras le salían de la boca fluidas y naturales y mientras tanto le venía a la mente su amigo Pelloni y lo que él había dicho del socialismo, de la justicia y la injusticia, de los derechos de quien trabaja. Había visto tantas en la guerra, y estaba seguro de que la victoria que había costado tanta sangre no traería ventaja alguna a los soldados de infantería que habían defendido el Piave y repelido a los enemigos al otro lado. Los derechos, los que hubieran tenido que conquistar en la paz igual que habían conquistado en la guerra los últimos trozos de Italia. Y mientras pensaba, volvía a ver como en sueños la Frera de Pelloni, en el suelo cual caballo herido de muerte, con la rueda que giraba sin cesar…